Mientras la cena se servía en el comedor pequeño, Thomas Bidwell seguía en la despensa del mayordomo sacando brillo a la plata. Ése había sido su trabajo desde que los dolores de rodillas y espalda le habían impedido seguir manejando los coches de caballos, y se sentía muy orgulloso de desempeñarlo, sobre todo la noche anterior al baile de lady Anne. De los siete inmensos candelabros que se alinearían sobre la gran mesa, durante el banquete, ya había abrillantado cinco, y los dos restantes quedarían listos también esa misma noche. Se trataba de una labor tediosa, lenta y, aunque no lo pareciera, cansada, y cuando terminara le dolerían la espalda, los brazos, las manos. Pero no era aquella una ocupación para las doncellas, ni para los muchachos. Stoughton, el mayordomo, era el responsable último, pero estaba muy ocupado escogiendo los vinos y supervisando los preparativos del salón de baile, y consideraba que su deber se limitaba a inspeccionar los candelabros una vez limpios, por lo que no se dedicaba personalmente ni siquiera a las piezas más valiosas. Durante la semana que precedía al baile se esperaba que Bidwell se pasara casi todos los días, a menudo hasta bien entrada la noche, con el mandil puesto, sentado a la mesa de la despensa y con la cubertería y la plata de la familia Darcy extendida ante él: cuchillos, tenedores, cucharas, candelabros, fuentes en las que se servirían los platos, fruteros. Mientras les sacaba brillo, imaginaba los candelabros con sus altas velas reflejándose en las piedras preciosas que adornarían las cabezas, en los rostros acalorados y en las flores temblorosas de los jarrones.
Nunca le preocupaba dejar sola a su familia en la cabaña del bosque, ni a ellos les asustaba quedarse allí. La vivienda había permanecido desolada y decrépita durante años, hasta que el padre de Darcy la había restaurado y acondicionado para que la usara algún miembro del servicio. Sin embargo, a pesar de resultar demasiado grande para un criado, y de ofrecer mucha intimidad y sosiego, eran pocas las personas dispuestas a vivir en ella. La había construido el bisabuelo del señor Darcy, un ermitaño que había vivido casi en total soledad, acompañado solo por su perro, Soldado. En aquel retiro se preparaba incluso algunas comidas sencillas, leía y se sentaba a contemplar los gruesos troncos y los arbustos enmarañados del bosque, que eran su baluarte contra el mundo. Más tarde, cuando George Darcy tenía ya sesenta años, Soldado enfermó mortalmente, y empezó a sufrir horrores. Fue el abuelo de Bidwell, a la sazón un niño que ayudaba con los caballos de la casa, quien acudió a la cabaña a llevar leche fresca y halló muerto a su señor. Darcy le había pegado un tiro al perro, y se había pegado otro él.
Los padres de Bidwell habían vivido en la cabaña antes que él. Aquella historia no les había echado atrás, y a él tampoco. La creencia de que el bosque estaba encantado nacía de una tragedia más reciente, ocurrida poco después de que el abuelo del actual señor Darcy asumiera la propiedad de la finca. Un joven, hijo único, que trabajaba como ayudante de jardinero en Pemberley, había sido acusado de cazar ciervos furtivamente en los terrenos de un magistrado vecino, sir Selwyn Hardcastle. La caza furtiva no era un delito grave, y la mayoría de los magistrados hacía la vista gorda en época de hambrunas, pero robar un ciervo en un coto privado de caza se castigaba con la pena capital, y el padre de sir Selwyn se mostró inflexible y exigió que se aplicara estrictamente. El señor Darcy había suplicado clemencia, pero sir Selwyn no la había concedido. Una semana después de que el muchacho fuera ejecutado, su madre se ahorcó. El señor Darcy había hecho todo lo que había podido, pero se decía que la mujer muerta lo había considerado el principal responsable de lo sucedido. Ella había pronunciado una maldición sobre la familia Darcy, y se extendió la superstición de que se podía ver su fantasma vagando y aullando de dolor entre los árboles a las personas lo bastante insensatas como para adentrarse en el bosque después del anochecer, y que su aparición vengadora presagiaba siempre una muerte en la finca.
Bidwell no tenía paciencia para aquellas tonterías, pero la semana anterior había llegado a sus oídos que dos de las doncellas, Betsy y Joan, habían afirmado entre susurros, en el cuarto de servicio, que habían visto al fantasma tras adentrarse en el bosque con motivo de una apuesta. Él les había advertido que no propagaran aquellas patrañas que, de haber llegado a oídos de la señora Reynolds, habrían podido tener consecuencias graves para las muchachas. Aunque su hija, Louisa, ya no trabajaba en Pemberley, pues se la necesitaba en casa para que cuidara de su hermano enfermo, se preguntaba si, de un modo u otro, aquella historia habría llegado a sus oídos. Lo cierto era que su madre y ella se habían mostrado más cuidadosas que nunca a la hora de cerrar la puerta de la cabaña con llave, y le habían pedido que, cuando llegara tarde de Pemberley, les advirtiera de su presencia dando tres golpes fuertes con los nudillos, seguidos de otros cuatro más flojos, antes de insertar la llave.
Se decía que la mala suerte atacaba a quienes vivían en la cabaña, pero ésta había alcanzado a los Bidwell solo en los últimos años. Él todavía recordaba nítidamente, como si hubiera sucedido ayer, la desolación del momento en que, por última vez, se había despojado de la elegante librea de jefe de cocheros del señor Darcy de Pemberley y había dicho adiós a sus adorados caballos. Ahora, desde hacía un año, su único hijo varón, su esperanza de futuro, se estaba muriendo despacio, aquejado de dolores.
Por si eso fuera poco, su hija mayor, la joven que ni su esposa ni él creyeron jamás que fuera a darles problemas, había empezado a ser motivo de preocupación. Con Sarah las cosas siempre habían ido bien. Se había casado con el hijo del posadero de King’s Arms, en Lambton, un joven ambicioso que se había trasladado a Birmingham y había montado una cerería con el dinero recibido en herencia de su abuelo. El negocio prosperaba, pero Sarah se sentía deprimida, y trabajaba demasiado. Llevaba cuatro años casada y esperaba su cuarto hijo, y las cargas de la maternidad, sumadas a su trabajo en la tienda, la habían llevado a escribir una carta desesperada en la que solicitaba la ayuda de su hermana Louisa. Su esposa le había alargado la carta sin comentar nada, pero él sabía que también le preocupaba que su alegre y sensata Sarah, de pechos generosos, hubiera llegado a semejante situación. Él le había devuelto la carta después de leerla, y se había limitado a decir:
—Will echará mucho de menos a Louisa. Siempre han estado muy unidos. ¿Tú puedes prescindir de ella?
—No tengo otro remedio. Sarah no habría escrito si no hubiera estado desesperada. No parece ella.
De modo que Louisa había pasado cinco meses en Birmingham antes del nacimiento del pequeño, ayudando a su hermana a ocuparse de sus hijos, y se había quedado otros tres meses para dar tiempo a Sarah a recuperarse. Había regresado a casa hacía poco, trayendo consigo a Georgie, el recién nacido, tanto para aliviar a su hermana de la carga de cuidarlo como para que su madre y su hermano lo conocieran antes de que Will muriera. A Bidwell nunca le había gustado la decisión. Sentía, lo mismo que su mujer, gran curiosidad por conocer a su nuevo nieto, pero una cabaña en la que se cuidaba de un moribundo no era precisamente el mejor lugar para criar a un bebé. Will estaba tan enfermo que apenas había mostrado interés en el recién llegado, y el llanto del pequeño, por las noches, lo preocupaba y lo desvelaba. Además, Bidwell notaba que Louisa no estaba contenta. Se mostraba inquieta y, a pesar del frío otoñal, prefería caminar por el bosque con el pequeño en brazos que permanecer en casa con su madre y con Will. Y, como si lo hubiera planeado, no había estado presente cuando el reverendo Percival Oliphant, el anciano y erudito rector, había hecho una de sus frecuentes visitas a Will, lo que resultaba algo raro, puesto que a ella siempre le había caído bien el rector, y éste se había interesado por ella desde la infancia y le había prestado libros y se había ofrecido a incluirla en sus clases de latín junto a su pequeño grupo de pupilos. Bidwell había rechazado la invitación, pues solo habría servido para que se confundiera sobre su verdadera posición en la vida, pero, aun así, la invitación había existido. Estaba claro que la joven se sentía a menudo inquieta y nerviosa a medida que se acercaba el momento de su boda, pero ahora que Louisa había regresado a casa, ¿por qué no visitaba Joseph Billings la cabaña con la frecuencia con que lo hacía antes? Apenas lo veían. Bidwell se preguntaba si el cuidado del bebé habría hecho ver tanto a Louisa como a Joseph las responsabilidades y los riesgos que entrañaba el matrimonio, y les habría llevado a replantearse su futuro. Esperaba que no fuera así. Joseph era ambicioso y serio, si bien había quien pensaba que a sus treinta y cinco años era demasiado mayor para ella, que, en cualquier caso, parecía apreciarlo. Se instalarían en Highmarten, a apenas diecisiete millas de donde vivían Martha y él, y se integrarían en el servicio de una casa cómoda, de señora benévola y señor generoso, con el futuro asegurado, la vida por delante, predecible, segura, respetable. Teniendo todo aquello en perspectiva, ¿de qué iba a servirle a una joven ir a la escuela y aprender latín?
Tal vez todo volviera a su cauce cuando Georgie regresara con su madre. Louisa iría a llevarlo al día siguiente, y se había dispuesto que ella y el bebé viajaran en calesa hasta King’s Arms, la posada de Lambton, desde donde tomarían el correo de Birmingham, y allí se reuniría con ellos Michael Simpkins, el esposo de Sarah, para llevarlos a casa en su calesa. Louisa regresaría a Pemberley en el correo de ese mismo día. La vida resultaría más descansada para su mujer y para Will cuando el bebé hubiera vuelto a su casa, aunque se le haría raro no ver las manitas regordetas de Georgie tendidas hacia él cuando regresara a la cabaña el domingo, una vez que hubiera acondicionado la casa tras el baile.
Todas aquellas preocupaciones no le habían impedido proseguir con su tarea, pero, casi inapreciablemente, había aminorado el ritmo y, por primera vez, se preguntaba si la limpieza de la plata no se habría convertido en un trabajo demasiado agotador para enfrentarse a él solo. Pero no, esa sería una derrota humillante. Y atrayendo hacia sí, resuelto, el último candelabro, sostuvo un paño de abrillantar limpio, apoyó los brazos cansados en la silla y se inclinó para retomar su labor.