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Alveston y Jeremiah Mickledore llegaron después de la cena para dar indicaciones breves y consejos a Darcy, pero solo permanecieron una hora, y se retiraron tras transmitirles ánimos y expresar sus mejores deseos. Aquella iba a ser una de las peores noches en la vida de Darcy. La señora Gardiner, siempre hospitalaria, se había ocupado de que en el dormitorio encontraran todo lo necesario, no solo las dos anheladas camas, sino la mesilla que las separaba, con una jarrita de agua, unos libros y una lata de galletas. Gracechurch Street no era del todo silenciosa, pero el rumor y los chasquidos de los coches, así como las voces que de vez en cuando se oían —y que constituían un contraste con el silencio absoluto reinante en Pemberley—, no habrían llegado, en condiciones normales, a impedirle el sueño. Darcy intentaba ahuyentar de su mente la inquietud ante lo que le aguardaba al día siguiente, pero otras ideas lo alteraban más aún. Era como si, junto al lecho, una imagen de sí mismo lo observara con ojos acusadores, casi desdeñosos, ensayando argumentos y condenas que él creía haber apaciguado hacía tiempo. Pero aquella visión inoportuna volvía a presentarse, ahora, con fuerza renovada y con motivo. Si Wickham se había convertido en un miembro más de su familia, si tenía derecho a llamarlo hermano político, era por la decisión que en su día había tomado él mismo y nadie más. Mañana sería obligado a declarar, y de su declaración dependía que su enemigo acabara en el patíbulo o fuera puesto en libertad. Si el veredicto era de inocencia, el juicio acercaría a Wickham más a Pemberley, y si era condenado a morir en la horca, el propio Darcy cargaría con el peso del espanto y la culpa, que transmitiría a sus hijos y a las generaciones futuras.

No podía lamentar haberse casado. Renegar de su matrimonio habría sido como renegar de haber nacido. Éste le había traído una felicidad que no creía posible, un amor del que los dos niños hermosos y sanos que dormían en los aposentos infantiles de Pemberley eran promesa y garantía. Pero se había casado desafiando todos los principios que, desde su infancia, habían gobernado su vida, todas las convicciones que debía a la memoria de sus padres, a Pemberley y a su responsabilidad de clase y riqueza. Por más profunda que fuera la atracción que sentía por Elizabeth, podría haberse alejado de ella, como sospechaba que había hecho el coronel Fitzwilliam. El precio que había pagado por sobornar a Wickham para que se casara con Lydia había sido el precio de Elizabeth.

Recordaba el encuentro con la señora Younge. La casa de huéspedes se hallaba en una zona respetable de Marylebone, y la mujer era la imagen misma de una casera decente y esmerada. También recordaba su conversación:

—Solo acepto a hombres si proceden de las familias más respetables y si se ausentan de su hogar por motivos de trabajo en la capital, o para iniciar una vida profesional independiente. Sus padres saben que los muchachos se alimentarán bien y recibirán cuidados, y que se los vigilará permanentemente. Durante años, he recibido unos ingresos fijos más que adecuados. Ahora que le he expuesto mi situación, podremos entendernos. Pero, antes, ¿puedo ofrecerle algún refrigerio?

Él lo había rechazado sin hacer gala de buenos modales, y ella siguió hablando.

—Soy mujer de negocios, aunque no creo que las normas formales de la cortesía estén reñidas con ellos. Pero, en este caso, prescindamos de ellas absolutamente. Sé que lo que quiere es conocer el paradero de George Wickham y de Lydia Bennet. Tal vez inicie usted las negociaciones planteando la suma máxima que está dispuesto a pagar por una información que, le aseguro, solo yo puedo proporcionarle.

La oferta de Darcy, cómo no, había sido considerada insuficiente, pero finalmente habían alcanzado un acuerdo, y él había abandonado aquella casa como si estuviera infestada de peste. Aquélla había sido la primera de una serie de considerables sumas que había tenido que desembolsar para convencer a Wickham de que se casara con Lydia Bennet.

Elizabeth, exhausta tras el viaje, se había acostado inmediatamente después de la cena. Cuando él entró en el dormitorio, la encontró dormida, y permaneció largo rato de pie, junto a la cama, contemplando amorosamente su hermoso y sereno rostro. Durante unas horas más, al menos, ella seguía libre de preocupaciones. También él se acostó, pero dio vueltas y más vueltas en busca de una posición cómoda, que ni los suaves almohadones le proporcionaban, hasta que al fin se sumió en el sueño.