En Pemberley no había nada descuidado, pero el noroeste del bosque, a diferencia de la arboleda, apenas requería cuidados, y no los recibía. De vez en cuando se talaba algún árbol para usarlo como combustible en invierno, o para reparar con él alguna cabaña, y se podaban los arbustos que crecían demasiado cerca del camino. Si algún árbol moría, se cortaba y se retiraba el tronco. Un camino estrecho, trazado por las ruedas de las carretas que llevaban las provisiones hasta la entrada de servicio, iba desde la casa del guarda hasta el espacioso patio trasero de Pemberley, más allá del cual se encontraban los establos. En ese patio, una de las puertas traseras de la mansión conducía a un pasadizo que comunicaba con la armería y el despacho del secretario.
El coche, que soportaba el peso de tres pasajeros, la camilla y las dos piezas de equipaje propiedad de Wickham y el capitán Denny, avanzaba despacio, y sus tres ocupantes se mantenían en silencio, silencio que, en el caso de Darcy, parecía más bien un letargo impreciso. Súbitamente, la carroza aminoró la marcha y se detuvo. Despertándose, Darcy asomó la cabeza por la ventanilla y sintió una primera ráfaga de lluvia en el rostro. Le pareció que, ante ellos, se alzaba un gran peñasco fracturado, amorfo, impenetrable, y al contemplarlo creyó verlo temblar, como si estuviera a punto de desmoronarse. Pero entonces su mente regresó a la realidad, y las fisuras de la roca se ensancharon hasta convertirse en un paso entre árboles tupidos; oyó que Pratt instaba a los reacios caballos a adentrarse en el camino del bosque.
Despacio, se internaron en la oscuridad, que olía a tierra mojada. Viajaban iluminados por la luz fantasmagórica de la luna, que parecía adelantárseles como una compañera irreal, y que tan pronto se perdía como reaparecía ante ellos. Recorrido un trecho más, Fitzwilliam se dirigió a Darcy:
—A partir de aquí, sería mejor que siguiéramos a pie. Tal vez Pratt no tenga buena memoria, y debemos inspeccionar bien el camino para encontrar el punto exacto por el que Wickham y el capitán Denny entraron en el bosque, y por el que pueden haberlo abandonado. Fuera del coche oiremos y veremos mejor.
Abandonaron el vehículo, llevando consigo las linternas y, como Darcy había supuesto, el coronel se situó al frente. Las hojas muertas tapizaban el suelo y amortiguaban sus pasos, y Darcy oía apenas los crujidos del carruaje, la respiración agitada de los caballos y el chasquido de las riendas. Algunas ramas se entrelazaban en lo alto, formando un túnel denso a través del cual, en ocasiones, se adivinaba la luna, y en aquella oscuridad cerrada, del viento solo les llegaba el débil crujido de las ramas más altas, como si albergaran aún los chirridos de los pájaros de primavera.
Como le sucedía siempre que se internaba en el bosque, los pensamientos de Darcy lo condujeron hasta su bisabuelo. El atractivo de aquel lugar para George Darcy, fallecido hacía ya tanto tiempo, debía de radicar en parte en su diversidad, en sus senderos secretos y sus vistas inesperadas. Allí, en su remoto refugio custodiado por los árboles, donde las aves y las alimañas llegaban sin impedimento alguno hasta su puerta, le era posible creer que la naturaleza y él eran uno, que respiraban el mismo aire y eran guiados por el mismo espíritu. Cuando era niño y jugaba en aquel bosque, Darcy siempre comprendía a su antepasado, y se había dado cuenta pronto de que aquel Darcy poco mencionado en la familia, que había abdicado de su responsabilidad para con la hacienda y la finca, era una vergüenza para los suyos. Antes de disparar a su perro, Soldado, y de pegarse un tiro él mismo, había redactado una nota breve en la que pedía que se lo enterrara junto al animal, pero la familia no había respetado aquella voluntad sacrílega, y George Darcy había recibido sepultura junto a sus antepasados, en la zona del camposanto de la iglesia reservada a la familia, mientras que a Soldado le levantaron una tumba en el bosque, con su lápida de granito, en la que solo se grabó su nombre y la fecha de su muerte. Desde que era niño, Darcy había notado que su padre temía que en la familia hubiera alguna debilidad hereditaria, y le había adoctrinado desde muy pronto sobre las grandes obligaciones que recaerían sobre sus hombros una vez que heredara el título, responsabilidades que afectaban tanto a la finca como a quienes servían en ella y de ella dependían, y que ningún primer hijo varón podía rechazar.
El coronel Fitzwilliam avanzaba a paso lento, moviendo la linterna de lado a lado y pidiéndoles que se detuvieran de vez en cuando para poder inspeccionar mejor entre el denso follaje en busca de indicios de que alguien había pasado por allí. Darcy, a pesar de saber que era injusto por su parte, no podía dejar de pensar que el coronel, al asumir aquel papel protagonista, probablemente, estaba pasándolo bien. Ocupando la segunda posición, delante de Alveston, Darcy avanzaba con el ánimo sombrío, interrumpido a veces por arrebatos de ira que eran como la oleada de una marea ascendente. ¿Es que nunca iba a librarse de George Wickham? Ésos eran los bosques en los que los dos habían jugado siendo niños. Eran épocas que en otro tiempo había recordado como despreocupadas y felices, pero ¿había sido auténtica su amistad infantil? ¿El joven Wickham ya entonces habría estado alimentando la envidia, el resentimiento y la aversión? Aquellos juegos violentos, aquellas falsas peleas que en ocasiones lo dejaban magullado… ¿No habría sido vehemente en exceso el joven Wickham? Comentarios sin importancia, frases hirientes ahora regresaban a su conciencia, bajo la cual habían permanecido años sin turbarlo. ¿Cuánto tiempo llevaba Wickham planeando aquella venganza? Saber que su hermana solo había evitado caer en desgracia y verse cubierta de ignominia porque él era lo bastante rico como para comprar el silencio de su aspirante a seductor le causaba tal amargura que en varias ocasiones había estado a punto de gruñir en voz alta. Había intentado alejar de su mente aquella humillación, inmerso en la felicidad de su matrimonio, pero ahora había regresado, alimentada durante los años de represión, convertida en una carga insoportable de vergüenza y malestar consigo mismo, más pesada, si cabía, por la certeza de que lo que lo había llevado a casarse con Lydia Bennet había sido su dinero. Aquel gesto suyo de generosidad había nacido de su amor por Elizabeth, sí, pero había sido precisamente su matrimonio con ella lo que había convertido a Wickham en un miembro de su familia, y le había otorgado el derecho de llamar a Darcy hermano y de ejercer de tío de los pequeños Fitzwilliam y Charles. Tal vez consiguiera mantener a Wickham lejos de Pemberley, pero jamás lograría desterrarlo de su mente.
Al cabo de cinco minutos llegaron al sendero que unía el camino con la cabaña del bosque. Hollado con frecuencia a lo largo de los años, era estrecho, pero resultaba fácil de distinguir. Antes de que Darcy tuviera ocasión de decir nada, el coronel se desplazó hacia el sendero con prisa, levantando la linterna y, alargándole su pistola, le dijo:
—Será mejor que la lleve usted. No creo que haya problemas, y si la señora Bidwell y su hija me ven con ella se asustarán. Comprobaré que estén bien y aconsejaré a la señora Bidwell que cierre bien la puerta y que bajo ningún concepto deje entrar a nadie en la casa. Le informaré de que dos caballeros pueden haberse perdido en el bosque y los estamos buscando. No tiene sentido contarle otra cosa.
Al momento desapareció y se perdió de vista. Los sonidos de su partida los engulló la densidad del bosque. Darcy y Alveston permanecieron inmóviles, en silencio. Los minutos parecían dilatarse y, tras consultar la hora, Darcy constató que el coronel llevaba casi veinte minutos ausente cuando se oyó el crujido de unas ramas y éste reapareció.
Quitándole el arma a Darcy, dijo secamente:
—Todo está bien. La señora Bidwell y su hija han oído ruido de disparos, no muy lejos, pero no en las proximidades de la casa. Han cerrado la puerta de inmediato, y no han oído nada más. La muchacha (se llama Louisa, ¿verdad?) ha estado a punto de sufrir un ataque de histeria, pero su madre ha conseguido que se serenara. Es mala suerte que esto haya sucedido la noche en que Bidwell no está en casa. —Se volvió hacia el cochero—. Esté atento y deténgase cuando lleguemos al punto donde el capitán Denny y el señor Wickham han abandonado el coche.
Volvió a ocupar la cabeza de la pequeña expedición, y los tres se pusieron de nuevo en marcha, caminando despacio. Algunas veces, Darcy y Alveston alzaban las linternas e inspeccionaban algún punto del sotobosque, aguzando el oído por si les llegaba algún sonido. Después, transcurridos unos cinco minutos, el coche se detuvo.
—Creo que ha sido aquí, señor —dijo Pratt—. Recuerdo este roble de la izquierda, y estas bayas rojas.
Sin dar tiempo al coronel a decir nada, Darcy preguntó:
—¿En qué dirección se ha ido el capitán Denny?
—Hacia la izquierda, señor. Yo no he visto que hubiera ningún camino, pero se ha internado a toda prisa en el bosque, como si los arbustos no existieran.
—¿Y cuánto tiempo ha transcurrido hasta que el señor Wickham ha salido tras él?
—No más de uno o dos segundos, supongo. Como ya le he dicho, señor, la señora Wickham se ha aferrado a él y ha intentado impedir que lo siguiera, y no dejaba de llamarlo a voces, pero al ver que no regresaba, y tras oír los disparos, me ha pedido que nos pusiéramos en marcha y acudiéramos a Pemberley lo antes posible. Se ha pasado el camino gritando, señor, repitiendo que nos iban a matar a todos.
—Espere aquí —le ordenó Darcy— y no abandone el coche. —Se volvió hacia Alveston—. Será mejor que llevemos la camilla. Sí, quedaremos ridículos si solo se han perdido y van caminando sanos y salvos, pero esos disparos no dejan de ser preocupantes.
Alveston desató y bajó la camilla del coche.
—Y más ridículos aún si somos nosotros los que nos perdemos —replicó él—. Pero supongo que conoce bien estos bosques, señor.
—Lo bastante bien, espero, como para saber salir de ellos.
No iba a resultar fácil avanzar con la camilla por el sotobosque, pero, tras comentar el problema, Alveston decidió llevarla enrollada al hombro y, finalmente, se pusieron en marcha.
Pratt no se había opuesto a la orden de permanecer en el coche, pero resultaba evidente que no le entusiasmaba la idea de quedarse solo, y sin querer transmitía su nerviosismo a los caballos, cuyos pataleos y relinchos parecían a Darcy un acompañamiento adecuado para una misión que empezaba a considerar algo insensata. Abriéndose paso por entre unos arbustos casi impenetrables, avanzaban en fila india, con el coronel a la cabeza, moviendo las linternas de lado a lado y deteniéndose ante el menor indicio de que alguien hubiera pasado recientemente por el camino, mientras Alveston sorteaba con dificultad las ramas bajas de los árboles, que se enredaban con las varas de la camilla. Se detenían cada pocos pasos, daban voces y escuchaban en silencio, pero no obtenían respuesta. El viento, que ya había empezado a amainar, de pronto cesó por completo, y en la calma que siguió parecía que la vida secreta del bosque se hubiera detenido ante la aparición inesperada de los hombres.
Al principio, a partir del descubrimiento de las ramas rotas de algunos arbustos y de varios charcos que podían ser huellas, albergaron la esperanza de ir por buen camino, pero al cabo de cinco minutos la densidad de árboles y arbustos comenzó a menguar, y, viendo que sus llamadas no obtenían respuesta, se detuvieron a considerar qué debían hacer. Temiendo perder el contacto con el resto si alguno de los tres se perdía, se habían mantenido muy cerca los unos de los otros, y habían avanzado en dirección oeste. Ahora decidieron regresar al coche girando hacia el este, hacia Pemberley. Era imposible que tres hombres solos pudieran cubrir la extensión de aquel inmenso bosque; si ese cambio de rumbo no surtía efecto, regresarían a la casa y, si Wickham y Denny no habían llegado cuando amaneciera, convocarían a los empleados de la finca y tal vez a la policía para organizar una búsqueda más exhaustiva.
Siguieron avanzando y, de pronto, la barrera enmarañada de arbustos se afinó, y entrevieron un claro iluminado por la luna, creado por una hilera de esbeltos abedules plateados que formaban un círculo. Caminaron con energías renovadas por entre la maleza, aliviados ante la esperanza de librarse de aquella cárcel de arbustos y troncos gruesos e implacables, y de alcanzar la libertad y la luz. Allí no sentirían sobre sus cabezas el palio de las ramas, y al acercarse más, los delicados troncos plateados por la luz de la luna compusieron una visión tan hermosa que parecía más quimérica que real.
El claro del bosque se extendía ante ellos. Pasaron despacio, casi invadidos por un temor reverencial, entre dos de los finos troncos, y quedaron inmóviles, como si ellos también hubieran echado raíces en la tierra, mudos de horror. Ante ellos, sus colores descarnados creando un contraste brutal con la luz tamizada, se alzaba un retablo de muerte. Ninguno de los tres dijo nada. Avanzaron despacio, como un solo hombre, con las linternas en alto. Los potentes haces de luz que partían de ellas desbancando la tenue palidez de la luna conferían más brillo al rojo de la casaca del oficial, y al fantasmal rostro manchado de sangre, con los ojos muy abiertos, vidriosos, vueltos hacia ellos.
El capitán Denny yacía boca arriba, el ojo derecho cubierto de sangre, el izquierdo congelado, fijo, ciego, iluminado por la luna lejana. Wickham se encontraba arrodillado sobre él, las manos ensangrentadas, su propio rostro una máscara llena de salpicaduras. Hablaba con voz ronca y gutural, pero las palabras brotaban con claridad de su boca.
—¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Denny está muerto! ¡Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado! ¡Es culpa mía!
Antes de que pudieran decir nada, se echó hacia delante y rompió en sollozos, unos sollozos ahogados, que se quebraban en su garganta, y se desplomó sobre el cuerpo de Denny. Los dos rostros ensangrentados casi se tocaron.
El coronel se inclinó sobre Wickham, antes de incorporarse.
—Está borracho —declaró.
—¿Y Denny? —preguntó Darcy.
—Muerto. Mejor no tocarlo. Reconozco la muerte cuando la veo. Subámoslo a la camilla y yo ayudaré a transportarlo. Alveston, seguramente usted sea el más fuerte de los tres. ¿Puede ayudar a Wickham a llegar al coche?
—Diría que sí. No pesa demasiado.
En silencio, Darcy y el coronel levantaron el cuerpo sin vida de Denny y lo posaron sobre la camilla de lona. El coronel, entonces, retrocedió y ayudó a Alveston a poner en pie a Wickham, que se tambaleó pero no opuso resistencia. Su aliento, que liberaba entre sollozos entrecortados, contaminaba el aire del claro del bosque con su hedor a whisky. Alveston era más alto y, una vez consiguió levantar la mano derecha de Wickham y colocársela sobre el hombro, pudo sostener su peso muerto y arrastrarlo unos pasos.
El coronel había vuelto a agacharse, y en ese momento se incorporó. Sostenía una pistola en la mano. Olió el cañón y dijo:
—Supuestamente, ésta es el arma con la que se han hecho los disparos.
Entonces Darcy y él agarraron las varas de la camilla y, no sin esfuerzo, la levantaron. La triste procesión inició el trabajoso camino de regreso al coche, la camilla primero y después Alveston, unos pasos más atrás, cargando con gran parte del peso de Wickham. Su tránsito reciente por el camino resultaba evidente, y no tuvieron problemas para desandar sus pasos, pero el regreso resultaba lento y tedioso. Darcy caminaba detrás del coronel con gran desolación de espíritu, y en su mente bullían tantos temores e inquietudes que le impedían pensar racionalmente. Jamás se había preguntado si Elizabeth y Wickham habían intimado mucho en los días de su amistad en Longbourn, pero, ahora, las dudas y los celos, que sabía injustificados e innobles, se agolpaban en su mente. Durante un instante terrible deseó que fuera el cuerpo de Wickham el que ocupara la camilla, y ser consciente, aunque fuera solo un segundo, de que deseaba la desaparición de su enemigo le causó espanto.
El alivio de Pratt al verlos llegar fue evidente, pero al descubrir la camilla empezó a temblar de miedo, y hasta que el coronel lo conminó imperiosamente, no logró controlar los caballos, que, al olor de la sangre, habían empezado a encabritarse. Darcy y el coronel posaron la camilla en el suelo y aquél cubrió el cuerpo de Denny con una manta que había sacado del coche. Wickham se había mantenido en silencio durante el camino, pero ahora parecía cada vez más beligerante, y Alveston, con gran alivio y ayudado por el coronel, logró que se subiera al cabriolé y se sentó a su lado. El coronel y Darcy levantaron la camilla una vez más y, con hombros doloridos, cargaron con ella. Pratt consiguió al fin controlar a los caballos y, en silencio y con gran cansancio de cuerpo y espíritu, Darcy y el coronel siguiendo al coche, iniciaron el largo camino de regreso a Pemberley.