3

Tan pronto como convenció a Lydia, algo más calmada, de que debía acostarse, Jane pudo dejarla al cuidado de Belton, y regresó junto a Elizabeth. Juntas corrieron hasta la puerta principal, a tiempo de ver partir a la expedición de rescate. Bingley, la señora Reynolds y Stoughton ya se encontraban allí, y los cinco permanecieron contemplando la oscuridad hasta que del cabriolé solo se distinguían las dos luces lejanas. Entonces el mayordomo cerró la puerta y pasó los cerrojos.

La señora Reynolds se volvió hacia Elizabeth.

—Me quedaré con la señora Wickham hasta que llegue el doctor McFee, señora. Espero que le administre algo que la calme y le permita dormir. Sugiero que la señora Bingley y usted regresen al salón de música a esperar. Allí estarán cómodas, y la chimenea está encendida. Stoughton permanecerá junto a la puerta, montando guardia, y en cuanto aparezca el coche se lo hará saber. Y si encuentran al señor Wickham y al capitán Denny por el camino, en el cabriolé hay sitio para que regresen todos, aunque tal vez no sea el viaje más cómodo de su vida. Imagino que a los caballeros les vendrá bien tomar algo caliente cuando regresen, pero dudo, señora, que el señor Wickham y el capitán Denny deseen quedarse a compartir el refrigerio. Una vez que el señor Wickham sepa que su esposa está sana y salva, su amigo y él preferirán, sin duda, reemprender la marcha. Creo que Pratt ha dicho que se dirigían a la posada King’s Arms de Lambton.

Aquello era exactamente lo que Elizabeth deseaba oír, y pensó que tal vez la señora Reynolds lo decía, precisamente, para tranquilizarla. La posibilidad de que Wickham o el capitán Denny se hubieran torcido un tobillo durante su forcejeo en el bosque y tuvieran que quedarse en casa, aunque fuera solo una noche, la perturbaba profundamente. Su esposo nunca le negaría refugio a un hombre herido, pero aceptar a Wickham bajo el techo de Pemberley le resultaría aberrante, y podría tener consecuencias que temía imaginar siquiera.

—Iré a cerciorarme de que todo el servicio que trabaja en los preparativos del baile de mañana se haya acostado ya —dijo la señora Reynolds—. Sé que a Belton no le importa quedarse despierta por si hace falta, y que Bidwell sigue trabajando, pero él es absolutamente discreto. Nadie tiene por qué enterarse de la aventura de esta noche hasta mañana, y eso solo en la medida en que resulte imprescindible.

Empezaban a subir la escalera cuando Stoughton anunció que el carruaje que habían enviado en busca del doctor McFee regresaba ya, y Elizabeth decidió recibirlo y explicarle sucintamente lo sucedido. Al médico siempre se le brindaba una cálida acogida en aquella casa. Se trataba de un viudo de mediana edad cuya esposa había muerto joven, dejándole una fortuna considerable, y aunque podía permitirse usar su propio coche, prefería realizar sus visitas a caballo. Con el cuadrado maletín de piel atado a la silla, era una figura bien conocida en los caminos y las calles de Lambton y Pemberley. Tras tantos años cabalgando con buen y con mal tiempo, tenía las facciones curtidas, pero, aunque no se lo consideraba un hombre apuesto, poseía un rostro franco en el que se dibujaba la inteligencia y en el que la autoridad y la benevolencia se daban la mano de tal modo que parecía destinado a ser médico rural. Según su filosofía de la medicina, el cuerpo humano contaba con una tendencia natural a curarse por sí mismo si los pacientes y los doctores no conspiraban para interferir en el proceso, y, aunque reconocía que la naturaleza humana requiere de pastillas y pociones, confiaba en las pócimas que él mismo preparaba y por las que sus pacientes demostraban una fe absoluta. La experiencia le había enseñado que los familiares de los enfermos molestaban menos si se los mantenía ocupados para bien de los suyos, y había ideado unos brebajes cuya eficacia era proporcional al tiempo que se tardaba en prepararlos. Su paciente ya lo conocía, pues la señora Bingley lo llamaba siempre que su esposo, hijos, amigos de paso o criados mostraban la menor señal de indisposición, y se había convertido en amigo de la familia. Era un alivio inmenso que visitara a Lydia, quien lo recibió con una nueva retahíla de recriminaciones y desgracias, pero se calmó casi tan pronto como él se acercó a su lecho.

Elizabeth y Jane quedaron libres para montar guardia en el salón de música, cuyas ventanas ofrecían una vista despejada del camino que se internaba en el bosque. Aunque ambas intentaban descansar en el sofá, ninguna de las dos resistía la tentación de acercarse constantemente a la ventana, o de caminar de un lado a otro de la estancia. Elizabeth sabía que estaban pensando en lo mismo, y finalmente fue Jane quien lo expresó con palabras.

—Querida Elizabeth, no debemos esperar que regresen pronto. Supongamos que Pratt tarde unos quince minutos en identificar los árboles en los que el capitán Denny y el señor Wickham han desaparecido en el bosque. En ese caso tendrían que buscarlos durante otros quince minutos, o más, si en verdad los dos caballeros están perdidos, y hemos de contar también con el tiempo que tarden en regresar al cabriolé y en volver hasta aquí. Tampoco debemos olvidar que uno de ellos tendrá que acercarse hasta la cabaña del bosque para comprobar que la señora Bidwell y Louisa están bien. Son tantos los imprevistos que podrían dilatar su excursión… Debemos ser pacientes. Calculo que puede transcurrir una hora hasta que veamos aparecer el coche. Y, claro está, también es posible que el señor Wickham y el capitán Denny hayan encontrado por fin el camino y hayan decidido regresar a la posada a pie.

—Yo no creo que hayan hecho eso —intervino Elizabeth—. Tendrían que caminar mucho, y le han dicho a Pratt que, una vez que Lydia estuviera en Pemberley, ellos seguirían hasta la posada King’s Arms de Lambton. Además, les hará falta su equipaje. Y seguro que el señor Wickham querrá asegurarse de que Lydia ha llegado sana y salva. En cualquier caso, no sabremos nada hasta que regrese el cabriolé. Existe la esperanza de que los encuentren a los dos en el camino, y de que asistamos pronto al regreso del coche. Entretanto, lo más sensato es que descansemos tanto como podamos.

Pero no lo conseguían, y a cada momento se acercaban a la ventana. Trascurrida una hora, perdieron toda esperanza de un rápido regreso del grupo de rescate, aunque siguieron de pie, sumidas en la callada agonía del miedo. Sobre todo, al recordar que se habían oído disparos, temían ver aparecer el cabriolé avanzando despacio, como un coche fúnebre, seguido a pie por Darcy y el coronel transportando la camilla. En el mejor de los casos, Wickham o Denny irían en ella heridos, no de gravedad, pero sí lo bastante para no poder soportar los brincos del vehículo. Ambas hacían esfuerzos por apartar de su mente la imagen de un cuerpo cubierto por una sábana, y la tarea ingrata de explicar a la alterada Lydia que sus peores temores se habían confirmado y que su esposo estaba muerto.

Llevaban una hora y veinte minutos esperando y, cansadas de hacerlo de pie, se habían alejado de la ventana cuando Bingley apareció acompañando al doctor McFee.

—La señora Wickham estaba agotada de tanto llorar y angustiarse, y le he administrado un sedante. No tardará en dormir plácidamente, espero que durante varias horas. Belton, la doncella, y la señora Reynolds están con ella. Yo puedo acomodarme en la biblioteca y subir más tarde a ver cómo sigue. No necesito que nadie me asista.

Elizabeth le dijo que se lo agradecía mucho. Y cuando el doctor, acompañado por Jane, abandonó la estancia, Bingley y ella regresaron a la ventana.

—No debemos abandonar la esperanza de que todo esté bien —comentó Bingley—. Tal vez los disparos fueran de algún cazador furtivo, o tal vez Denny disparó su arma para advertir a alguien que acechaba en el bosque. No debemos permitir que nuestra mente cree imágenes que la razón nos dirá, sin duda, que son fantasiosas. No puede haber nada en el bosque que haya de atraer a nadie con malas intenciones hacia Wickham ni hacia Denny.

Elizabeth no respondió nada. Ahora, incluso aquel paisaje conocido y amado le resultaba ajeno, el río serpenteaba como un hilo de plata fundida bajo la luna, hasta que una ráfaga de viento lo devolvió a la vida, tembloroso. El camino se perdía en lo que parecía el vacío eterno de un paisaje fantasmagórico, misterioso e irreal, en el que nada humano podía vivir ni moverse. Y solo cuando Jane entraba de nuevo en el salón de música, el cabriolé, finalmente, apareció a lo lejos, al principio apenas una forma móvil definida por el débil parpadeo de sus luces distantes. Resistiendo la tentación de bajar corriendo hasta el portón, permanecieron a la espera, atentos.

Elizabeth no pudo evitar que la desesperación hiciera mella en su voz, y dijo:

—Avanzan despacio. Si todos estuvieran bien, lo harían más deprisa.

Al pensar en ello, no pudo resistir más junto a la ventana, y bajó la escalinata a toda prisa, seguida de Jane y Bingley. Stoughton debía de haber visto el coche desde la ventana de la planta baja, porque la puerta principal ya estaba entornada.

—¿No sería más sensato —se aventuró a sugerir el mayordomo— que regresaran al salón de música? El señor Darcy compartirá con ustedes las noticias en cuanto esté aquí. Hace demasiado frío para esperar fuera, y hasta que llegue el cabriolé nadie podrá hacer nada.

—La señora Bingley y yo preferimos esperar junto a la puerta, Stoughton —replicó Elizabeth.

—Como deseen, señora.

Acompañadas de Bingley, salieron al exterior y allí, de pie, siguieron aguardando. Nadie dijo nada hasta que el coche se encontró a escasa distancia de la puerta y al fin pudieron ver lo que tanto temían: el bulto en la camilla, cubierto por la manta. Sopló una ráfaga de viento, y el rostro de Elizabeth quedó cubierto por sus cabellos. Sintió que se desplomaba, pero logró agarrarse a Bingley, que le pasó un brazo protector por los hombros. En ese preciso instante, el aire levantó un pico de la manta, y todos distinguieron la casaca escarlata del oficial.

El coronel Fitzwilliam se dirigió entonces a Bingley.

—Puede informar a la señora Wickham de que su esposo está vivo. Vivo pero no en condiciones de ser visto. El capitán Denny ha muerto.

—¿De un disparo? —preguntó Bingley.

Fue Darcy quien respondió.

—No, de un disparo no. —Se volvió hacia Stoughton—. Vaya a buscar las llaves de las puertas interior y exterior de la armería. El coronel Fitzwilliam y yo llevaremos el cadáver por el patio norte y lo depositaremos sobre la mesa. —Se volvió una vez más hacia Bingley—. Por favor, acompaña a casa a Elizabeth y a la señora Bingley. Aquí no pueden hacer nada, y tenemos que sacar a Wickham del cabriolé y entrarlo en casa. Les perturbaría verlo en sus presentes condiciones. Tenemos que acostarlo en alguna cama.

Elizabeth se preguntó por qué su esposo y el coronel se resistían a dejar la camilla en el suelo, pero lo cierto es que permanecieron clavados donde estaban hasta que Stoughton, transcurridos unos minutos, regresó con las llaves y se las entregó. Entonces, casi con ceremonia, precedidos por el mayordomo, que parecía un sepulturero mudo, avanzaron por el patio y, doblando la esquina, se dirigieron a la parte trasera de la casa, hacia la armería.

Ahora el cabriolé se agitaba violentamente, y entre las ráfagas de viento, Elizabeth oyó los gritos descontrolados e incoherentes de Wickham, que clamaba contra quienes lo habían rescatado y acusaba de cobardes a Darcy y al coronel. ¿Por qué no habían atrapado al asesino? Llevaban un arma. Sabían cómo usarla. Por Dios, él había disparado una o dos veces y estaría allí en ese momento si ellos no lo hubieran dejado escapar. Después siguió una retahíla de juramentos, los más graves camuflados por el viento, seguida de un estallido de llanto.

Elizabeth y Jane entraron en casa. Ahora Wickham había caído al suelo, y Bingley y Alveston lograron ponerlo en pie y empezaron a arrastrarlo hacia el vestíbulo. Elizabeth apenas se atrevió a posar la vista un instante en el rostro ensangrentado, de ojos muy abiertos, antes de esfumarse, mientras Wickham intentaba liberarse del abrazo de Alveston.

—Necesitaremos una habitación con la puerta resistente, y que pueda cerrarse con llave —dijo Bingley—. ¿Qué nos sugieren?

La señora Reynolds, que ya había regresado, miró a Elizabeth.

—La habitación azul, señora —apuntó—, la del fondo del pasillo norte, sería la más segura. Cuenta solo con dos ventanas pequeñas, y es la que queda más alejada de los cuartos de los niños.

Bingley, que seguía haciendo esfuerzos por controlar a Wickham, llamó a la señora Reynolds.

—El doctor McFee espera en la biblioteca. Dígale que lo necesitamos inmediatamente. No podemos manejar al señor Wickham en el estado en que se encuentra. Infórmele de que estaremos en la habitación azul.

Bingley y Alveston agarraron a Wickham por los brazos y empezaron a subirlo por la escalinata. Se mostraba más calmado, pero seguía sollozando. Al llegar al último peldaño, forcejeó para soltarse y, bajando la mirada enfurecido, pronunció sus imprecaciones finales.

Jane se volvió hacia Elizabeth.

—Será mejor que yo regrese junto a Lydia —dijo—. Belton lleva mucho rato con ella, y tal vez necesite tomarse un respiro. Espero que Lydia esté bien dormida, pero en cuanto despierte debemos asegurarle que su esposo está vivo. Al menos hay algo por lo que alegrarse. Pobre Lizzy, ojalá hubiera podido ahorrarte todo esto.

Las dos hermanas permanecieron juntas un instante más, y Jane abandonó el vestíbulo. Elizabeth estaba temblando y, a punto de desvanecerse, buscó la silla más próxima y se dejó caer en ella. Se sentía desamparada, y deseaba que Darcy apareciera. Él no tardó en regresar de la armería, a través de la parte trasera de la casa. Acudió a su lado de inmediato y, tirando de ella para que se levantara, la estrechó en sus brazos.

—Querida mía, salgamos de aquí y te explicaré lo que ha ocurrido. ¿Has visto a Wickham?

—Sí, he visto cómo lo entraban. Una visión espantosa. Gracias a Dios que Lydia no la ha presenciado.

—¿Cómo está?

—Dormida, espero. El doctor McFee le ha administrado algo para calmarla. Y ahora ha ido con la señora Reynolds a ayudar con Wickham. El señor Alveston y Charles lo están llevando al dormitorio azul, en el corredor norte. Nos ha parecido el aposento más adecuado para él.

—¿Y Jane?

—Está con Lydia y Belton. Pasará la noche en la habitación de Lydia, y Bingley la custodiará desde el vestidor contiguo. Lydia no toleraría mi presencia. Tiene que ser Jane.

—Entonces vamos al salón de música. Debo hablar un momento contigo a solas. Hoy apenas nos hemos visto. Te contaré todo lo que sé, que no es nada bueno. Y después, esta misma noche, debo acudir a notificar la muerte del capitán Denny a sir Selwyn Hardcastle. Es el magistrado más próximo. Yo no puedo hacerme cargo de este caso; a partir de ahora, habrá de ocuparse Hardcastle.

—Pero ¿no puede esperar, Fitzwilliam? Debes de estar exhausto. Y si sir Selwyn llega a venir esta noche con la policía, serán ya más de las doce. No podrá hacer nada hasta mañana.

—Lo correcto es que se informe sin demora al señor Selwyn. Es lo que se espera, y es lo que cabe esperar. Querrá levantar el cadáver de Denny, y probablemente ver a Wickham, si es que está lo bastante sobrio para que lo interroguen. En cualquier caso, amor mío, el cadáver del capitán Denny debe ser retirado lo antes posible. No es mi intención parecer seco ni irreverente, pero sería conveniente que ya se lo hubieran llevado cuando los criados se levanten. Habrá que informarles de lo sucedido, aunque para todos nosotros será más fácil, y para el servicio más aún, si el cuerpo ya no está aquí.

—Pero podrías, por lo menos, comer y beber algo antes de irte. Hace horas de la cena.

—Me quedaré cinco minutos para tomar un café y asegurarme de que Bingley queda debidamente informado, pero después tendré que ausentarme.

—¿Y el capitán Denny? Dime qué ha ocurrido. Cualquier cosa será mejor que este suspense. Charles habla de un accidente. ¿Lo ha sido?

—Mi amor —respondió él con ternura—, debemos esperar a que los médicos examinen el cuerpo y nos digan cómo murió el capitán. Hasta entonces, todo serán conjeturas.

—De modo que sí podría haber sido un accidente.

—Consuela esperar que así haya sido, aunque yo sigo creyendo lo que he pensado al ver el cadáver: que el capitán Denny ha sido asesinado.