Para Darcy y Elizabeth, el invierno de 1803 se extendía como una ciénaga por la que debían abrirse paso, sabedores de que la primavera solo podía traerles nuevos suplicios y, tal vez, un horror mayor aún, cuyo recuerdo podría arruinar el resto de su vida. Con todo, no sabían bien cómo, tendrían que resistir aquellos meses sin que su angustia y su inquietud ensombrecieran la vida de Pemberley ni destruyeran la paz y la confianza de quienes dependían de ellos. Afortunadamente, aquella angustia iba a resultar en gran medida infundada. Solo Stoughton, la señora Reynolds y los Bidwell habían conocido a Wickham de niño, y los miembros más jóvenes del servicio tenían poco interés en lo que ocurría más allá de la finca. Darcy había prohibido que se hablara del juicio, y la llegada inminente de la Navidad era una fuente de interés y emoción mucho mayor que el posible destino de un hombre, de quien la mayoría de los criados no había oído hablar en su vida.
El señor Bennet era una presencia discreta y tranquilizadora en la casa, algo así como un fantasma conocido y bondadoso. Cuando Darcy disponía de algún rato libre, lo pasaba conversando con él en la biblioteca. Inteligente como era, valoraba la inteligencia ajena. De vez en cuando el señor Bennet visitaba a su hija mayor en Highmarten para asegurarse de que los volúmenes de la biblioteca de Bingley siguieran a salvo del exceso de celo de las doncellas, y para confeccionar listas de libros que adquirir. Con todo, su estancia en Pemberley no duró más de tres semanas. La señora Bennet envió una carta quejándose de que oía pasos en el exterior de la casa todas las noches y de que sufría constantes palpitaciones en el corazón. El señor Bennet debía acudir de inmediato para proporcionarle protección. ¿Por qué se ocupaba de los asesinatos de otras personas cuando probablemente uno estuviera a punto de ser perpetrado pronto en Longbourn si él no regresaba sin dilación?
Todos en la casa sintieron su ausencia, y oyeron que la señora Reynolds hablaba con Stoughton y le decía:
—Resulta curioso que echemos tanto de menos al señor Bennet, ahora que se ha ido, cuando, durante su estancia, apenas llegábamos a verlo.
Darcy y Elizabeth hallaban solaz en el trabajo, y había mucho que hacer. Darcy planeaba realizar reparaciones en algunas de las granjas de la finca, y se había implicado más que nunca en los asuntos de la parroquia. La guerra con Francia, que se había declarado en mayo, ya se dejaba sentir y empezaba a traer pobreza; el precio del pan había subido, y la cosecha había sido escasa. Darcy se ocupaba de aliviar la situación de sus arrendatarios, y siempre había colas de niños frente a la cocina, esperando a recibir grandes latas de una sopa nutritiva, espesa y consistente como un guiso. Se celebraban muy pocas cenas de gala, y a éstas solo acudía el círculo más íntimo de amigos, pero los Bingley los visitaban regularmente para transmitirles su apoyo y ofrecerles su ayuda. Asimismo, recibían cartas frecuentes del señor y la señora Gardiner.
Tras la celebración de la vista previa, Wickham había sido transferido a la nueva cárcel del condado, situada en Derby, donde el señor Bingley siguió visitándolo, y de donde regresaba contando que, por lo general, lo encontraba con buen ánimo. Una semana antes de Navidad, recibieron finalmente la noticia de que su solicitud de trasladar el juicio a Londres había sido aceptada, y de que éste se celebraría en Old Bailey. Elizabeth estaba decidida a acompañar a su esposo el día del juicio, aunque de ninguna manera podría estar presente en la sala. La señora Gardiner envió una carta afectuosa en la que invitaba a Darcy y a Elizabeth a instalarse en su residencia de Gracechurch Street durante su estancia en Londres, invitación que aceptaron y agradecieron. Antes de Año Nuevo, Wickham fue trasladado a la prisión londinense de Coldbath, y el señor Gardiner asumió el deber de realizar visitas regulares al acusado, y de pagar, en nombre de Darcy, las sumas de dinero que le garantizaban una estancia cómoda y el mantenimiento de su posición entre los celadores y los demás presos. El señor Gardiner informaba de que Wickham mantenía el optimismo, y de que uno de los capellanes de la cárcel, el reverendo Samuel Cornbinder, lo veía con regularidad. Al parecer, al reverendo se le daba muy bien el ajedrez y había enseñado a jugar a Wickham. El juego ocupaba ahora gran parte de su tiempo. El señor Gardiner sospechaba que Wickham recibía al religioso más como oponente en las partidas que como garante de arrepentimiento, pero lo cierto era que el preso parecía ser sincero en su amistad con él, y que su interés por el ajedrez, rayano en obsesión, constituía un antídoto eficaz contra sus ocasionales estallidos de ira y desesperación.
Llegó la Navidad y, con ella, la fiesta infantil que se celebraba todos los años. Darcy y Elizabeth coincidieron en que los más jóvenes no debían quedarse sin su momento especial, menos aún en aquellos tiempos tan difíciles. Tuvieron que escoger y entregar regalos a todos los arrendatarios, así como al personal interno y externo, tarea que mantuvo muy ocupadas a Elizabeth y a la señora Reynolds. Aquélla, además, ocupaba su mente sometiéndose a un intenso programa de lecturas, y mejorando su destreza al pianoforte con la ayuda de Georgiana. Con menos obligaciones sociales, disponía de más tiempo para pasarlo con sus hijos o para visitar a los pobres, los ancianos y los enfermos, y tanto ella como Darcy descubrieron que, en unos días tan llenos de quehaceres, incluso las pesadillas más recurrentes les daban algún respiro.
Llegaron también algunas buenas noticias. Louisa estaba mucho más contenta desde que Georgie había regresado con su madre, y a la señora Bidwell la vida le resultaba algo más fácil ahora que los llantos del bebé no alteraban la paz de Will. Después de las celebraciones navideñas, las semanas, de pronto, empezaron a pasar mucho más deprisa, a medida que la fecha del juicio se aproximaba velozmente.