Todos los días había tareas de las que ocuparse, y en su responsabilidad hacia Pemberley, su familia y la servidumbre Elizabeth hallaba, al menos, un antídoto contra los peores horrores de su imaginación. Ésa era una jornada con obligaciones tanto para su esposo como para ella. Sabía que no podía demorar más su visita a la cabaña del bosque. Los disparos en la noche, el conocimiento de que el brutal asesinato había tenido lugar a menos de cien yardas de la cabaña, y mientras Bidwell se encontraba en Pemberley, debían de haber dejado en la esposa de éste un poso de espanto y tristeza que se añadiría a su ya pesada carga de dolor. Elizabeth sabía que Darcy había visitado la cabaña el jueves anterior, donde sugirió que Bidwell sería liberado de sus tareas la víspera del baile para que pudiera acompañar a su familia en aquellos momentos difíciles, pero tanto el marido como la mujer se negaron con vehemencia al privilegio, alegando que no era necesario, y Darcy había notado que su insistencia solo había servido para alterarlos más. Bidwell nunca aceptaba nada que pudiera implicar que no era indispensable, aunque fuera temporalmente, para Pemberley y su señor. Desde que había renunciado a su cargo como jefe de cocheros, siempre había pulido la plata la noche anterior al baile de lady Anne y, en su opinión, no había nadie más en la casa a quien pudiera encomendarse la tarea.
Durante el año anterior, cuando la salud del joven Will se debilitó más y menguó la esperanza de que se restableciera, Elizabeth había realizado visitas periódicas a la cabaña, donde, al principio, le permitían la entrada al pequeño dormitorio de la entrada en el que yacía el paciente. Últimamente, se había percatado de que su presencia junto al lecho, en compañía de la señora Bidwell, causaba más vergüenza que alivio al enfermo, y, de hecho, podía interpretarse como una imposición por su parte, por lo que a partir de cierto momento había decidido permanecer en el saloncito, consolando en la medida de sus posibilidades a la desolada madre. Cuando los Bingley se instalaban en Pemberley, Jane la acompañaba siempre, junto a su esposo, y ese día sintió que echaría de menos la presencia de su hermana, y cuánto consuelo le había proporcionado siempre contar con una encantadora y amada compañera a la que poder confiar incluso sus más oscuros pensamientos, y cuya bondad y dulzura aliviaban todas las zozobras. En ausencia de Jane, Georgiana y una de las doncellas de mayor rango la acompañaban, pero aquélla, sensible a la posibilidad de que la señora Bidwell hallara mayor consuelo en una conversación confidencial con la señora Darcy, solía presentarle sus respetos brevemente y se sentaba fuera, en un banco de madera fabricado tiempo atrás por el joven Will. Darcy participaba en contadas ocasiones en aquellas visitas rutinarias, puesto que llevar una cesta con exquisiteces preparada por la cocinera de Pemberley se consideraba más bien cosa de mujeres. Ese día, salvo por la visita a Wickham, había manifestado su preferencia por quedarse en Pemberley, por si sucedía algo que requiriera su atención, y durante el desayuno acordaron que un criado acompañaría a Elizabeth y a Georgiana. Fue entonces cuando Alveston, dirigiéndose a Darcy, dijo en voz baja que para él sería un privilegio acompañar a la señora Darcy y a la señorita Georgiana, si a ellas les complacía la idea. Y, en efecto, ellas la recibieron con gratitud. Elizabeth miró fugazmente a su cuñada, y al hacerlo vio en sus ojos una alegría que se apresuró a ocultar, pero que en cualquier caso convirtió en obvia su respuesta afirmativa.
Elizabeth y Georgiana partieron hacia el bosque en un landó pequeño, mientras Alveston, a su lado, las escoltaba montado a lomos de su caballo, Pompeyo. La neblina matutina se había disipado tras la noche, y el día era radiante, frío pero soleado, y el aire estaba impregnado de los aromas dulces y conocidos del otoño: hojas, tierra fresca y un olor lejano a leña quemada. Incluso los caballos parecían disfrutar del tiempo apacible, moviendo la testuz arriba y abajo, y tirando de las bridas. El viento había cesado, pero los restos de la tormenta se amontonaban en el camino. Las hojas secas crujían bajo las ruedas o se arremolinaban a su paso. Los árboles todavía no estaban desnudos, y las ricas tonalidades otoñales, rojizas y amarillas, parecían más intensas bajo el cielo azul tan pálido. En días como ése, a Elizabeth le resultaba imposible no sentir alegría en el corazón, y por primera vez desde que se había despertado, sintió un ligero estallido de esperanza. Pensó que, si alguien los viera, pensaría que salían a comer al aire libre: las crines de los animales al viento, el cochero ataviado con su librea, la cesta con las provisiones, el joven apuesto cabalgando a su lado. Cuando se adentraron en el bosque, constató que las ramas oscuras, entrelazadas en lo alto, que al anochecer transmitían la imagen descarnada del techo de una cárcel, dejaban pasar haces de luz que se posaban en el camino cubierto de hojas y teñían el verde oscuro de los arbustos de un resplandor primaveral.
El landó se detuvo y el cochero recibió la orden de regresar transcurrida una hora exacta. Entonces, Alveston encabezó la expedición, sosteniendo en una mano las riendas de Pompeyo, y en la otra la cesta con las viandas. Los tres caminaron entre los troncos brillantes de los árboles y, por el transitado sendero, llegaron a la cabaña. No llevaban aquellos alimentos por caridad —en Pemberley no había ningún miembro del servicio sin techo, comida o ropa—, sino que eran exquisiteces que la cocinera preparaba con esmero por si abrían el apetito de Will: consomés hechos con el mejor buey, ligados con jerez, según una receta inventada por el doctor McFee, pequeñas y sabrosas tartaletas que se derretían en la boca, jaleas de fruta, y melocotones y peras madurados en los invernaderos. El enfermo ya apenas toleraba siquiera aquellas delicias, pero eran recibidas con gratitud, y si Will no las comía, su madre y su hermana darían buena cuenta de ellas.
A pesar de avanzar en silencio, la señora Bidwell debió de oírlos, pues esperaba junto a la puerta para darles la bienvenida. Era una mujer menuda y delgada, cuyo rostro, como una acuarela borrosa, seguía evocando la belleza frágil y la promesa de la juventud, aunque últimamente la angustia y la dureza de la muerte lenta de su hijo la habían convertido en una anciana. Elizabeth le presentó a Alveston, quien, sin mencionar directamente a Will, logró transmitirle un sentimiento de auténtica compasión. Le dijo que era un placer conocerla y sugirió que esperaría a la señora y a la señorita Darcy en el banco exterior.
—Lo hizo mi hijo William, señor, y lo terminó la semana antes de caer enfermo. Era un buen carpintero, como verá, y le gustaba crear y fabricar muebles. La señora Darcy tiene en su casa una mecedora, ¿no es cierto, señora?, que Will fabricó la Navidad anterior al nacimiento del señorito Fitzwilliam.
—Así es —corroboró Elizabeth—. La tenemos en gran estima y siempre pensamos en Will cuando los niños se suben en ella.
Alveston le dedicó una inclinación de cabeza, salió y se sentó en el banco, que estaba situado donde empezaba el bosque y resultaba apenas visible desde la cabaña, mientras Elizabeth y Georgiana lo hacían en el saloncito, en los lugares que les indicaron. Se trataba de una estancia amueblada con sencillez, con una mesa ovalada y cuatro sillas, y otras dos más cómodas a cada lado de la chimenea, rematada por una ancha repisa atestada de recuerdos familiares. La ventana delantera estaba entreabierta, pero aun así el calor resultaba sofocante, y aunque el dormitorio de Will Bidwell se encontraba en la planta superior, la cabaña entera parecía impregnada del olor acre de una larga enfermedad. Junto a la ventana había una cuna-balancín, y a su lado una mecedora. Con el permiso de la señora Bidwell, Elizabeth se acercó a ver al pequeño durmiente y felicitó a la abuela por la belleza y la buena salud del recién llegado. Louisa no se veía por ninguna parte. Georgiana sabía que la señora Bidwell agradecería poder hablar a solas con Elizabeth y, tras preguntar por Will y expresar su admiración por el bebé, aceptó la sugerencia de su cuñada, que las dos habían acordado de antemano, de que saliera a reunirse con Alveston. En un momento vaciaron el cesto, cuyo contenido fue recibido con muestras de agradecimiento, y las dos mujeres se sentaron frente a la chimenea.
—Ya casi no admite alimentos —dijo la señora Bidwell—, pero le gusta esa sopa de buey tan fina, y yo lo tiento con alguna natilla y, claro está, con vino. Le agradezco que haya venido, señora, pero no le pediré que suba a verlo. Solo conseguiría disgustarse, y él ya no tiene fuerzas para decir casi nada.
—El doctor McFee lo visita con frecuencia, ¿no es cierto? ¿Logra procurarle algún alivio?
—Viene cada dos días, señora, por más ocupado que esté, y nunca nos cobra ni un penique. Dice que a Will ya no le queda mucho tiempo. Oh, señora, usted conoció a mi pequeño cuando llegó a Pemberley recién casada. ¿Por qué ha tenido que ocurrirle a él, señora? Si existiera alguna razón, algún propósito, tal vez lo sobrellevaría mejor.
Elizabeth le tomó la mano.
—Ésta es una pregunta que siempre nos hacemos, y no obtenemos respuesta —dijo con voz sosegada—. ¿La visita el reverendo Oliphant? El domingo, tras el servicio, comentó que quería venir a ver a Will.
—Sí viene, señora, y nos sirve de consuelo, sin duda. Pero recientemente Will me ha pedido que no lo haga entrar, de modo que yo le pongo excusas. Espero que no se ofenda.
—Estoy segura de que no se ofenderá, señora Bidwell. El señor Oliphant es un hombre sensible y comprensivo. El señor Darcy confía mucho en él.
—Todos nosotros también, señora.
Permanecieron en silencio unos instantes, al cabo de los cuales la señora Bidwell dijo:
—No le he dicho nada sobre la muerte de ese pobre muchacho, señora. A Will le afectó profundamente que algo así ocurriera en el bosque, tan cerca de casa, y que él no pudiera hacer nada para protegernos.
—Espero que, de todos modos, ustedes no corrieran peligro, señora Bidwell —replicó Elizabeth—. Me dijeron que usted no había oído nada.
—No, señora, salvo los disparos de pistola, aunque lo ocurrido le ha recordado a Will su impotencia, la carga que su padre debe soportar. Pero esta tragedia es espantosa para usted y para el señor, y yo no debería hablar de asuntos de los que nada sé.
—¿Conoció usted al señor Wickham de niño?
—Por supuesto, señora. Él y el señor, cuando eran jóvenes, solían jugar en el bosque. Eran ruidosos, como todos los niños, pero el señor, ya entonces, era el más callado de los dos. Sé que el señor Wickham, con la edad, se descarrió, y que fue fuente de preocupación para el señor, pero desde su matrimonio con usted no ha vuelto a hablarse de él, y sin duda así es mejor. Con todo, no puedo creer que el muchacho al que yo conocí haya terminado siendo un asesino.
Volvieron a sumirse largo rato en el silencio. Elizabeth había acudido a realizar una propuesta delicada, y no sabía bien cómo plantearla. A Darcy y a ella les preocupaba que, desde el ataque, los Bidwell se sintieran inseguros, viviendo, como vivían, en la cabaña del bosque, y más considerando que su hijo estaba gravemente enfermo, y que el propio Bidwell pasaba mucho tiempo en Pemberley. Resultaría comprensible que se sintieran inquietos, y Darcy y Elizabeth habían acordado que ésta les propondría la mudanza de todos a la casa, al menos hasta que se resolviera el misterio. La viabilidad de la idea dependería, en primer lugar, de si Will estaba en condiciones de afrontar el traslado, que en todo caso se realizaría con sumo cuidado, en camilla, para evitar los bandazos de un carruaje, y tras el cual el enfermo recibiría los cuidados más esmerados una vez que lo hubieran instalado en una habitación tranquila de Pemberley. Pero cuando Elizabeth formuló su propuesta, la reacción de la señora Bidwell la desconcertó. Por primera vez, la mujer pareció sinceramente asustada, y respondió con gesto horrorizado.
—¡Oh, no, señora! ¡Por favor, no nos pida algo así! Will no sería feliz lejos de la cabaña. Aquí no tenemos miedo. Incluso cuando Bidwell se ausenta, Louisa y yo no tememos nada. Cuando el coronel Fitzwilliam tuvo a bien acercarse hasta aquí para asegurarse de que todo estuviera en orden, seguimos sus instrucciones e hicimos lo que nos dijo. Yo pasé el cerrojo de la puerta y cerré las ventanas de la planta baja. Además, por aquí no se acercó nadie. Fue un cazador furtivo, señora, al que sorprendieron y que actuó por impulso. No tenía nada en contra de nosotros. Y estoy segura de que el doctor McFee opinaría que Will no soportaría el viaje. Por favor, exprese nuestro agradecimiento al señor Darcy, y dígale que no hace falta, de veras.
Sus ojos, sus manos extendidas, eran una súplica.
—Si no es su deseo, no se hará —dijo Elizabeth en voz baja—, pero podemos asegurarnos, al menos, de que su esposo pase más tiempo aquí, con ustedes. Lo echaremos mucho de menos, pero los demás asumirán sus tareas mientras Will siga tan enfermo y requiera de sus cuidados.
—No aceptará, señora. Le dolerá pensar que otros pueden reemplazarlo.
Elizabeth estuvo tentada de replicar que, si ése era el caso, él tendría que aguantarse, pero percibió que allí había algo más serio que el mero deseo de Bidwell de sentirse constantemente necesitado. Decidió no ahondar más en el asunto por el momento; sin duda, la señora Bidwell hablaría con su esposo, y tal vez cambiara de opinión. Además, por supuesto, ella tenía razón: si el doctor McFee creía que Will no resistiría el traslado, sería una locura intentarlo.
Intercambiaron las primeras frases de despedida, y ya se ponían en pie cuando dos piececillos regordetes aparecieron sobre el borde de la cuna y el bebé empezó a lloriquear. Mirando con aprensión hacia arriba, en dirección al dormitorio de su hijo, la señora Bidwell se acercó al momento y cogió al pequeño en brazos. Casi inmediatamente se oyeron pasos en la escalera, y en el saloncito apareció Louisa Bidwell. Elizabeth tardó unos instantes en reconocer a la muchacha que, en sus anteriores visitas a la cabaña desde que era señora de Pemberley, le había parecido siempre la viva imagen de la salud y la juventud feliz, de mejillas sonrosadas y ojos limpios, fresca como una mañana de primavera, con la ropa siempre impecablemente planchada. Ahora, en cambio, se veía diez años mayor, estaba pálida y demacrada, y los cabellos, peinados hacia atrás sin gracia, dejaban al descubierto un rostro surcado por el cansancio y la preocupación. Llevaba el vestido manchado de leche. Dedicó una brevísima inclinación de cabeza a Elizabeth y entonces, sin decir nada, arrancó casi al niño de los brazos de su madre y dijo:
—Me lo llevo a la cocina para que no despierte a Will. Yo me encargo de la leche de esta toma, madre, y le daré también la papilla buena. A ver si así se calma.
Y desapareció tras la puerta.
—Debe de ser una alegría inmensa tener al nieto en casa —comentó Elizabeth para romper el silencio—, pero también una gran responsabilidad. ¿Cuánto tiempo va a quedarse? Espero que su madre se alegre de que se lo devuelvan.
—Sí, claro que se alegrará, señora. Para Will ha sido un gran placer ver al pequeño, pero no le gusta oírlo llorar, aunque sea lo más normal cuando los recién nacidos tienen hambre.
—¿Cuándo volverá a casa? —preguntó Elizabeth.
—La semana próxima, señora. Michael Simpkins, el marido de mi hija mayor, un buen hombre, como usted sabe, señora, irá a buscarlos a la casa de postas en Birmingham, y allí recogerá al niño. Estamos esperando a que nos diga qué día le resulta más conveniente. Es un hombre ocupado, y para él no es fácil abandonar la tienda, pero mi hija y él están impacientes por volver a ver a Georgie. —Era imposible no percatarse de la tensión que se había apoderado de su voz.
Elizabeth supo que había llegado la hora de irse. Se despidió, escuchó una vez más el agradecimiento de la señora Bidwell e, inmediatamente, la puerta de la cabaña se cerró tras ella. Salió deprimida por la infelicidad evidente de la que había sido testigo, y con la mente confusa. ¿Por qué la propuesta de que la familia se trasladara a Pemberley había sido recibida con semejante aprensión? ¿Habría constituido, tal vez, una falta de tacto plantearla, una admisión tácita de que el moribundo estaría mejor cuidado en la casa grande que en su hogar, atendido por una madre amorosa? Nada más lejos de su intención. ¿Creía realmente la señora Bidwell que el desplazamiento mataría a su hijo? ¿Podía considerarse un riesgo, cuando éste se realizaría en camilla, el enfermo iría bien abrigado y acompañado en todo momento del doctor McFee? La madre no había atendido a ninguna otra consideración. De hecho, parecía más angustiada ante la idea de un traslado que por la posible presencia de un asesino merodeando por el bosque. Y en Elizabeth nació una sospecha, una sospecha que era casi una certeza, que no podía compartir con sus acompañantes y que dudaba que fuera correcto referir a nadie. Volvió a pensar en lo mucho que le gustaría seguir contando con Jane en Pemberley. Pero era normal que los Bingley hubieran regresado a su casa. El puesto de su hermana estaba con sus hijos, y además, de ese modo, Lydia estaría más cerca del calabozo local, en el que, al menos, podría visitar a su esposo. Los sentimientos de Elizabeth se complicaban más aún cuando pensaba que Pemberley se había quedado más tranquilo sin los repentinos cambios de humor de su hermana menor, sin sus constantes quejas y lamentos.
Por un momento, inmersa en aquella maraña de ideas y emociones, prestó poca atención a sus acompañantes, pero entonces vio que habían caminado juntos hasta el límite del claro, y la miraban como si se preguntaran cuándo iba a ponerse en marcha. Ella ahuyentó de su mente las preocupaciones y fue a su encuentro.
—Faltan veinte minutos para que regrese el landó —dijo, tras consultar la hora en su reloj—. Ya que hace sol, y aunque no vaya a durar mucho, ¿por qué no nos sentamos un rato antes de volver?
El banco estaba situado de espaldas a la cabaña, y proporcionaba vistas a una ladera lejana que descendía hasta el río. Elizabeth y Georgiana se sentaron en un extremo, y Alveston en el otro, con las piernas extendidas y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Ahora que los vientos otoñales habían despojado los árboles de muchas de sus hojas, podía distinguirse, en la distancia, la delgada línea resplandeciente que separaba el río del cielo. ¿Acaso fueron aquellas vistas del cauce las que llevaron al bisabuelo de Georgiana a escoger el lugar? El banco original había desaparecido hacía mucho, pero el nuevo, fabricado por Will, era resistente y bastante cómodo. Junto a él, con la forma de medio escudo, se alzaban unos matorrales de bayas rojas y un arbusto cuyo nombre Elizabeth no era capaz de recordar, de hojas duras y flores blancas.
Transcurridos unos minutos, Alveston se volvió hacia Georgiana.
—¿Residía permanentemente aquí su bisabuelo o se trataba de un retiro ocasional para descansar del ajetreo de la casa grande?
—Vivía aquí siempre. Mandó construir la cabaña y se trasladó a ella sin criados ni cocineros. Le traían comida de vez en cuando, pero él y su perro, Soldado, solo querían su compañía mutua. Su vida fue un gran escándalo para la época, y ni siquiera su familia lo comprendió. Que un Darcy no residiera en Pemberley les parecía una falta de responsabilidad. Y después, cuando Soldado envejeció y enfermó, mi bisabuelo le pegó un tiro al animal y se pegó otro él. Dejó una nota en la que pedía que los enterraran juntos, en la misma tumba, en el bosque, y de hecho existen una lápida y una sepultura, aunque solo para Soldado. A la familia le horrorizó la idea de que un Darcy quisiera yacer eternamente en tierra no consagrada, y ya supondrá lo que pensó de ello el párroco. Así pues, el bisabuelo está enterrado en el panteón familiar, y Soldado en el bosque. Yo siempre sentí lástima por mi antepasado y, cuando era niña, iba con mi institutriz a dejar flores o frutos del bosque sobre la tumba. En mi imaginación infantil, yo creía que el abuelo estaba ahí, junto a su perro. Pero, cuando mi madre descubrió lo que ocurría, despidieron a la institutriz y me prohibieron acercarme al bosque.
—Te lo prohibieron a ti, no a tu hermano —intervino Elizabeth.
—No, a Fitzwilliam no. Pero él es diez años mayor que yo, ya era adulto cuando yo era una niña, y no creo que sintiera lo mismo que yo por el bisabuelo.
Se hizo un silencio, y Alveston dijo:
—¿Todavía existe esa tumba? Podría acercarse a dejar unas flores, si lo desea, ahora que ya no es una niña.
A Elizabeth le pareció que, con sus palabras, insinuaba algo más que una visita a la sepultura de un perro.
—Sí, me gustaría —dijo Georgiana—. Desde que tenía once años no he vuelto. Me interesaría ver si algo ha cambiado, aunque no lo creo. Recuerdo cómo se llega, y no es lejos del camino. No haríamos esperar al landó.
Así pues, se pusieron en marcha. Georgiana daba las indicaciones, y Alveston, tirando de Pompeyo, avanzaba un poco por delante para aplastar las ortigas y apartar las ramas que dificultaban el paso. Georgiana sostenía un ramillete que Alveston había recogido para ella. Sorprendía cuánto brillo, cuántos recuerdos de la primavera eran capaces de evocar aquellas pocas florecillas obtenidas un día soleado de octubre. Había encontrado algunas flores blancas, otoñales, unas bayas de un rojo encendido, aunque no lo bastante maduras como para desprenderse de sus tallos, y una o dos hojas veteadas de oro. Ninguno de los tres hablaba. Elizabeth, cuya mente había regresado a su maraña de preocupaciones, se preguntaba si era sensato iniciar aquella expedición, por más que no acertaba a pensar en qué sentido podía no resultar recomendable. Ese día cualquier hecho que se saliera de la norma parecía infundir temor y evocar posibles peligros.
Fue entonces cuando se fijó en que el camino había sido transitado recientemente. En ciertos lugares, las ramas más frágiles y los tallos estaban rotos, y en un punto en que la tierra formaba una ligera pendiente y las hojas húmedas se acumulaban, le pareció que éstas habían sido pisadas con fuerza. No sabía si Alveston se habría fijado también, pero no dijo nada y, en cuestión de unos minutos, abandonaron el sotobosque y llegaron a un pequeño claro rodeado de abedules. En su centro se alzaba una estela funeraria de granito de unos dos pies de altura, con el remate redondeado. No había lápida horizontal elevada, y la piedra, que brillaba al tenue sol, parecía surgir espontáneamente de la tierra. En silencio, leyeron las palabras grabadas en ella. «Soldado. Fiel hasta la muerte. Murió aquí, junto a su amo, el 3 de noviembre de 1735».
Sin decir nada, Georgiana se acercó para dejar el ramillete a los pies de la estela. Permanecieron un instante más, contemplándolo, y entonces ella dijo:
—Pobre bisabuelo. Me gustaría haberlo conocido. Nadie me hablaba de él cuando era niña, ni siquiera las personas que lo recordaban. Era un descrédito para la familia, el Darcy que había deshonrado su nombre por haber antepuesto la felicidad privada a las responsabilidades públicas. Pero no volveré a visitar la tumba. Después de todo, su cuerpo no se encuentra aquí. Era solo una fantasía infantil pensar que tal vez, de algún modo, él supiera que me preocupaba por él. Espero que fuera feliz en su soledad. Al menos consiguió escapar.
«¿Escapar de dónde?», pensó Elizabeth.
—Creo —dijo, impaciente por regresar al landó— que deberíamos regresar a casa. El señor Darcy no tardará en volver de la cárcel y se inquietará si no hemos abandonado el bosque.
Tomaron en sentido inverso el sendero cubierto de hojas hasta llegar al camino en el que el landó estaría esperándolos. Aunque llevaban menos de una hora en el bosque, la promesa radiante de la tarde ya se había extinguido, y Elizabeth, que nunca había sido amante de caminar por espacios cerrados, sintió que los arbustos y los árboles se cernían sobre ella y la oprimían. El olor a enfermedad impregnaba aún sus fosas nasales, y la infelicidad de la señora Bidwell, la falta de esperanza por Will, le causaba un hondo dolor de corazón. Al llegar al camino principal, y cuando su anchura lo permitía, caminaban los tres juntos. Cuando volvía a estrecharse, Alveston se adelantaba unos pasos en compañía de Pompeyo, fijándose en el suelo, y también en lo que veía a ambos lados, como si buscara pistas. Elizabeth sabía que preferiría ir del brazo de Georgiana, pero no iba a permitir que ninguna de las dos damas caminara sola. También su cuñada avanzaba sin decir nada, sumida, tal vez, en la misma sensación de mal presagio y amenaza.
De pronto, Alveston se detuvo y se acercó precipitadamente a un roble. Parecía evidente que algo había llamado su atención. Las dos damas se reunieron con él y leyeron, en el tronco, las iniciales «F. D-Y.», grabadas a unos cuatro pies del suelo.
—¿No hay otra inscripción similar en ese acebo? —preguntó Georgiana mirando alrededor.
Un rápido examen confirmó que, en efecto, también se distinguían unas iniciales grabadas en otros dos troncos.
—No parecen las clásicas marcas que inscriben los enamorados —comentó Alveston—. A los amantes les basta con dejar constancia de sus iniciales. Quienquiera que haya grabado éstas quería por todos los medios que no hubiera duda de que las letras corresponden a Fitzwilliam Darcy.
—¿Cuándo habrán sido grabadas? —se preguntó Elizabeth en voz alta—. Parecen bastante recientes.
—No tienen más de un mes, eso seguro, y son obra de dos personas. La F y la D son poco profundas, y podría haberlas escrito una mujer. Pero el guión que sigue, y la Y, son muy profundos, y estoy casi seguro de que fueron realizados con un objeto más afilado.
—No creo que ningún enamorado grabara algo así —aventuró Elizabeth—. Opino que las letras las grabó un enemigo con mala intención. Están escritas por odio, no por amor.
Apenas lo hubo dicho, se preguntó si no habría sido insensato preocupar a Georgiana, pero entonces Alveston intervino:
—Supongo que las iniciales podrían corresponder a Denny. ¿Conocemos su nombre de pila?
Elizabeth hizo esfuerzos por recordar si lo había oído pronunciar en Meryton, y finalmente dijo:
—Creo que era Martin, o tal vez Matthew, pero supongo que la policía lo sabrá. Deben de haberse puesto en contacto con sus familiares, si los tenía. Pero, por lo que yo sé, hasta el pasado viernes Denny no había puesto los pies en este bosque, y es un hecho que nunca estuvo en Pemberley.
Alveston hizo ademán de ponerse de nuevo en marcha.
—Informaremos de esto al llegar a casa, y habrá que avisar a la policía. Si los agentes hubieran llevado a cabo una investigación exhaustiva, como debían, tal vez hubieran descubierto estas marcas, y habrían llegado a alguna conclusión sobre su significado. Entretanto, espero que no se preocupen demasiado. Podría tratarse solo de una travesura cometida sin maldad. Tal vez de una muchacha enamorada que vive en alguna cabaña de la zona, tal vez de algún criado metido en un juego necio pero inofensivo.
Sin embargo Elizabeth no estaba convencida. Sin decir nada, se alejó del árbol, y Georgiana y Alveston siguieron su ejemplo. En ese silencio, que ninguno de ellos estaba dispuesto a romper, las dos mujeres siguieron a Alveston por el camino del bosque, en busca del landó, que ya los esperaba. El ánimo sombrío de Elizabeth parecía haberse contagiado a sus acompañantes, y una vez que el caballero hubo ayudado a las damas a subir al carruaje, cerró la portezuela, se montó en su caballo y, juntos, emprendieron el camino de regreso.