6. Pajas cósmicas, otros universos y el honor de los agujeros negros chiquitos

Lo bonito del estudio del universo es que te sorprende. Otras ciencias, como la biomedicina o la búsqueda de nuevas fuentes de energía, avanzan en una dirección concreta y preestablecida. Transformarán el mundo curando el cáncer u obteniendo electricidad de la fusión atómica, pero no será una sorpresa. Ya nos anticipan que se está trabajando en esa dirección. Sin embargo, ciencias en que la observación es todavía muy importante, como la astrofísica, nos asombran con más frecuencia mostrándonos algo que desconocíamos, o que la realidad es diferente de lo que creíamos.

Imagínate, por ejemplo, la cara del cosmólogo y premio Nobel de Física 2011 Adam Riess cuando a finales de 1997 estaba calculando cuánta masa tenía el universo y de sus ecuaciones apareció un enigmático –0,36. Era un valor relativo que estaba obteniendo a partir de mediciones de luz procedente de lejanísimas supernovas para calcular a qué velocidad se estaba frenando la expansión del universo. Con ello pretendía averiguar si —en función de la masa que contenía— el universo terminaría frenándose y retrocediendo hacia un big crunch, o si se expandiría para siempre. Un resultado negativo implicaba que… ¡la expansión no sólo no se frenaba, sino que se aceleraba! Cuando en agosto de 2011, en su despacho de la Johns Hopkins en Baltimore, me mostró su libreta original con ese –0,36 que a la postre sería la primera evidencia de la existencia de esta energía oscura que como si fuera gravedad negativa expande de manera acelerada el universo, me dijo que lo primero que pensó fue que se había equivocado en los cálculos. Los revisó, y todo parecía encajar. «Gente como yo no somos los que hacemos grandes descubrimientos», me confesó que se dijo a sí mismo a continuación. Envió los cálculos a otros colegas cosmólogos, y todos respondieron que las mediciones parecían correctas. Riess publicó un artículo científico «esperando que fuera rebatido por algún fallo complejo, no por una simpleza que me dejara en evidencia». Para su sorpresa, la comunidad científica acogió muy bien su resultado sobre la expansión acelerada del universo. De repente parecía solucionar algunos problemas de la cosmología, como que ciertas estrellas podrían tener una edad más antigua que la del propio origen del universo, que el principio de indeterminación exigía un cierto tipo de constante cosmológica (un caso especial de energía oscura), y daba sentido a la teoría de la inflación y a sus cálculos, según los cuales el 74 por ciento del universo es algo completamente diferente de la materia, tanto la oscura que desconocemos como la ordinaria.

El descubrimiento de la energía oscura ha sido uno de esos hallazgos que de repente transforman nuestra visión del mundo. Riess, que fue galardonado con el Nobel dos meses después de mi visita a la Johns Hopkins, continúa haciendo mediciones para analizar la expansión acelerada del universo, pero reconoce que para comprender el fenómeno se necesita una idea radicalmente nueva. Algo parecido a lo que un siglo atrás hizo Einstein con su teoría de la relatividad. Se espera una visión de la física totalmente diferente de la actual que en algún momento del siglo XXI revolucionará de nuevo nuestra concepción de la realidad.

Esta idea maravillosa, y en particular la que logre combinar las leyes macroscópicas de la relatividad y nanoscópicas de la cuántica, está siendo perseguida con ansiedad por un gran número de físicos teóricos provistos de ordenadores, imaginación y matemáticas. Se sienten aireados por los éxitos del siglo XX. Einstein concibió sin referencia física alguna que la gravedad no era una fuerza como había descrito Newton, sino una deformación del espacio. Y en El ladrón de cerebros explicaba cómo Paul Dirac predijo la existencia de electrones con carga positiva y protones negativos (antimateria) simplemente porque sus ecuaciones matemáticas le daban dos soluciones. Años después, los experimentos demostraron que Einstein, Dirac y las matemáticas no se equivocaban, por aberrantes que parecieran sus deducciones. Para muchos físicos teóricos significa un cambio filosófico trascendental: la observación directa y la experimentación convencional son consideradas cada vez más prescindibles por los matemáticos que intentan comprender la estructura de la realidad.

Así nacen las dimensiones extra, las supercuerdas, las branas, la gravedad cuántica de bucles, la gran inflación, los universos paralelos o la ilusión de conocer qué ocurrió justo antes del big bang. De hecho, cuando visité al cosmólogo creador de la teoría de la inflación y futuro premio Nobel Alan Guth, me dijo: «Los datos experimentales pueden equivocarse, pero las matemáticas son exactas». Era un alegato a que la única manera de entender el origen del universo era mediante las matemáticas.

Pero utilizo la expresión «con ansiedad» por la precipitación que a menudo vemos en grandes científicos que se quedan sin tiempo para intentar pasar a la historia por ser los primeros en formular una idea que se demostrará a posteriori. Seamos aquí un poco críticos con el exceso de palabrería, pues, como dijo Feynman —y muchos otros—, el principio de autoridad no existe en ciencia y nuestra obligación es ser irrespetuosos con los maestros. Stephen Hawking es quizá el que más me está decepcionando últimamente… él o sus editores. Disparates aparte, como tener cuidado con la búsqueda de vida extraterrestre por si encontramos alienígenas que se enteren de nuestra presencia y nos invadan, en su último libro, El gran diseño, Hawking dice que ya está, que la teoría M (una versión de la teoría de cuerdas) puede explicarlo todo. Aún no se ha validado experimentalmente, pero Hawking asegura (sin poder explicarlo en el libro) que las ecuaciones de la teoría M establecen cómo se genera masa de la nada. Y recurre al mediocre principio antrópico para explicar por qué las constantes de la física están tan bien afinadas. Dice que Dios no es necesario (algo que no resulta nuevo en absoluto) y que la filosofía está muerta (soberbia arrogancia que tampoco es el primero en afirmar). Hawking ha sacrificado el rigor a las ventas. Y no es el único. En su libro Ciclos del tiempo, Roger Penrose se acoge a un pequeño artículo no aceptado todavía para asegurar que en el cosmos existen señales de un universo anterior. Con ello construye toda una teoría diciendo que los universos son cíclicos: se van creando, expandiendo, frenando, contrayendo, colapsando, y vuelta a empezar. El pseudoartículo que inspiró a Penrose ya ha sido contestado por diversos equipos independientes, pero su elucubración en forma de libro sigue ahí, vendiendo, y esperando que si un día algún científico investigando de verdad descubre que efectivamente el universo es cíclico, su nombre pueda estar asociado al descubrimiento.

Por pajas cósmicas como éstas muchos astrofísicos se enfurecen ante lo que consideran una injusta distribución de la atención mediática entre estas divagaciones y sus estudios con mediciones reales. Los científicos suelen continuar equivocándose al enfadarse con los comunicadores por escribir sobre lo que interesa al público en lugar de lo que les interesa a ellos.

Uno de los casos más graciosos vividos en primera persona se produjo cuando me presentaron a Nora en el bar Circa de Washington D.C. Tenía aspecto de abogada, no me preguntéis por qué, de ésas que trabaja en algo tan acientífico como buscar pruebas a posteriori para defender una postura que le viene impuesta. Sin embargo, para mi agradable sorpresa, esa atractiva italiana resultó ser una astrofísica que investigaba en la NASA, que primero buscaba las pruebas y luego extraía conclusiones imparciales de ellas. Cuando le pregunté por su campo de investigación y me contestó que estudiaba los agujeros negros, ilusionado, le respondí: «¿Esos gigantes en el centro de las galaxias?». Entonces la doctora Eleonora Troja mostró su carácter de mujer siciliana y me reprendió como si hubiera cometido un crimen: «¡Ya estoy harta! Los periodistas sólo os preocupáis de los aburridos agujeros negros supermasivos. Los estelares son más pequeños… pero ¡mucho más interesantes!».

¿Cómo? ¿Había dos tipos de agujeros negros —grandes y pequeñitos— y yo sin enterarme? Terminé mi copa comedido por el ímpetu de Nora, pero con un fuerte deseo de conocer algo más sobre sus agujeros negros. Tenía que visitarla en su oficina del Centro de Vuelo Espacial Goddard de la NASA, en las afueras de Washington D.C., para que me explicara mejor qué eran esas concentraciones de materia que no dejan escapar ni la luz, y por qué insistía tanto en esas explosiones de rayos gamma que a mí ya empezaban a sonarme a otra cosa.

No os tendré en vilo. La lógica que subyace en la existencia de sólo dos tipos de agujeros negros —por tamaño— es la siguiente: los supermasivos que ahora ocupan el centro de las galaxias se formaron en las primeras etapas del universo. Tras el big bang todo empezó a expandirse, pero durante centenares de miles de años el universo era mucho más denso y algunas regiones acumularon tanta concentración de materia que se formaron grandes agrupaciones alrededor de las cuales empezaron a orbitar las primeras estrellas y cuerpos celestes. Esa concentración tan extrema de masa en la que ni la luz podía escapar fueron los primeros agujeros negros supermasivos, que durante miles de millones de años han continuado creciendo y constituyendo galaxias a su alrededor.

Los agujeros negros pequeñitos tienen otro origen: son estrellas que están llegando a su fin. Cuando el combustible interior de una estrella se termina, empiezan unas nuevas reacciones de fusión muy exotérmicas que la hacen explotar. Es lo que conocemos como supernova. Pero si la estrella era muy grande, gran parte del contenido vuelve a colapsar por la fuerza de la gravedad y se comprime tanto que forma un agujero negro pequeñito. Con el tiempo, este agujero negro puede ir creciendo, pero si tienes en cuenta el tiempo de vida de una estrella y la edad del universo, las supernovas son relativamente recientes. Así pues, las estrellas gigantes necesitan miles de millones de años para agotar su combustible, de modo que los agujeros negros que se formaron de ellas son relativamente jóvenes y, por tanto, todavía pequeños. Y para la astrofísica Eleonora Troja muchísimo más interesantes, porque nos permiten estudiar cómo se crea un agujero negro.

Si nos situamos sobre esa estrella como mínimo diez veces más masiva que nuestro Sol, dando vueltas como una loca sobre su eje y agotando ya todas las reacciones de fusión nuclear que le permiten emitir luz y calor, veremos que cuando empieza a colapsarse y las capas externas se acercan a su núcleo algo ocurre que de repente explota y —debido a que estaba rotando— emite un chorro de rayos gamma. No se sabe muy bien por qué se producen las supernovas. La hipótesis más aceptada es que el centro de la estrella se colapsa formando una estrella de neutrones, y cuando el resto de materiales chocan en su superficie se producen unas reacciones muy localizadas y potentes de fusión nuclear que causarían la explosión y liberación de rayos gamma. Estas explosiones de rayos gamma son detectadas por telescopios como el Swift, y sus datos utilizados por científicos como Nora para estudiar muchas características del universo. Los rayos gamma son tan intensos que nos permiten localizar y estudiar los elementos más lejanos —tanto en tiempo como en distancia— que existen. Por ejemplo, a mediados de 2009 se detectó el objeto más joven y distante nunca observado: una explosión ocurrida sólo 630 millones de años después del big bang, cuyos rayos gamma nos están llegando en la actualidad. Es impresionante: estamos viendo objetos situados a varios centenares de miles de millones de años luz de distancia (ten en cuenta que el universo se expande de manera acelerada debido a la energía oscura).

Abro aquí un paréntesis porque quiero continuar hablando de Nora y de otro fortuito encuentro que se produjo en mayo de 2011. Nos vimos en una fiesta y, evidentemente, le pregunté por sus investigaciones. Con expresión de «este tipo está atontado», me explicó que estaban ilusionadísimos con una señal extraña recibida del centro de nuestra galaxia. Podía indicar que nuestro agujero negro que se presuponía inactivo, en realidad estaba activo. Y eso tendría importantes consecuencias. Quise que me explicara más y de repente me dijo: «Espera… no puedo. La noticia está embargada hasta su publicación, y no me está permitido hablar con periodistas».

¡Muerte al embargo! Lo odio. Cuando un científico obtiene un resultado importante, lo envía a una revista de referencia para que los editores lo manden a compañeros de su campo que lo revisarán de manera anónima, y si dan el visto bueno, lo publicarán. Sin embargo, hasta ese momento, se supone que no es lícito darlo a conocer. Incluso cuando el artículo está aceptado, la revista envía toda la información a su listado de periodistas con la condición de que no publiquen nada hasta cierta fecha determinada. La noticia está embargada. Por eso aparecen de golpe y con aburridísima similitud «noticias» científicas que en realidad se gestaron meses antes. Este riguroso proceso asegura que no se difundan resultados erróneos, pero tiene una consecuencia muy negativa: no puedes explicar la historia poco a poco. No puedes crear intriga explicándole al público que los astrofísicos han encontrado una señal extraña procedente del centro de la galaxia y todavía no saben qué es. Lo máximo que puedes obtener es una nota tan informativa como aséptica que se olvidará a las pocas horas de aparecer en los medios. Desde la perspectiva del divulgador, yo reivindico el fin de los embargos. Y la libertad del divulgador para buscar las historias que más le interesen y no las que le dicten las revistas científicas.