MARY
—Ah, Teresa, ¡qué bonitas iglesias debe de haber en España! Cuando yo era pequeña, mi madre me llevaba a la iglesia. Soy irlandesa y católica —aclara—. Un día el Padre nos habló de las iglesias de España. Mi madre me decía siempre: «Mary, cuando seas mayor, y yo tenga ahorrado bastante dinero, iremos las dos a España a ver las iglesias».
Mary arrastra las palabras, apoyándose en ellas. Balancea una pierna mientras habla. Está sentada en un taburete del office del salón. Teresa, de pie a su lado, escucha. Faltan unos minutos para el lunch. Todo está preparado de antemano en los platos: comida fría, fruta.
Mary es tan pequeña que al sentarse en el taburete, las piernas le bailan como a un niño. Mary es pequeña, gordita, fea. Tiene el pelo liso y las manos torpes. Hay algo en ella de animal ciego, de topo al que se ha obligado a vivir en la luz. Los párpados caídos protegen sus ojos, diminutos, exageradamente miopes. Mary no ve, pero no usa gafas.
—¡Gafas, Teresa! Tú también dices que me ponga gafas. Con lo fea que estaría yo con gafas…
Y sonríe melancólica, bonachonamente.
—¿Has visto la lista, Teresa? Quince, sólo quince.
Y se acerca el cuaderno a la nariz. Los ojos de Mary parecen buscar un contacto, un roce directo con las cosas para descifrar su forma y su tamaño.
—Tú apuntarás a las que vayan entrando. Yo te diré los nombres cuando se acerquen. Tú los buscas en el libro. Yo te diré los nombres porque las conozco a todas muy bien…
Mary conoce los bultos, las voces desde lejos. Cuando las personas se le acercan a una distancia mínima, cuando la separación entre ella y los cuerpos prácticamente no existe, entonces puede ver las caras, los trajes.
—¿Para qué necesito gafas, Teresa? Veo todo lo que necesito ver.
Mary vive sola. Procede de Irlanda, donde dejó enterrados a los padres antes de la guerra. No tiene hermanos. No tiene amigos. Vive sola en una habitación realquilada, en un barrio obrero, triste y miserable, del otro lado del río.
—Ah, qué bonita habitación, Teresa. Con su ventana al río… En invierno hay goteras, desde la guerra. Nuestro barrio sufrió mucho. Las casas quedaron dañadas; las que quedaron en pie, Teresa, porque muchas, muchas cayeron para no levantarse. ¿Quién se va a preocupar de ellas si tampoco está la gente que las ocupaba?… Sírvete más, Teresa. Rachel cocina bien. Qué buena está la carne fría…
Mary es cariñosa con Rachel, con Louise, con todas las compañeras de trabajo. Procura tomar parte en sus bromas, avivar con su risa los comentarios pícaros sobre el carácter y las anécdotas de las de arriba. Las compañeras también la quieren, a su modo, sin tenerla muy en cuenta.
—Las compañeras son buenas chicas, ya lo irás viendo, Teresa. Todas tienen muchas cosas en que pensar y trabajan mucho. Verónica tiene dos niñas y Louise, un chico grande. Rachel nunca estuvo casada, pero como si lo hubiera estado porque tiene con ella, desde chico, al hijo de una amiga que murió. El chico la llama madre y Rachel es tan buena que de veras es como una madre para él. Ah, Teresa. Yo tengo mucha suerte de estar sola y no tener a nadie a mi cargo. Después de la guerra y de ver lo que se ha visto no quedan fuerzas para cuidar de nadie…
La tarde madura en el río, en el jardín, en el aire. Entra al gran salón por las vidrieras abiertas, brilla en las bandejas de plata, en la transparencia de las copas; mustia las flores de las mesas, apresurando el sofocado beber de los tallos en el estrecho recipiente de cristal, mediado de agua.
—Va pasando la tarde, Teresa. Tenemos que servir el té. Yo te diré cómo has de hacerlo. Coge diez bandejas y extiéndelas en dos mesas. Iremos colocando en cada una lo necesario. El té no se sirve en las mesas. Las bandejas están aquí y ellas van llegando y lo llevan a donde quieren: al saloncito, a la biblioteca, a su habitación. No te preocupes. Yo te ayudaré. Antes de nada enciende el gas…
El agua está hirviendo. Las teteras individuales esperan en las bandejas con la ración de té en el fondo de su vientre redondo. El agua se echa en el último momento, cuando la residente reclama su bandeja.
—Es tan fácil, Teresa. Lo aprenderás enseguida. Vamos a tomar nuestro té. Come tres pasteles; Miss Jackson nos da dos, pero Rachel siempre cuenta alguno de más…
Por el río bajan los bateau-mouche domingueros, llenos de gente. Desde Queen’s Gardens a la Torre de Londres, con escalas intermedias. El río refulge de tan negro, resplandece como un hierro bruñido. Una tarde de domingo con sol. En el jardín lee Miss Dudley echada en una hamaca: hoy es domingo, día del Señor, y no se puede trabajar con la carretilla y la regadera.
Así como Louise admira a Miss Lancaster, Mary admira a Miss Dudley.
—Es muy buena, Teresa, y parece que no hace nada pero lo hace todo. Es muy cariñosa, además. A mí me dice cuando me encuentro con ella por ahí, por las escaleras o abajo, por la cocina: «Buenos días, o buenas tardes, Mary. ¿Trabajamos mucho?». Y yo le contesto: «Claro que trabajamos, Miss Dudley, usted y yo»… Miss Lancaster es muy diferente. Se cree que lo sabe todo y yo no sé lo que sabrá, pero ándate con cuidado, Teresa, porque te reñirá en cuanto tenga ocasión. Está amargada aunque yo no sé por qué y se muerde las uñas, seguramente cuando está sola, porque delante de la gente no lo hace. Pero fíjate en sus dedos, no tienen uñas y yo creo que se come hasta la carne…
Se acerca la hora de la cena. Hace un instante, Miss Dudley ha plegado su hamaca y después de guardarla en la caseta del jardín, ha empujado la puerta y se ha perdido en la oscuridad de la Casa.
En el puente sobre el río se encienden cuatro luces: dos a un extremo y dos a otro. En el salón se encienden las cuatro lámparas, altas, severas, con sus velas eléctricas.
Mary y Teresa han subido, por el torno, desde la cocina, los platos de la cena ya preparados, y el postre, en dos grandes cuencos de cristal: mermelada y crema.
—Hoy ha habido poco jaleo. Pero algunos domingos cuando a todas les da por quedarse a descansar… Hoy ha sido un día muy hermoso y muchas estarán en el campo. Sírvete más crema, Teresa, por favor. No vamos a dejar este poquito, ¿verdad?
TERESA
Lawrence, Lewis, Lindsay… Todos, cualquiera. Tengo que elegir uno sólo, pero cualquiera es bueno.
La biblioteca está vacía. Son las diez de la noche. Quiero algo para leer hasta tarde. No tengo sueño y el día de encierro y monotonía —lunch, té, cena, platos, gracias, Mary, platos, comida— me tiene con los nervios de punta. Quiero elegir un libro para llevármelo a mi cuarto. Entra Miss Dudley. Es ella la que cierra la biblioteca todos los días antes de retirarse a descansar.
—Hola, Teresa, ¿busca un libro? ¿Conoce a Cary? Joyce Cary. Oh, lea a Cary, entonces. The horse’s mouth, en el segundo estante, aquí… Cadwell, Caron, Cary.
No he abierto aún el libro cuando llaman a mi puerta.
—Entre.
Una cara desconocida, otra cara desconocida de tantas como han desfilado estos días por mis ojos, llenando mi tiempo, dilatando estos dos días hasta hacerme parecer que han sido muchos más.
—Teresa, ¿verdad?
El español suena bien, descansa. Tiene que ser la uruguaya, la residente de la notita a la que debía haber buscado hoy.
—Sí… Usted me dejó una nota de saludo ayer. Gracias. Siéntese, hoy no he tenido tiempo…
La uruguaya entra en la habitación; se sienta en la cama. No parece muy joven pero es muy esbelta. Morena, los ojos negros y juntos. Me recuerda a alguien; tengo la sensación de haberla visto antes, en alguna parte, o sus rasgos son típicos o…
—No se preocupe —me dice, y sonríe. Al sonreír las arrugas en torno a los ojos se acentúan—. No se preocupe porque yo he pasado el día fuera de la Casa. He salido temprano con unos amigos y ahora, vea, quería saludarla. Ya sabe usted dónde me tiene.
—Gracias.
Quiero decir algo más. Llevo dos días buscando palabras en la memoria del idioma extraño y ahora no sé qué decir, ahora que puedo decir cualquier cosa en mi propio idioma. La uruguaya se me adelanta. ¡Ni siquiera recuerdo su nombre, la firma de la nota!
—¿Es la primera vez que viene usted a Inglaterra?
—Sí.
—Pues vea, amiga, lo que voy a decirle: se asustará. Usted viene de un país como el mío, con su moral, sus costumbres, y aquí es un asco, amiga. Las mujeres inglesas son de una inmoralidad total. Usted las ve en esos parques, con los hombres… Un asco. Y los niños jugando al lado. ¿Usted vio eso en su país?
El acento suramericano quita dureza al discurso inesperado, al ataque fuera de lugar con el que la uruguaya intenta prevenirme, a modo de recibimiento, o asustarme o curarme de espanto. El dejo lamentoso, la queja prolongada que se sostiene en el aire cuando ya la palabra ha sido pronunciada… Esta mujer tiene algo, sufre o le acaba de suceder algún contratiempo. Al hablar se ha ido apasionando. El pelo, un poco húmedo, se le pega a las sienes. Los ojillos, cercanos, brillan. De pronto cambia de tema y de tono:
—Y este país es una maravilla, créame. Yo estuve aquí en primavera, cuando empiezan a florecer los rododendros y las campanillas. A la mañana me gustaba llegarme a Hyde Park, a la estatua de Peter Pan. ¡Qué maravilla!
Me decido a intervenir, a preguntar.
—¿Dónde trabaja usted?
—Con un gran químico, en la universidad. Yo me recibí de graduada en mi país y quiero hacer un trabajo para el doctorado. Estoy con el profesor…
Pronuncia un nombre extraño que no conozco, ni entiendo. No quiero que se pierda el rumbo lógico, tranquilizador, que va tomando la conversación. Ya tengo la próxima pregunta dispuesta.
—Y ¿qué tal en la Casa? ¿Hace mucho tiempo que está usted aquí? ¿Está a gusto?
—Hace más de un año que estoy aquí. One year. Pero vea: la Casa tiene grandes ventajas y algún grave inconveniente. Las ventajas ya las habrá visto: mucha independencia. Ah, no es que yo quiera la independencia para nada abusivo, entiéndame. El servicio es bueno, la comida no es peor que en otros lugares y el sitio es céntrico y tranquilo. Todo eso sí. Pero el gran inconveniente es que todas somos extranjeras y las inglesas como si no estuvieran; usted no las ve ni les habla. You don’t see them. Con las extranjeras no interesa hablar por el acento y así vive en un ambiente en que no puede practicar el inglés. Y la gente aquí habla tan poco y es tan difícil tener amistad con familias inglesas… Puede vivir años en Inglaterra and you don’t learn English. Y usted no aprende inglés…
Entremezcla palabras y frases inglesas, que inmediatamente me traduce, en la charla. Es absurdo y ridículo. Esta mujer… Se ha levantado, se despide. Parece fatigada y aburrida de tanto hablar, de mí, de la situación. Con aire distraído me tiende la mano.
—Adiós, Teresa. Ya sabe, Delia Soto, piso tres. Bye bye, dear…
La visita me ha dejado inquieta, a disgusto. Abro el libro de Joyce Cary. Nota biográfica… La novela picaresca inglesa, en la actualidad… Delia Soto, se llama, Delia, como la prima que vive en Argentina. Soto, Soto de río. Delia Soto… La inmoralidad de las mujeres inglesas. Miss Dudley, la inmoral. Dan ganas de reír. No puedo leer… Son las once de la noche.