Elizabeth se había adelantado instintivamente para ayudar, pero Lydia la había apartado con sorprendente brío, gritando:
—¡Tú no, tú no!
Jane tomó el relevo, se arrodilló junto a la silla y le cogió las dos manos entre las suyas, susurrándole palabras de ánimo y compasión, mientras Bingley, alterado, permanecía a su lado con impotencia. Al poco, el llanto de Lydia se tornó en un gritito entrecortado y raro, como si le faltara el aire, un sonido turbador que no parecía humano.
Stoughton había dejado la puerta principal entornada. El palafrenero, de pie junto a los caballos, parecía demasiado consternado para moverse, y Alveston y Stoughton bajaron el baúl de Lydia del carruaje y lo arrastraron hasta el vestíbulo. Stoughton se volvió hacia Darcy.
—¿Qué hacemos con las otras dos piezas del equipaje, señor?
—Déjelas en el coche. Probablemente el señor Wickham y el capitán Denny reanuden el viaje cuando los encontremos, por lo que no tiene sentido que descarguemos aquí sus pertenencias. Stoughton, por favor, busque a Wilkinson. Despiértelo si está acostado. Pídale que vaya a buscar al doctor McFee. Será mejor que vaya en coche. No quiero que el doctor monte a caballo con este viento. Dígale que lo salude de mi parte y le explique que la señora Wickham se encuentra aquí, en Pemberley, y que requiere su atención.
Dejando que las mujeres se ocuparan de Lydia, Darcy se acercó seguidamente al cochero, que seguía apostado junto a los caballos. Éste, que llevaba rato mirando fijamente en dirección a la puerta, enderezó la cabeza y se puso firme. Su alivio al ver al señor de la casa resultaba casi palpable. Había actuado lo mejor que había podido ante una emergencia, y ahora la vida normal se había restablecido y él se limitaba a cumplir con su trabajo, que consistía en custodiar a los caballos mientras esperaba instrucciones.
—¿Quién es usted? —le preguntó Darcy—. ¿Lo conozco?
—Soy George Pratt, señor, del Green Man.
—Sí, claro. El cochero del señor Piggott. Cuénteme qué ha sucedido en el bosque. Sea claro y conciso, pero quiero saberlo todo, y deprisa.
No había duda de que Pratt estaba impaciente por contarlo, y empezó a hablar a toda velocidad.
—El señor Wickham, su señora y el capitán Denny entraron en la posada esta tarde, pero yo no estaba allí cuando llegaron. Regresé sobre las ocho, y el señor Piggott me dijo que debía llevar a los señores Wickham y al capitán a Pemberley cuando la dama estuviera lista, y que debía tomar el camino de atrás, que atraviesa el bosque. Tenía que dejar a la señora Wickham en la casa para que asistiera al baile, o eso le había dicho ella antes a la señora Piggott. Después, según me habían ordenado, tenía que llevar a los dos caballeros al King’s Arms de Lambton, y regresar con la carroza a la posada. Oí que la señora Wickham le contaba a la señora Piggott que los caballeros proseguirían viaje a Londres al día siguiente, donde el señor Wickham esperaba encontrar empleo.
—¿Dónde están el señor Wickham y el capitán Denny?
—No lo sé bien, señor. Cuando atravesábamos el bosque, hacia la mitad del camino, el capitán Denny me indicó con los nudillos que detuviera el coche y se bajó de él. Gritó algo así como «No quiero saber nada más de eso, ni de ti. No pienso participar», y se internó en el bosque. Entonces el señor Wickham fue tras él, gritándole que regresara, que no fuera insensato, y la señora Wickham empezó a gritarle que no la dejara sola, e hizo ademán de seguirlo, pero una vez bajó del coche lo pensó mejor y volvió a entrar en él. Gritaba cosas terribles, asustaba a los caballos, y a mí me costaba mantenerlos quietos, y entonces oímos los disparos.
—¿Cuántos?
—No podría decirlo exactamente, señor, todo fue tan raro, el capitán bajando del coche y el señor Wickham corriendo tras él, y la señora gritando… Pero estoy seguro de haber oído al menos uno, señor, y tal vez uno o dos más.
—¿Cuánto tiempo pasó desde que los caballeros se internaron en el bosque hasta que se oyeron los disparos?
—Tal vez quince minutos, señor, tal vez más. Sé que estuvimos ahí de pie mucho rato, esperando a que volvieran. Pero los disparos los oí, eso seguro. Entonces la señora Wickham empezó a gritar que nos matarían a todos, y me ordenó que la trajera a Pemberley deprisa. A mí me pareció que era lo mejor que podía hacer, señor, dado que los caballeros no se encontraban ahí para dar órdenes. Yo creía que se habían perdido en el bosque, pero no podía ir en su busca, señor, no con la señora Wickham gritando que iban a matarnos, y con los caballos en aquel estado.
—Por supuesto que no. ¿Se oyeron cerca los disparos?
—Bastante cerca. Diría que alguien disparó a unas cien yardas de allí.
—Está bien. Voy a necesitar que nos conduzca hasta el lugar desde el que los caballeros se internaron en el bosque, e iremos en su busca.
Tan mal le pareció a Pratt ese plan, que no logró disimularlo, y se atrevió incluso a plantear una objeción.
—Yo debía seguir hasta el King’s Arms de Lambton, y después regresar al Green Man. Ésas son las órdenes claras que he recibido, señor. Y sin duda los caballos se asustarán si regresan al bosque.
—Parece claro que no tiene sentido seguir hasta Lambton sin el señor Wickham ni el capitán Denny. A partir de ahora usted acatará mis órdenes. Y serán muy claras. Su trabajo consiste en controlar a los caballos. Espere aquí, y que no se muevan. Después yo ya aclararé las cosas con el señor Piggott. Si hace lo que le digo no tendrá ningún problema.
En el interior de la casa, Elizabeth se volvió hacia la señora Reynolds y le habló en voz baja.
—Debemos acostar a la señora Wickham. ¿Hay alguna cama preparada en el ala sur, en el dormitorio de invitados de la segunda planta?
—Sí, señora, y ya se ha encendido la chimenea. Esa habitación y dos más se preparan siempre antes del baile de lady Anne por si llega otra noche de octubre como la del año noventa y siete, cuando la nieve alcanzó casi un palmo y algunos invitados que habían hecho el largo viaje no pudieron regresar a sus casas. ¿Llevamos allí a la señora Wickham?
—Sí —respondió Elizabeth—. Eso sería lo mejor, aunque en su estado no puede quedarse sola. Alguien va a tener que dormir con ella.
—En el vestidor contiguo hay un diván cómodo, además de una cama individual, señora —dijo la señora Reynolds—. Puedo ordenar que lo trasladen y lo cubran con mantas y almohadones. Y creo que Belton sigue despierta y la está esperando. Debe de saber que algo va mal, y es absolutamente discreta. Le sugiero que, por el momento, ella y yo nos turnemos para dormir en el diván, en el dormitorio de la señora Wickham.
—Belton y usted tienen que descansar esta noche. La señora Bingley y yo nos las arreglaremos solas.
Al regresar al vestíbulo, Darcy vio que Bingley y Jane llevaban casi en volandas a Lydia escaleras arriba, precedidos por la señora Reynolds. Los grititos habían dado paso a sollozos más discretos, pero ella se liberó de los brazos de Jane y, volviéndose, clavó en Darcy sus ojos furiosos.
—¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no va a buscarlos? He oído los disparos, ya se lo he dicho. ¡Dios mío! ¡Podría estar herido, o muerto! Wickham podría estar agonizando y usted se queda ahí sin hacer nada. ¡Vaya, por el amor de Dios!
Darcy le habló sosegadamente.
—Nos estamos preparando. Le traeremos noticias cuando las tengamos. No hay por qué temer lo peor. Tal vez el señor Wickham y el capitán Denny estén viniendo hacia aquí a pie. Y ahora, procure descansar.
Entre susurros de aliento, Jane y Bingley habían llegado al último peldaño y, siguiendo a la señora Reynolds, se alejaron por el pasillo.
—Temo que Lydia enferme —comentó Elizabeth—. Necesitamos al doctor McFee. Podría administrarle algo para calmarla.
—Ya he ordenado que vayan a recogerlo en el coche, y ahora nosotros debemos ir al bosque para buscar a Wickham y a Denny. ¿Lydia ha podido contarte lo ocurrido?
—A duras penas ha controlado el llanto lo bastante para balbucir los hechos principales, y para pedir que entráramos el baúl y lo dejáramos abierto. Casi se diría que todavía espera asistir al baile.
A Darcy le parecía que el gran vestíbulo de Pemberley, con su mobiliario elegante, la hermosa escalinata que se curvaba hasta alcanzar el rellano, e incluso los retratos de familia, le resultaba tan ajeno como si lo viera por vez primera. El orden natural que desde la infancia lo había sostenido se había visto alterado, y por un momento se sintió impotente, como si hubiera dejado de ser el señor de su casa, sentimiento absurdo que combatía prestando una atención exagerada por los detalles. No correspondía a Stoughton, ni a Alveston, transportar el equipaje, y Wilkinson, según una tradición ya antigua, era el único miembro del servicio que, además de Stoughton, recibía órdenes directamente de su señor. Pero al menos se estaba haciendo algo. El equipaje de Lydia había sido llevado hasta la casa, y ahora enviarían el coche a buscar al doctor McFee. Instintivamente, se acercó a su esposa y le tomó la mano con dulzura. La notó más fría que la muerte, pero ella respondió al contacto apretando la suya, en un gesto de reconocimiento que lo tranquilizó.
Bingley bajó de nuevo al vestíbulo, donde se le sumaron Alveston y Stoughton. Darcy les contó someramente lo que Pratt le había revelado, pero era evidente que Lydia, a pesar de su nerviosismo, ya había conseguido transmitirles lo más esencial del suceso.
—Hemos de conseguir que Pratt nos señale el lugar en el que Denny y Wickham abandonaron el carruaje, de modo que tomaremos el coche de Piggott. Charles, será mejor que tú te quedes con las damas. Stoughton custodiará la puerta. Si acepta tomar parte en esto, Alveston, creo que debemos ocuparnos de ello entre los dos.
—Cuente conmigo, señor —respondió Alveston—, en la medida en que pueda serle de ayuda.
Darcy se volvió hacia Stoughton.
—Tal vez necesitemos una camilla. ¿No hay una en la habitación contigua a la armería?
—Sí, señor. Es la que usamos cuando lord Instone se fracturó la pierna durante la cacería.
—Vaya a buscarla, por favor. Y necesitaremos mantas, coñac, agua y linternas.
—Yo le ayudaré —intervino Alveston, e inmediatamente se marchó con Stoughton.
A Darcy le pareció que ya había perdido demasiado tiempo hablando y dedicándose a los preparativos, pero al consultar la hora comprobó que solo habían transcurrido quince minutos desde la teatral aparición de Lydia. Fue entonces cuando oyó ruido de cascos de caballo y, al volverse, vio a un jinete galopando sobre el prado, a lo largo del río. El coronel Fitzwilliam había regresado. Todavía no había desmontado cuando Stoughton dobló la esquina de la casa con la camilla cargada al hombro, seguido de Alveston y un criado, que llevaban varias mantas, las botellas de agua y coñac, y tres linternas. Darcy se acercó al coronel y, muy brevemente, lo puso al corriente de lo sucedido desde su marcha, y le informó de cuáles eran sus planes.
Fitzwilliam escuchó en silencio, antes de comentar:
—Están ustedes organizando una impresionante expedición para complacer a una mujer histérica. Yo diría que los dos insensatos se han perdido en el bosque, o que uno de ellos ha tropezado con una raíz y se ha torcido el tobillo. Seguramente, en este preciso instante, se están acercando a Pemberley renqueantes, o a la posada de King’s Arms, pero, si el cochero oyó disparos, será mejor que vayamos armados. Iré a buscar mi pistola y me reuniré con ustedes en el coche. Si finalmente hace falta la camilla, no les vendrá mal otro hombre, y un caballo sería un estorbo si hemos de internarnos en la espesura del bosque, lo que parece probable. Traeré también mi brújula de bolsillo. Que dos hombres hechos y derechos se pierdan como niños ya resulta bastante ridículo. Pero que se perdieran cinco sería el colmo.
Volvió a subirse al caballo y se dirigió al trote a los establos. El coronel no había ofrecido explicación alguna sobre su ausencia y Darcy, arrastrado por los acontecimientos, no había pensado siquiera en él. Sí pensó que, fuera donde fuese que hubiera ido, su regreso resultaba inoportuno si éste retrasaba la partida, o si exigía una información y unas explicaciones que nadie podía proporcionarle aún, aunque era cierto que no les vendría mal contar con un hombre más. Bingley permanecería en casa para cuidar de las mujeres, y él podía, como siempre, confiar en que Stoughton y la señora Reynolds velarían porque todas las puertas y las ventanas quedaran bien cerradas y por mantener a raya la curiosidad de los criados. Pero no se produjo ningún retraso. Su primo regresó a los pocos minutos, y ayudó a Alveston a atar la camilla al coche. Los tres hombres se subieron a él y Pratt montó el primer caballo.
Fue entonces cuando Elizabeth se acercó corriendo hasta el coche.
—Nos olvidamos de Bidwell. Si hay algún problema en el bosque, él debería estar con su familia. Tal vez ya haya llegado. ¿Sabe si ya ha partido hacia su cabaña, Stoughton?
—No, señora. Sigue sacando brillo a la plata. No cuenta con regresar a casa hasta el domingo. Hay personal interno que sigue trabajando, señora.
Sin dar tiempo a Elizabeth a añadir nada, el coronel bajó del coche diciendo:
—Ya voy yo a por él. Sé dónde estará: en la despensa del mayordomo. Y se ausentó.
Elizabeth se fijó entonces en el ceño fruncido de su esposo, y constató que compartía con ella su sorpresa. Ahora que el coronel había regresado, era evidente que parecía decidido a hacerse con el control de la empresa en todos sus aspectos, aunque, pensándolo mejor, tal vez no resultara tan sorprendente; no en vano estaba acostumbrado a tomar el mando en momentos de crisis.
Fitzwilliam regresó al poco, aunque sin Bidwell.
—Se ha alterado tanto ante la idea de dejar el trabajo a medias que no he querido presionarlo. Como es costumbre la noche antes del baile, Stoughton ya había dispuesto que se quedara a dormir aquí. Mañana trabajará todo el día, y su esposa no espera verlo hasta el domingo. Le he asegurado que comprobaría que todo estuviera bien en la cabaña. Espero no haberme extralimitado.
Dado que el coronel carecía de autoridad sobre los miembros del servicio de Pemberley, no podía haberse extralimitado en ella, por lo que era poco lo que a Elizabeth le cabía comentar.
Finalmente emprendieron la marcha, observados desde la entrada por el pequeño grupo formado por Elizabeth, Bingley y los dos sirvientes. Nadie dijo nada y después, transcurridos unos momentos, cuando Darcy se volvió para mirarlos, comprobó que el gran portón de Pemberley se había cerrado ya, y que la casa, serena y bella, bañada por la luna, parecía desierta.