Recién estrenado, el martes prometía ser un día agradable, con la esperanza, incluso, de algo de sol otoñal. Wilkinson, el cochero, se había labrado merecidamente la reputación de prever los cambios de tiempo, y dos días atrás había profetizado que el viento y la lluvia darían paso al sol y algún chubasco. Era la jornada que Darcy había escogido para reunirse con su secretario, John Wooller, quien almorzaría en Pemberley y por la tarde se trasladaría a caballo hasta Lambton para ver a Wickham, deber que, sin duda, no sería fuente de placer para ninguno de los dos.
Elizabeth había planeado aprovechar su ausencia para visitar la cabaña del bosque con Georgiana y el señor Alveston, pues deseaban interesarse por el estado de salud de Will y llevarle vino y exquisiteces que ella y la señora Reynolds esperaban que tentaran su apetito. También quería asegurarse de que a su madre y a su hermana no les preocupara quedarse solas cuando Bidwell trabajaba en Pemberley. Georgiana se había ofrecido gustosamente a acompañarla, y Alveston no había dudado en postularse como el escolta masculino que Darcy consideraba esencial, pues sabía que tranquilizaría por igual a las dos damas. Elizabeth estaba impaciente por ponerse en marcha lo antes posible tras un almuerzo temprano: el sol de otoño era una bendición que no estaba destinada a durar y, además, Darcy había insistido en que iniciaran el camino de regreso antes de que atardeciera.
Sin embargo, antes, tenía algunas cartas que escribir y, tras el desayuno, se dispuso a dedicar varias horas a la tarea. Todavía debía responder a algunas notas de afecto e interés enviadas por amigos que habían sido invitados al baile, y sabía que la familia de Longbourn, a la que Darcy había informado por correo expreso, esperaba, al menos, recibir diariamente una carta con las novedades. También estaban las hermanas de Bingley, la señora Hurst y la señorita Bingley, a las que debía comunicarse lo que iba aconteciendo, aunque en ese caso podía, al menos, delegar la tarea en el propio Bingley. Las dos visitaban a su hermano y a Jane dos veces al año, pero vivían tan inmersas en los placeres de Londres, que pasar más de un mes en el campo les resultaba intolerable. Cuando, finalmente, se instalaban en Highmarten, condescendían a visitar Pemberley. Alardear de sus reuniones, de su relación con el señor Darcy, de los esplendores de su residencia, era un placer demasiado intenso como para sacrificarlo por culpa de sus esperanzas truncadas o su resentimiento, aunque, de hecho, ver a Elizabeth como señora de Pemberley seguía siendo una afrenta que ninguna de las dos toleraba sin un doloroso ejercicio de autocontrol y, para alivio de la esposa de Darcy, sus visitas no eran frecuentes.
Ella sabía que Bingley las habría disuadido con tacto de ir a Pemberley en las actuales circunstancias, y estaba segura de que se mantendrían alejadas. Un asesinato en la familia puede aportar una chispa de emoción en las cenas de gala más solicitadas, pero era poco el beneficio social que podía proporcionar la brutal eliminación de un simple capitán de infantería, sin dinero ni posición que lo convirtieran en personaje interesante. Dado que ni siquiera el más huraño se libra de oír los chismes subidos de tono, siempre es mejor disfrutar de aquello que no puede evitarse, y era del dominio público, tanto en Londres como en Derbyshire, que la señorita Bingley se mostraba más que interesada, en aquella ocasión, en no abandonar Londres. Su caza de un caballero viudo de gran fortuna acababa de entrar en la fase más esperanzadora. Sin duda, sin su posición ni su dinero, habría sido considerado el hombre más tedioso de Londres, pero para que a una la llamen «su gracia» debe estar dispuesta a aceptar algún inconveniente, y la lucha por hacerse con sus riquezas, su título, y cualquier otra cosa que pudiera tener a bien ceder, era, comprensiblemente, encarnizada. Había un par de madres avariciosas, con dilatada experiencia en lances matrimoniales, que trabajaban arduamente en representación de sus hijas, y la señorita Bingley no tenía intención de ausentarse de Londres en una etapa tan delicada de la competición.
Elizabeth había terminado de redactar las cartas que enviaría a su familia de Longbourn, y la de su tía Gardiner, cuando Darcy apareció con una misiva que había llegado la noche anterior por correo urgente y que acababa de abrir. Entregándosela, le dijo:
—Lady Catherine, como era de esperar, ha comunicado la noticia al señor Collins y a Charlotte, y estos adjuntan su carta a la de ella. Supongo que su contenido no te sorprenderá, ni te complacerá. Voy a estar en el despacho con John Wooller, pero espero verte a la hora del almuerzo, antes de mi partida a Lambton.
Lady Catherine había escrito:
Querido sobrino:
Tu carta, como supondrás, supuso un impacto considerable, pero, afortunadamente, puedo aseguraros a ti y a Elizabeth que no he sucumbido. Tuve, eso sí, que llamar al doctor Everidge, que me felicitó por mi fortaleza. Os aseguro que me encuentro tan bien como cabe esperar. La muerte de ese desgraciado joven —de quien, por supuesto, no sé nada— causará inevitablemente una conmoción nacional que, dada la importancia de Pemberley, no podrá evitarse. El señor Wickham, al que la policía ha detenido con gran tino, parece tener un extraordinario talento para crear problemas y avergonzar a las personas respetables, y no puedo evitar sentir que la indulgencia de tus padres hacia él, en su infancia, en contra de la cual me expresé con frecuencia ante lady Anne, ha sido responsable de muchos de sus desmanes posteriores. Con todo, prefiero creer que, al menos de esta monstruosidad, él es inocente y, dado que su desafortunado matrimonio con la hermana de tu esposa lo ha convertido en hermano tuyo, desearás sin duda hacerte cargo de los gastos derivados de su defensa. Esperemos que, al hacerlo, no te arruines tú ni arruines a tus hijos. Necesitarás un buen abogado. Bajo ningún concepto contrates a uno del lugar: solo obtendrás a un don nadie que combinará la ineficacia con unas expectativas de remuneración descabelladas. Yo te ofrecería a mi señor Pegworthy, pero lo necesito aquí. La prolongada discrepancia que mantengo con mi vecino por el asunto de las lindes, de la que ya te he informado, está llegando a su punto álgido, y en los últimos meses ha habido un aumento lamentable de la caza furtiva. Acudiría personalmente a ofrecerte mis consejos —el señor Pegworthy asegura que, de haber sido yo un hombre y de haberme dedicado al derecho, habría sido un orgullo para la abogacía inglesa—, pero hago falta aquí. Si hubiera de visitar a todas las personas que podrían beneficiarse de mis consejos, no estaría nunca en casa. Te sugiero que contrates a un abogado de Inner Temple. Se dice que son todos unos caballeros. Di que acudes de mi parte, y te recibirán bien.
Transmitiré tus noticias al señor Collins, dado que no pueden mantenerse ocultas. En tanto que clérigo, se sentirá inclinado a enviarte sus habituales y deprimentes palabras de consuelo, y yo adjuntaré su misiva a mi carta, aunque le impondré limitaciones en cuanto a su extensión.
Os envío mi comprensión a ti y a la señora Darcy. No dudes en solicitar mi presencia si los acontecimientos del caso se tuercen, y yo me enfrentaré a las nieblas otoñales para estar a tu lado.
Elizabeth no esperaba leer nada interesante en la carta del señor Collins, quien se habría entregado con censurable placer a su habitual mezcla de pomposidad y estupidez. Era, eso sí, más larga de lo que ella suponía. A pesar de lo declarado, lady Catherine había sido indulgente en ese punto. Empezaba afirmando que no tenía palabras para expresar su sorpresa y su espanto para, acto seguido, encontrar un gran número de ellas, aunque pocas acertadas y ninguna de la menor utilidad. Como había hecho en el caso de la boda de Lydia, atribuía todo aquel desgraciado asunto a la falta de control sobre su hija ejercido por el señor y la señora Bennet, y a continuación se felicitaba por el rechazo de la propuesta de matrimonio que lo habría vinculado a él, irremediablemente, a la tragedia. Seguía profetizando un catálogo de desastres para la afligida familia, que empezaba con el peor de todos —el disgusto de lady Catherine, que les vetaría la entrada en Rosings— e iba desde la ignominia pública, hasta la ruina y la muerte. Concluía mencionando que, en cuestión de meses, su querida Charlotte le daría su cuarto hijo. La rectoría de Hunsford empezaba a quedarse un poco pequeña para su familia en aumento, pero confiaba en que la Providencia, a su debido tiempo, le proporcionaría una vida más desahogada y una casa más grande. Elizabeth pensó que con aquellas palabras apelaba, y no era la primera vez que lo hacía, al interés del señor Darcy, y como en ocasiones anteriores recibiría la misma respuesta. La Providencia, por el momento, no se mostraba muy inclinada a ayudarlo y Darcy, desde luego, tampoco lo haría.
La carta de Charlotte, sin lacre, era la que Elizabeth estaba esperando. Constaba apenas de unas frases breves y convencionales mostrando su consternación, su condolencia, y le aseguraba que sus pensamientos y los de su esposo estaban con la afligida familia. Sin duda, el señor Collins habría de leer la carta, y por tanto de ella no cabía esperar nada más íntimo ni afectuoso. Charlotte Lucas había sido amiga de Elizabeth durante la infancia y la primera juventud, la única mujer, además de su hermana Jane, con la que le había sido posible entablar conversaciones racionales, y Elizabeth todavía lamentaba que aquella confianza mutua se hubiera transformado en cordialidad y en una correspondencia regular pero nada reveladora. Durante las dos visitas que Darcy y ella habían hecho a lady Catherine desde su matrimonio, se había impuesto un encuentro formal en la rectoría, y Elizabeth, reacia a exponer a su esposo al presuntuoso señor Collins, había acudido sola. Había intentado comprender que Charlotte aceptara la proposición matrimonial de éste, hecha apenas un día después de la que pronunció ante ella y fue rechazado, pero era improbable que Charlotte hubiera olvidado o perdonado la primera reacción sorprendida de su amiga al conocer la noticia.
Elizabeth sospechaba que en una ocasión Charlotte había llegado incluso a vengarse de ella. Se había preguntado a menudo cómo había llegado a saber lady Catherine que era probable que el señor Darcy y ella se prometieran en matrimonio. Ella no había hablado nunca de aquella primera y desastrosa proposición, salvo con Jane, y había llegado a la conclusión de que había sido Charlotte quien la había traicionado. Recordaba la tarde en que Darcy, junto con los Bingley, había hecho su primera aparición en la sala de reuniones de Meryton, y Charlotte, sospechando que tal vez estuviera interesado en su amiga, le había aconsejado, al ver que ella prefería a Wickham, que no debía ignorar a un hombre de mucha mayor relevancia, como era Darcy. Y después estuvo la visita de Elizabeth a la rectoría, en compañía de William Lucas y su hija. La propia Charlotte había comentado lo frecuente de las visitas del señor Darcy y el coronel Fitzwilliam durante su estancia, y había manifestado que éstas solo podían interpretarse como cumplidos a Elizabeth. Y también había que tener en cuenta la proposición misma. Cuando Darcy se hubo ido, Elizabeth había salido a caminar sola para intentar aclararse las ideas y aplacar su ira, pero Charlotte, a su regreso, debió de haberse percatado de que, en su ausencia, había ocurrido algo inapropiado.
No, era imposible que nadie, salvo Charlotte, hubiera adivinado la causa de su zozobra, y ésta, en algún momento de confidencia conyugal, habría transmitido sus sospechas al señor Collins. Él sin duda no habría perdido el tiempo a la hora de advertir a lady Catherine, y tal vez hubiera exagerado el peligro, convirtiendo la sospecha en certeza. Sus motivos para hacerlo resultaban curiosamente contradictorios. Por una parte, si la boda llegaba a celebrarse, tal vez confiara en beneficiarse de una relación estrecha con el acaudalado señor Darcy. ¿Qué medios económicos no estaría en su poder proporcionarle? Pero la prudencia y el ánimo de venganza seguramente habrían pesado más que otros motivos. Nunca había perdonado a Elizabeth que lo hubiera rechazado. Su castigo por ello debería haber sido la condena a una soltería miserable y solitaria, y no un matrimonio esplendoroso, del que no habría podido mofarse ni la hija de un conde. ¿Acaso no se había casado lady Anne con el padre de Darcy? También era posible que Charlotte hubiera tenido motivos para albergar un resentimiento más justificado hacia ella, pues estaba convencida, como todo el mundo en Meryton, de que Elizabeth odiaba a Darcy. Ella, su única amiga, que se había mostrado crítica cuando Charlotte aceptó casarse por prudencia y por la necesidad de contar con un hogar, había acabado aceptando a un hombre al que detestaba, como era del dominio público, incapaz de resistirse al trofeo que significaba Pemberley. Nunca resulta tan difícil felicitar a un amigo por su buena fortuna como cuando esa buena fortuna parece inmerecida.
El matrimonio de Charlotte podía verse como un éxito, lo mismo tal vez que todos los matrimonios cuando los dos miembros de la pareja obtienen exactamente lo que la unión les prometía. El señor Collins contaba con una esposa y un ama de casa competente, con una madre para sus hijos, y con la aprobación de su patrona, mientras que Charlotte había emprendido el único camino mediante el cual una mujer soltera, carente de belleza y de escasa fortuna, podía aspirar a obtener independencia. Elizabeth recordaba que Jane, amable y tolerante como siempre, le había aconsejado que no culpara a Charlotte por aceptar el compromiso sin recordar qué era lo que con él dejaba atrás. A Elizabeth nunca le habían gustado los hijos varones de los Lucas. Ya de niños resultaban escandalosos, antipáticos y anodinos, y no le cabía duda de que de adultos habrían despreciado y sentido como una vergüenza y una carga a una hermana soltera, y no se habrían molestado en ocultar sus sentimientos. Desde el principio, Charlotte había manejado a su esposo con la misma habilidad con que trataba a los criados y se ocupaba del corral, y Elizabeth, durante su primera visita a Hunsford con sir William y su hija, había visto cómo su amiga minimizaba la desventaja de su situación. Al señor Collins le habían asignado un aposento en el ala delantera de la rectoría, donde la posibilidad de ver pasar a los transeúntes, entre ellos a lady Catherine montada en su carruaje, lo mantenía felizmente sentado junto a la ventana, mientras que pasaba casi todo el tiempo libre del que disponía, con el beneplácito y el aliento de su esposa, dedicado a la jardinería, actividad por la que demostraba talento y entusiasmo. Trabajar la tierra suele considerarse una actividad virtuosa, y ver a un jardinero entregado diligentemente a su tarea provoca, sin excepción, una corriente de simpatía y aprobación, aunque solo sea porque evoca la imagen de unas patatas o unos guisantes a punto de ser desenterrados. Elizabeth sospechaba que el señor Collins nunca le parecía mejor marido a Charlotte como cuando ésta lo veía, desde una distancia prudencial, inclinando la espalda sobre su huerto.
Charlotte era la mayor de una familia numerosa, lo que le había dado cierta destreza para enfrentarse a los desmanes masculinos, y el método que seguía con su marido resultaba ingenioso. Le elogiaba sistemáticamente cualidades que no poseía, con la esperanza de que, halagado por sus loas y su aprobación, acabara por adquirirlas. Elizabeth tuvo ocasión de ver ese método en acción cuando, instada con urgencia por su amiga, le dedicó una visita breve en solitario, unos dieciocho meses después de su boda. Los congregados se dirigían de regreso a la rectoría en uno de los carruajes de lady Catherine de Bourgh, cuando la conversación se centró en otro de los invitados, el clérigo de una parroquia vecina ordenado recientemente, y pariente lejano de la patrona.
Charlotte dijo:
—El señor Thompson es, sin duda, un joven excelente, pero parlotea demasiado para mi gusto. Elogiar todos los platos ha resultado innecesariamente servil, y le ha hecho parecer ávido en exceso. Y, una o dos veces, cuando hablaba sin parar, me he percatado de que a lady Catherine no le complacía. Qué lástima que no te haya tomado a ti como ejemplo, amor mío. Habría dicho menos, y habría estado más atinado.
El señor Collins no era lo bastante sutil como para detectar la ironía, ni para sospechar que se trataba de una estratagema. Su vanidad le había llevado a aceptar sin más el elogio, y durante la siguiente cena en Rosings a la que fueron invitados, se pasó casi toda la velada sumido en un silencio tan forzado que Elizabeth temió que lady Catherine diera unos golpecitos en la mesa con la cuchara y le preguntara por qué tenía tan poco que decir.
Durante los últimos diez minutos, Elizabeth había apoyado la pluma en el escritorio y había dejado que su mente vagara hasta sus días de Longbourn, hasta Charlotte y su larga amistad. Ya iba siendo hora de olvidarse de aquellas cartas y de bajar a ver qué había preparado la señora Reynolds para los Bidwell. Cuando se dirigía a los aposentos del ama de llaves, recordó que lady Catherine, en una de sus visitas del año anterior, la había acompañado a llevar a la cabaña del bosque algunos alimentos adecuados para un hombre en estado grave. No la habían invitado a entrar en la habitación del enfermo, y lady Catherine no había mostrado intención de hacerlo, y cuando regresaban a casa se había limitado a comentar:
—El diagnóstico del doctor McFee ha de considerarse altamente sospechoso. Nunca he sido partidaria de las muertes dilatadas. En la aristocracia, son señal de afectación; en las clases bajas, son simples excusas para no trabajar. El segundo hijo del herrero lleva cuatro años muriéndose, supuestamente, pero cuando paso por delante de su negocio lo veo ayudar a su padre, robusto y gozando de muy buena salud. Los De Bourgh nunca hemos sido dados a las muertes prolongadas. La gente debería decidir si quiere vivir o morir, y hacer una cosa o la otra, causando los menores inconvenientes a los demás.
El asombro y la sorpresa de Elizabeth al oír aquellas palabras fueron tales que no logró articular palabra. ¿Cómo podía hablar lady Catherine con semejante desapego de las muertes dilatadas apenas tres años después de haber perdido a su única hija, que había muerto tras una larga enfermedad? Sin duda, tras los primeros momentos de dolor, la dama había recobrado la calma —y, con ella, gran parte de su intolerancia anterior— a una velocidad asombrosa. La señorita De Bourgh, una muchacha simple y silenciosa, no había causado demasiado impacto en el mundo mientras vivió, y menos aún al morir. Elizabeth, que para entonces ya había sido madre, había hecho todo lo posible, invitándola afectuosamente a visitar Pemberley, y trasladándose ella misma hasta Rosings, para apoyar a lady Catherine durante las primeras semanas del luto, y tanto sus ofrecimientos como sus muestras de comprensión, que tal vez la madre no esperaba, habían surtido efecto. Lady Catherine seguía siendo, en esencia, la misma mujer que siempre había sido, pero ahora las sombras de Pemberley parecían menos contaminadas cuando Elizabeth emprendía su paseo diario bajo los árboles, y la tía de su esposo parecía más dispuesta a visitar Pemberley que Darcy y Elizabeth a recibirla en su casa.