6

La vista previa se celebró en una sala espaciosa de la taberna King’s Arms, construida en la parte trasera del establecimiento hacía unos ocho años para que sirviera de sala de actos públicos, entre ellos las danzas que se celebraban ocasionalmente, camufladas bajo la apariencia, más digna, de bailes de gala. El entusiasmo de la novedad y el orgullo local habían asegurado su éxito inicial, pero en aquellos tiempos difíciles de guerra y escasez, no había ni dinero ni ánimos para frivolidades, y la sala, que se usaba sobre todo para encuentros oficiales, casi nunca se llenaba y ofrecía el aspecto desangelado y algo triste de todo lugar pensado originalmente para actividades comunitarias. El tabernero, Thomas Simpkins, y su esposa, Mary, se encargaron de los preparativos habituales para un evento que atraería sin duda a un público numeroso y, consiguientemente, aportaría beneficios al bar. A la derecha de la puerta se alzaba un estrado lo bastante espacioso como para que cupiera una orquestina de baile, y sobre él habían colocado un imponente sillón de madera traído desde la taberna contigua, y cuatro sillas más pequeñas, dos a cada lado, para los jueces de paz o el resto de las autoridades que finalmente asistieran. Se habían usado las demás sillas disponibles en el local, y la disparidad de modelos daba a entender que los vecinos también habían contribuido con las suyas. Quien llegara tarde tendría que seguir el acto de pie.

Darcy sabía que el juez de instrucción se tomaba muy en serio su cargo y las responsabilidades inherentes a él, y que le habría alegrado ver que el dueño de Pemberley llegaba en coche, como exigía la ocasión. Él, personalmente, habría preferido hacerlo a caballo, como habían propuesto el coronel y Alveston, pero cedió y recurrió al cabriolé. Al acceder a la sala vio que ya se había congregado bastante gente. Se oía un murmullo animado, aunque el tono, a su juicio, era más sosegado que expectante. A su llegada, los asistentes quedaron en silencio, y muchos se llevaron la mano a la frente y le susurraron algún saludo. Nadie, ni siquiera los arrendatarios de sus propiedades, se levantó a recibirlo, como habrían hecho en circunstancias normales, pero él lo consideró menos una afrenta que la convicción, por parte de ellos, de que era a él a quien correspondía, por posición, dar el primer paso.

Miró a su alrededor para ver si quedaba algún asiento libre al fondo, a poder ser rodeado de otros también desocupados que pudiera reservar para el coronel y para Alveston, pero en ese momento se oyó un revuelo junto a la puerta, y con bastante dificultad asomó por ella una gran silla de mimbre sostenida por una rueda pequeña, en la parte delantera, y por dos más grandes detrás. El doctor Josiah Clitheroe llegaba sentado con empaque, la pierna derecha extendida, apoyada sobre una plancha alargada, el pie envuelto por una venda blanca que daba muchas vueltas. Los asistentes sentados en la primera fila desaparecieron al momento, y el doctor Clitheroe fue empujado con esfuerzo, pues la rueda delantera, cabeceando sin parar, se resistía al avance. Desalojaron de inmediato las sillas contiguas, y en una de ellas el juez dejó la chistera. Hizo una seña a Darcy para que ocupara la otra. El círculo de asientos que los rodeaba había quedado vacío, lo que facilitaría, al menos, cierta privacidad en su conversación.

—No creo que esto vaya a llevarnos todo el día —dijo el doctor Clitheroe—. Jonah Makepeace lo mantendrá todo bajo control. Éste es un asunto difícil para usted, Darcy y, cómo no, para su esposa. Confío en que se encuentre bien.

—Me alegra poder decirle que así es, señor.

—Por razones obvias, usted no puede participar en las averiguaciones sobre este crimen, pero sin duda Hardcastle lo habrá mantenido debidamente informado de las novedades.

—Me ha comunicado todo lo que ha estimado prudente revelar —corroboró Darcy—. Su propia posición también es algo delicada.

—Bien, aunque no existe motivo para una cautela excesiva. Cumpliendo con su deber, él mantendrá informado al alto comisario, y también me consultará a mí si lo necesita, aunque dudo de que yo pueda serle de gran ayuda. Brownrigg, el jefe de distrito, el agente Mason y él parecen estar al mando de la situación. Por lo que sé, se han entrevistado con todo el mundo en Pemberley, y les tranquiliza saber que todos tienen coartada, algo que, de hecho, no puede sorprender: el día antes del baile de lady Anne hay cosas mejores que hacer que pasearse por el bosque de Pemberley con intenciones asesinas. También se me ha informado de que lord Hartlep cuenta con coartada, por lo que, al menos usted y él pueden ahuyentar esa inquietud. Dado que todavía no es aforado, en caso de que fuera acusado, el juicio no tendría que celebrarse en la Cámara de los Lores, procedimiento muy vistoso pero caro. También le tranquilizará saber que Hardcastle ha identificado a los familiares más próximos del capitán Denny, gracias a la mediación del coronel de su regimiento. Al parecer, solo tenía un pariente vivo, una tía anciana que reside en Kensington, a la que apenas visitaba, pero que le proporcionaba apoyo económico con cierta regularidad. Tiene casi noventa años, y su edad y estado de salud le impiden en gran medida interesarse personalmente por el caso, aunque sí ha pedido que el cadáver (que el juez de instrucción ya no precisa), sea enviado a Kensington, donde desea que reciba sepultura.

—Si Denny hubiera muerto en el bosque por mano conocida o tras sufrir un accidente, lo correcto sería que la señora Darcy o yo le enviáramos una carta de condolencia, pero en las presentes circunstancias sería poco adecuado, y ni siquiera sería bien recibida. Cuesta creer que incluso los acontecimientos más raros y espantosos acarreen consecuencias sociales, y ha hecho usted bien en informarme de su existencia. Me consta que la señora Darcy se sentirá aliviada. ¿Y qué hay de los arrendatarios de la finca? Preferiría no preguntárselo directamente a Hardcastle. ¿Han sido interrogados?

—Sí, eso creo. La mayoría se encontraba en casa, y entre los que no se resisten a salir ni en una noche tormentosa para hacerse fuertes en la taberna local, se han encontrado varios testigos poco relevantes, algunos de los cuales lo bastante sobrios en el momento del interrogatorio como para considerarlos fiables. Al parecer, nadie vio ni oyó a ningún forastero en las inmediaciones. Ya sabrá, por supuesto, que cuando Hardcastle visitó Pemberley dos jóvenes necias empleadas como doncellas explicaron que habían visto al fantasma de la señora Reilly vagando por el bosque. Como debe ser, este decide manifestarse en noches de luna llena.

—Ésa es una vieja superstición —dijo Darcy—. Al parecer, según oímos luego, las muchachas acudieron al bosque por una apuesta, y Hardcastle no tomó en serio su testimonio. A mí, en aquel momento, me pareció que decían la verdad, y que esa noche pudo haber una mujer caminando por el bosque.

—Brownrigg habló con ellas en presencia de la señora Reynolds. Se mostraron bastante firmes diciendo que habían visto a una mujer vestida de oscuro en el bosque dos días antes del asesinato, y que les dedicó un gesto amenazador antes de desaparecer entre los árboles. Reiteraron con convicción que no se trataba de ninguna de las dos mujeres que viven en la cabaña del bosque, aunque cuesta entender cómo pueden defender tal convicción, si la mujer vestía de negro y se esfumó tan pronto como una de las jóvenes empezó a gritar. Aun así, que hubiera una mujer en el bosque resulta poco importante. Este crimen no lo cometió una mujer.

—¿Y Wickham? ¿Coopera con Hardcastle y con la policía? —quiso saber Darcy.

—Creo que se muestra impredecible: en ocasiones responde razonablemente a las preguntas, y en otros momentos critica que a él, un hombre inocente, la policía no lo deje tranquilo. Como ya sabrá, le encontraron treinta libras en billetes en el bolsillo de la casaca: ha mantenido un silencio absoluto sobre la procedencia del dinero, más allá de decir que se trataba de un préstamo que habría de permitirle saldar una deuda de honor, y que había jurado solemnemente no revelar nada al respecto. Lógicamente, Hardcastle pensó que podría haber robado el dinero a Denny una vez éste estuvo muerto, pero en ese caso es poco probable que los billetes no presentaran manchas de sangre, teniendo en cuenta, además, que Wickham sí tenía las manos manchadas. Supongo que en ese caso los billetes no estarían tan bien doblados en la cartera. He tenido ocasión de verlos, y parecen recién impresos. Al parecer, el capitán Denny confió al dueño de la posada que no tenía dinero.

Hubo un momento de silencio, tras el que Clitheroe añadió:

—Comprendo que Hardcastle se muestre reacio a compartir información con usted, para protegerlo y para protegerse a sí mismo, pero dado que se considera satisfecho con las coartadas que tienen todos en Pemberley, ya sean familiares, visitantes o criados, parece una discreción innecesaria mantenerlo a usted al margen de las novedades importantes. Por tanto, debo decirle que cree que la policía ha encontrado el arma, un gran bloque de piedra de canto redondeado descubierto bajo unas hojas a unas cincuenta yardas de donde se descubrió el cuerpo sin vida de Denny.

Darcy logró disimular su sorpresa y, mirando al frente, habló en voz baja.

—¿Qué pruebas existen de que, en efecto, se trata del arma del crimen?

—Nada definitivo, puesto que no se han encontrado marcas incriminatorias de sangre ni cabellos sobre la piedra, algo que, en realidad, no puede sorprender. Esa misma noche el viento dio paso a una lluvia intensa, y la tierra y las hojas debieron de empaparse, pero yo he visto la piedra, y por su tamaño y forma puede haber sido la que causó la herida.

Darcy siguió hablando en voz baja.

—Se ha prohibido el acceso al bosque a todos los residentes en la finca de Pemberley, pero sé que la policía ha rastreado exhaustivamente la zona en busca de armas. ¿Sabe qué oficial hizo el descubrimiento?

—No fue Brownrigg ni Mason. Necesitaban refuerzos, y llamaron a varios agentes de la parroquia vecina, entre ellos a Joseph Joseph. Según parece, sus padres estaban tan encantados con su apellido que decidieron ponérselo también como nombre de pila. Es un hombre serio y fiable, aunque, por lo que he podido inferir, no demasiado inteligente. Debería haber dejado la piedra en su lugar y haber llamado a otros policías para que sirvieran de testigos del hallazgo. En lugar de ello, la llevó, triunfante, en presencia del jefe de distrito.

—De modo que no hay pruebas de que estuviera donde dijo que la había encontrado…

—Diría que no. Según me han informado, había varias piedras de tamaños diversos en el lugar, todas medio enterradas en la tierra, bajo las hojas, pero no existen pruebas de que ésa en concreto se encontrara entre las demás. Alguien, hace años, pudo volcar el contenido de una carreta, deliberada o accidentalmente, tal vez cuando su bisabuelo ordenó construir la cabaña del bosque y hasta allí se trasladaron los materiales.

—¿Presentarán la piedra esta mañana Hardcastle o la policía?

—No, que yo sepa. Makepeace se muestra inflexible en que, dado que no puede demostrarse que sea el arma, no debería formar parte de las pruebas. El jurado será simplemente informado de que se ha encontrado la piedra, aunque es posible que ni siquiera eso se mencione. Makepeace no desea que la vista previa degenere y se convierta en un juicio. Dejará muy claro cuáles son las atribuciones del tribunal popular, entre las que no se cuenta la usurpación de los poderes de un tribunal itinerante del condado.

—O sea, que usted cree que lo acusarán…

—Indudablemente, considerando lo que ellos verán como una confesión. Sería raro que no lo hicieran. Pero veo que ha llegado el señor Wickham, quien parece muy tranquilo, considerando la delicada situación en la que se encuentra.

Darcy se había percatado de que, junto al estrado, había tres sillas vacías, reservadas por unos agentes, y Wickham, avanzando esposado entre dos oficiales de prisiones, fue escoltado hasta la que ocupaba la posición central. Los dos custodios se sentaron a ambos lados. La actitud del detenido era casi de indiferencia, y observaba a su público potencial con escaso interés, sin fijar la mirada en nadie. El baúl que contenía su ropa había sido trasladado a la cárcel una vez que Hardcastle lo permitió, y parecía claro que se había puesto su mejor casaca. Además, la camisa que se adivinaba debajo parecía haber pasado por las manos expertas de las doncellas de Highmarten encargadas de la ropa blanca. Sonriendo, se volvió hacia uno de los oficiales de prisiones, que le dedicó un leve asentimiento de cabeza. Al mirarlo, a Darcy le pareció ver algo del oficial joven y encantador que había subyugado a las damiselas de Meryton.

Alguien masculló una orden, los murmullos cesaron y el juez de instrucción, Jonah Makepeace, accedió a la sala en compañía de sir Selwyn Hardcastle y, tras dedicar una reverencia a los miembros del jurado, se sentó e invitó a sir Selwyn a hacerlo a su lado. Makepeace era un hombre menudo de rostro muy pálido, que en otros se habría tomado como signo de enfermedad. Llevaba veinte años ejerciendo de juez de instrucción, y se jactaba de que, a sus sesenta años, no había habido ninguna constitución de jurado, ya fuera en Lambton o en el King’s Arms, que él no hubiera presidido. Poseía una nariz estrecha y puntiaguda, y una boca de forma peculiar y labio superior carnoso, y sus ojos, enmarcados por unas cejas tan finas como dos líneas trazadas a lápiz, se mantenían tan vivaces como a sus veinte años. Su prestigio como abogado era indiscutible en Lambton y los alrededores, y con su creciente prosperidad y con unos clientes privados ansiosos por recibir sus consejos, nunca se mostraba indulgente con los testigos incapaces de aportar sus pruebas con claridad y concisión. En un extremo de la sala había un reloj de pared, y el juez clavó en él su mirada intimidatoria largo rato.

A su entrada, todos los presentes se habían puesto en pie, y se sentaron una vez que él hubo tomado asiento. Hardcastle estaba a su derecha, y los dos policías, en la primera fila, debajo del estrado. Los miembros del jurado, que hasta entonces se habían dedicado a conversar animadamente entre ellos, ocuparon sus puestos y, al momento, se levantaron. En calidad de magistrado, Darcy había estado presente en algunas vistas previas, y vio que, como en otras ocasiones, allí estaban convocadas las fuerzas vivas de la localidad: George Wainwright, el boticario; Frank Stirling, que regentaba el colmado de Lambton; Bill Mullins, el herrero de la aldea de Pemberley; y John Simpson, el sepulturero, vestido con su traje negro riguroso, que según se decía había heredado de su padre. El resto de los miembros del tribunal eran granjeros, y casi todos ellos habían llegado en el último minuto, confusos y acalorados: siempre había cosas que hacer en sus granjas, y no veían nunca el momento de abandonarlas.

El juez de instrucción se volvió hacia el oficial de prisiones.

—Puede retirar las esposas al señor Wickham. Ningún preso de mi jurisdicción se ha dado nunca a la fuga.

La orden fue cumplida en silencio, y Wickham, tras frotarse las muñecas, permaneció de pie sin decir nada, mirando de vez en cuando la sala, con la intención aparente de buscar algún rostro conocido. Inmediatamente después se hizo prestar juramento a los participantes, y mientras los miembros del jurado lo hacían, Makepeace se dedicó a observarlos con la intensidad escéptica de un hombre que estudiara la compra de un caballo de más que dudosas cualidades, antes de proceder a su habitual advertencia inicial.

—No es la primera vez que nos vemos, caballeros, y creo que conocen ustedes su deber. Su deber es escuchar con atención las pruebas que se presenten, y pronunciarse sobre la causa de la muerte del capitán Martin Denny, cuyo cuerpo sin vida fue hallado en el bosque de Pemberley alrededor de las diez de la noche del viernes catorce de octubre. No han sido convocados aquí a participar en un juicio penal ni a enseñar a la policía cómo ha de llevar a cabo su investigación. Entre las opciones que se les planteen, pueden, si así lo creen, considerar que no se trató de una muerte por accidente o por casualidad, y un hombre no se suicida golpeándose a sí mismo la nuca con una piedra. Eso puede llevarles, lógicamente, a la conclusión de que esta muerte fue un homicidio, y en ese caso deberán dilucidar entre dos posibles veredictos. Si no existen pruebas que indiquen quién fue el responsable, dictarán un veredicto de asesinato cometido por persona o personas desconocidas. Les he planteado las opciones existentes, pero debo hacer hincapié en que el veredicto sobre la causa de la muerte depende enteramente de ustedes. Si las pruebas les llevan a la conclusión de que conocen la identidad del asesino, podrán nombrarlo y, como en todos los casos de delito grave, este será mantenido bajo custodia y llevado a juicio cuando se convoque el siguiente tribunal itinerante del condado de Derby. Si tienen alguna pregunta que formular a algún testigo, por favor, levanten la mano y hablen con claridad. Empezamos. Propongo llamar primero a Nathaniel Piggott, propietario de la taberna Green Man, que aportará pruebas sobre el inicio del último viaje del desgraciado caballero.

A partir de ahí, y para alivio de Darcy, la vista previa se desarrolló a buen ritmo. Parecía evidente que el señor Piggott había sido advertido de que, en los juicios, lo más sensato era decir lo menos posible y, tras prestar juramento, se limitó a confirmar que el señor y la señora Wickham, acompañados del señor Denny, habían llegado a la posada en la tarde del viernes en coche de punto, poco después de las cuatro, y que habían encargado que el cabriolé que él siempre tenía en la posada los llevara a Pemberley esa noche, donde dejarían a la señora Wickham, y desde donde los dos caballeros proseguirían viaje hasta el King’s Arms de Lambton. No había oído ninguna discusión entre las partes aquella tarde, ni cuando se subieron al coche. El capitán Denny, que parecía un caballero tranquilo, se había mantenido en silencio, y el señor Wickham no había dejado de beber, aunque, a su juicio, no podía decirse que estuviera ebrio ni incapacitado.

A su testimonio siguió el de George Pratt, el cochero, cuya declaración se esperaba con impaciencia, por razones obvias. Éste se explayó con bastante detalle en referencia al comportamiento de las yeguas, Betty y Millie. Habían avanzado sin problemas hasta que entraron en el bosque, momento a partir del cual se pusieron tan nerviosas que él tuvo problemas para manejarlas. A los caballos siempre les disgustaba entrar en el bosque cuando había luna llena, a causa del fantasma de la señora Reilly. Es posible que los caballeros discutieran en el interior del cabriolé, pero él no los oyó, porque estaba ocupado intentando controlar las monturas. Fue el capitán Denny quien asomó la cabeza por la ventanilla, le ordenó que se detuviera, y acto seguido abandonó el vehículo. Oyó que el capitán decía que, a partir de entonces, el señor Wickham tendría que apañárselas solo, y que él no participaría en ello, o algo por el estilo. Y después, el capitán Denny se internó en el bosque corriendo y el señor Wickham fue tras él. Al poco tiempo se oyeron los disparos, no estaba seguro de cuánto después, y la señora Wickham, sin perder la compostura, le gritó que la llevara hasta Pemberley, cosa que hizo. Para entonces, las yeguas estaban tan aterrorizadas que apenas podía dominarlas, y temió que el cabriolé volcara durante el trayecto. Luego relató el viaje de regreso, incluida la parada que el coronel Fitzwilliam realizó para comprobar que la familia que residía en la cabaña del bosque se encontraba bien. Creía que el coronel se había ausentado durante diez minutos.

A Darcy le pareció que los miembros del jurado habían oído con anterioridad la historia de Pratt, lo mismo probablemente que todo Lambton y la aldea de Pemberley, además de otras más lejanas, y su declaración estuvo acompañada de ruidos de fondo, carraspeos y suspiros comprensivos, sobre todo cuando detalló el sufrimiento de Betty y Millie. No hubo preguntas.

Llamaron entonces a declarar al vizconde Hartlep, que prestó juramento con gran solemnidad. El coronel contó brevemente, pero con voz firme, su participación en los acontecimientos de aquella noche, incluido el hallazgo del cadáver, declaración que posteriormente reiteraría Alveston, también sin emoción ni florituras, y en último lugar, Darcy. El juez de instrucción preguntó a los tres si Wickham había dicho algo, y los tres repitieron su admisión de culpabilidad.

Antes de que nadie más tuviera ocasión de hablar, Makepeace formuló la pregunta fundamental:

—Señor Wickham, usted mantiene resueltamente su inocencia en el asesinato del capitán Denny. ¿Por qué, entonces, cuando lo encontraron arrodillado junto a su cuerpo, dijo más de una vez que lo había matado y que su muerte era culpa suya?

El aludido respondió sin vacilar:

—Porque, señor, el capitán Denny abandonó el cabriolé disgustado por mi plan de dejar a la señora Wickham en Pemberley sin que ésta hubiera sido invitada ni hubiera anunciado su presencia. También me parecía que, de no haber estado ebrio, tal vez habría evitado que abandonara el coche y se internara en el bosque.

Clitheroe susurró a Darcy:

—En absoluto convincente, el muy necio confía demasiado en sí mismo. Tendrá que hacerlo bastante mejor durante el juicio si quiere salvar el cuello. ¿Tan embriagado estaba?

Con todo, nadie planteó preguntas, y pareció que Makepeace aceptaba dejar que el jurado se formara sus propias opiniones sin contar con sus comentarios, y se cuidó mucho de animar a los testigos a que especularan largamente sobre lo que Wickham había querido decir exactamente con sus palabras. Brownrigg, el jefe de distrito, fue el siguiente en declarar, y se demoró con fruición en los detalles de las actividades policiales, incluidas las pesquisas en el bosque. No habían obtenido ninguna información sobre la presencia de forasteros en la vecindad, todos los residentes en Pemberley y en las cabañas circundantes contaban con coartada, y la investigación seguía su curso. El doctor Belcher, por su parte, declaró recurriendo a su jerga médica, que los asistentes escucharon con respeto y el juez con manifiesta irritación, antes de expresar su opinión, ya en lengua vulgar, de que la causa de la muerte era un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza, y de que el capitán Denny no pudo sobrevivir a una herida tan grave más allá de unos pocos minutos, en el mejor de los casos, aunque resultaba imposible calcular con precisión la hora de la muerte. Se había descubierto una piedra que pudo ser usada por el atacante y que, en su opinión, por tamaño y peso, habría podido causar una herida como la de la víctima si se hubiera usado con fuerza, pero no existían pruebas para relacionar esa piedra concreta con el crimen. Solo una mano se alzó antes de que el médico abandonara el asiento reservado a los testigos.

—Bien, Frank Stirling —dijo Makepeace—, ¿qué es lo que desea preguntar?

—Solo esto, señor. Entendemos que iban a dejar a la señora Wickham en Pemberley para que asistiera al baile la noche siguiente, pero no con su esposo. Deduzco que el señor Wickham no sería recibido como invitado por su hermano político y la señora Darcy.

—¿Y qué relación tiene la lista de invitados al baile de lady Anne con la muerte del capitán Denny o, para el caso, con lo que acaba de declarar el doctor Belcher?

—Solo que, señor, si las relaciones eran tan malas entre el señor Darcy y el señor Wickham, y si era posible que el señor Wickham no fuera una persona digna de ser recibida en Pemberley, entonces tal vez ello nos indicaría algo sobre su carácter, me parece a mí. Resulta muy curioso que un hombre vete en su casa a un cuñado, a menos que ese cuñado sea un hombre violento o dado a la discusión.

Makepeace pareció considerar brevemente sus palabras antes de replicar que la relación entre el señor Darcy y el señor Wickham, fuera o no la habitual entre cuñados, no tenía nada que ver con la muerte del capitán Denny. Era el capitán Denny, y no el señor Darcy, el que había sido asesinado.

—Intentemos centrarnos en los hechos relevantes. Debería haber planteado su pregunta cuando el señor Darcy declaraba, si pensaba que era relevante. Con todo, el señor Darcy puede ser llamado de nuevo como testigo y responder a la pregunta de si el señor Wickham era, en general, un hombre violento.

Así se hizo, y en respuesta a la pregunta de Makepeace, después de recordarle que seguía bajo juramento, Darcy dijo que, hasta donde él sabía, el señor Wickham nunca había tenido esa reputación y que él, personalmente, nunca lo había visto ejercer la violencia. Hacía algunos años que no se veían, pero cuando lo hacían el señor Wickham había actuado en general como persona pacífica y socialmente afable.

—Supongo que con eso se dará por satisfecho, señor Stirling. Un hombre pacífico y afable. ¿Hay más preguntas? ¿No? En ese caso, sugiero que el jurado delibere su veredicto.

Después de debatirlo durante unos instantes, decidieron hacerlo en privado y, tras ser disuadidos de que la reunión tuviera lugar donde ellos proponían, es decir, en el bar, se dirigieron al patio delantero, donde formaron un corro y pasaron diez minutos hablando en susurros. A su regreso, fueron instados a emitir un veredicto formal. Frank Stirling se puso en pie y leyó algo que llevaba escrito en un cuadernillo, decidido a pronunciar las palabras con la precisión y el aplomo necesarios.

—Estimamos, señor, que el capitán Denny murió de un golpe en la parte posterior del cráneo, y que ese golpe fatal fue asestado por George Wickham y, de acuerdo con ello, el capitán Denny fue asesinado por el susodicho George Wickham.

—¿Y ése es el veredicto de todos los miembros de jurado? —preguntó Makepeace.

—Lo es, señor.

El juez de instrucción se quitó los lentes tras mirar fijamente el reloj de pared y los depositó en su estuche.

—Tras las formalidades oportunas, el señor Wickham será llevado a juicio cuando se constituya el próximo tribunal itinerante en Derby. Gracias, caballeros, pueden retirarse.

Darcy pensó que un procedimiento que él había temido salpicado de trampas lingüísticas y momentos vergonzosos había terminado siendo una cuestión prácticamente rutinaria, algo así como la reunión mensual en la parroquia. Había habido interés y compromiso, sí, pero no emociones descarnadas ni momentos dramáticos, y debía aceptar que Clitheroe estaba en lo cierto: el resultado era inevitable. Incluso si los miembros del jurado hubieran optado por dictaminar que se trataba de un asesinato por persona o personas desconocidas, Wickham habría seguido bajo custodia por tratarse del principal sospechoso, y las pesquisas policiales, centradas en él, habrían seguido su curso y habrían desembocado, casi con total certeza, en el mismo resultado.

El asistente de Clitheroe apareció entonces para hacerse con el control de la silla de ruedas. Tras consultar la hora, este dijo:

—Tres cuartos de hora de principio a fin. Supongo que la vista se habrá desarrollado tal como Makepeace planeaba y, de hecho, el veredicto no podía ser otro.

—¿Y el veredicto, en el juicio, será el mismo? —preguntó Darcy.

—En absoluto, Darcy, en absoluto. Yo podría montar una defensa muy efectiva. Le sugiero que busque a un buen abogado, y si es posible logre que trasladen el caso a Londres. Henry Alveston puede aconsejarle sobre el procedimiento más adecuado a seguir; mi información, probablemente, estará desfasada. He oído que el joven es algo radical, a pesar de ser el heredero de una antigua baronía, pero no hay duda de que se trata de un abogado listo y exitoso, aunque ya iría siendo hora de que buscara esposa y se instalara con ella en su finca. La paz y la seguridad de Inglaterra dependen de caballeros que vivan en sus casas como buenos señores y terratenientes, considerados con el servicio, caritativos con los pobres y dispuestos, en tanto que jueces de paz, a garantizar la concordia y el orden en sus comunidades. Si los aristócratas de Francia hubieran vivido así, nunca habría estallado la revolución. Pero este caso es interesante, y el resultado dependerá de las respuestas a dos preguntas: ¿por qué el capitán Denny se internó apresuradamente en el bosque? y ¿qué quiso decir Wickham al afirmar que era culpa suya? Aguardaré con interés el curso de los acontecimientos. Fiat justitia ruat caelum. Que tenga usted un buen día.

Y, dicho esto, la silla de mimbre con ruedas inició las maniobras que la llevaron trabajosamente a franquear la puerta y a desaparecer tras ella.