Los Bingley no residieron mucho tiempo en Netherfield tras su boda. Él era el hombre más tolerante y bondadoso del mundo, pero Jane no tardó en darse cuenta de que vivir tan cerca de su madre no redundaría precisamente en el bienestar de su esposo, ni en su propio sosiego mental. Tenía un carácter afectuoso, y la lealtad y el amor que sentía por su familia eran profundos, pero para ella la felicidad de Bingley era lo primero. A los dos les entusiasmaba la idea de instalarse en las proximidades de Pemberley, y cuando el arrendamiento en Netherfield expiró, se instalaron durante un breve período en Londres con la señora Hurst, la hermana de Bingley, antes de trasladarse con cierto alivio a Pemberley, conveniente base desde la que explorar en busca de un hogar permanente. En dicha búsqueda, Darcy había tomado parte activa. Él y Bingley habían estudiado en la misma escuela, pero la diferencia de edad, a pesar de ser de apenas dos años, había implicado que durante su infancia se frecuentaran poco. Fue en Oxford donde trabaron amistad. Darcy, orgulloso, reservado y ya por entonces poco sociable, hallaba alivio en la generosidad y la facilidad de trato de Bingley, y en la despreocupada y alegre convicción de que la vida siempre se mostraría generosa con él. Éste, por su parte, depositaba tal fe en la gran sensatez y la inteligencia de Darcy que siempre se resistía a tomar cualquier decisión importante sin contar con la aprobación de su amigo.
Darcy había aconsejado a Bingley que, más que construirse una casa, adquiriera alguna propiedad ya existente y, puesto que Jane ya esperaba su primer hijo, parecía aconsejable encontrar sin dilación alguna que les permitiera instalarse con los mínimos inconvenientes. Fue Darcy, actuando en nombre de su amigo, el que dio con Highmarten, y tanto Jane como su esposo se mostraron encantados con la casa desde el momento en que la vieron. Se trataba de una mansión elegante, moderna, erigida sobre un terreno elevado, lo que permitía que desde todas sus ventanas las vistas fueran despejadas. Era lo bastante espaciosa para facilitar la vida de familia, rodeada de jardines bien trazados, y de tantas tierras que Bingley podría organizar cacerías en ellas sin salir perdiendo en la comparación con las que se celebraban en Pemberley. El doctor McFee, que durante años había velado por la salud de los Darcy y de todos quienes vivían en Pemberley, había visitado Highmarten y había dado su aprobación, considerando que la situación era saludable, y el agua, de gran pureza. Las formalidades se resolvieron con celeridad. A la casa solo le hacían falta muebles y decoración, y Jane, con la ayuda de Elizabeth, se había dedicado con gran placer a recorrer las estancias decidiendo papeles pintados, pinturas y cortinajes. A los dos meses de haber encontrado la propiedad, los Bingley ya se hallaban instalados, y la dicha de las dos hermanas casadas era completa.
Ambas familias se veían con frecuencia, y eran pocas las semanas en que uno u otro carruaje no recorriera la distancia que separaba Highmarten de Pemberley. Jane rara vez se separaba de sus hijos más de una noche —Elizabeth y Maria, las gemelas de cuatro años, y Charles Edward, que ya estaba a punto de cumplir dos—, aunque sabía que podía dejarlos con total tranquilidad en manos de la experimentada y competente señora Metcalf, la niñera que ya se había ocupado de su esposo cuando éste nació, pero se alegraba de pasar dos noches en Pemberley para poder asistir al baile sin tener que vivir los inevitables problemas de trasladar a tres niños pequeños y a su niñera de una casa a otra para una estancia tan breve. En aquella ocasión tampoco había acudido con su doncella —nunca lo hacía—, pero a la de Elizabeth, una joven muy dispuesta llamada Belton, no le importaba en absoluto atenderlas a las dos. El coche y el cochero de los Bingley quedaron a cargo de Wilkinson, el cochero de Darcy, y tras los efusivos saludos de rigor, Elizabeth y Jane, cogidas del brazo, subieron hasta el dormitorio que ésta ocupaba siempre en sus visitas, contiguo al vestidor de Bingley. Belton ya se había ocupado del baúl de Jane, y estaba colgando su vestido de noche y el traje largo que se pondría para el baile. Regresaría transcurrida una hora para ayudarlas a cambiarse y peinarse. Las hermanas, que habían compartido dormitorio en Longbourn, se habían sentido muy unidas desde la infancia, y no existía cuestión que Elizabeth no pudiera confiar a Jane, pues sabía que contaría siempre con su máxima discreción, y que los consejos que ésta pudiera darle nacerían de su bondad y su buen corazón.
Después de hablar con Belton se dirigieron, como de costumbre, al cuarto de los niños para dar al pequeño Charles el abrazo esperado, y regalarle alguna golosina, para jugar con Fitzwilliam y escucharlo leer —pronto abandonaría la habitación infantil para pasar a ocupar la del estudio, y tomaría un tutor— y para mantener una charla breve pero relajada con la señora Donovan. Entre ella y la señora Metcalf sumaban cincuenta años de experiencia, y aquellas dos déspotas benévolas habían establecido desde el principio una estrecha alianza, defensiva y ofensiva, y ejercían el control absoluto en sus dominios, adoradas por los niños que tenían a su cargo y respetadas por sus padres, a pesar de que Elizabeth sospechaba que, para la señora Donovan, la única función de una madre consistía en traer al mundo a un nuevo bebé tan pronto como al último empezaban a salirle los dientes de leche. Jane contó algunas novedades sobre los progresos de Charles Edward y las gemelas, y el régimen seguido en Highmarten fue comentado y alabado por la señora Donovan, algo normal, teniendo en cuenta que era igual que el suyo. Apenas disponían ya de una hora antes de cambiarse para la cena, por lo que las hermanas se trasladaron al cuarto de Elizabeth para compartir aquellas pequeñas confidencias de las que depende en gran medida la felicidad doméstica.
Para Elizabeth habría sido un alivio confiar a Jane una cuestión de mayor peso, la intención del coronel de proponer matrimonio a Georgiana, pero, aunque no le había pedido que le guardara el secreto, él debía confiar, sin duda, en que ella hablaría antes con su esposo, y a Elizabeth le parecía que el alto sentido del honor de Jane se resentiría, como se habría resentido el suyo propio, si su hermana le hubiera confiado la noticia antes de tener la ocasión de comentarla con Darcy. Sin embargo, estaba impaciente por hablar de Henry Alveston, y se alegró de que fuera Jane la que pronunciara su nombre diciendo:
—Qué amable por tu parte al incluir al señor Alveston en tu invitación. Sé lo mucho que significa para él ser recibido en Pemberley.
—Es un invitado muy agradable, y los dos nos alegramos de verle. Educado, inteligente, apuesto y animado, es por tanto paradigma de juventud. Recuérdame cómo llegasteis a intimar. ¿No fue el señor Bingley quien lo conoció en Londres, cuando fue a ver a su abogado?
—Sí, hace dieciocho meses, cuando Charles visitaba al señor Peck para tratar sobre unas inversiones. El señor Alveston había acudido al despacho en relación con la posible representación en los tribunales de uno de los clientes del señor Peck y, como sucedió que los dos llegaron con antelación, coincidieron en la sala de espera y, posteriormente, el señor Peck los presentó. A Charles le impresionó notablemente el joven, y esa noche cenaron juntos. Fue entonces cuando el señor Alveston le confió su intención de recuperar la fortuna familiar y la finca de Surrey, propiedad de su familia desde el siglo XVII, y con la que él, en tanto que hijo único, siente un fuerte vínculo y una gran responsabilidad. Volvieron a verse en el club de Charles, y fue entonces cuando mi esposo, conmovido ante su aspecto general de fatiga, lo invitó en nombre de los dos a pasar unos días en Highmarten. Desde entonces el señor Alveston se ha convertido en visita asidua, y es bienvenido cada vez que sus obligaciones en los tribunales le permiten escaparse. Hemos sabido que el padre del señor Alveston, lord Alveston, ha cumplido los ochenta años y no goza de buena salud, y que durante estos últimos años ya no ha sido capaz de aportar el vigor y la iniciativa que requiere el manejo de una finca, pero la baronía es una de las más antiguas del país, y su familia, muy respetada. Charles supo, por el señor Peck, y no solo por él, que el señor Alveston causa gran admiración en Middle Temple, y los dos nos hemos encariñado mucho con él. Para nuestro pequeño Charles Edward es todo un héroe, y las gemelas lo adoran y lo reciben siempre con saltos de alegría.
Mostrarse cariñoso con sus hijos era un atajo seguro hacia el corazón de Jane, y Elizabeth comprendía la atracción que en Highmarten despertaba Alveston. La vida de un soltero en Londres, que trabajaba más de la cuenta, no debía de resultar demasiado atractiva, y Alveston encontraba sin duda en la belleza de la señora Bingley, en su amabilidad, en su voz melodiosa y en la alegre vida doméstica de su hogar, un agradable contraste con la competitividad despiadada y las exigencias sociales de la capital. Alveston, como Darcy, habían asumido siendo muy jóvenes el peso de las expectativas y las responsabilidades. Su empeño en recuperar la fortuna familiar era digno de admiración, y el Tribunal de Justicia, con sus desafíos y sus éxitos, era para él, tal vez, la encarnación de una lucha más personal.
—Espero que ni tú, querida hermana, ni el señor Darcy os sintáis incómodos por su presencia aquí —dijo Jane tras una pausa—. Debo confesar que, viendo el placer evidente que tanto él como Georgiana sienten cuando están juntos, me parece posible que el señor Alveston esté enamorándose, y si ello ha de causar inquietud en el señor Darcy o en Georgiana, nos aseguraremos, claro está, de que las visitas cesen. Pero es un joven de valía, y si mis sospechas son fundadas y Georgiana le corresponde en su interés, estoy segura de que podrían ser felices juntos, aunque tal vez el señor Darcy tenga otros planes para su hermana y, si es así, quizá sea sensato y considerado que el señor Alveston deje de venir a Pemberley. En el transcurso de mis visitas recientes me he percatado de un cambio en la actitud del coronel Fitzwilliam hacia su prima, una mayor disposición a conversar con ella y a pasar tiempo a su lado. Sería una unión magnífica, y ella no desmerecería en absoluto, aunque me pregunto si se sentiría muy feliz en ese inmenso castillo, tan al norte. La semana pasada, en nuestra biblioteca, vi un dibujo del lugar. Parece una fortaleza de granito, y el mar del Norte rompe prácticamente contra sus muros. Y se encuentra tan lejos de Pemberley… Sin duda a Georgiana le entristecería hallarse tan separada de su hermano y de la casa que tanto ama.
—Sospecho que tanto para el señor Darcy como para Georgiana Pemberley es lo primero —admitió Elizabeth—. Recuerdo que, cuando vine de visita con los tíos y el señor Darcy me preguntó qué me parecía la casa, mi evidente entusiasmo le complació. De no haberme mostrado tan sinceramente encantada, creo que no se hubiera casado conmigo.
Jane se echó a reír.
—A mí me parece que sí, querida. Aunque tal vez no debamos tratar más este asunto. Hablar sobre los sentimientos de los demás cuando no los comprendemos del todo, y cuando es posible que ni siquiera los implicados los comprendan, puede ser fuente de zozobra. Tal vez haya hecho mal mencionando al coronel. Sé, querida Elizabeth, lo mucho que quieres a Georgiana, y sé que desde que vive contigo como una hermana ha ganado confianza en sí misma y se ha convertido en una joven más hermosa. Si en verdad tiene dos pretendientes, la decisión, claro está, ha de ser suya, aunque no la imagino aceptando casarse en contra de los deseos de su hermano.
—Tal vez la cuestión se resuelva tras el baile —dijo Elizabeth—, por más que admito que para mí es causa de inquietud. He llegado a querer mucho a Georgiana. Pero dejemos de lado el tema por ahora. Debemos pensar en la cena en familia. No puedo estropeársela a nadie con preocupaciones que pueden ser infundadas.
No añadieron nada más, pero Elizabeth sabía que Jane no veía el menor problema. Ella creía firmemente que dos jóvenes atractivos que gozaban tan claramente de su mutua compañía podían enamorarse de manera natural, y que ese amor debía culminar en un matrimonio feliz. Allí, además, no existían problemas de dinero: Georgiana era rica y el señor Alveston progresaba en el ejercicio de su profesión. Aunque, claro, para Jane el dinero no era nunca un asunto relevante: con tal de que bastara para que una familia viviera cómodamente, ¿qué importaba cuál de los dos miembros de la pareja lo aportara a la unión? Y el hecho, que para otros sería de capital importancia, de que el coronel fuera vizconde y de que su esposa, con el tiempo, hubiera de convertirse en condesa, mientras que el señor Alveston solo llegaría a ser barón, no le importaba lo más mínimo. Elizabeth decidió no recrearse en las posibles dificultades y propiciar la ocasión de hablar con su esposo una vez que pasara el baile. Los dos habían estado tan ocupados que ella apenas lo había visto desde la mañana. No se sentiría justificada para especular con él sobre los sentimientos del señor Alveston a menos que este o Georgiana hablaran del tema, pero sí debía contarle cuanto antes que el coronel tenía intención de comunicarle la esperanza de que Georgiana aceptara ser su esposa. Elizabeth no sabía por qué, pero la idea de aquel enlace, a todas luces esplendoroso, le causaba una inquietud que no conseguía disipar con razonamientos, e intentaba ahuyentar aquella desagradable sensación. Belton había vuelto, y era hora de que Jane y ella se prepararan para la cena.