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En la familia y en la parroquia, todos dieron por seguro que el señor y la señora Darcy, junto con el servicio, acudirían a la iglesia de Santa María a las once de la mañana del domingo. La noticia del asesinato del capitán Denny se había propagado con extraordinaria rapidez, y no hacer acto de presencia habría equivalido a admitir algún tipo de implicación en el crimen o a divulgar su convicción de que el señor Wickham era culpable. Suele aceptarse que los servicios religiosos ofrecen una ocasión legítima para que la congregación valore no solo la apariencia, el porte, la elegancia y la posible riqueza de los recién llegados a la parroquia, sino la conducta de cualquier vecino que pase por una situación interesante, ya sea ésta un embarazo, ya sea su ruina económica. Un asesinato brutal cometido en la finca propia por un hermano político con el que, según es sabido, uno se halla enemistado dará lugar a una importante afluencia al servicio religioso, que en esa ocasión no se perderán siquiera personas impedidas, a las que su estado de salud ha privado durante muchos años de oír misa en la iglesia. Y aunque sea tan descortés como para mostrar abiertamente su curiosidad, es mucho lo que puede deducirse gracias a una hábil separación de los dedos en el momento en que las manos se unen para rezar, o mediante una simple mirada protegida por la visera de un gorrito durante el canto de un himno. El reverendo Percival Oliphant, que antes del servicio ya había realizado una visita privada a Pemberley para transmitir sus condolencias y mostrar su comprensión, hizo todo lo que pudo por evitar molestias a la familia, pronunciando primero un sermón más largo que de costumbre y prácticamente incomprensible sobre la conversión de san Pablo, y reteniendo después al señor y la señora Darcy cuando abandonaban la iglesia, con los que entabló una conversación tan prolongada que las personas que esperaban en ordenada fila, cada vez más impacientes por dar cuenta de su almuerzo a base de fiambres, se conformaron con dedicarles una reverencia o una inclinación de cabeza, antes de dirigirse a sus carrozas y sus birlochos.

Lydia no apareció y los Bingley se quedaron en Pemberley tanto para asistirla como para preparar su regreso a casa, que emprenderían esa misma tarde. Tras la exhibición de vestidos que había hecho la hermana menor desde su llegada, volver a guardarlos en el baúl de un modo que a ella le resultara satisfactorio les llevó bastante más tiempo del que invirtieron en su propio equipaje. Pero todo estaba listo cuando Darcy y Elizabeth regresaron, justo antes del almuerzo, y veinte minutos después de las dos los Bingley ya se montaban en su carruaje. Tras las despedidas, el cochero hizo chasquear las riendas. El vehículo se puso en marcha, enfiló el sendero que bordeaba el río y, tras incorporarse al camino, desapareció. Elizabeth permaneció observando, como si con su mirada hubiera de invocar su regreso. Después, el pequeño grupo dio media vuelta y entró de nuevo en casa.

Una vez en el vestíbulo, Darcy se detuvo y se dirigió a Fitzwilliam y a Alveston.

—Les agradecería que se reunieran conmigo en la biblioteca en media hora. Nosotros tres encontramos el cadáver de Denny, y es muy posible que nos citen para aportar pruebas durante la vista previa. Sir Selwyn me ha enviado un mensaje esta mañana, después del desayuno, para informarme de que el juez de instrucción, el doctor Jonah Makepeace, ha ordenado que dé inicio el miércoles a las once. Quiero verificar que nuestros recuerdos concuerden, sobre todo respecto a lo que se dijo tras el hallazgo del cuerpo sin vida del capitán Denny, y tal vez sea conveniente que abordemos en conjunto cómo hemos de proceder en este asunto. El recuerdo de lo que vimos y oímos resulta tan extraño, la luz de la luna es tan engañosa, que en ocasiones debo decirme a mí mismo que todo aquello ocurrió en realidad.

Los interpelados aceptaron la propuesta con voz queda, y a la hora convenida el coronel Fitzwilliam y Alveston se dirigieron a la biblioteca, donde Darcy ya ocupaba su sitio. Había tres sillas de respaldo alto dispuestas alrededor de la mesa rectangular, que exhibía un mapa, y dos mullidos sillones, uno a cada lado de la chimenea. Tras un momento de vacilación, Darcy les indicó que tomaran asiento en ellos y, tras separar una de las sillas de la mesa, se instaló entre los dos. Notó que Alveston, sentado al borde del sillón, se sentía incómodo, casi avergonzado, sentimiento que distaba tanto de su habitual confianza en sí mismo que a su anfitrión le sorprendió que tomara primero la palabra.

—Señor, usted contará con su propio abogado, por supuesto, pero si se encuentra lejos y yo puedo serle de ayuda entretanto, quiero que sepa que estoy a su servicio. Como testigo, no puedo, claro está, representar ni al señor Wickham ni a la finca de Pemberley, pero, si le parece que puedo serle de alguna utilidad, yo podría abusar algo más de la hospitalidad de la señora Bingley. El señor Bingley y ella han tenido la amabilidad de sugerir que así lo haga.

Su discurso era titubeante, y el joven abogado, listo, exitoso, tal vez arrogante, parecía transformado por un momento en un muchacho dubitativo e inseguro. Darcy sabía por qué. Alveston temía que su ofrecimiento pudiera interpretarse, sobre todo por parte del coronel Fitzwilliam, como una estratagema que le permitiera ahondar en su relación con Georgiana. Darcy tardó unos segundos en responder, suficientes para que Alveston se le adelantara y siguiera hablando.

—El coronel Fitzwilliam contará con la experiencia de la ley marcial y de los tribunales militares, por lo que tal vez considere que cualquier consejo que yo pueda ofrecerle estará de más, sobre todo teniendo en cuenta que él posee unos conocimientos locales de los que yo carezco.

Darcy se volvió hacia el coronel.

—Supongo que convendrás, Fitzwilliam, en que debemos aceptar toda la ayuda legal disponible.

El coronel respondió en tono sosegado:

—Yo no soy ni he sido nunca magistrado, y no puedo pretender que mi experiencia ocasional con los tribunales militares me convierta en un conocedor del código penal civil. Dado que no estoy emparentado con George Wickham, como sí lo está Darcy, no estoy legitimado para intervenir en el asunto más que como testigo. Corresponde por tanto a nuestro anfitrión decidir qué consejos pueden resultarle útiles. Como él mismo admite, resulta difícil ver en qué habría de resultar útil Alveston en el asunto que nos ocupa.

Darcy se volvió hacia el aludido.

—Me parece una pérdida de tiempo que tenga que trasladarse diariamente entre Highmarten y Pemberley. La señora Darcy ha hablado con su hermana, y todos esperamos que acepte nuestra invitación a permanecer en nuestra casa. Sir Selwyn Hardcastle puede pedirle que retrase su marcha hasta que la investigación policial haya concluido, aunque no creo que tenga motivos para ello una vez que usted haya aportado las pruebas al juez de instrucción. Pero ¿no se resentirá su trabajo? Se dice que es usted un hombre extraordinariamente ocupado. No deberíamos aceptar su ayuda si ésta ha de ir en detrimento suyo.

—En los siguientes ocho días no he de ocuparme de ningún caso que requiera de mi presencia, y mi experimentado socio se ocupará sin problemas de los aspectos rutinarios.

—En ese caso, agradeceré su consejo cuando estime apropiado proporcionármelo. Los abogados de la finca se ocupan de cuestiones familiares, sobre todo de los testamentos, de la compraventa de propiedades, de disputas locales, y cuentan, en el mejor de los casos, con muy poca experiencia en asesinatos, y con ninguna en crímenes de sangre cometidos en Pemberley. Yo ya les he escrito para comunicarles lo ocurrido, y es mi intención enviarles otra carta por correo expreso para informarles de la participación de usted. Debo advertirle de que es poco probable que sir Selwyn Hardcastle se muestre dispuesto a colaborar. Se trata de un magistrado justo y experimentado, muy interesado en los procesos detectivescos que por lo general quedan en manos de comisarios locales, y se muestra siempre vigilante ante cualquier intento de interferir en sus atribuciones.

El coronel no comentó nada.

—Sería de ayuda —prosiguió Alveston—, o al menos a mí me lo parece, que abordáramos primero nuestra reacción inicial ante el crimen, sobre todo en relación con la confesión aparente del detenido. ¿Creemos en la afirmación de Wickham, según la cual lo que quiso decir es que, si no hubiera discutido con su amigo, Denny no se habría bajado del cabriolé ni habría encontrado la muerte? ¿O acaso siguió al capitán con intenciones asesinas? Se trata, básicamente, de una cuestión de carácter. Yo no conozco al señor Wickham, pero creo que se trata del hijo del secretario de su difunto padre, y que usted lo conoció bien de niño. ¿Lo creen usted, señor, y coronel, capaz de un acto semejante?

Miró a Darcy, que, tras un instante de vacilación, respondió:

—Antes de su matrimonio con la hermana menor de mi esposa, llevábamos muchos años sin vernos, y después de éste no volvimos a coincidir. En el pasado, me pareció desagradecido, envidioso, deshonesto y mentiroso. Es apuesto, y posee unos modales agradables en sociedad, sobre todo ante las damas, con cuyo favor cuenta. Que logre mantenerlo en relaciones más duraderas ya es otra cuestión, aunque yo nunca lo he visto actuar con violencia, ni he oído que lo hayan acusado jamás de ejercerla. Sus agravios son de naturaleza más mezquina, y prefiero no hablar de ellos. Todos tenemos la capacidad de cambiar. Lo único que puedo decir es que no creo que el Wickham al que yo conocí, a pesar de sus faltas, fuera capaz de asesinar brutalmente a un antiguo camarada y amigo. Diría que era un hombre contrario a la violencia, y que la evitaba en la medida de lo posible.

—Se enfrentó a los rebeldes de Irlanda —objetó el coronel Fitzwilliam—, con cierta eficacia, y su valentía ha sido reconocida. Debemos contar con su arrojo físico.

—Sin duda —intervino Alveston—, si hubiera de elegir entre matar o morir, no mostraría piedad. No es mi intención restar importancia a su valentía, pero la guerra y una experiencia de primera mano de las verdades de la batalla podrían corromper la sensibilidad de un hombre naturalmente pacífico hasta hacer que la violencia le resultara menos aberrante, ¿no creen? ¿No deberíamos contemplar esa posibilidad?

Darcy vio que el coronel hacía esfuerzos por mantener la calma.

—Nadie se corrompe cuando cumple con su deber hacia el rey y el país —dijo al fin—. Si usted hubiera tenido alguna experiencia en la guerra, joven, tal vez se mostraría menos despectivo en su reacción ante actos de excepcional valentía.

Darcy consideró sensato intervenir.

—He leído en el periódico algunas noticias sobre la rebelión irlandesa de mil setecientos noventa y ocho, pero eran muy breves. Probablemente me perdí la mayoría de las crónicas. ¿No fue allí donde Wickham resultó herido y obtuvo una medalla? ¿Qué papel desempeñó exactamente?

—Participó, lo mismo que yo, en la batalla del veintiuno de junio en Enniscorthy, durante la cual avanzamos sobre la colina y obligamos a los rebeldes a batirse en retirada. Después, el ocho de agosto, el general Jean Humbert llegó con un contingente de mil soldados franceses y marchó hacia el sur, en dirección a Castlebar. El general francés animó a sus aliados rebeldes a proclamar la llamada República de Connaught, y el veintisiete de ese mismo mes aniquiló al general Lake en Castlebar, una derrota humillante para el ejército británico. Fue entonces cuando lord Cornwallis solicitó refuerzos. Cornwallis situó a sus efectivos entre los invasores franceses y Dublín, atrapando a Humbert entre el general Lake y él mismo. Ése fue el final de los franceses. Los soldados de la caballería británica cargaron contra el flanco irlandés y contra las líneas francesas, y Humbert acabó por rendirse. Wickham participó en la carga, y posteriormente formó parte de la expedición que rodeó a los rebeldes y puso fin a la República de Connaught. Una misión cruenta, de búsqueda y castigo de los rebeldes.

Darcy estaba convencido de que el coronel había relatado aquellos hechos en multitud de ocasiones, y de que, en cierta medida, le complacía hacerlo.

—¿Y dice que George Wickham participó? —preguntó Alveston—. Sabemos qué implica sofocar una rebelión. ¿No bastaría ello para, al menos, familiarizar a un hombre con la violencia? Después de todo, lo que estamos intentando es alcanzar alguna conclusión sobre la clase de hombre en que se había convertido George Wickham.

—Se había convertido en un buen y valeroso soldado —reiteró el coronel Fitzwilliam—. Coincido con Darcy. No consigo verlo como asesino. ¿Sabemos cómo han vivido él y su esposa desde que abandonó el ejército, en 1800?

—Nunca se le ha permitido el acceso a Pemberley —explicó entonces Darcy—. Y no hemos mantenido comunicación alguna, pero la señora Wickham sí es recibida en Highmarten. Sé que no han prosperado. Wickham se convirtió en algo parecido a un héroe nacional tras la campaña irlandesa, lo que hizo que no le costara conseguir empleos, si bien no le ha servido para mantenerlos. Al parecer, la pareja se trasladó a Longbourn cuando Wickham perdió su última ocupación y el dinero empezó a escasear, y sin duda la señora Wickham lo pasó bien visitando a viejas amigas y alardeando de las hazañas de su esposo. Con todo, aquellas visitas rara vez se prolongaban más allá de las tres semanas. Alguien debía de brindarles ayuda económica de manera regular, pero la señora Wickham nunca dio detalles y, por supuesto, a la señora Bingley no se le ocurrió preguntar. Me temo que eso es todo lo que sé, y todo lo que, de hecho, deseo saber al respecto.

—Dado que hasta el pasado viernes nunca había visto al señor Wickham —dijo Alveston—, mi opinión sobre su culpabilidad o su inocencia no se basa en su personalidad ni en su hoja de servicios, sino exclusivamente en mi valoración de las pruebas disponibles hasta el momento. Considero que cuenta con una defensa excelente. Su supuesta confesión podría no implicar más que la aceptación de su culpabilidad en hacer que su amigo abandonara el coche. Había ingerido alcohol, y ese efusivo sentimentalismo tras un impacto emocional suele darse en hombres ebrios. Pero concentrémonos por ahora en las pruebas materiales. El misterio central de este caso es por qué el capitán Denny se internó en el bosque. ¿Qué debía de temer de Wickham? Denny era más corpulento y más fuerte, e iba armado. Si su intención era regresar a pie a la posada, ¿por qué no hacerlo por el camino? Teóricamente, el cabriolé podría haberlo adelantado, pero, como ya he comentado, no puede decirse que el hombre estuviera en peligro. Wickham no le habría atacado estando su esposa en el vehículo. Podría aducirse que Denny se sintió impulsado a alejarse de Wickham, y de forma inmediata, a causa de la incomodidad que sentía ante el plan de su acompañante de dejar a su esposa en Pemberley sin que ésta hubiera sido invitada al baile, y sin haber avisado a la señora Darcy. Dicho plan resultaba a todas luces inapropiado y desconsiderado, pero no por ello justificaba que Denny abandonara el cabriolé de ese modo tan dramático. El bosque estaba a oscuras, y él no llevaba luz de ninguna clase. Su acción me resulta incomprensible.

»Y existen pruebas más contundentes. ¿Dónde están las armas? Sin duda hubieron de ser dos. El primer golpe en la frente causó poco más que una hemorragia que impidió a Denny ver dónde se encontraba, y que lo dejó tambaleante. La herida en la parte posterior del cráneo fue provocada por otra arma, pesada y de canto redondeado, tal vez una piedra. Y, a partir del relato de quienes han visto la herida, entre ellos usted mismo, señor Darcy, ésta es tan profunda y larga que un hombre supersticioso podría decir que no la causó una mano humana, y mucho menos la de Wickham. Dudo que éste fuera capaz de levantar una piedra de semejante peso hasta la altura necesaria, y que pudiera soltarla con la puntería precisa. ¿Y hemos de suponer que fue el azar quien la dispuso tan convenientemente, tan a mano? Además, están los rasguños en la frente y las manos de Wickham. Sin duda sugieren que este pudo perderse en el bosque después de tropezarse por primera vez con el cuerpo sin vida del capitán Denny.

—¿De modo que usted cree —quiso saber el coronel Fitzwilliam— que, si se presenta ante el tribunal del condado, será absuelto?

—Creo que, con las pruebas disponibles hasta el momento, así debería ser, aunque siempre existe el riesgo, en casos en los que no aparece ningún otro sospechoso, de que los miembros del jurado se pregunten: «Si no lo hizo él, ¿quién lo hizo?» A un juez o a los abogados defensores les resulta difícil alejar esa visión de los miembros del jurado sin, al mismo tiempo, inculcarla en sus mentes. A Wickham va a hacerle falta un buen abogado.

—Esa habrá de ser responsabilidad mía —comentó Darcy.

—Le sugiero que se ponga en contacto con Jeremiah Mickledore —dijo Alveston—. Es brillante en este tipo de casos, y cuando intervienen jurados. Pero solo acepta los casos que le interesan, y no le gusta nada salir de Londres.

—¿Existe alguna posibilidad de que este caso pueda ser derivado a la ciudad? —preguntó Darcy—. De otro modo, no será visto hasta que se presente ante el tribunal itinerante del condado de Derby, la próxima cuaresma, o en verano. —Se volvió hacia el abogado—. Refrésqueme la memoria sobre el procedimiento, se lo ruego.

—Por lo general —le explicó Alveston—, el estado prefiere que los acusados sean juzgados en su jurisdicción. El argumento es que de ese modo la gente ve que se imparte justicia. Si se acepta un traslado, este suele llegar como máximo al condado siguiente, y para ello tendría que existir algún motivo fundado, algún asunto serio que impidiera garantizar un juicio justo en la jurisdicción correspondiente, asunto relacionado con la imparcialidad del tribunal, algún posible engaño a los miembros del jurado, el posible soborno a algún juez… Por otra parte, podría existir un prejuicio local evidente contra el acusado que impidiera una vista justa. Es el fiscal general el que tiene atribuciones para asumir el control y cancelar la acusación criminal, lo que, en el caso que nos ocupa, significa que este puede trasladarse a otra parte si él así lo aprueba.

—De modo que la decisión quedará en manos de Spencer Percival —dedujo Darcy.

—Exacto. Tal vez podría aducirse que dado que el delito se cometió en la propiedad de un magistrado local, él y su familia podrían verse implicados sin motivo o podría darse pie a habladurías en la zona, insinuaciones sobre la relación entre Pemberley y el acusado que podrían interferir en la causa de la justicia. No creo que fuera fácil lograr un traslado del caso, pero el hecho de que Wickham esté relacionado por matrimonio tanto con usted como con el señor Bingley es un factor que podría complicar las cosas y que podría pesar en la decisión del fiscal general. Sus decisiones no se basan en sus deseos personales, sino en si el traslado del caso iría en bien de la justicia. Independientemente de dónde se celebre el juicio, creo que le convendría contar con la defensa de Mickledore. Fui su asistente hace unos dos años y creo que podría convencerlo. Le sugiero que le envíe una carta urgente explicándole los hechos, y yo abordaré el tema con él cuando regrese a Londres, cosa que haré en cuanto termine la instrucción.

Darcy aceptó la propuesta, y le dio las gracias.

—Creo, caballeros —prosiguió Alveston—, que deberíamos refrescar la memoria sobre la declaración que realizaremos al ser interrogados acerca de las palabras que pronunció Wickham cuando llegamos junto a él y lo hallamos arrodillado sobre al cuerpo. Sin duda, se trata de algo crucial para el caso. Es evidente que debemos decir la verdad, pero será interesante constatar si nuestra memoria coincide en las palabras exactas de Wickham.

Sin esperar a que ninguno de los dos hablara, el coronel Fitzwilliam dijo:

—Es natural que causaran una honda impresión en mí, y creo ser capaz de reproducirlas con exactitud. Wickham dijo: «Está muerto. Dios mío, Denny está muerto. Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado. Es culpa mía». Es opinable, claro está, lo que quiso decir con eso de que la muerte de Denny fuera culpa suya.

—Mi recuerdo —intervino Alveston— es exactamente el mismo que el del coronel, pero, al igual que él, no me atrevo a interpretar sus palabras. Por el momento coincidimos.

Era el turno de Darcy, que dijo:

—Yo no podría ser tan preciso sobre el orden de sus palabras, pero sí me atrevo a afirmar con total seguridad que Wickham dijo que había matado a su amigo, a su único amigo, y que era culpa suya. También a mí me parecen ambiguas sus palabras, y no intentaría explicarlas a menos que me presionaran para que lo hiciera, y tal vez ni aun así lo haría.

—Es poco probable que el juez de instrucción proceda de ese modo —prosiguió Alveston—. Si formula la pregunta, quizá señale que ninguno de nosotros puede estar seguro de lo que pasa por la mente de otra persona. En mi opinión, y esto es ya pura especulación, lo que quiso decir es que Denny no se habría internado en el bosque ni se habría encontrado con su atacante si no hubieran discutido, y que Wickham se consideraba responsable de lo que fuera que había suscitado la repugnancia de Denny. El caso, sin duda, girará alrededor de lo que Wickham quiso decir con esas palabras.

Parecía que la reunión podía darse ya por concluida, pero, antes de que ninguno de los tres se pusiera en pie, Darcy dijo:

—De modo que el destino de Wickham, su vida o su muerte, dependerá de doce hombres influidos, como no puede ser de otro modo, por sus propios prejuicios, de la fuerza de la declaración del acusado, y de la elocuencia de los abogados defensores.

—¿De qué otro modo podría abordarse el caso? —preguntó el coronel—. Se pondrá en manos de doce compatriotas, y no puede haber mayor garantía de justicia que el veredicto de doce ingleses honrados.

—Sin posibilidad de apelación —apostilló Darcy.

—¿Cómo podría haberla? Las decisiones del jurado siempre han sido sagradas. ¿Qué propone usted, Darcy, un segundo tribunal popular, que bajo juramento coincidirá con el primer veredicto o discrepará de él? ¿Y después otro? Eso sería una gran idiotez, y si se llevara ad infinitum, acabaría implicando, posiblemente, que un tribunal extranjero juzgara los casos ingleses. Y eso sería el fin de algo más que de nuestro sistema judicial.

—¿No podría existir —planteó Darcy— un tribunal de apelación formado por tres, tal vez cinco jueces, que pudiera convocarse si existiera desacuerdo en alguna cuestión legal particularmente compleja?

Alveston intervino entonces.

—No cuesta imaginar la reacción de un jurado inglés ante la propuesta de que su decisión fuera a ser estudiada por tres jueces. Es el juez, durante la vista, quien decide sobre las cuestiones legales, y si es incapaz de hacerlo, entonces no está capacitado para ser juez. Además, hasta cierto punto, ya existe un tribunal de apelación. El juez puede iniciar el proceso para obtener un indulto si no le satisface el resultado, y un veredicto que a la opinión pública le parece injusto siempre puede desembocar en indignación pública y, en ocasiones, en protesta violenta. Le aseguro que no existe nada más poderoso que un inglés justamente indignado. Pero, como sabrá, yo soy miembro del grupo de abogados que se ocupan de examinar la efectividad de nuestro sistema legal, y existe una reforma que sí me gustaría ver realizada: el derecho de los fiscales a pronunciar un discurso final antes del veredicto debería extenderse también a la defensa. No veo motivos para que tal cambio no pueda producirse, y esperamos que se instituya antes del final del presente siglo.

—¿Cuál podría ser la objeción para implantarlo? —preguntó Darcy.

—Sobre todo, la falta de tiempo. Los tribunales de Londres ya soportan una carga excesiva de trabajo, y son demasiados los casos que se ven con una rapidez indecente. Los ingleses son aficionados a los abogados, pero no hasta el punto de desear pasarse la tarde escuchando más discursos de los que ya escuchan. Se considera que es suficiente con que el acusado hable por sí mismo, y que los interrogatorios a los testigos aportados por la defensa bastan para asegurar un juicio justo. A mí, estos argumentos no me resultan del todo convincentes, pero me consta que se defienden con sinceridad.

—Hablas como un radical, Darcy —intervino el coronel—. No sabía que tuvieras tanto interés por las leyes, ni que estuvieras tan entregado a su reforma.

—Yo tampoco, pero cuando uno se enfrenta, como nosotros ahora, a la realidad que aguarda a George Wickham, y ve la línea tan estrecha que separa la vida de la muerte, tal vez sea natural mostrarse a la vez interesado y preocupado por la ley. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Si no tienen nada más que añadir, tal vez podríamos prepararnos para cenar con las damas.