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El juicio tendría lugar el jueves 22 de marzo a las once, en el tribunal de Old Bailey. Alveston se encontraría en su bufete, cerca de Middle Temple, y había sugerido que acudiría a la residencia de los Gardiner, en Gracechurch Street, un día antes, en compañía de Jeremiah Mickledore, abogado defensor de Wickham, para explicar el procedimiento del día siguiente y para aconsejar a Darcy sobre su declaración. A Elizabeth le inquietaba tener que pasar dos días seguidos viajando, por lo que habían pasado la noche en Banbury, y llegaron a primera hora de la tarde del miércoles 21 de marzo. Por lo general, cuando los Darcy se ausentaban de Pemberley, los miembros del servicio de mayor rango acudían a la puerta para despedirlos y transmitirles sus mejores deseos, pero esa ocasión era distinta, y solo Stoughton y la señora Reynolds estuvieron presentes, serios los semblantes, para desearles un buen viaje y asegurarles que la vida en Pemberley seguiría inalterada mientras ellos no se encontraran allí.

Abrir la residencia de Darcy en Londres implicaba un trajín considerable para la vida doméstica, y cuando los viajes a la capital eran breves y tenían por motivo ir de compras o asistir a alguna obra de teatro o exposición, o las visitas de Darcy a su abogado o a su sastre, se instalaban en casa de los Hurst siempre que la señorita Bingley los acompañaba. La señora Hurst prefería tener invitados, fueran los que fuesen, a no tenerlos, y mostraba ufana su esplendorosa mansión y su gran número de carruajes y criados, mientras la señorita Bingley enumeraba hábilmente los nombres de sus amigos más distinguidos y transmitía los chismes del momento sobre los escándalos que afectaban a las mejores casas. Elizabeth se entregaba a la diversión que le causaban las pretensiones y necedades de sus vecinos, siempre y cuando no le exigieran mostrarse comprensiva ante ellas, mientras que Darcy creía que, si en aras de la concordia familiar debía encontrarse con personas con las que tenía poco en común, era preferible que se hiciera a expensas de ellas y no de las propias. Pero en aquella ocasión no había llegado ninguna invitación de los Hurst ni de la señorita Bingley. Existen algunos hechos, cierta clase de notoriedad, de los que es preferible mantenerse a distancia prudencial, y ellos no esperaban ver ni a los Hurst ni a la señorita Bingley durante el juicio. Sin embargo, la cordial invitación de los Gardiner sí se había producido de inmediato. Allí, en aquella residencia cómoda, exenta de pretensiones, hallarían la tranquilidad y la confianza que proporcionaba el trato familiar, se reencontrarían con unas voces sosegadas que nada exigían, que no pedían explicaciones, y con una paz que los prepararía para la vorágine de los acontecimientos que les aguardaba.

Pero al llegar al centro de Londres, cuando los árboles y la inmensa extensión de Hyde Park quedaron atrás, Darcy sintió que penetraba en un mundo desconocido, que respiraba un aire enrarecido y amargo, rodeado por una población numerosa y amenazadora. Nunca hasta ese momento se había sentido tan forastero en la ciudad. Costaba creer que el país estuviera en guerra: todos parecían ir con prisas, se diría que caminaban enfrascados en sus propias preocupaciones, aunque de vez en cuando captaba miradas de envidia o admiración dirigidas al carruaje de los Darcy. Ni él ni Elizabeth se sentían con ánimo de comentar nada a su paso por las calles más anchas y más conocidas, por donde el cochero conducía con gran cuidado entre los lujosos y resplandecientes escaparates, iluminados por linternas, ni cuando se cruzaban con los cabriolés, los carros, los furgones y los coches privados que, al ser tantos, hacían casi impracticables las calles. A pesar de todo, finalmente doblaron la esquina de Gracechurch Street, y todavía no se habían detenido junto a la puerta de la casa cuando ésta se abrió y los Gardiner aparecieron para darles la bienvenida e indicar al cochero que se dirigiera a los establos de la parte trasera. Instantes después, una vez que el equipaje fue bajado del vehículo, Elizabeth y Darcy entraron en el hogar que, hasta el final del juicio, constituiría su refugio de paz y seguridad.