5. El domingo

MARY

—¿Qué escondes, Mary? —preguntó Verónica.

Mary ocultaba bajo la mesa un paquete pequeño. Lo colocó sobre sus rodillas juntas. Siguió comiendo.

—Nada, Verónica, me subía una media; ¿qué voy a esconder?

Verónica no insistió, pero al poco rato dio un codazo a Rachel. Rachel miró disimuladamente bajo la mesa. Guiñó el ojo a Verónica. No dijo nada.

Mary tomaba sus tostadas de mantequilla y mermelada, silenciosamente y embebida.

—Teresa, ¿a qué hora vais a tomar el té esta tarde? —preguntó Verónica.

Mary comió más deprisa. No quería que Teresa mirase hacia allí, que se fijase en ella y le hiciera coger, temerosa, el paquete que sostenía en su regazo, al borde para que no se viera. Verónica siguió:

—Vendré de fijo, a las once me escapo. Hoy quedo libre a las doce pero tendré que correr para ir a casa, comer con Tom y las niñas y estar aquí a las cuatro.

«¡Qué bien! Yo no tengo que ir y volver corriendo como Veric. Qué suerte tener hoy mi domingo de turno».

—Louise vendrá también a las cuatro, me dijo —seguía hablando Verónica—. Será muy divertido y lo pasaremos muy bien, Teresa. Claro que también será triste. Esta fiesta no debería ser una despedida, debería ser la bienvenida del año que viene…

Mary sujetó con una mano el paquetito, lo subió un poco. Había estado a punto de caérsele.

«Se va a aplastar», pensó.

—¿Otra tostada, Mary? —preguntó Rachel desde el otro extremo de la mesa—. Mary, ¿qué tienes ahí?

Mary enrojeció.

—No tengo nada. Dejadme en paz.

La barbilla se movía a ambos lados en un tic de disgusto. Rachel no insistió. Teresa se levantó en cuanto terminó. Mary se quedó sentada.

—Enseguida subo, Teresa, vete a limpiar las mesas, con la bayeta.

Verónica rió.

—¡Sube, Teresa, que Mary vendrá en cuanto acabe!

Mary cerró los ojillos de topo. Bebió el té y no contestó a Verónica.

«Ahora lo dejaré encima del armario de los abrigos. En el abrigo no, porque allá iría Verónica a mirar. Esperaré a que ella suba y lo colocaré sobre el armario».

—Mary, cuando termines lleva la tetera a la cocina, por favor —pidió Rachel.

Mary asintió. Verónica no se movía.

—Mary, ahora que estamos solas, ¿por qué no me dices lo que escondes en tu regazo?

Mary apretó las piernas, juntas, contra el borde de la mesa.

—Verónica, a ti no te importa. Es un secreto mío que no tiene importancia. No es nada que a ti te vaya a gustar.

Verónica se encogió de hombros. Tiró su colilla al cenicero y se levantó.

—Como quieras, mujer enigmática.

Cuando se quedó sola, Mary subió el paquetito a la mesa. Lo dejó al lado de su taza y lo protegió con una mano, cariñosamente.

«Lo tendré allí hasta después de comer. Entonces iré un momento al lavabo sin que se enteren y lo cogeré».

Mary se deslizó por el pasillo hacia el vestuario del servicio.

No había nadie. Se subió a una silla, extendió el brazo a lo alto del armario y depositó el paquetito sobre la tabla polvorienta.

«Se va a manchar el papel».

Se bajó de un salto. Dejó la silla en su sitio. La limpió con la mano.

«Si ve Verónica las pisadas, se entera de lo que he hecho. Verónica es muy lista…».

Luego Mary volvió al comedor de servicio, recogió la tetera y su taza y fue hacia la cocina.

TERESA

—Mary, eres genial —afirmó Verónica.

Mary bajó la cabeza, sonrojada, avergonzada, con una conciencia culpable de estar siendo la heroína de la fiesta.

—No me digáis nada, dejadme en paz —repetía.

Los pañuelos estaban en la mano de Louise.

—Hilo fino, has tenido muy buen gusto, Mary.

La cucharilla estaba entre Rachel y Kate.

—La Torre de Londres. Estupendo recuerdo para ti, Teresa —dijo Kate.

Mary no se decidía ni a comer un pastel. Estaba frente a mí, nerviosa y feliz, moviendo la cabeza a los lados, evitando mirarme.

—Dime cómo fue. Yo no estaba aquí cuando lo contaste. Dímelo —pidió Louise.

Louise no se burlaba en aquel momento. Tampoco se burlaba Verónica. Todas estaban un poco admiradas y conmovidas y saeteaban a Mary con sus exclamaciones, cariñosas y amigas.

—Toda la mañana —intervino Verónica— Mary anduvo pensativa y misteriosa. No dejó que nos acercáramos a ella…

Louise la interrumpió:

—Perdona, querida Veric, prefiero que me lo cuente Teresa…

—Por la mañana no me enteré de nada —expliqué—, aunque vi que Verónica gastaba bromas a Mary. Mary y yo trabajamos en el salón, comimos juntas y después Mary me llamó aparte. «Teresa, ven a los lavabos un momento. Tengo que decirte una cosa…». Yo no adiviné para qué me necesitaba. Al llegar allí, Mary se subió a una silla ante mi asombro y cogió del armario un paquete pequeño… Los ojos de Mary parecían más grandes, más abiertos. Me lo tendió y me dijo: «Para ti, Teresa, un recuerdo de Mary». En el paquetito había dos pañuelos blancos, de hilo, bordados a máquina en colores chillones. Uno tenía el escudo de Londres, el otro, unas flores silvestres. También había, en el centro, entre los dos pañuelos, un paquetito duro. Lo desenvolví: era la cucharilla para medir el té, de metal dorado, con la Torre de Londres en el mango.

—Teresa —dijo Mary—, para que midas el té en España… Hemos tomado tantas tazas juntas… Los pañuelos para que los uses, porque son bonitos, y para que te acuerdes de Londres…

Mary esperaba que yo dijera algo, pero yo no sabía qué decir.

—¡Qué bonito es todo! ¿Por qué lo has hecho, Mary? Son preciosos.

Palabras absolutamente vacías, desprovistas del emocionado temblor de las manos de Mary, de la timidez y el sonrojo de Mary cuando todas la miran y hablan de su secreto.

—Mary, no sabes cuánto te lo agradezco.

Palabras pobres, vulgares, totalmente imperfectas y frías para poder contestar al temblor de las manos de Mary, a su misteriosa llamada hace un instante, a la subida al armario, ayudándose de la silla…

—Gracias, Mary.

Una palabra aproximada pero que puede servir a Mary para entenderme.

—… Gracias, Mary —le dije y nada más—. No hago más que mirar los pañuelos y la cucharilla, ¿verdad que son maravillosos?

Louise mueve la cabeza afirmativamente. Rachel dice:

—¿Y qué tal una taza de té?

Mary coge un pastel. La atención se ha desviado de ella y se siente otra vez segura de sí misma, capaz de comer. Verónica dice la última palabra:

—Con ese vino, chicas, brindaremos por Mary. Brindaremos por Teresa, pero también por la buena idea de Mary…

Louise brinda.

—Por Mary, por Teresa y por todas nosotras…

Mary está tranquila. Todo ha pasado. Sus ojillos de topo buscan sobre la mesa alguna cosa.

—¿Qué buscas, Mary?

—Nada, Teresa, buscaba el papel. Envuélvelos, no los dejes por aquí porque éstas, con el vino y el té, los van a manchar.