TERESA
—Mrs. Loridge, yo no sé qué decir de su hospitalidad, de su amistad.
Mrs. Loridge sonríe. El pelo gris y la sonrisa y el collar de perlas, sobre las venas nudosas, azuladas del cuello; esto es lo que recordaré cuando piense en Mrs. Loridge. Ahora, que puedo mirar los detalles de su traje y grabar en la memoria las manos, la mirada, recuerdo ya, veo ya sólo el pelo, las venas, el collar.
—Mrs. Loridge, cómo me gustaría volver, venir pronto a su casa otra vez.
Mrs. Loridge sonríe.
—Teresa…, claro que volverás. Te esperaremos. Si no estoy yo, alguien habrá por aquí para esperarte.
Mrs. Loridge estará. Siempre que yo recuerde o venga a esta casa tiene que estar en su sillón, leyendo, esperando la visita joven que la anime y le discuta sus puntos de vista.
Marta está al lado de su madre. Así lo estará también en mi recuerdo, separando la vista de su madre un instante para observar sus peces en el acuario. Marta, niña a los pies de Mrs. Loridge, leyendo sus libros de pájaros, sentada en el suelo. Marta en el piano tocando para su madre, para que su memoria vibre y duela, para que Mrs. Loridge recuerde y hable para alguien como ha hablado tantas veces para mí.
—La música. ¿Por qué he tenido que renunciar a la música, a mi música? Sólo William podía exigirme que renunciara, no la enfermedad ni la vejez… No es justo que se nos quite lo mejor que tenemos, William y la música.
Y el Mayor escucha. El Mayor también está, apoyado en la chimenea, escuchando a Mrs. Loridge, que habla para él y para mí, que hablará para otras personas, pocas, íntimas, en otras tardes. El Mayor callará, fumará sus cigarrillos, respetará los recuerdos de Mrs. Loridge, el Mayor, el admirador más antiguo, más que el propio padre de Marta, seguramente, que siempre se ha quedado en la sombra, atrás, a un lado, apoyado en la chimenea, hablando poco, diciendo: «Silvia, me voy». Como diría cuando se fue a África y al volver la encontró casada. «Silvia, adiós». Desapareciendo en la India otros años. La guerra y al volver, Mrs. Loridge sola, viuda, con las niñas. «Silvia, estoy aquí. Avísame si necesitas algo, ahora ya no me muevo de aquí, Silvia». El Mayor, desde la chimenea, despidiéndose al anochecer para volver pronto, otro día, otro sábado. «Hasta pronto, Silvia». Ya no adiós porque el Mayor no se marchará, quedará al lado de Mrs. Loridge hasta que ella… «Habrá alguien para esperarte, Teresa, si no estoy yo…». Si no está Mrs. Loridge, cuando yo vuelva estará el Mayor y me hablará. Me dirá: «Vamos, Teresa de España. Silvia está cerca, no se ha ido. Teresa, yo leí unos libros de vuestros místicos. Bebía, leía. Entre los místicos y el alcohol pasó el tiempo. Al volver, Silvia estaba casada, Teresa».
—Vuelve, Teresa, te esperaremos.
Marta se despide de mí. Sabe que volveremos a vernos. Marta es una niña, sabe que el tiempo es largo, que dura años y años. Pero Mrs. Loridge sabe que el tiempo es corto y se acaba.
—Te esperarán si yo no estoy.
Y el Mayor:
—Vamos, Teresa de España, te acompañaré a esa casa. Seré tu caballero andante por última vez.
No por última vez. El Mayor será en mi recuerdo el caballero quieto de la chimenea, el hombre que puede sostener con sus espaldas la chimenea, más que apoyarse en ella, que sostuvo una insurrección en África, que bebe alcohol y mística a la vez, sin necesidad de apoyarse en nada.
—Vuelve, Teresa, te acompañaré siempre que vuelvas a esta casa o a otra casa.
El Mayor me estrecha la mano. Pone su mano en mi cabeza, un momento protector y bendiciente.
—Adiós, Teresa de España.
DOCTORA RUPA
—Desde luego, cuente conmigo, doctor. Media hora, tres cuartos de hora y saldré de la Casa. En cuanto deje dispuesto todo lo que aquí tengo entre manos.
La doctora Rupa salió de la cabina de teléfonos. Llamó al despacho de la directora. No hubo respuesta.
«Miss Dudley no está, la he visto salir esta tarde, temprano. Pero Miss Lancaster debe de estar en la Casa».
Rápida, ágil, la doctora subió al primer piso sin esperar la llegada del ascensor. El cuarto de Miss Lancaster estaba entreabierto. La doctora pudo ver a la directora vuelta de espaldas, vestida para salir recogiendo algo de la mesa. Llamó.
—Entre.
Miss Lancaster miró hacia la puerta esperando. La doctora entró. Dejó abierta la puerta tras de sí.
—¿Qué ocurre, doctora? No me diga que a una residente le ha dado un ataque de algo, porque es la única noticia que necesitaría para completar el día…
La doctora no se atrevió a preguntar cuáles habían sido las otras noticias. Por otra parte su asunto le preocupaba más que nada.
—Miss Lancaster, me ha llamado el doctor…, mi jefe, desde el laboratorio. Tiene que salir en avión para asistir a una conferencia privada, urgente, con otros doctores que se ocupan de investigaciones parecidas. Han sido invitados a Copenhague por el jefe de una clínica danesa para cambiar impresiones… Es una cuestión tan importante, Miss Lancaster. Todos han iniciado casi al mismo tiempo sus trabajos y…
La directora tenía prisa. No parecía muy interesada con las entusiasmadas declaraciones de la doctora Rupa. No pudo menos de atajarla.
—De acuerdo, ¿y qué puedo hacer en todo eso?
La doctora no se resignó a ser cortada en seco. Siguió.
—… y van a comprobar, a confrontar datos.
Luego, contestó a la pregunta de la directora.
—El doctor me necesita estos días. Hasta su regreso tengo que trasladarme al laboratorio, a su casa. Dormiré allí… El doctor no se fía de nadie y las investigaciones están en un punto delicado… ¿Cree usted que podrían prescindir de mí en la Casa por estos días?
El tono no era suplicante sino agresivo, comprometedor. La doctora hubiera querido decir: «Ustedes pueden prescindir de mí estos días».
«Por lo demás, si no le parece bien, que me lo diga. Algún día tengo que decidirme a escoger».
Miss Lancaster no tardó en contestar:
—Doctora, usted sabe mejor que yo si hay algo o no que hacer en la Casa. En cuanto a mí, no se preocupe usted…
La doctora intervino ahora, interrumpiendo:
—En cuanto a usted, Kate, que es enfermera, se ha ofrecido otras veces a ayudarme con las inyecciones. Yo no he aceptado porque prefiero hacer personalmente mi trabajo, pero estos días creo que ella podría hacerlo. Kate fue enfermera en la guerra, en la Navy.
Miss Lancaster espera, impaciente, a que termine la doctora.
—Está bien, doctora, lo que usted decida está bien para mí. Precisamente debo decirle que me siento mejor estos días, gracias a su plan, y que si puedo suspender las inyecciones…
—No, Miss Lancaster, no creo que sea aconsejable suspender…
La doctora subió a su habitación. En un bolso grande, de viaje, fue metiendo sus cosas, lo más necesario para unos días fuera de casa.
«Queda avisar a Kate —pensó—, por lo de la directora».
Dejó sobre la mesa la jeringa, la caja de inyecciones, el alcohol, el algodón.
«El doctor sabe que puede contar conmigo. Podría aunque me quedara en la calle. Ya sé que él no me dejaría desamparada, pero yo no iba tampoco a reclamarle. No puede darme más, no tiene dinero, los investigadores gastan más que ganan… Yo no le diría nada y me las arreglaría por mi cuenta…, pero es una tontería lo que digo. Miss Lancaster ha estado simpática, un poco inquieta, debía de tener prisa… El retrato estaba sobre la chimenea. ¿Por qué habló de la prisa? No, no habló de la prisa, habló de otros disgustos relacionados con la Casa. ¿Iría a ver a la del retrato? Es sábado… Rupa O’Connor, ¿por qué preguntas lo que no te importa? A ti te han contestado lo tuyo, a lo que preguntabas, a lo que pedías… ¿Cuántos días dijo el doctor? No dijo cuántos. Dijo: “Unos días”… Kate estará… Si no está, le dejaré una nota en la oficina. Buena chica, Kate, buena enfermera, además…».
La doctora Rupa se colocó sin mirarse al espejo su viejo fieltro negro. Cogió un paraguas, el impermeable, y salió nerviosa, alegre y excitada de su habitación.
JOAN BRACKLEY
El traje de noche tenía una mancha amarilla, extendida en el cuerpo. La mancha empezaba en el escote y llegaba hasta el corte que daba forma al pecho. Joan frotó la mancha fuertemente con un trapo empapado en el líquido oloroso, mareante. Sacó la tela que había colocado, doblada, bajo la mancha, dentro del traje. Esperó unos minutos. La mancha seguía. Joan, aburrida y fastidiada, dejó el trapo sobre la cama y fue hasta la ventana. No llovía pero el patio estaba mojado. Brillaba con el cuadrado luminoso de la ventana, dibujada sobre su suelo.
«Un cubil que da a un patio. Eso es una habitación barata… ¿Cuánto pedirán por las del jardín y el río? No llueve pero lloverá más tarde. Tengo dinero para el taxi, pero ¿cómo vuelvo? Es mucho imaginar, imaginar que habrá alguien lo suficientemente amable para acercarme en el coche, no conozco a los que andan por esta Embajada, pero para mi desgracia conozco a los de otras y sé lo que pueden dar de sí… Con mucha suerte podría ser que alguien… Y siempre queda el recurso supremo. Siempre se puede comprometer a un imbécil de los muchos que habrá. “Oye, chico, acércame en tu coche. ¿Mucho tiempo sin aparecer por los Estados?”. Otra forma: “¿Cómo estás, chico? Desde París sin verte. ¿Cuánto tiempo hace que no apareces por los Estados?”. Igualmente buenos los dos procedimientos, porque todos han estado en París con compatriotas de difícil recuerdo, en condiciones que prefieren no recordar… y porque a todos les conmueve la alusión a los Estados, en un país extraño. Inglaterra es un país extraño para nosotros».
—Para mí —dijo en voz alta.
Joan volvió a mirar el traje. La mancha seguía.
«No puedo hacer nada más por quitarla. La culpa fue de ese hijo de…, de gata que es Gilbert. La última noche. La despedida de Viena. ¡Cómo bebimos, Dios Santo!… Hizo la gracia de tirarme champán por el escote… Champán… ¿Es posible que haya bebido hace tan poco tiempo champán? Juraría que no lo he probado desde una existencia anterior a ésta, en la que yo debí de ser una especie de gran duquesa rusa… Duquesa, ¿en qué ser te reencarnarás la próxima vez? Probablemente en un inmundo y asqueroso viejo borrachín…».
Joan tenía el pelo recogido con horquillas, para rizarlo; las uñas recién esmaltadas.
«Dispuesta a vestirme dentro de un cuarto de hora, si el traje se puede poner… ¿En qué olvidada vida has llegado a tener tres trajes de noche, pobre duquesa…?».
Sobre la mesa vacía de libros y papeles, llena de frascos, había un tarjetón blanco, de cartulina gruesa. Joan lo leyó por cuarta vez: Mr. y Mrs… invitan a usted… RSVP.
«¿Por qué me invitan a mí a esta fiesta? Una confusión. Mi nombre está en la Embajada para que me busquen empleo, mi nombre habrá ido a caer en manos de la encargada de las invitaciones… “¿Quién es Joan Brackley? —diría—. No lo sé pero hay que mandar invitación, debe de ser americana”».
La mancha del traje amarilleaba más que nunca.
«Imposible de disimular», pensó Joan. La falda negra, de un tejido brillante, estaba intacta.
«La falda puede pasar. El cuerpo es un desastre. Podría descoser la falda y ponérmela con una blusa blanca, sin mangas. Veremos…».
Las blusas fueron cayendo, desechadas, sobre la cama. En las manos de Joan quedó una, de manga larga, de terciopelo rojo.
«Estupendo. Dios Santo, ¿cómo no había pensado en esta blusa? Todo arreglado».
El reloj de la chimenea marcaba las ocho. Joan descosía con fervor. Cuando la falda cayó al suelo, libre del cuerpo estropeado, tiró éste lejos, al aire. La falda necesitaba un cinturón. Joan escogió entre varios uno negro, ancho. Empezó a vestirse.
«Ojalá llegue a tiempo. He perdido la tarde sin encontrar una solución a esta tontería del traje. Ojalá encuentre allí a quien poder conmover: “Por favor, necesito un empleo urgente. Imagínese, tanto tiempo en Londres y todo lo que he conseguido”…».
Joan se miró en el espejo. Empezó a quitarse, con el traje puesto, las horquillas del pelo.
—Todo lo que he ganado han sido veinte libras.
Su voz no le sorprendió. Repitió:
—Veinte libras.
«De las cuales ya no quedan más que una y tres chelines… Pero he pagado, no tengo más que una semana pendiente en la oficina de Kate. Miss Jackson duerme tranquila. Ya no tiene que pensar más que en sus sábanas y en sus camareras y no como antes, que pensaba en mí, en asesinarme con la mirada en el salón…».
Joan empezó a peinarse.
«Empiezo a estancarme otra vez… Esto hay que remediarlo de alguna manera. Si esta noche entre whisky y whisky… Habrá whisky para los íntimos después de las doce, me imagino… La suerte, necesito la suerte para que el pelma que me caiga al lado sea persona importante… Poder decirle: “No haga usted caso de las cartas secretas que hayan llegado a la Embajada, yo soy buena chica y trabajo como nadie… La mejor secretaria de los Estados licenciada en Leyes, título especial de la Escuela de Secretarias de Nueva York… Dos años de trabajo en Viena, por la nación, por los Estados, de veras. Soy buena taquígrafa, señor”…».
—Soy muy buena taquígrafa —había dicho Joan aquel día al hombre que bebía solo, a su lado, en el pub.
El hombre la miraba en silencio. Los ojos de Joan brillaban de excitación.
—Sería vital para mí conseguir un trabajo.
El hombre hacía rato que la observaba. Amablemente había preguntado:
—¿Americana? Neoyorquina, ¿verdad? El acento es inconfundible, señorita. He trabajado en Nueva York y me alegro cuando oigo este acento por las calles.
—No a todos los ingleses les sucede lo mismo.
El hombre había reído bajo, cautelosamente.
—Tienen ustedes demasiados dólares, señorita, eso es un defecto.
Joan había abierto los ojos, admirada, como cuando llegó a la Casa y Miss Lancaster le explicó la historia del salón.
—¡Dios Santo! Demasiados dólares… Usted delira, amigo. No tengo en el bolsillo más que unos chelines… prestados.
El hombre la miraba en silencio. Joan, con los ojos brillantes, siguió:
—Sería vital para mí conseguir un empleo. Soy una buena taquígrafa, señor.
El hombre, antes de marchar, pagó la consumición de Joan, sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio a la muchacha.
—Pásese por esta dirección. Podrá usted trabajar allí unos días. Se va una de mis secretarias de vacaciones.
El hombre estrechó su mano y salió.
La oficina del hombre era grande, espaciosa, seria y comercial. Había varias mecanógrafas y hombres sentados en sus mesas, que, a veces, entraban y salían de una habitación al fondo, del despacho del hombre, pensó Joan, aunque no le vio ni fue reclamada por él durante las dos semanas que estuvo allí, trabajando toda la mañana.
«Todavía estoy deseando verle para darle las gracias. Veinte libras por dos semanas, no está mal. El cajero me advirtió: “Tenemos su dirección aquí y el jefe ha encargado que le dijera que si hubiera algo, la avisáramos”…».
—Pero ya sé que es difícil, un buen puesto como ése…
Joan hizo un gesto de molestia.
«No tiene gracia esto de acostumbrarse a hablar alto».
El pelo negro de Joan caía, suelto, sobre sus espaldas. La blusa roja destacaba el color moreno de la piel, los ojos oscuros.
—Preparada…
Se miró en el espejo, por última vez, con el bolso plateado en la mano, el abrigo de piel sobre los hombros.
«No está mal —pensó—, no está mal la duquesa. No se puede comprender cómo aquella gata esmirriada de Gilbert pudo…».
Joan apagó la luz y salió de la habitación.
Por el paseo largo del jardín, marchó de puntillas para no mojar los zapatos de baile.
EL PORTERO DE NOCHE
«Para uno no hay sábados, para uno todo lo más hay lunes, miércoles o el día que le venga bien elegir a ese loco Jimmy».
Polish estaba sentado en la oficina de recepción, con las piernas cruzadas, los brazos apoyados en el cristal de la mesa, la mirada borrosa de pensamientos.
«Jimmy elige, uno no puede elegir».
Jimmy, el loco Jimmy, el viejo Jimmy, como suele llamarle Polish, es el hombre que viene, una vez a la semana, a sustituir al portero de noche, para que éste disfrute su jornada semanal de descanso.
Jimmy trabaja en otro sitio y desempeña la guardia de la Casa una vez por semana, como un regalito que se permite para pasar un buen sábado.
«Pero para uno no hay sábado ni de casualidad», repite Polish para sí mismo, monótono e incansable. Lo piensa sin rencor, sin tristeza. Sí, lo repite para recordarlo, para hacerse cargo de que las cosas son así, y le suceden así, para tener claro, en su mente, lo que es en resumen su trabajo y su vida.
«Todas las noches aquí y una libre. La que el viejo loco quiere…». Polish no necesita el sábado para nada. Tampoco necesitaría la vacación —lunes, miércoles o la que Jimmy elija—, porque sus horas están ya matemáticamente distribuidas, noche y día, y la noche libre no sabe en qué llenarla. No quiere dormir, porque si duerme, la mañana siguiente está vacía, inhospitalaria: la mañana lo rechaza. Y él sobra en la mañana porque, a esas horas, su puesto está en la cama, como de noche su puesto está en la Casa.
«No sé si algún día conseguiré que Nancy se acostumbre. Si me caso con Nancy, mejor dicho, si Nancy se casa conmigo, ¿qué haremos? Nancy tendrá que buscarse un trabajo de noche también… Vamos, eso no, eso no estaría bien. Pero Nancy tendrá que lavar y coser y lo que sea posible hacer durante la noche en nuestra casa, para luego, cuando yo vaya por la mañana… Mi noche es la mañana si se mira bien…».
Y piensa que Nancy debe estar preparada por la mañana para empezar su noche de casada.
«No es sólo por lo que es —se dice Polish—, sino porque quiero que ella duerma conmigo; estoy deseando que ella duerma conmigo, sobre todo ahora, en el invierno, en el frío… Nancy tiene calor. La mañana durmiendo con Nancy, luego a comer a las dos y la tarde para estar juntos, en casa, yo mirando a Nancy mientras ella prepara la cena, y a las nueve yo que me vengo para acá y Nancy que sigue con sus trabajos de la casa. No quiero que Nancy siga en la panadería. Nancy tiene que estar en la casa conmigo y cuando yo no esté, también, porque de noche no hay trabajos fuera para una mujer casada…».
Los pensamientos de Polish, a primera hora de la noche, cuando la oficina de Kate es un lugar amable, de descanso y meditación, siguen rumbos optimistas, mientras el cigarrillo se consume lenta, concienzudamente.
A la una, cuando llega el frío y el sueño, la tentación del sueño, que es superior a la necesidad de sueño, Polish ve las cosas distintas y empieza a recordar al padre de Nancy.
«A lo mejor se muere pronto», piensa como única solución al obstáculo.
Lo piensa sin mala intención, con naturalidad, como un pequeño suceso que vendría a aclarar su horizonte sin perjudicar a nadie, como una cosa que, tarde o temprano, tiene que suceder, y que sería cómodo que sucediese pronto.
«Si se muere pronto, yo le digo a Nancy: “No esperamos más, ya gano bastante para lo que tú necesitarás, vente conmigo de una vez”».
Se casarían por la Iglesia, como la gente debe casarse.
«A dónde la gente debe ir aunque sólo sea para casarse».
El supuesto, la muerte del padre de Nancy, reanima a Polish. Las dos de la mañana. La taza de té, el cigarrillo, dentro de una hora la cena. A las cuatro, el sueño robado a la guardia, el cabeceo de amorosas ensoñaciones.
Pero todavía faltan horas para el sueño. Todavía estamos en las primeras horas de la noche, en el fluir de los proyectos de vida matrimonial, en el horario planeado para un futuro nebuloso, en la reflexión indiferente pero repetida monótona y machaconamente, una y otra vez.
«Para uno no es sábado, para uno es sábado cuando el loco Jimmy quiere».