La prisión municipal de Lambton, a diferencia de la del condado, situada en Derby, intimidaba más por su exterior que por su interior, y había sido construida en la creencia de que era mejor gastar el dinero público disuadiendo a posibles delincuentes que atemorizándoles una vez que ya habían sido encarcelados. No se trataba de un edificio desconocido para Darcy, que alguna vez lo había visitado en su condición de magistrado, sobre todo con motivo del suicidio de un interno con las facultades mentales perturbadas, ocurrido hacía ocho años. El hombre se había ahorcado en su celda, y el alcaide había mandado llamar al único magistrado disponible para proceder al levantamiento del cadáver. La experiencia había sido tan desagradable que había dejado a Darcy un horror permanente por la horca, y nunca había podido regresar a la cárcel sin que a su memoria regresaran las vívidas imágenes del cuerpo suspendido y el cuello alargado. Ese día, la visión regresaba a él con más fuerza que nunca. El celador de la cárcel y su ayudante eran hombres compasivos, y aunque ninguna de las celdas podía considerarse espaciosa, no se ejercía en ellas ningún maltrato deliberado, y los presos que podían pagarse la comida y la bebida podían recibir visitas con cierto grado de comodidad, y no tenían muchos motivos de queja.
Dado que Hardcastle había advertido con vehemencia que no sería prudente que Darcy se reuniera con Wickham antes de que concluyera la investigación, Bingley, con su bonhomía habitual, se había ofrecido voluntariamente a hacerlo en su lugar, y había ido a ver al preso el lunes por la mañana, después de que sus necesidades básicas hubieran sido satisfechas y de que le hubieran facilitado una cantidad suficiente de dinero para asegurarle el alimento y las comodidades imprescindibles para que su estancia resultara, como mínimo, soportable. Pero, tras pensarlo mejor, Darcy había decidido que era su deber visitar a Wickham, al menos una vez antes de que concluyera la investigación. No hacerlo habría sido visto en Lambton y en la aldea de Pemberley como una señal inequívoca de que consideraba culpable a su cuñado, y era de aquellas dos localidades de las que saldrían los miembros del jurado. Tal vez no pudiera hacer nada por evitar ser llamado a declarar como testigo por la acusación, pero como mínimo podía demostrar, con su gesto silencioso, que creía que Wickham era inocente. Lo movía, además, otra preocupación más personal: temía en gran medida que pudiera especularse sobre las razones del distanciamiento familiar, y que existiera el riesgo de que la propuesta de fuga de Wickham a Georgiana saliera a la luz. De modo que su visita a la cárcel era, a la vez, un acto justo y esperado.
Bingley le había contado que se había encontrado con un Wickham taciturno, poco colaborador y propenso a soltar improperios contra el magistrado y la policía, exigiendo que se redoblaran los esfuerzos para descubrir quién había matado a su gran, su único amigo. ¿Por qué se estaba pudriendo él en el calabozo mientras nadie se dedicaba a buscar al culpable? ¿Por qué la policía no dejaba de interrumpir su descanso para acosarlo con preguntas absurdas e innecesarias? ¿Por qué le habían preguntado por qué había dado la vuelta al cuerpo de Denny? Para verle la cara, por supuesto; se trataba de una acción absolutamente natural. No, no se había percatado de la herida en la cabeza de Denny, probablemente estuviera cubierta por el pelo y, además, él estaba demasiado alterado para fijarse en detalles. Y también le habían preguntado qué había hecho entre el momento en que se oyeron los disparos y el momento en que la expedición de búsqueda había encontrado el cadáver. Pues dar tumbos por el bosque, intentando atrapar al asesino, que era lo que deberían hacer ellos, en vez de perder el tiempo agobiando a un hombre inocente.
Ese día, en cambio, Darcy se encontró con una persona muy distinta. Vestido con ropa limpia, afeitado y bien peinado, Wickham lo recibió como si estuviera en su propia casa e hiciera un favor a un invitado molesto. Darcy recordaba que siempre había sido de temperamento voluble, y al verlo reconoció al Wickham de antes, apuesto, seguro de sí mismo y más inclinado a disfrutar de su notoriedad que a considerarla una deshonra. Bingley le había llevado los artículos que había pedido: tabaco, varias camisas y corbatines, zapatillas, sabrosas tartas cocinadas en Highmarten para complementar los alimentos que le traían desde una panadería cercana, y papel y tinta, con los que Wickham pretendía escribir tanto la crónica de su participación en la campaña irlandesa como el relato de la grave injusticia que se había cometido con su encarcelamiento, relato personal que, estaba convencido, hallaría un mercado receptivo. Ninguno de los dos habló del pasado. Darcy no podía librarse de la influencia que este ejercía sobre él, pero Wickham vivía el presente, se mostraba absolutamente optimista sobre el futuro y reinventaba el pasado adaptándolo a su interlocutor, y Darcy casi llegó a creer que, por el momento, había ahuyentado de su mente sus aspectos peores.
Wickham le dijo que, la tarde anterior, los Bingley habían traído a Lydia desde Highmarten para que pudiera verlo, pero ella se había mostrado tan desbocada en sus quejas, y lloraba tanto, que se había deprimido más de lo tolerable, y había pedido que, en adelante, la trajeran solo si él lo solicitaba, y durante un plazo máximo de quince minutos. Con todo, confiaba en que no hicieran falta más visitas; la vista previa se celebraría el miércoles a las once, y esperaba que ese día lo pusieran en libertad, tras lo cual imaginaba el regreso triunfal de Lydia y de él mismo a Longbourn, y las felicitaciones de sus antiguos amigos de Meryton. De Pemberley no dijo nada, tal vez ni siquiera en su euforia esperaba ser bien recibido allí, ni lo deseaba. Darcy pensó que, sin duda, si felizmente era liberado, primero se reuniría con Lydia en Highmarten, antes de trasladarse a Hertfordshire. Le parecía injusto que Jane y Bingley cargaran con la presencia de Lydia un día más de lo estrictamente necesario, pero todo ello podría decidirse si la liberación llegaba efectivamente a producirse. Le habría gustado compartir la confianza de Wickham.
Su reunión duró solo media hora, y de ella salió con una lista de cosas que debía llevar al día siguiente, y con la petición de Wickham de que presentara sus respetos a la señora y a la señorita Darcy. Al salir, constató que había sido un alivio no encontrarlo hundido en el pesimismo y el reproche, aunque a él la visita le resultó incómoda y especialmente desagradable.
Sabía, y le desagradaba saberlo, que si el juicio iba bien tendría que ayudar a Wickham y a Lydia, como mínimo durante el futuro más inmediato. Sus gastos habían excedido siempre sus ingresos, y suponía que hasta entonces habían dependido de las donaciones privadas de Jane y Elizabeth para complementar sus insuficientes ingresos. Jane seguía invitando a Lydia a Highmarten de vez en cuando mientras Wickham, que en privado se quejaba a viva voz, se divertía pernoctando en varias posadas de los alrededores, y era por Jane por quien Elizabeth tenía noticias de la pareja. Ninguno de los trabajos temporales que Wickham había tomado desde que había dejado el ejército había culminado con éxito. Su último intento de adquirir alguna habilidad había sido con sir Walter Elliot, un baronet obligado por sus extravagancias a alquilar su casa a desconocidos, y que se había trasladado a Bath con dos de sus hijas. La más joven, Anne, estaba felizmente casada con un próspero capitán de navío, ahora un distinguido almirante, pero la mayor, Elizabeth, todavía seguía buscando marido. El aristócrata, decepcionado de Bath, había decidido que las cosas volvían a irle lo suficientemente bien como para regresar a casa, por lo que dio aviso a su inquilino y contrató a Wickham como secretario, a fin de que lo asistiera con las tareas derivadas del traslado. Sin embargo, en menos de seis meses, Elliot ya había despedido a Wickham. Siempre que se enfrentaban a noticias negativas sobre discrepancias públicas o, peor aún, disputas familiares, era misión de la conciliadora Jane concluir que ninguna de las partes era demasiado culpable. Pero cuando los datos del último fracaso de Wickham llegaron a oídos de su hermana, más escéptica, Elizabeth sospechó que a la señorita Elliot le habría preocupado la respuesta de su padre a los flirteos de Lydia, mientras que el intento de Wickham de congraciarse con ella se habría topado, primero, con cierto respaldo nacido del aburrimiento y la vanidad, y después con desagrado.
Cuando Lambton quedó atrás, fue un placer aspirar profundamente el aire fresco, librarse del inconfundible olor a cárcel, a cuerpos encerrados, a comida y a sopa barata, del entrechocar de llaves, y con gran alivio, unido a la sensación de que él mismo se había librado del encierro, Darcy guio su caballo hacia Pemberley.