Los caballeros no las hicieron esperar mucho en el salón de música, y el ambiente se había relajado algo cuando se acomodaron en el sofá y las butacas. Darcy levantó la tapa del pianoforte, y encendieron las velas dispuestas sobre el instrumento. Apenas todos hubieron tomado asiento, Darcy se volvió hacia Georgiana y, casi formalmente, como si fuera una invitada más, le dijo que sería un gran placer para todos oírla tocar y cantar. Ella se levantó, mirando fugazmente a Henry Alveston, y él la siguió hasta el piano. Volviéndose hacia los presentes, anunció:
—Aprovechando que contamos con un tenor entre nosotros, me ha parecido que sería agradable ofrecer algún dueto.
—¡Sí! —exclamó Bingley entusiasmado—. Una idea excelente. Queremos oírles a los dos. La semana pasada Jane y yo intentamos cantar sonetos juntos, ¿verdad, amor mío? Aunque no sugiero que repitamos el experimento esta noche. Fue un desastre, ¿no es cierto, Jane?
Su esposa se echó a reír.
—No, tú lo hiciste muy bien. Pero me temo que yo he dejado de practicar desde el nacimiento de Charles Edward. No, no infligiremos nuestro empeño musical a nuestros amigos cuando contamos con la señorita Georgiana, de un talento musical muy superior al que tú y yo podremos aspirar jamás.
Elizabeth intentaba concentrarse en la música, pero sus ojos y sus pensamientos no lograban apartarse de la pareja. Tras las dos primeras canciones se solicitó una tercera, y hubo una pausa mientras Georgiana escogía una partitura y se la mostraba a Alveston. Éste pasaba las páginas y parecía señalar los pasajes que, a su juicio, entrañaban mayor dificultad, o tal vez aquellos cuya pronunciación en italiano desconocía. Ello lo miró, y después tocó algunos acordes con la mano derecha, y sonrió ante su benevolencia. Ambos parecían ajenos al público que los esperaba. Fue un momento de intimidad que los encerró en su mundo privado, pero que desembocó en otro en el que se perdieron en su amor compartido por la música. Al contemplar la luz de las velas reflejada en sus rostros arrebatados, sus sonrisas al sentir que el problema quedaba resuelto y Georgiana se disponía a iniciar la pieza, Elizabeth sintió que aquélla no era una atracción pasajera basada en la proximidad física, ni siquiera en un amor compartido por la música. Estaban enamorados, no había duda de ello, o tal vez a punto de enamorarse. Se hallaban en ese momento encantado del descubrimiento mutuo, la expectación y la esperanza.
Se trataba de un encantamiento que ella no había conocido. Todavía le sorprendía que, entre la primera e insultante proposición de Darcy y su segunda petición de amor, penitente, culminada con éxito, ellos dos solo se hubieran visto a solas menos de media hora, el día en que, en compañía de los Gardiner, había visitado Pemberley y él había regresado inesperadamente, y habían paseado por los jardines, y también un día después, cuando él se acercó a caballo hasta la posada de Lambton, donde ella se alojaba y donde la encontró llorando, con la carta de Jane en la mano en la que ésta le informaba de la fuga de Lydia. Él se había despedido, y ella creyó que no volvería a verlo más. Si aquello fuera una obra de ficción ¿habría el más ingenioso de los novelistas logrado explicar que, en un período tan breve, el orgullo hubiera sido sometido, y los prejuicios vencidos? Y, después, cuando Darcy y Bingley regresaron a Netherfield y ella aceptó a aquel como pretendiente, su cortejo, lejos de ser un período de dicha, se había convertido en uno de los más angustiados y vergonzantes de su vida, pues se pasaba el rato intentando que él apartara su atención de las estridentes y exageradas felicitaciones de su madre, que llegaba prácticamente al punto de agradecerle la gran condescendencia demostrada por haber solicitado la mano de su hija. Ni Jane ni Bingley habían sufrido del mismo modo. Él, bondadoso y obsesionado con su amor, o no se percataba de la vulgaridad de su futura suegra o la toleraba. Y, ella misma, ¿se habría casado con Darcy de haber sido éste un vicario sin blanca o un abogado novato que luchara por abrirse paso en su profesión? Resultaba difícil imaginar al señor Fitzwilliam Darcy como cualquiera de las dos cosas, pero la sinceridad la empujaba a una respuesta: Elizabeth sabía que no estaba hecha para los tristes manejos de la pobreza.
El viento seguía arreciando, y las dos voces se acompañaban de los lamentos y aullidos que se colaban por la chimenea, y del rugido intermitente del fuego, de manera que el estrépito del exterior parecía el contrapunto de la naturaleza a la belleza de aquellas dos voces tan armoniosas, y constituía un acompañamiento adecuado para el torbellino de sus pensamientos. Hasta entonces, ningún vendaval la había preocupado de ese modo, y se habría complacido en permanecer sentada a buen recaudo, en su hogar acogedor y confortable, mientras sus ráfagas barrían inútilmente los bosques de Pemberley. Pero ahora el viento le parecía una fuerza maligna que buscaba todas las chimeneas, todos los resquicios, para colarse. Elizabeth no era una persona imaginativa, e intentaba apartar de su mente aquellas fantasías, pero no conseguía librarse de una sensación que no había sentido nunca hasta ese momento. «Aquí estamos sentados —pensaba—, a principios de un nuevo siglo, ciudadanos del país más civilizado de Europa, rodeados del esplendor de sus artes, y de los libros que enaltecen su literatura, mientras ahí fuera existe otro mundo que la riqueza, la educación y el privilegio pueden mantener alejado de nosotros, un mundo en que los hombres son tan violentos y destructivos como lo es el mundo animal. Tal vez ni el más afortunado de nosotros logre ignorarlo y mantenerlo alejado para siempre».
Intentó recobrar la serenidad concentrándose en la fusión de las dos voces, pero se alegró cuando la música terminó y llegó la hora de tocar la campanilla y pedir el té.
Fue Billings, uno de los lacayos, quien llegó con la bandeja. Elizabeth sabía que tenía previsto abandonar Pemberley en primavera, si todo salía como era debido, para ocupar el lugar del mayordomo de Bingley cuando éste, ya anciano, se retirara. Se trataba de una posición más importante, más conveniente para él en sus presentes circunstancias, pues durante la pasada Pascua se había prometido con la hija de Thomas Bidwell, Louisa, que también se trasladaría a Highmarten para ser doncella principal de sala. Elizabeth, durante sus primeros meses en Pemberley, se había sorprendido al ver lo mucho que se implicaba la familia en la vida del personal de servicio. En las escasas ocasiones en que Darcy y ella se desplazaban hasta Londres, se alojaban en su casa de la ciudad, o eran recibidos por la señora Hurst, hermana de Bingley, y por su esposo, que vivían con cierto lujo. En aquel mundo, los criados llevaban unas vidas tan alejadas de la familia que saltaba a la vista que la señora Hurst rara vez conocía los nombres de sus sirvientes. Pero, aunque el señor y la señora Darcy estaban cuidadosamente protegidos de los problemas domésticos, había eventos —matrimonios, compromisos, cambios de trabajo, enfermedades o jubilaciones— que se elevaban por sobre la incesante actividad que garantizaba el correcto funcionamiento de la casa, y era importante para ambos que aquellos ritos de paso, que formaban parte de aquella vida todavía secreta en gran medida, y de la que dependía su bienestar, fueran conocidos y celebrados.
Ahora, Billings dejó la bandeja frente a Elizabeth con una elegancia algo impostada, como para demostrar a Jane lo digno que era del honor que le aguardaba. Elizabeth pensó que la situación sería cómoda para él y su nueva esposa. Tal como su padre había profetizado, los Bingley eran amos generosos, de trato fácil, poco exigentes, y puntillosos solo en el cuidado mutuo y en el de sus hijos.
Apenas Billings se hubo retirado, el coronel Fitzwilliam se levantó de su silla y se acercó a Elizabeth.
—¿Me disculpará, señora Darcy, si me ausento para dar mi paseo nocturno? Pensaba montar a Talbot hasta el río. Siento abandonar esta agradable reunión familiar, pero no duermo bien si antes de acostarme no me da el aire.
Elizabeth le aseguró que no tenía por qué disculparse. Él se llevó entonces la mano a los labios, muy brevemente, gesto poco habitual en él, y se dirigió a la puerta.
Henry Alveston estaba sentado junto a Georgiana en el sofá.
—La visión de la luna sobre el río es mágica, coronel —dijo, alzando la vista—, aunque tal vez lo sea más contemplada en compañía. En cualquier caso, a Talbot y a usted les espera un duro empeño. No le envidio la batalla que habrá de librar contra este viento.
El coronel, plantado junto a la puerta, se volvió a mirarlo, y le habló con voz fría.
—En ese caso, debemos agradecer que no haya sido usted requerido para acompañarme.
Y, con una leve inclinación de cabeza dirigida a los presentes, abandonó el salón.
Se hizo un momento de silencio durante el cual las palabras finales del coronel, y lo peculiar de su paseo nocturno a caballo, permanecieron en la mente de todos, pero el pudor impidió que nadie comentara nada. Solo Henry Alveston parecía indiferente, aunque, al observar su rostro, a Elizabeth no le cupo la menor duda de que había comprendido perfectamente la crítica implícita a él dirigida.
Fue Bingley quien rompió el mutismo.
—Más música, por favor, señorita Georgiana, si no se siente usted muy fatigada. Pero, se lo ruego, tómese antes su té. No debemos abusar de su amabilidad. ¿Qué me dice de esas canciones populares irlandesas que tocó cuando estuvimos cenando aquí el último verano? No las cante, si no quiere, con la música basta, debe reservarse la voz. Recuerdo que llegamos incluso a danzar un poco, ¿no fue así? Aunque, claro, en aquella ocasión acudieron los Gardiner, y el señor y la señora Hurst, por lo que éramos cinco parejas, y Mary estaba aquí y tocó para nosotros.
Georgiana regresó al pianoforte, y Alveston se situó a su lado para pasar las páginas. Durante un tiempo, las animadas melodías surtieron su efecto. Y entonces, cuando la música cesó, todos iniciaron conversaciones inconexas, intercambiando opiniones que se habían expresado ya muchas otras veces, comunicando nuevas que no lo eran en absoluto. Transcurrida media hora, Georgiana dio el primer paso y deseó las buenas noches, y cuando hizo sonar la campanilla para llamar a su doncella, Alveston encendió y le alargó una vela y la acompañó hasta la puerta. Una vez se hubo ausentado, a Elizabeth le pareció que los demás presentes estaban cansados pero carecían de la iniciativa mínima para levantarse y despedirse. Fue Jane la que finalmente decidió hacerlo y, dedicando una mirada a su esposo, murmuró que era hora de acostarse. Elizabeth, agradecida, no tardó en seguir su ejemplo. Llamaron a un lacayo para que trajera y encendiera las palmatorias, apagaron las que iluminaban el pianoforte, y ya se dirigían a la puerta cuando Darcy, que se encontraba de pie junto a la ventana, soltó una exclamación súbita.
—¡Dios mío! Pero ¿qué se cree que hace ese cochero necio? ¡Volcará la calesa! Qué locura. ¿Quiénes diablos son? Elizabeth, ¿esperamos a alguien más esta noche?
—No.
Elizabeth y los demás presentes se agolparon frente a la ventana y desde allí vieron a lo lejos un cabriolé que daba bandazos y cabeceaba por el camino del bosque, en dirección a la casa, las dos farolas centelleantes como pequeñas llamaradas. La imaginación aportaba lo que la distancia impedía observar: las crines de los caballos meciéndose al viento, sus ojos muy abiertos, sus patas tensas, el palafrenero tirando de las riendas. El roce de las ruedas no se oía aún, y a Elizabeth le pareció que contemplaba el espectro de un carruaje de leyenda que flotara, inaudible, en la noche de luna, el espantoso heraldo de la muerte.
—Bingley, quédate aquí con las damas mientras yo voy a ver qué sucede —dijo Darcy.
Pero sus palabras fueron devoradas por otro aullido del viento que se colaba por la chimenea, y todos salieron tras él del salón de música, descendieron por la escalera principal y llegaron al vestíbulo. Stoughton y la señora Reynolds ya se encontraban allí. A una indicación del señor Darcy, Stoughton abrió la puerta. El viento entró al momento, una fuerza gélida, irresistible, que pareció tomar posesión de toda la casa, apagando de un soplo todas las velas salvo las de la araña del techo.
El coche seguía avanzando a gran velocidad y, ladeándose, tomó la última curva que lo alejaba del camino del bosque y lo acercaba a la casa. Elizabeth estaba convencida de que no se detendría al llegar a la puerta. Pero ahora ya oía las voces del cochero, y lo veía forcejear con las riendas. Finalmente, los caballos se detuvieron y permanecieron en su sitio, inquietos, relinchando. Al instante, antes siquiera de darle tiempo a desmontar, la portezuela del coche se abrió e, iluminada por la luz de Pemberley, vieron a una mujer que casi cayó al suelo al salir, gritando al viento. Con el sombrero colgando de las cintas que rodeaban su cuello, y con el pelo suelto que se le pegaba al rostro, parecía una criatura salvaje, nocturna, o una loca huida de su reclusión. Durante unos momentos Elizabeth permaneció clavada en su sitio, incapaz de actuar ni de pensar. Y entonces supo que la aparición estridente y desbocada era Lydia, y corrió en su ayuda. Pero ella la apartó con brusquedad y, aun chillando, se arrojó en brazos de Jane y estuvo a punto de derribarla. Bingley dio un paso al frente para asistir a su esposa y, juntos, la condujeron casi en volandas hasta la puerta. Ella seguía gritando y forcejeando, como si no supiera quién la sujetaba, pero, una vez en casa, protegida del viento, consiguieron comprender el significado de sus palabras entrecortadas.
—¡Wickham está muerto! ¡Denny le ha disparado! ¿Por qué no vais tras él? ¡Están ahí, en el bosque! ¿Por qué no hacéis algo? ¡Dios mío, Dios mío, sé que está muerto!
Y entonces los sollozos se convirtieron en gemidos, y Lydia se derrumbó en brazos de Jane y Bingley, que la iban conduciendo despacio hacia la silla más cercana.