Esto de la ciencia a veces es paradójico: cuanto más aprendemos sobre un tema, más descubrimos lo perdidos que vamos. Algo así podría estar ocurriendo en el campo de la genética humana.
La genética es posiblemente la disciplina científica que más ha avanzado en esta primera década del siglo XXI. No es una exageración. Los biólogos moleculares están entusiasmados con todo lo que han aprendido en los últimos años. A nivel de ciencia básica, han superado sus expectativas. Una de las claves ha sido el tremendo e inesperado abaratamiento de las técnicas de secuenciación del ADN y el rápido desarrollo de chips que permiten leer con gran facilidad fragmentos específicos del genoma. Con ellos se pueden hacer infinidad de estudios científicos de asociación del genoma completo: se secuencian gran cantidad de muestras de, por ejemplo, ADN de hombres con calvicie a los treinta años y ADN de hombres de pelo frondoso a los cincuenta. Se comparan y se distingue qué fragmentos genéticos son siempre diferentes entre ambos grupos. Ésos serán los genes candidatos a estar asociados de una manera u otra a la calvicie. Luego se los continúa estudiando para confirmarlo y para entender su función exacta. Se hace con la calvicie, con la diabetes, con tipos específicos de cáncer, o con la susceptibilidad a la cafeína. Abruma lo sencillo que parece. Entusiasmados, los biólogos moleculares denominaron al 2007 annus mirabilis de la genética. En El ladrón de cerebros explicaba que están apareciendo empresas ofreciéndote análisis genéticos personalizados, que influyentes expertos como Eric Lander del MIT exclamaban «El futuro ha llegado», y que el director de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) Francis Collins defendía que «La medicina personalizada ya ha empezado». Realmente, el conocimiento sobre pequeñas variaciones del ADN asociadas a enfermedades creció de manera exponencial. Pero ocurre una cosa: los científicos están empezando a decir que se sienten desbordados por tanta información. Les faltan computadores y expertos en bioinformática, y empiezan a reconocer que interpretar la información genética para darle un sentido médico va a ser mucho más complicado de lo que pensaban. Ya no se habla de «el genoma de los mil dólares», sino de «la interpretación de los cien mil». Tener la secuencia en el disco duro de tu ordenador ya no es una limitación. Y es que han observado genes con una diversidad enorme de funciones, regulaciones epigenéticas por todos lados, mayor variabilidad de la esperada, poca preparación en genética de los médicos… Tras superar la colina de la secuenciación, ven ante sí una montaña que resulta ser más alta de lo que pensaban. En otras palabras, a pesar de los avances, la era de la medicina personalizada se retrasa. Quizá ya lo intuían desde el principio, pero entonces estaban en la fase de reclamar financiación, esa en la que los científicos lanzan promesas y a posteriori se quejan injustamente de los periodistas. Fue a principios de 2011 cuando, con motivo del décimo aniversario de la publicación del primer borrador del mapa del genoma humano, los NIH elaboraron un plan de acción para la próxima década con un mensaje muy claro a la comunidad científica, el público y la clase política: «No tengáis prisa, que esto va para largo».
Pasemos, pues, de la genética humana. Ya hablaba de ella en El ladrón de cerebros. Con la información del ADN se pueden hacer muchas otras maravillas. Desde pegar una patada y arrinconar al paleontólogo clásico que rehúsa los análisis moleculares, hasta averiguar si en los restaurantes de Nueva York te dan sushi barato a precio de sushi caro.
7.1. ¿SUSHI SOSPECHOSO? ¡MIRA SU ADN!
Seguro que habrás oído hablar de las pruebas genéticas para verificar la paternidad, o averiguar si el cabello encontrado en el lugar del crimen corresponde o no al sospechoso. La idea es que hay fragmentos específicos de nuestro genoma que son únicos, una especie de huellas genéticas que nadie más comparte. Ocurre a nivel de individuos, y también a nivel de especie: hay fragmentos determinados que son exclusivos de cada especie animal o vegetal. Ahora bien, si creas una base de datos como el Barcode of Life o Código de Barras de la Vida, donde vas incorporando todos estos datos genéticos diferentes entre especies, te puede resultar facilísimo ir a un restaurante japonés de Nueva York y comprobar si te están dando tilapia por atún blanco.
Es tan fácil que lo hicieron como pasatiempo dos compañeras estudiantes de Nueva York de dieciocho y diecinueve años, una de las cuales era hija de un científico que investigaba en el Proyecto Barcode of Life. El proceso seguido por Kate Stoeckle y su amiga fue muy sencillo: visitar 4 restaurantes y 10 tiendas de Nueva York, recoger 60 muestras de pescados diferentes, cortar trocitos de cada pieza, guardarlos en alcohol, catalogarlos bien, enviarlos a la Universidad de Guelph en Canadá para analizar el ADN, y compararlo con la base de datos del Proyecto Barcode of Life aplicado a los peces que en ese momento ya contaba con casi 5.500 especies catalogadas genéticamente.
He aquí el resultado: 2 de los 4 restaurantes y 6 de las 10 tiendas no siempre vendían lo que sus etiquetas o cartas estaban ofreciendo. En total, una cuarta parte de las muestras analizadas resultaron ser fraudulentas. Por ejemplo, un preciado atún blanco era en realidad un pez más económico llamado tilapia y criado en piscifactorías. Y 7 de cada 10 muestras del tan valorado pargo rojo eran bacalao u otras especies parecidas. El tamaño del muestreo y las características del «estudio» no permiten sacar conclusiones generales, pero lo que resultó curioso fue que en todas las confusiones el pez etiquetado fuera más caro que el ofrecido…
Sin embargo, lo que más nos debe sorprender de esta historia no es el engaño en sí, sino asimilar que esto era casi impensable hace diez años. O por lo menos muchísimo más caro. La tecnología se está volviendo tan asequible que no sólo nos permite diferenciar las especies, sino incluso ver cuál apareció antes sobre la faz de la Tierra.
7.2. QUÉ FUE PRIMERO, ¿LA ESPONJA O LA MEDUSA?
Olvidaos de si fue primero el huevo o la gallina. El verdadero debate científico está entre las esponjas marinas y las medusas.
Así, a primera vista, ¿cuál de estos dos animales (sí, las esponjas también son animales) creéis que fue el primero en habitar la Tierra hace unos ochocientos millones de años? Las esponjas, ¿verdad? Son mucho más simples, parecen «menos evolucionadas», y ni siquiera disponen de movimiento. Por fuerza han de ser una especie anterior, ¿no? Quién sabe, la lógica se equivoca demasiado a menudo como para hacerle caso. Veamos de qué herramientas dispone la biología para responder esta pregunta con la experimentación en lugar de con el engañoso sentido común.
Para clasificar grupos de animales tan antiguos, los biólogos evolutivos buscan estructuras corporales comunes a todas las especies y comparan cómo han ido cambiando con el tiempo. Por ejemplo, una de las estructuras más importantes para establecer una primera clasificación de los animales es la existencia o no de una cavidad corporal interna llamada celoma. Da igual saber qué es exactamente. Si lo tienes, eres un celomado como la mayoría de los animales más recientes. Si tienes algo a medias, te llamarán pseudocelomado y serás visto como un gusano más antiguo. Y si eres un acelomado, estarás dentro del selecto grupo de los animales más ancestrales. Pues bien, esponjas y medusas son acelomados.
Ya dentro de cada grupo, te fijarás en otros detalles. Con los vertebrados, por ejemplo, el registro fósil te puede mostrar cómo cierto hueso de la pelvis ha ido cambiando con el tiempo, y el análisis de los estratos en que se halló el fósil te dirá en qué época habitó dicho animal. Comparar el desarrollo embrionario también te ofrecerá información muy valiosa. Sin embargo, para distinguir entre medusas y esponjas, tienes muchas menos pistas. Los restos paleontológicos las sitúan en la misma era. Por tanto, para saber cuál apareció primero, toca fijarse en detalles puramente morfológicos, grados de complejidad… y, qué remedio, confiar en la lógica. A este respecto, con su vida sésil y sin siquiera simetría corporal ni un precario sistema nervioso, las esponjas marinas tienen todos los números para ser más primitivas que las medusas. Su funcionamiento es sumamente básico. Parecen un primer experimento pluricelular. Así que, intuitivamente, si las esponjas te parecen más ancestrales, que sepas que hasta hace muy poco los biólogos evolucionistas estaban de acuerdo contigo.
¡Muerte a la lógica! Entonces aparece el investigador español Gonzalo Giribet de Harvard y nos dice que, según los resultados filogenéticos publicados en Nature en 2008 por Casey Dunn y él como coautor, un grupo de animales parecidos a las medusas llamados ctenóforos son en realidad (a pesar de ser más complejos que las esponjas) los animales más ancestrales que existen. ¿Cómo saben esto los científicos? La idea es fijarse en algún fragmento genético que esté presente y sea absolutamente básico para todos los seres vivos que existen en la Tierra. Digamos, por ejemplo, el gen 18S rRNA, que codifica para una parte específica de los ribosomas (el orgánulo celular que sintetiza las proteínas). Este gen es fundamental. Por tanto, su secuencia de nucleótidos habrá cambiado muy poco durante la evolución, pero habrá acumulado suficientes pequeñas variaciones como para ir comparándolas a fin de establecer relaciones entre los organismos. De alguna manera, cuanto más parecido sea el 18S rRNA entre especies, más cercanas estarán en el árbol evolutivo. Y cuantas más alteraciones haya sufrido, señal de que más tiempo habrá pasado.
El 18S rRNA es de los primeros genes conservados que se utilizó para establecer relaciones y edades entre los organismos. Si, además de él, analizas también otros fragmentos genéticos muy bien conservados, irás acumulando más y más datos que te permitirán afinar tus relaciones y construir árboles filogenéticos cada vez más ajustados.
Pues bien, desde que la secuenciación del ADN es tan barata, se pueden leer genomas de organismos enteros y utilizar potentes herramientas bioinformáticas para hacer comparaciones de genomas mucho más amplias. Así, en 2008 Dunn y Giribet publicaron la comparación más extensa y diversa de grupos de animales que existía. Significó una cantidad de datos impresionante sobre relaciones entre los organismos emparentados, y esclareció muchas ramas confusas del árbol de la vida. Una de las conclusiones más notables extraída del análisis fue que el ADN de los ctenóforos (una especie de medusa con púas) había sufrido más cambios en genes conservados que el de las esponjas marinas. Por tanto, a pesar de que efectivamente eran organismos más complejos que las esponjas, los ctenóforos debían ser seres más ancestrales. Las esponjas aparecieron después y de alguna manera «se simplificaron» a posteriori perdiendo sistema nervioso y simetría corporal. No sería la primera ni la última vez que algo así ocurrió durante la historia evolutiva de las especies.
Un año después, Andreas Hejnol utilizó un supercomputador para comparar muchísimas más secuencias y construir un árbol filogenético todavía más completo que también confirmaba que los ctenóforos eran más antiguos que las esponjas marinas. El misterio parecía resuelto. «¡Un momento! —me dijo por Skype desde Escocia la bióloga evolucionista Olivia Mendivil—. Está claro que los análisis filogenéticos de Dunn y Hejnol ponen a los ctenóforos como animales más basales, sin embargo, un artículo del año pasado publicado por K. S. Pick dice que los ctenóforos son hermanos de los cnidarios (las medusas) y las esponjas, los animales más basales. Su grupo cree que los resultados de Dunn y Hejnol se deben a lo que se llama efecto de atracción de ramas largas; es decir, animales cuyo genoma cambia más rápidamente y a la hora de realizar un análisis filogenético parecen ser más ancestrales de lo que son. Yo creo que las esponjas continúan siendo más basales que los ctenóforos…»
¿Medusas o esponjas?, ¿huevo o gallina? Intriga, intriga. Olivia insistía en que al comparar genomas hay varios efectos que pueden distorsionar los resultados. En su opinión, los análisis de Dunn, Giribet y Hejnol fueron muy exhaustivos y dieron una información valiosísima, pero lo que hizo Pick fue ser más restrictivo con los fragmentos genéticos secuenciados al coger sólo aquellos que no estaban sujetos a efectos como la atracción de ramas largas. De esta manera observó que en realidad las esponjas eran los animales más ancestrales. Consulté de nuevo a Gonzalo Giribet, y él ve flecos metodológicos en el estudio de Pick: insinúa que podría haber seleccionado los fragmentos que reforzaban su hipótesis, e incide en que la comunidad de biólogos evolucionistas da más soporte a los resultados de Dunn y Hejnol. Gonzalo continúa convencido de que los ctenóforos son más ancestrales que las esponjas marinas, pero reconoce que la cuestión no está científicamente zanjada.
¡Y se puede complicar todavía más! Olivia me explicó que hay una especie de animales llamados placozoos que son literalmente una baba plana, una agrupación de células que se descubrió flotando en unos acuarios y que los análisis filogenéticos del ADN mitocondrial realizados en 2006 los colocaron como el verdadero animal más ancestral que existe. Por su estructura tan sumamente básica parecía lógico. Pero tanto los estudios de Dunn como los de Pick lo descartaron y ahora esta hipótesis sólo la defiende su autor. Así que amigos… si el dilema de si fue primero el huevo o la gallina os parecía misterioso, sustituidlo ya por el de las esponjas o las medusas. Porque, de momento, continuamos sin saber cuál fue el primer animal que habitó en nuestro planeta…
7.3. ENFERMEDADES NO DIAGNOSTICADAS: MÚSCULOS QUE CRECEN SIN HACER EJERCICIO
No abandonemos el bloque de la genética sin hablar de aplicaciones médicas. Después de todo, si bien la medicina personalizada avanza con mayor lentitud de lo que pensábamos, hay un campo que se ha beneficiado enormemente del Proyecto Genoma Humano: las enfermedades raras, las enfermedades que afectan a un número pequeñísimo de personas, y que en la mayoría de los casos suelen tener un origen genético.
Desde su despacho en el Centro Clínico del campus central de los NIH en Bethesda, Maryland, el doctor William Gahl me explicaba que ya se pueden rastrear con mucha más facilidad cuáles son las anomalías en el ADN que provocan estas enfermedades. Sin embargo, lo que más interés suscita es el nombre del departamento que él dirige y que había sido creado dos años atrás: Programa de Enfermedades No Diagnosticadas. Enfermos que les llegan tras haber pasado por varios médicos de diferentes disciplinas y no haber sido capaces de descubrir qué funcionaba mal en sus cuerpos. William Gahl es el «House» de verdad. ¿Un ejemplo? El inquietante caso de Sally Massagee.
Sally estaba en la cuarentena cuando empezó a desarrollar musculatura en la espalda y los hombros a pesar de no practicar ningún ejercicio intenso. Cuando al cabo de los meses acudió al médico para preguntarle si eso era normal, me cuenta por teléfono que éste le respondió: «¡Ya me gustaría a mí estar cerca de los cincuenta y tener esa forma física sin ningún esfuerzo!». Las preocupaciones llegaron cuando en 2007 un endocrinólogo de la Universidad Duke le realizó un escáner cerebral para tratar de entender el origen de este extrañísimo y cada vez más molesto crecimiento muscular, y descubrió que incluso los músculos internos del globo ocular eran tres veces mayores de lo normal.
En agosto de 2010, Sally me confesó por teléfono: «Han sido unos años horribles. Estaba cada vez más incapacitada, nadie tenía ni idea de qué me ocurría, y llegué a pensar seriamente que iba a morir. El Programa de Enfermedades No Diagnosticadas de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos salvó mi vida».
La vida apacible de esta consultora y madre de cinco hijos en su pueblo de Carolina del Norte se iba transformando a medida que su musculatura crecía y se hacía mucho más firme, causándole intensos dolores con sólo subir escaleras o intentar ponerse un jersey ajustado. Incluso su lengua estaba más desarrollada y tenía problemas al tragar. Varios doctores de diferentes disciplinas habían realizado todo tipo de pruebas buscando el origen de su problema, pero nadie tenía ni idea de qué ocurría en su cuerpo. El doctor Gahl explica: «Vimos que era un caso único, y la aceptamos». Sally fue uno de los primeros pacientes que ingresó en el Programa de Enfermedades No Diagnosticadas de los NIH.
En aquel momento no podía caminar ni cinco minutos sin sentirse agotada, sufría apneas y los dolores estaban en su punto de máxima intensidad, de modo que viajar al centro clínico de los NIH en Bethesda significó un brote de esperanza. «Fueron muy honestos, y desde el principio me dijeron que iban a investigar para comprender mi caso, sin prometerme una cura. Pero yo me sentía optimista». Tenía razones para serlo. Tras realizar gran número de pruebas, una nueva biopsia muscular, y una primera hipótesis fallida sobre un gen que regula la expresión de un factor de crecimiento muscular llamado miostatina, Sally obtuvo un rápido diagnóstico: estaba sufriendo una variedad muy extraña de una enfermedad llamada amiloidosis de cadena ligera, caracterizada por la acumulación de fibras amieloides en órganos internos como los riñones o el corazón. «Evidentemente hay muchos otros centros de investigación analizando casos extraños —reconoce el doctor William Gahl—, pero nosotros podemos trabajar más rápido porque no necesitamos pedir permisos a aseguradoras y tenemos a nuestra disposición directa todos los equipos y excelentes profesionales de los Institutos Nacionales de la Salud. Por eso diagnosticamos la enfermedad de Sally en sólo dos meses».
Nadie entiende todavía por qué en el caso nunca antes documentado de Sally las fibras amieloides se acumulaban primero en los vasos sanguíneos musculares en lugar de en los órganos internos, pero los médicos conocían la causa de la amiloidosis y un tratamiento para casos graves: la médula ósea de Sally Massagee estaba generando una cantidad inusual de células inmunológicas productoras de unas proteínas llamadas inmunoglobulinas, cuyo exceso se depositaba en sus vasos sanguíneos musculares provocando un crecimiento desmesurado del tejido muscular. Era abril de 2009, y un mes después Sally fue enviada a un especialista de la Clínica Mayo en Minnesota para realizarle primero una quimioterapia que eliminara las células defectuosas, y a continuación un trasplante de células madre que restaurara la normalidad en su cuerpo.
El procedimiento fue un éxito, la médula ósea de Sally comenzó a generar células sanas, y al cabo de unos meses empezó a notar una lenta aunque progresiva mejoría. A mediados de agosto de 2010, Sally Massagee expresaba entusiasmada por teléfono: «Ahora me siento prácticamente recuperada. Puedo trabajar y hacer de nuevo una vida normal. Mis músculos vuelven a ser normales y ya no me duelen. Es como si hubiera vuelto a vivir».
¡Viva la ciencia! Pero el éxito es la excepción. Por los laboratorios de los NIH han pasado pacientes que no podían hablar ni mantener el equilibrio debido a una todavía desconocida atrofia del cerebelo, personas con conductas inapropiadas y exagerada desinhibición causadas por una misteriosa ausencia del cuerpo calloso que conecta ambos hemisferios del cerebro, una mujer a la que sin explicación aparente le salían dolorosas espículas de queratina por los folículos de su piel, un enfermo cuyo organismo producía piedras de fosfato cálcico, otro paciente con enigmáticos picores asociados al consumo de ciertos alimentos, una niña de cinco años con retraso en el desarrollo, pancreatitis y una extraña acumulación de cobre en su hígado, u otra de cuatro años cuyos dientes no tenían raíces, sus dedos no poseían glándulas sudoríferas, partes de su piel estaban hiperpigmentadas, algunos huesos hiperdesarrollados, y el dimorfismo de su cráneo llegaba a pinzarle el nervio óptico. El origen de éstos y muchos otros trastornos continúa sin respuesta. «Nuestro objetivo final no es ponerle un nombre extraño a los síntomas —explica el doctor Gahl—, sino investigar hasta entender las causas últimas de estos trastornos a nivel genético o bioquímico. Somos poco condescendientes con la palabra diagnóstico, por eso en realidad diagnosticamos pocos casos». Varios de estos pacientes, como la joven Summer Stiers que en febrero de 2009 protagonizó un extenso artículo en el suplemento dominical del New York Times, han fallecido sin hallar explicación a sus trastornos. «Nuestro trabajo es intelectualmente muy estimulante, pero nos enfrentamos a momentos durísimos», reconoce William Gahl.