La ciencia es el wikileaks de la naturaleza. Es la única manera que tenemos de descubrir los secretos mejor guardados del mundo microscópico, del funcionamiento íntimo de nuestros cuerpos o del pasado más remoto de nuestro planeta. Sin ella todavía veríamos las estrellas inmóviles en el firmamento, nuestra piel sería opaca y no sabríamos que no es la fe la que mueve montañas, sino las placas tectónicas. Qué ignorantes seríamos sin el conocimiento científico.
Sentir la bendita curiosidad por escudriñar el mundo con las gafas de la ciencia es una tarea estimulante, e infinita. Cada respuesta que obtienes te regala nuevas preguntas. No puedes asimilar que los núcleos atómicos están constituidos por protones y neutrones sin preguntarte de qué están constituidos los protones y los neutrones. Ni que tus neuronas son mucho más maleables de lo que pensabas sin cuestionarte qué implicaciones tiene esto en tu vida y en tu pensamiento. Cuando el picor intelectual aparece, no puedes dejar de rascar.
Por eso, cuando tras publicar El ladrón de cerebros me preguntaron si había agotado todos los temas, exclamé: «¡Claro que no! ¡Quedan ideas apasionantes para centenares de libros!». Había rechazado en todo momento escribir una segunda parte del libro por varios motivos, pero de ninguna manera por falta de historias científicas. Sólo con revisar las «B» que anoté en mis libretas durante el año que pasé estudiando ciencia en el MIT y en Harvard cada vez que descubría una posible entrada de blog podría preparar varias ediciones más. Por ello, cuando mi editor me propuso el experimento de escribir un libro electrónico con un máximo de diez mil palabras, pensé que sería la oportunidad ideal para recuperar las «B» olvidadas de El ladrón de cerebros y rememorar la magia de los encuentros fortuitos que estimularon a rascar donde antes no picaba.
Lo haré utilizando un ritmo ágil, partiendo siempre de la anécdota y la curiosidad. Y algo importante: sólo si nos conducen a ideas poderosas de fondo. Aquí asumimos que la anécdota sin mensaje es como el sexo sin amor: distrae, pero no cautiva. Así pues, también reconocemos que el amor sin momentos picantes puede resultar tedioso. Por eso recrearé las situaciones que me llevaron a «rascar donde no picaba», porque son la salsa de la autenticidad con la que aliñar esta ensalada mixta de ciencia que ofrezco a continuación. Espero que la devores entera y quedes con hambre suficiente para repetir. Pero, como siempre, si las nueces no te gustan, apártalas sin miramiento. Nunca comas ciencia a la fuerza, ni dejes que sean los científicos quienes elijan tu menú o te pongan la cuchara en la boca. Tú eliges qué debes saber sobre ciencia, no ellos. Escuchémosles porque tienen infinidad de historias interesantísimas que explicar, y son quienes mayores aportaciones están realizando al crecimiento intelectual del siglo XXI.
Invierte el orden clásico de tu relación con la ciencia: no la contemples desde la distancia y de manera pasiva para ver qué te cuenta, acude a ella con actitud proactiva siempre que tengas preguntas que te generen un escozor irrefrenable. Es la mejor fuente de información de que disponemos… de largo. Y si algún día los gobernantes y la sociedad logran asumirlo, el mundo será un lugar mucho mejor.