5. La monogamia puede ser natural, pero la fidelidad no

Imagínate que tienes una pareja estable y estás la mar de feliz con ella. Imagínate que viajas un día por tu cuenta al Amazonas para visitar a ciertos científicos, y entre tanta selva y tanta naturaleza terminas paseando al anochecer con un primate del sexo opuesto e interesantísima conversación. El instinto aparece y te preguntas: ¿es natural desear a otra persona a pesar de estar enamorado?, ¿o lo que no es natural es tener una única pareja durante largos años? Bueno, quizá ambas cosas no sean excluyentes. Al menos no lo son en el mundo animal, donde la monogamia y la infidelidad parecen ser compatibles.

En medio de la selva amazónica ecuatoriana, en la estación científica Tiputini de la Universidad San Francisco de Quito, en un lugar al que sólo puedes acceder por una angosta carretera y dos horas en lancha por el río, la madrileña Sara Álvarez estudia el comportamiento de los monos araña en el estado más natural posible: no están familiarizados con los turistas ni tienen miedo a los cazadores furtivos. Allí no vive nadie, sólo una peculiar colonia de ocho a diez científicos cuyos comportamientos también deberían ser estudiados científicamente. Sara explica que los monos araña tienen patrones de comportamiento parecidos a los del chimpancé, y pasa trece horas al día tomando notas sobre cómo se relacionan dentro del grupo, cómo colaboran en el cuidado de las crías, qué comen, cuándo migran, por qué se pelean, cómo esparcen semillas… y cómo funcionan las relaciones multimacho-multihembra. «Multimacho-multihembra» no quiere decir otra cosa que todos con todos. Poligamia y promiscuidad. Algo natural para los monos araña y muchísimas otras especies. Sin embargo, en el mismo entorno la primatóloga Amy Porter investiga a otros monos más pequeños llamados titís y sakis. Forman grupos de tamaño y características parecidas a los monos araña, pero les diferencia un aspecto muy peculiar de su conducta, que nadie se aventura a justificar todavía: su monogamia.

No es un tema del entorno, ya que tanto los titís como los sakis que viven en otras selvas son también monógamos. Es una instrucción que ambas especies llevan de manera innata en sus genes, como muchos otros animales, la gran mayoría de las aves, por ejemplo. La monogamia está evolutivamente asociada a la necesidad de que el padre colabore en el cuidado de las crías. En los pájaros, uno debe llevar comida a la familia mientras el otro protege a los polluelos de los depredadores. El núcleo familiar es imprescindible. Sin él, los genes no se transmiten. Pero atención: aunque existen numerosas especies animales con diferentes grados de monogamia, la fidelidad es algo muchísimo más extraño. Si mientras el pájaro macho va a buscar comida se encuentra una hembra en celo, no duda en tener un escarceo y regresar después con su pareja como si nada. A la selección natural ya le parece bien. Es lo que los etólogos llaman monogamia social: la pareja defiende su territorio y cuida de sus crías, pero se permite aventuras extraconyugales. Y no sólo el género masculino. En un experimento en que se esterilizó a varios pájaros machos, sus monógamas hembras continuaron misteriosamente teniendo hijos. La monogamia ha sido ampliamente documentada en aves, como los leales cisnes, pero también en mamíferos, como los murciélagos o los lobos, e incluso en peces pequeños en los arrecifes de corales. Ahora bien, mientras que en la monogamia social los devaneos de una tarde no son extraños, en la monogamia sexual son mucho menos habituales.

Entre los escasos ejemplos de que disponemos, uno puede resultar familiar a los lectores de El ladrón de cerebros. Me refiero a esa especie de ratitas de campo que se comportaban de manera monógama hasta que se les bloqueaba un gen relacionado con la oxitocina. Entonces dejaban de formar parejas estables. Y lo contrario con una especie de ratita muy parecida pero polígama cuyos machos se volvían monógamos si se les inyectaba la hormona del amor en sus cerebros.

La conclusión final es que la naturaleza permite perfectamente desvincular el amor y la reproducción. Pero ¡ni se te ocurra utilizarlo como excusa! Está claro que nuestros instintos más básicos pueden no ver conflicto alguno en sentirse apegados a nuestra pareja y deseosos de procrear con otra. Éstas son las instrucciones más primitivas que llevas insertadas en tu cerebro, aunque luego vivas un entorno cultural que las modula para adaptarlas a las reglas que tú escojas seguir. No hacerlo en caso de contradicción es un signo de que tienes un córtex prefrontal poco desarrollado… o inhibido por el vino.

5.1. ESTUDIOS CIENTÍFICOS INVENTADOS

Pero mantengámonos en los estudios con primates y cambiemos radicalmente de tema. Quien llegó a la página 401 de El ladrón de cerebros recordará dos curiosos experimentos en los que macacos y monos tamarindos demostraban la suficiente capacidad de reflexión para tener paciencia y no coger un cacahuete sabiendo que si esperaban les darían tres, y para enfadarse y sentir injusticia cuando por un mismo trabajo veían a un compañero recibir un premio tres veces mayor que el suyo. Los experimentos fueron realizados en el prestigioso Departamento de Psicología de Harvard por Marc Hauser, autor del libro La mente moral y uno de los científicos más reconocidos en el campo del estudio de la naturaleza humana. Con una salvedad: se inventó los resultados. Así como lo oyes.

La noticia, que conmocionó a gran parte de la comunidad científica, salió a la luz a mediados de 2010. Todo empezó un año antes cuando un grupo de posdocs envió una carta al decano de Harvard explicándole que su jefe Marc Hauser les obligaba a modificar resultados científicos, y que en varias ocasiones se los había inventado directamente para que se ajustaran a la tesis que él quería defender. En el mundo de la ciencia, esta acusación es un pecado capital, algo absolutamente intolerable. Es el equivalente al caso más escandaloso de dopaje en el deporte que podáis imaginar. Harvard empezó una investigación interna y concluyó que, efectivamente, Hauser había incurrido en una mala conducta científica y que varios de sus artículos publicados contenían resultados fraudulentos. Hauser colaboraba con gran cantidad de grupos y parece que todas sus líneas con humanos están limpias. Pero, misteriosamente, muchos de sus vídeos con macacos habían «desaparecido» y no se encontraba registro de los datos de ciertos experimentos que decía haber realizado. Hauser tomó un año sabático justo antes de que la polémica explotara, y sólo hizo unas declaraciones públicas en las que reconoció haber cometido errores. Harvard cerró su laboratorio y se rumoreaba que, como gran parte de su financiación procedía de fondos públicos otorgados por la Fundación Nacional de Ciencias y los Institutos Nacionales de la Salud, iba a ser juzgado por delito y acusado de cargos graves. «Podría ir a prisión», me llegó a decir una neurocientífica del MIT.

Hauser es uno de los autores que más citaba en El ladrón de cerebros. Le entrevisté primero en su despacho, me invitó a ir a alguno de sus seminarios, coincidimos en diversos eventos y charlamos varias veces de manera distendida. Es un tipo encantador, uno de los mejores divulgadores que he conocido y un personaje muy querido entre los investigadores de su campo. Por eso la noticia les causó mucho más que una decepción. Estaban escandalizados y lo consideraban un verdadero desastre, porque Hauser era un autor muy citado y la retirada de algunos de sus artículos afectaría a otras investigaciones relacionadas, pero también por la imagen que se proyectaba al público de la ciencia, en especial de la psicología evolutiva.

De mi charla con Hauser todavía recuerdo la insistencia que mostraba en defender que por primera vez en la historia estábamos utilizando el método científico para investigar a fondo la naturaleza humana. Ahora esta pureza metodológica queda en entredicho. Ha salido muy tocada. A la psicología evolutiva se le acusa habitualmente de defender sus planteamientos sólo con la coherencia de sus historias. Por eso experimentos con macacos como los de Hauser tenían tanta relevancia. Ahora, por ejemplo, el Wall Street Journal ha dicho que la propia psicología evolutiva merece un «morality check».

El caso de Hauser es impactante, pero ni mucho menos único. Semanas después, una premio Nobel de Harvard retiró dos de sus artículos científicos tras no poder reproducir los experimentos que había realizado uno de sus posdocs. Y a continuación en Nature leíamos el sorprendente caso de una investigadora de la Universidad de Michigan que denunció a un compañero por contaminar sus muestras por celos y competencia. En noviembre de 2011, el reconocido psicólogo social holandés Diederik Stapel confesó haberse inventado los resultados de como mínimo diversos artículos científicos, algunos de ellos publicados en Science. Stapel reconoció públicamente haberlo hecho para ser el mejor. En la ciencia se respira un clima enrarecido. Lo más grave es que cuando comentas estos casos, muchos investigadores te responden un «no es de extrañar con la presión a la que estamos sometidos». Un científico del MIT me decía: «La competencia es feroz. Aquí, si no tienes un Science o un Nature, no consigues plaza». Este «aquí» no es exclusivo de Cambridge, desde luego. Y las posibles malas conductas científicas para conseguirlo seguramente tampoco, pero la ciencia corre el riesgo de perder la imagen de pureza que quizá algún día tuvo. Nosotros continuaremos disfrutando de ella como lo hacemos del arte, apreciando sus mejores obras y buscando la creatividad de las nuevas ideas. Nunca asumimos que todas fueran buenas, pero nos dejábamos llevar fácilmente por ellas. Ahora nos están obligando a ser cada vez más meticulosos. Y esto también tiene implicaciones en el ámbito de la comunicación de la ciencia. Necesitamos un periodismo crítico, no instituciones que divulguen para hacer publicidad.