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Cuando el carruaje de sir Selwyn y el furgón fúnebre se detuvieron frente a la entrada principal de Pemberley, Stoughton se apresuró a abrir la puerta. Al poco, un mozo de cuadras llegó para ocuparse del caballo de Darcy, y el mayordomo y él, tras un breve intercambio de palabras, convinieron que el vehículo del magistrado y el furgón resultarían menos visibles a cualquier posible curioso si se retiraban de la entrada y, a través de los establos, eran conducidos al patio trasero, desde donde el cuerpo sin vida de Denny podría ser retirado más rápida y discretamente, o eso esperaban. A Elizabeth le había parecido adecuado recibir formalmente a un invitado que llegaba tan tarde y que no era precisamente bienvenido en aquella casa, pero sir Selwyn dejó claro desde el primer momento que tenía prisa por ponerse a trabajar, y se detuvo apenas para dedicarle la preceptiva inclinación de cabeza, que fue respondida, por parte de ella, con una reverencia, y para disculparse por lo intempestivo de la hora y lo inapropiado de la visita, antes de anunciar que empezaría visitando a Wickham, acompañado del doctor Belcher y de los dos policías, el jefe de distrito Thomas Brownrigg y el agente Mason.

A Wickham lo custodiaban Bingley y Alveston, quien abrió cuando Darcy llamó a la puerta. La habitación parecía haber sido pensada como trastero. Estaba amueblada parcamente, con gran sencillez, solo con una cama individual bajo una de las ventanas altas, una jofaina, un armario pequeño y dos sillas de madera. Otras dos, algo más cómodas, habían sido llevadas hasta allí e instaladas a ambos lados de la puerta para que quienes montaran guardia durante la noche lo hicieran algo más descansados. El doctor McFee, sentado a la derecha de la cama, se puso en pie al ver a Hardcastle. Sir Selwyn, que había conocido a Alveston en una de las cenas celebradas en Highmarten y, por supuesto, mantenía contacto con el médico, inclinó levemente la cabeza, a modo de saludo, y se aproximó. Alveston y Bingley se miraron, conscientes de que se esperaba que abandonaran la estancia, y así lo hicieron, en silencio, mientras Darcy permanecía de pie, algo más apartado. Brownrigg y Mason se situaron a ambos lados de la puerta, mirando al frente como para demostrar que, aunque en aquella situación no era adecuado que participaran de modo más activo en la investigación, el aposento y la custodia de su ocupante serían, a partir de ese momento, responsabilidad suya.

El doctor Obadiah Belcher era el asesor médico con el que contaba el alto comisario o el magistrado para que ayudara con las investigaciones y había adquirido una reputación siniestra —algo que no podía sorprender, tratándose como se trataba de un hombre más acostumbrado a diseccionar a los muertos que a tratar a los vivos— a la que contribuía su desgraciado aspecto. Sus cabellos, tan finos como los de un bebé, eran de un rubio casi blanco, y se le pegaban a la piel macilenta. Observaba el mundo con ojos desconfiados, enmarcados por unas cejas delgadísimas. Tenía los dedos largos, muy bien cuidados, y la reacción que solía suscitar en los demás la había resumido a la perfección el cocinero de Highmarten al sentenciar: «No pienso dejar nunca que el doctor Belcher me ponga las manos encima. A saber qué es lo que acaban de tocar».

A su fama de excéntrico y siniestro también contribuía el hecho de que contara con un pequeño aposento en la parte superior de su vivienda, equipado como laboratorio. Allí, según se rumoreaba, llevaba a cabo experimentos sobre el tiempo que tardaba la sangre en coagular en determinadas circunstancias, o sobre el ritmo de los cambios que se operaban en los cuerpos una vez muertos. Aunque teóricamente era médico de cabecera, solo contaba con dos pacientes, el alto comisario y sir Selwyn Hardcastle, y dado que no constaba que ninguno de los dos hubiera estado nunca enfermo, eso no contribuía en nada a mejorar su reputación médica. Sir Selwyn y otros caballeros relacionados con la aplicación de la ley lo tenían en gran consideración, puesto que en los tribunales expresaba su opinión de hombre de ciencia con gran autoridad. De él también se sabía que estaba en contacto con la Royal Society, y que se carteaba con otros caballeros interesados en experimentos científicos. En general, sus vecinos mejor educados se mostraban más orgullosos de su reputación pública que temerosos ante las escasas explosiones que de tarde en tarde sacudían su laboratorio. Rara vez hablaba sin haber meditado antes lo que decía, y ahora se acercó al lecho y permaneció de pie, en silencio, observando al hombre que dormía.

La respiración de Wickham era tan tenue que apenas se oía, y tenía los labios entreabiertos. Estaba tendido boca arriba, con el brazo izquierdo extendido y el derecho curvado sobre la almohada.

Hardcastle se volvió hacia Darcy.

—Evidentemente, no se encuentra en el estado en el que, según usted me ha dado a entender, se encontraba cuando lo trajeron hasta aquí. Alguien le ha lavado la cara.

Tras un momento de silencio, Darcy miró al magistrado a los ojos y dijo:

—Asumo la responsabilidad de todo lo que ha ocurrido desde que el señor Wickham ha llegado a mi casa.

La respuesta de Hardcastle fue sorprendente. Arqueó los labios fugazmente, componiendo lo que, en cualquier otro hombre, podría haberse considerado una sonrisa.

—Muy caballeroso por su parte, Darcy, pero creo que en este punto cabe sospechar de las damas. ¿Acaso no es ésa la que ellas consideran su función? ¿Limpiar el desastre en que convertimos nuestras habitaciones y a veces, también, nuestras vidas? No importa. Su personal de servicio aportará pruebas más que suficientes del estado en que se encontraba Wickham cuando fue trasladado hasta esta casa. No parece haber muestras evidentes de lesiones en su cuerpo, salvo por los pequeños rasguños de la frente y los dedos. La mayor parte de la sangre del rostro y las manos habrá sido del capitán Denny. —Se volvió hacia Belcher—. Supongo, Belcher, que sus avispados colegas científicos todavía no han descubierto la manera de distinguir la sangre de un hombre de la de otro, ¿verdad? A nosotros nos vendría muy bien la ayuda, a pesar de que, claro está, a mí me privaría de mi función, y a Brownrigg y a Mason, de sus empleos.

—Me temo que no, sir Selwyn. No nos planteamos ejercer de dioses.

—¿No? Me alegra oírlo. Yo creía que sí lo hacían.

Como si acabara de percatarse de que la conversación había adquirido un tono excesivamente banal, Hardcastle se volvió con autoridad hacia McFee y se dirigió a él con voz áspera.

—¿Qué le ha administrado? No parece dormido, sino más bien inconsciente. ¿Acaso no sabía que este hombre podría ser el principal sospechoso en una investigación por asesinato, y que yo querría interrogarlo?

—A mis efectos, señor, este hombre es mi paciente —respondió McFee en voz baja—. Cuando lo he visto por primera vez, su estado de embriaguez era manifiesto, se mostraba violento y había empezado a perder el control de sus actos. Después, antes de que el brebaje que le he administrado surtiera completamente su efecto, se ha mostrado incoherente y asustado, aterrorizado más bien, gritando cosas que carecían de sentido. Al parecer veía cuerpos ahorcados en cadalsos, con los cuellos rotos. Era un hombre sumido en una pesadilla antes incluso de conciliar el sueño.

—¿Cadalsos? No sorprende, dada su situación. ¿Y ésta es la medicación? Supongo que se trata de una especie de sedante.

—Una mezcla que preparo yo mismo y que he usado en numerosos casos. Lo he convencido para que la tome, asegurándole que le calmaría. En el estado en que se encontraba, no habría podido arrancarle usted nada coherente.

—En este estado, tampoco. ¿Cuánto tiempo cree usted que tardará en despertar y en estar lo bastante sobrio como para poder ser interrogado?

—Es difícil precisarlo. En ocasiones, tras un impacto, la mente se refugia en su inconsciencia, y el sueño es profundo y prolongado. Atendiendo estrictamente a la dosis que le he administrado, debería despertar mañana hacia las nueve, tal vez antes, aunque no puedo asegurárselo. Me ha costado convencerlo para que tomara más de un par de sorbos. Si el señor Darcy da su permiso, propongo quedarme hasta que mi paciente recobre el sentido. La señora Wickham también está a mi cuidado.

—Y, sin duda, también ella está sedada y no puede responder a preguntas.

—La señora Wickham estaba histérica, alterada por el impacto. Se había convencido a sí misma de que su esposo había muerto. He tenido que enfrentarme a una mujer gravemente perturbada que necesitaba el alivio del sueño. No habría obtenido nada de ella hasta que se hubiera calmado.

—Tal vez habría obtenido la verdad. Creo que yo lo entiendo a usted, y que usted me entiende a mí, doctor. Usted tiene sus responsabilidades, y yo tengo las mías. Me considero una persona razonable, y no es mi intención molestar a la señora Wickham hasta la mañana. —Se volvió hacia el doctor Belcher—. ¿Tiene alguna observación que hacer, Belcher?

—Ninguna, sir Selwyn, salvo que apruebo la decisión del doctor McFee de administrar un sedante a Wickham. No habría podido interrogarlo satisfactoriamente en el estado descrito y, si posteriormente fuera llevado a juicio, cualquier cosa que hubiese dicho podría ser cuestionada en el tribunal.

Hardcastle se volvió hacia Darcy.

—En ese caso, regresaré mañana a las nueve en punto. Hasta entonces, el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason montarán guardia y quedarán a cargo de la llave. Si Wickham requiere atención médica, ellos darán aviso. De otro modo, nadie podrá acceder a este aposento hasta que yo regrese. Los comisarios van a necesitar mantas, y comida y bebida para pasar la noche: fiambres, algo de pan, lo acostumbrado.

—Se les proporcionará todo lo que necesiten —dijo Darcy al momento.

Solo entonces Hardcastle pareció percatarse, por primera vez, del gabán de Wickham, colgado de una de las sillas, y del bolso de cuero que reposaba en el suelo, a su lado.

—¿Éste es todo el equipaje que viajaba en el coche?

—Aparte de un baúl, un sombrerero y un bolso propiedad de la señora Wickham —respondió Darcy—, en el vehículo encontramos otras dos bolsas, una marcada con las iniciales GW, y la otra con el nombre del capitán Denny. Como Pratt me informó de que el cabriolé había sido contratado para llevar a los dos caballeros hasta la posada King’s Arms de Lambton, dejamos las bolsas en el coche hasta que regresamos con el cuerpo sin vida del capitán Denny, y solo entonces ordenamos que las entraran en casa.

—Habrá que examinarlas, por supuesto —anunció el magistrado—. Confiscaré todas las que no pertenezcan a la señora Wickham. Entretanto, veamos qué llevaba encima.

Sostuvo el gabán con las manos y lo agitó vigorosamente. Tres hojas secas pegadas a la tela descendieron revoloteando hasta el suelo, y Darcy se fijó en que había algunas más adheridas a las mangas. Hardcastle entregó la prenda a Mason, que la sujetó mientras sir Selwyn hundía las manos en los bolsillos. Del izquierdo extrajo las pequeñas pertenencias que los viajeros suelen llevar consigo: un lápiz, una libreta pequeña sin ninguna anotación, dos pañuelos, y una petaca a la que Hardcastle quitó el tapón antes de confirmar que contenía whisky. El bolsillo derecho aportó un objeto más interesante, una billetera de piel que Hardcastle abrió, y de la que extrajo un fajo de billetes cuidadosamente doblados, que se dispuso a contar.

—Treinta libras justas. En billetes claramente nuevos, o al menos emitidos recientemente. Le extenderé un recibo por ellos, Darcy, hasta que descubramos quién es su legítimo propietario. Esta misma noche los depositaré en mi caja fuerte. Tal vez mañana a primera hora obtenga alguna explicación sobre dónde ha obtenido tan notable suma. Una posibilidad es que se los quitara a Denny, en cuyo caso podríamos tener un móvil.

Darcy abrió la boca para protestar, pero pensó que si hablaba solo lograría que las cosas empeoraran, y no dijo nada.

—Y ahora —prosiguió Hardcastle—, propongo que vayamos a inspeccionar el cadáver. Supongo que se encuentra custodiado.

—Custodiado, no —admitió Darcy—. El cadáver del capitán Denny está en la armería, bajo llave. La mesa que hay allí me ha parecido un lugar adecuado. Conservo en mi poder las llaves tanto de la habitación como del armario que contiene las armas y la munición; no he considerado necesario disponer la presencia de más vigilantes. Podemos ir ahora. Si no tiene inconveniente, me gustaría que el doctor McFee nos acompañara. Una segunda opinión sobre el estado del cadáver puede resultar ventajosa, ¿no le parece?

Tras unos instantes de vacilación, Hardcastle dijo:

—No veo inconveniente. Usted mismo deseará estar presente, y a mí me harán falta el doctor Belcher y el jefe de distrito Brownrigg, pero nadie más. No hagamos de los muertos un espectáculo público. Vamos a necesitar, eso sí, muchas velas.

—Eso ya lo he previsto —replicó Darcy—. Hemos llevado bastantes a la armería, donde ya solo hace falta encenderlas. Creo que le parecerá que la iluminación es más que suficiente, para ser de noche.

—Necesito que alguien se quede aquí con Mason mientras Brownrigg se ausenta. Stoughton parece una elección acertada. ¿Puede darle orden de que regrese?

El mayordomo, como si ya supusiera que iban a convocarlo, esperaba cerca de la puerta. Entró en la estancia y se colocó junto al agente Mason sin decir palabra. Sosteniendo sus velas, Hardcastle y el grupo salieron, y Darcy, ya desde fuera, oyó que la puerta se cerraba con llave.

Un silencio absoluto reinaba sobre la casa, que bien podría haber estado abandonada. La señora Reynolds había dado orden de acostarse a todos los sirvientes que seguían preparando la comida del día siguiente, y solo ella, Stoughton y Belton seguían de servicio. El ama de llaves aguardaba en el vestíbulo, junto a una mesa sobre la que se alineaban varias velas en altas palmatorias de plata. Cuatro estaban ya encendidas, y sus llamas parecían enfatizar, más que iluminar, la oscuridad circundante del gran recibidor.

—Tal vez no hagan falta todas —dijo la señora Reynolds—, pero he pensado que quizá necesiten algo más de luz.

Cada uno de los hombres cogió y encendió una vela nueva.

—Dejen las otras donde están —sugirió Hardcastle—. El agente vendrá a buscarlas si es necesario. —Se volvió hacia Darcy—. ¿Dice que tiene la llave de la armería, y que la ha provisto del número necesario de velas?

—Sir Selwyn, allí ya contamos con catorce. Las he llevado yo mismo, ayudado por Stoughton. Exceptuando esa visita, nadie más ha entrado en la habitación desde que el cadáver del capitán Denny ha sido llevado hasta allí.

—Empecemos, pues. Cuanto antes examinemos el cuerpo, mejor.

Darcy se alegraba de que el magistrado hubiera aceptado su derecho a formar parte de la expedición. El cadáver de Denny había sido trasladado a Pemberley, y procedía que el señor de la casa estuviera presente cuando lo examinaran, aunque no se le ocurría de qué modo podría ser útil. Encabezó la procesión de velas hacia el ala trasera de la casa y, tras extraer del bolsillo dos llaves unidas por una arandela, usó la mayor para abrir la puerta de la armería. Sus dimensiones eran sorprendentes y en las paredes colgaban cuadros de antiguas partidas de caza y de las piezas abatidas, un estante con libros de registro encuadernados en piel brillante que databan de al menos un siglo atrás, un escritorio de caoba y una silla, y un armario cerrado que contenía las armas y la munición. Resultaba evidente que la mesa estrecha había sido apartada de la pared, y ahora ocupaba el centro del aposento, con el cadáver cubierto por una sábana limpia.

Antes de partir a informar a sir Selwyn de la muerte de Denny, Darcy había ordenado a Stoughton que se ocupara de traer candelas del mismo tamaño, además de algunas de las mejores y más largas velas de cera, lujo que supuso que habría suscitado las murmuraciones del mayordomo y la señora Reynolds. Se trataba de velas normalmente reservadas al comedor. Juntos, Stoughton y él las habían dispuesto en dos hileras sobre el escritorio, con la mecha hacia fuera. Ahora las encendieron y, a medida que las mechas prendían, la habitación se fue iluminando y los rostros atentos quedaron bañados de un resplandor cálido, suavizando incluso los rasgos angulosos y huesudos de Hardcastle. Rastros de humo se elevaban de ellas como incienso, su dulzura pasajera camuflada por el olor de la cera de abeja. Darcy pensó que el escritorio, con sus hileras de luz resplandeciente, se había convertido en un abigarrado altar, que la austera armería era una capilla y que los cinco presentes participaban secretamente en los ritos de alguna religión desconocida pero muy precisa.

Mientras permanecían allí de pie, como acólitos mal ataviados, alrededor del cadáver, Hardcastle apartó la sábana. El ojo derecho apareció ennegrecido por la sangre, que había manchado gran parte del rostro, pero el ojo izquierdo había quedado muy abierto, con la pupila hacia arriba, por lo que Darcy, de pie tras la cabeza de Denny, sintió que se clavaba en él, no con la fijeza de la muerte, sino concentrando una vida entera de reproches.

El doctor Belcher puso las manos sobre el rostro del capitán, sobre los brazos y las piernas, antes de declarar:

—El rigor mortis ya está presente en la cara. A modo de estimación aproximada, diría que lleva muerto unas cinco horas.

Hardcastle tardó poco en sacar sus cálculos.

—Ello confirma lo que ya habíamos inferido, que murió poco después de abandonar el cabriolé y coincidiendo aproximadamente con el momento en que se oyeron los disparos. Fue asesinado hacia las nueve de la noche de ayer. ¿Qué me dice de la herida?

El doctor Belcher y el doctor McFee se aproximaron más, al tiempo que entregaban las velas a Brownrigg, quien, tras dejar la suya sobre el escritorio, las mantuvo en alto mientras los dos médicos observaban atentamente la mancha oscura de sangre.

—Tenemos que lavarla antes de determinar la profundidad del impacto —dijo el doctor Belcher—, pero antes de hacerlo, conviene hacer constar que existen un fragmento de hoja seca y una pequeña mancha de tierra sobre la concentración de sangre. En determinado momento, después de infligida la herida, debió de caer de cara. ¿Dónde está el agua?

Miró a su alrededor, como si esperase que ésta surgiera de la nada.

Darcy entreabrió la puerta, asomó la cabeza y ordenó a la señora Reynolds que trajera un cuenco con agua y toallas pequeñas. Ella tardó tan poco en traerlas que Darcy supuso que debía de haberse anticipado a su petición y habría estado esperando junto al grifo del guardarropa contiguo. El ama de llaves alargó el cuenco y los paños desde el exterior, sin acceder a la armería, y el doctor Belcher se acercó a su maletín, extrajo unas pequeñas madejas de lana blanca y, con firmeza, limpió la piel, antes de arrojar las madejas enrojecidas al agua. El doctor McFee y él, por turnos, observaron con gran atención la herida, y volvieron a tocar la piel que la rodeaba.

Fue el doctor Belcher quien, finalmente, aventuró una opinión.

—Lo golpearon con algo contundente, posiblemente de forma redonda, pero como la piel se ha desgarrado no me es posible especificar la forma y el tamaño del arma. De lo que sí estoy seguro es de que el golpe no lo mató. Produjo una pérdida de sangre considerable, como suele ocurrir cuando las heridas se producen en la cabeza, pero no hasta el punto de resultar mortal. No sé si mi colega está de acuerdo.

El doctor McFee se tomó su tiempo y volvió a presionar la carne que rodeaba la herida.

—Estoy de acuerdo —dijo al fin—; la herida es superficial.

La voz grave de Hardcastle rompió el silencio.

—En ese caso, denle la vuelta. —Denny era un hombre corpulento, pero Brownrigg, con ayuda del doctor McFee, lo volteó con un solo movimiento—. Más luz, por favor —pidió el magistrado entonces, y Darcy y Brownrigg se dirigieron al escritorio, cogieron una vela cada uno y se acercaron al cadáver.

Se hizo el silencio, como si nadie quisiera manifestar lo obvio. Finalmente, Hardcastle habló:

—Ahí, caballeros, tienen la causa de la muerte.

Todos vieron una brecha de medio palmo de longitud en la base del cráneo, aunque su dimensión total quedaba oculta por el pelo, que en algunas zonas se había introducido en la herida. El doctor Belcher recurrió una vez más a su maletín y regresó con lo que parecía un cuchillito plateado. Con él, cuidadosamente, retiró los cabellos del cráneo, que dejaron al descubierto una abertura de medio dedo de ancho. Por debajo, el pelo estaba pegajoso y apelmazado, pero resultaba difícil precisar si era a causa de la sangre o de alguna supuración de la herida. Darcy se obligaba a sí mismo a mirar, pero una mezcla de espanto y compasión le llevó a sentir náuseas. Oyó una especie de gruñido sordo, y se preguntó si lo habría emitido él.

Los dos médicos se inclinaron sobre el cadáver, muy atentos. El doctor Belcher volvió a tomarse su tiempo antes de hablar.

—Ha sido golpeado, pero la herida no presenta desgarros ni laceraciones, lo que sugiere que el arma era pesada pero de bordes redondeados. Se trata de una herida frecuente en casos graves de ataques a la cabeza. Presenta mechones de pelo, tejido y sangre pegados al hueso, pero incluso si el cráneo hubiera permanecido intacto, el sangrado de los vasos sanguíneos situados por debajo del cráneo habría causado una hemorragia interna entre éste y la membrana que recubre el cerebro. El golpe se infligió con una fuerza extraordinaria, bien por un asaltante más alto que la víctima, bien por uno de su misma estatura. Diría que el atacante es diestro, y que el arma pudo ser algo parecido al mango de un hacha, es decir, pesada pero lisa. Si se hubiera tratado de un hacha o una espada, la herida sería más profunda, y el cuerpo aparecería prácticamente decapitado.

—De modo —intervino Hardcastle— que el asesino atacó primero por delante, incapacitando a su víctima, y después, cuando ésta se alejaba tambaleándose, cegada por la sangre que, instintivamente, intentaba apartarse de los ojos, el asesino atacó de nuevo, esta vez por la espalda. ¿Podría haber sido el arma una piedra grande y puntiaguda?

—Puntiaguda no —precisó Belcher—. La herida no presenta desgarros. Es evidente que podría haber sido una piedra, pesada pero de canto redondeado, y sin duda en el bosque se encuentran algunas. ¿No llegan por ese camino las piedras y los troncos que usan en las reparaciones de la finca? Algunas piedras pudieron haberse caído de un carro y, después, alguien pudo apartarlas empujándolas hacia la maleza, donde tal vez hayan permanecido años enteros. Sin embargo, si se trató de una piedra, el hombre que asestó el golpe tendría que ser excepcionalmente fuerte. Es más probable que la víctima hubiera caído de bruces y la piedra le cayera con fuerza mientras se encontraba boca abajo, indefenso.

—¿Cuánto tiempo pudo sobrevivir a esta herida? —preguntó Hardcastle.

—No es fácil saberlo a ciencia cierta. Pudo morir en cuestión de segundos, y en ningún caso la muerte tardó mucho en producirse —respondió Belcher.

—He conocido casos —añadió el doctor McFee— en los que una caída de cabeza ha causado pocos síntomas, más allá de un dolor de cabeza, y en los que el paciente ha seguido llevando su vida normal para morir apenas unas horas después. Ése no puede haber sido el caso que nos ocupa. La herida es demasiado grave para sobrevivir a ella más allá de un tiempo breve, y eso en el mejor de los casos.

El doctor Belcher se agachó más para observar mejor la herida.

—Cuando haya realizado la exploración post mortem podré informar de los daños cerebrales —dijo.

Darcy sabía que a Hardcastle le desagradaban profundamente aquellas exploraciones, y aunque Belcher se salía siempre con la suya cuando discrepaban en ese aspecto, en esa ocasión dijo:

—¿De veras la considera necesaria, Belcher? ¿No está clara para todos la causa de la muerte? Lo que parece haber ocurrido es que un asaltante le asestó el primer golpe en la frente, cuando se encontraba ante la víctima. El capitán Denny, cegado por la sangre, intentó huir, pero recibió por la espalda el golpe mortal. Sabemos, por los restos encontrados en la frente, que cayó boca abajo. Según recuerdo, Darcy, cuando usted me ha relatado lo ocurrido me ha dicho que lo encontraron boca arriba.

—Así es, sir Selwyn, y así fue como lo subimos a la camilla. Ésta es la primera vez que veo esa herida.

Volvió a hacerse el silencio, hasta que Hardcastle se dirigió a Belcher.

—Gracias, doctor. Por supuesto, si lo considera necesario podrá llevar a cabo otros exámenes del cadáver. No es mi intención entorpecer el avance del conocimiento científico. Aquí ya hemos hecho todo lo que podíamos hacer. Ahora podemos llevarnos el cuerpo. —Se volvió hacia Darcy—. Estaré de vuelta a las nueve en punto de la mañana, con la esperanza de hablar con el señor Wickham y con los miembros de la familia y el servicio, a fin de establecer las coartadas respecto de la hora estimada de la muerte. Estoy seguro de que comprenderá la necesidad de proceder de ese modo. Como ya he dispuesto, el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason siguen de guardia, y su misión consiste en custodiar a Wickham. La habitación permanecerá cerrada por dentro, y solo se abrirá en caso de necesidad. En todo momento ha de haber dos vigilantes. Me gustaría contar con su confirmación de que mis instrucciones serán cumplidas.

—Naturalmente, así se hará. ¿Puedo ofrecerles a usted y al doctor Belcher algún refrigerio antes de su partida?

—No, gracias. —Y, como si acabara de caer en la cuenta de que debía decir algo más, añadió—: Siento que esta tragedia haya ocurrido en su finca. Inevitablemente va a ser causa de disgusto, sobre todo entre las damas de la familia. El hecho de que Wickham y usted no mantuvieran una buena relación no la hará más fácil de soportar. Como magistrado, usted comprenderá mi responsabilidad en este asunto. Le enviaré un mensaje al juez de instrucción, y espero que las pesquisas puedan tener lugar en Lambton en unos días. Se constituirá un jurado local. Como es natural, se reclamará su presencia, así como la de los demás testigos que encontraron el cadáver.

—Allí estaré, sir Selwyn.

—Voy a necesitar ayuda con la camilla para llevar a la víctima hasta el furgón fúnebre. —Selwyn se volvió hacia Brownrigg—. ¿Puede asumir la misión de vigilar a Wickham y enviar a Stoughton aquí abajo? Y, doctor McFee, ya que está usted aquí y sin duda desea ser útil, tal vez usted también pueda ayudarnos a cargar con el cuerpo.

Menos de cinco minutos después, el cadáver de Denny, no sin algún resoplido del doctor McFee, fue transportado desde la armería hasta el furgón. Despertaron al cochero, que se había dormido, y sir Selwyn y el doctor Belcher se montaron en el coche. Darcy y Stoughton esperaron junto a la puerta abierta hasta que los vehículos, alejándose con estrépito, se perdieron de vista.

El mayordomo dio media vuelta, dispuesto a entrar en casa.

—Entrégueme las llaves, Stoughton —le ordenó Darcy—. Ya cerraré yo. Necesito tomar el aire.

El viento había amainado, pero ahora unos gruesos goterones de lluvia caían sobre la superficie moteada del río, bañado por la luz de la luna llena. ¿Cuántas veces habría estado ahí mismo, a solas, para huir unos minutos de la música y el griterío de la sala de baile? Ahora, tras él, la casa estaba en silencio, a oscuras, y la belleza que había sido su solaz durante toda su vida no alcanzaba a rozar su espíritu. Elizabeth debía de estar en la cama, aunque dudaba de que estuviera dormida. Le hacía falta el consuelo de sentirse a su lado, pero debía de estar exhausta y aunque añoraba su voz, sus palabras tranquilizadoras y su amor, no pensaba despertarla. Pero cuando volvió a entrar en el vestíbulo y giró la llave, después de pasar los cerrojos, percibió una luz tenue tras él y, al darse la vuelta, vio a Elizabeth, que, sosteniendo una vela, bajaba por la escalera y se dirigía hacia él para que la estrechara en sus brazos.

Tras unos segundos de silencio reparador, se apartó un poco de él.

—Amor mío —le dijo—, no has comido nada desde la cena, y pareces fatigado. Debes alimentarte un poco. La señora Reynolds ha llevado algo de sopa caliente al comedor. El coronel y Charles ya se encuentran ahí.

Pero el alivio del lecho compartido y de los brazos amorosos de Elizabeth iba a serle denegado. En el comedor pequeño vio que Bingley y el coronel ya habían saciado su apetito, y que éste estaba decidido a asumir el mando una vez más.

—Darcy —le dijo—, propongo que pasemos la noche en la biblioteca, que se encuentra lo bastante cerca de la puerta principal y nos permitirá garantizar hasta cierto punto la seguridad de la casa. Me he tomado la libertad de pedir a la señora Reynolds que nos traiga mantas y almohadas. Pero no hace falta que me acompañe, si necesita la mayor comodidad de su propio lecho.

A Darcy le pareció que la precaución de pasar lo que quedaba de noche junto a una puerta cerrada con llave era innecesaria, pero no podía permitir que un invitado suyo durmiera incómodamente mientras él lo hacía en su dormitorio. Sintiendo que no tenía elección, dijo:

—No creo que la persona que ha matado a Denny sea tan imprudente como para atacar Pemberley, pero por supuesto me quedaré con usted.

—La señora Bingley duerme en el sofá del dormitorio de la señora Wickham —intervino Elizabeth—, y Belton estará despierta, como yo. Iré a comprobar que todo esté bien antes de retirarme. Les deseo, caballeros, una noche sin sobresaltos, y espero que puedan dormir algunas horas seguidas. Puesto que sir Selwyn Hardcastle estará de vuelta a las nueve, ordenaré que sirvan el desayuno temprano. Que tengan buenas noches.