MISS LANCASTER
—Sólo el salón es del siglo XVII; el resto, naturalmente, es bastante más moderno, y los dos pisos superiores apenas si cuentan cincuenta años.
La visitante toma unas notas en el bloc que lleva en la mano. Su marido —debe de ser su marido— resopla con frecuencia y contesta con gruñidos ininteligibles a las explicaciones de Miss Lancaster. La directora de la Casa piensa que es uno de tantos maridos americanos que desfilan aburridos por los museos, catedrales y palacios de Europa, entre los gritos admirativos de sus cultas mujeres y las monótonas explicaciones de los guías.
La visitante inquiere.
—Así que llaman ustedes a esto la Green House, ¿no es así? Y ¿por qué?
Miss Lancaster, paciente, y también un poco rutinaria, explica:
—No, señora, no es Green House sino Gray House. ¿Por qué? Ni yo misma podría decírselo. Parece un capricho de Sir Charles, que construyó el salón para conciertos. Vean el coro: allí tocaron más de una vez los músicos de la corte. En este salón se reunía con frecuencia lo más destacado de la nobleza inglesa durante los siglos XVII y XVIII. Sir Charles era un gran aficionado a la música y un gran entendido.
Miss Lancaster habla con orgullo de propietaria, de descendiente de todas las glorias de Inglaterra. La pareja, intimidada, guarda silencio un momento. Luego se despiden. El marido intenta dar una propina a Miss Lancaster. Lo intenta repetidas veces aunque su mujer, que se ha dado cuenta de la situación, le da un codazo violento, y aunque Miss Lancaster, roja de vergüenza y de ira contenida, le explique que aquello es una institución privada, universitaria, y que sólo en casos excepcionales, de turistas especialmente recomendados, se permite visitar el interior. La mujer trata de arreglarlo todo con sonrisas y alabanzas. «Maravilloso, doctora —sin saber por qué ha decidido llamar doctora a Miss Lancaster—. En los Estados, desgraciadamente, tenemos tan pocas oportunidades de admirar la antigüedad en todo su esplendor…». «En los Estados —pensó Miss Lancaster— deben de abundar tanto los tontos como los dólares… La antigüedad… ¿Es que puede darse mayor antigüedad, entendida como primitivismo, que la de esta gente?».
Miss Lancaster está sentada en un sillón de su despacho, ante una mesa repleta de papeles y carpetas. Frente a ella, de pie, esperándola, la secretaria de la Casa sonríe.
«Miss Dudley y su sonrisa… Bendita sonrisa…».
—Está arreglado el alojamiento de las australianas, Miss Lancaster.
Lucila Dudley ha hablado porque los ojos de la directora, interrogantes, se habían dirigido a ella.
—Muy bien, Miss Dudley, muy bien. Usted siempre tan eficiente… Y ¿qué tal la muchacha española que llegó ayer?
—Bien, creo que irá bien en el comedor. De momento interesa más que esté en el comedor. Louise es una buena instructora… A propósito de Louise, me ha pedido las vacaciones para el mes que viene. Se casa su hijo, ¿qué le parece?
Miss Lancaster frunce el ceño. Retira con un gesto un tanto brusco los papeles que hay en el centro de la mesa y apoya los codos sobre el tablero de madera oscura, encerada. Con la palma de la mano se acaricia la frente.
—Muy mal, querida, muy mal. Me parece muy mal porque el mes que viene tenemos por lo menos dos fiestas: la fiesta que da la Casa a las residentes extranjeras y el banquete de boda de Miss Rye. ¿Se acuerda de Miss Rye? Se casa con un médico que está en Suráfrica… Se casa el día 15 de julio… Por favor, pídale a Louise que retrase sus vacaciones o la boda de su hijo o lo que haga falta. No podemos prescindir de ella. Es una excelente camarera y aunque nos envíen dos más de Lee…
Miss Dudley asiente con gestos mudos todo el tiempo que dura la explicación de la directora. Luego, vuelve a sonreír.
—Lo intentaré, Miss Lancaster. Hasta mañana. Estoy invitada a cenar con unos amigos. Es sábado, Miss Lancaster.
La secretaria se retira. La directora se echa hacia atrás en el sillón y enciende un cigarrillo. «Tiene posturas de hombre —diría Rachel—, igual que un hombre. Y con esa voz y esa risa de caballo y ese cuerpo grandote, destartalado».
«Se casa su hijo, se casa Miss Rye, ¡bah! A todo el mundo le da por casarse… Miss Rye, casada y en África… Adiós carrera. La doctora Rye se ha acabado. Señora X… Ni siquiera ayudará a su marido. Estas mujeres que van a Suráfrica acaban haciendo vida de sociedad exclusivamente… Doctora Rye… Doctora Lancaster, como dijo la americana. Doctora Lancaster, doctora en Leyes. ¿Acaso es mejor dedicarse a buscar alojamiento en la Casa a unas australianas, y suplicar a una camarera que me ayude?, ¿acaso es mejor que casarse y acabar asistiendo a fiestas diplomáticas en África del Sur?».
Miss Lancaster gusta de hacerse preguntas a sí misma. «¿Es esto lo que yo quería cuando entré en la Casa?», solía decirse. Las preguntas enlazaban con otras preguntas, pero Miss Lancaster nunca se preocupaba de encontrar respuestas.
Más que fumar, la directora mordía el cigarrillo. Rachel lo había observado muy bien y lo comentaba en la cocina con las demás: «El otro día cuando fui a cobrar, estaba allí Miss Lancaster. No podéis figuraros qué aspecto tenía. Daba zancadas con sus patas de caballo y mordía un cigarrillo».
Al fumar, Miss Lancaster gustaba de cerrar los ojos y hacerse pequeños proyectos inmediatos, como: «Esta tarde me lavaré la cabeza», o «mañana visitaré a Lina», o «tengo que comprar el último libro de Bertrand Russell». Planes pequeños que la aliviaban de momento en su trabajo. Al abrir de nuevo los ojos, parecía que éstos habían aclarado su color, que, en algún lugar de dentro, habían recuperado dos chispitas de alegría.
Cuando Rachel, en la cocina, hablaba mal del físico de la directora, Louise la defendía apasionadamente y empleaba siempre como supremo argumento los ojos.
—Ah, Rachel, quisieras tener sus ojos. Es el azul más azul que he visto en mi vida. Reconozco que la boca es fea y los dientes de caballo, como tú dices, pero los ojos valen por todo.
Rachel no quería discutir y se callaba.
Miss Lancaster no pensaba nunca en sus ojos ni en su cara ni en nada que se refiriera a la belleza del cuerpo. No es que pretendiera no ocuparse, es que ya hacía mucho tiempo que había llegado a esta indiferencia. Cambiaba de trajes con la estación, y este concepto puramente meteorológico del vestido sólo se alteraba un poco cuando asistía a una fiesta: entonces se colocaba su eterno traje de seda gris perla y olvidaba enseguida el pequeño y molesto tributo que había tenido que pagar a la sociedad.
El reloj del despacho de Miss Lancaster marcaba las cuatro. Las campanadas cayeron sobre la directora como un aviso. «Las cuatro ya… Estas visitas… Sábado. Miss Dudley estará pagando a las chicas. Pero no, lo habrá hecho ya. Hoy tenía prisa… Sábado. No estaría mal llegarse a cenar con Lina… Mañana revisaré las cuentas… No estaría mal». El cigarrillo humeaba todavía en un cenicero de plata con motivos aztecas regalo de una amiga viajera. Inclinándose sobre la mesa, la directora dio por terminado su minuto de descanso y alivio y se puso a leer cartas aburridas que había que contestar.
«Alojamiento para el día 2… Alojamiento para agosto… Presupuesto de cortinas… Alojamiento… Petición de visita colectiva al salón… La visita… Doctora Lancaster».
ISOLINE KATZ
«Falta sólo una hora para el té».
Isoline piensa: «Han pasado dos horas desde la comida, falta sólo una para el té».
Cuando Isoline espera todo el día una conferencia telefónica desde París, Roma, Amsterdam o cualquier otro punto del continente, no puede salir de la Casa. Isoline se aburre mortalmente y mide el pasar del tiempo por las comidas. Falta una hora para el té, tres horas para cenar, etcétera.
Isoline tiene ojos gatunos. Cuando habla con alguien, se le queda mirando somnolienta, impertinente, y el otro no puede por menos de temer el zarpazo inminente de sus manos cuidadas.
En el fichero de Kate, Isoline figura como Isoline Katz, periodista, Suiza. Tiempo que piensa permanecer en Inglaterra: indefinido. Trabajos en que se ocupa: crónicas sobre la vida inglesa para un periódico suizo.
Isoline gasta mucho dinero. No en la calle, porque apenas sale, sino dentro de la Casa. Encarga constantemente cosas: vino francés para sus invitados en el gran salón, flores para su mesa, dulces y helados especiales para su té. Isoline recibe cada semana a dos invitados, por separado. Los lunes viene a cenar un señor moreno, de aspecto extranjero, italiano quizá, joven y bien vestido. Isoline pide una mesa de las del coro, arriba, de las reservadas para los invitados de honor (tres chelines de recargo). Durante la comida, Louise observa que la pareja habla un idioma extraño. «No es francés, Rachel, ¿crees que no he oído hablar francés? Tampoco es alemán. De sobra sabes que Charlie trabajó en Alemania y habla muy bien ese idioma de perros. No, tampoco es italiano, ni español. ¿No ves que no lo entiende Miss Fiorina? He visto la cara de Miss Fiorina el otro día al oírles, cuando salían del salón. Ah, y tú sabes que Miss Fiorina entiende perfectamente a Miss Soto y Miss Soto a Miss Fiorina. Te digo, Rachel, que no es un idioma cristiano». Tanto a los invitados del coro como a los de abajo, del salón, se les sirve en la mesa. Con ellos es una excepción el help yourself de las residentes. Por eso Louise tiene oportunidad de observar de cerca a los invitados de Isoline Katz.
Los miércoles llega el segundo invitado. Es viejo, inglés y va mal vestido. Con éste, Miss Katz cena abajo, en el salón, pero también pide vino. Hablan en inglés. Louise entiende lo que dicen pero no le interesa. Hablan de libros, de autores. «Tú sabrías de quiénes, Verónica, tú que has leído tanto en casa de tu madre y has recibido una educación tan distinta de la mía».
Isoline no sale nunca con ninguno de sus dos invitados semanales. A veces han venido otros a tomar el té, cualquier tarde, y no han vuelto. Un único día estuvo una mujer a comer. La mujer era también extranjera, no cabía duda. Louise no estaba de servicio aquel día. Sirvió Mary, y como Mary sólo conoce el inglés no pudo informar en la cocina de si lo que hablaban era idioma cristiano o no.
Isoline Katz espera hoy una conferencia con Portugal, con Lisboa, ya se lo advirtió a Kate. Probablemente no llamarán antes de la cena, pero es necesario aguardar. Falta una hora para el té.
Isoline, en su habitación, se derrumba en una butaca. Está cansada de no hacer nada, de esperar a que el tiempo pase, de desear que pase deprisa.
Extiende la mano y busca un libro en la mesa que tiene al lado. No se molesta en volver la cabeza para facilitarse la búsqueda. A tientas, alcanza un volumen color naranja. En el lomo: Novelas de detectives.
El libro se le cae de las manos sin abrirlo. Isoline siente los ojos doloridos, los párpados pesados. Piensa que con los ojos cerrados oirá mejor el timbre del teléfono del piso cuando indique conferencia. Con los ojos cerrados los sonidos llegan más claros.
«Así se concentra en el oído toda la atención, todo el interés. Las cosas que se ven distraen aunque sean cosas tan conocidas como los horribles muebles de este cuarto».
Isoline no sólo encuentra horrible el cuarto que le han dado en la Casa, un cuarto magnífico del segundo piso, que mira al río.
—El mejor cuarto, por favor, que tengan libre —había pedido cuando llegó el pasado mes de abril.
También encuentra desagradable el clima de Londres, insuficientes los medios de transporte —aunque sale tan poco que no los necesitaría, excepcionalmente buenos—, detestable la comida…
—Por favor, ¿no podrían hacerme una comida especial? —pidió un día a la secretaria de la Casa.
Miss Dudley la miró un poco sorprendida y luego dijo:
—Lo siento mucho, Miss Katz, pero no es posible. Comprenda usted que con tantas residentes y tan escaso el servicio… De todos modos si usted no está contenta y quiere buscar algún otro sitio, nosotras no se lo reprocharíamos. Ya comprendemos que a veces es difícil para los extranjeros adaptarse a nuestra comida nacional.
«Comida nacional… —se repitió interiormente Isoline—. Porquería nacional». Pero no habló de irse. Se limitó a contemplar un momento a Miss Dudley con su mirada gatuna y a sonreír impertinente como nunca. Isoline derrochaba el dinero sin apenas moverse de la Casa. Todas las semanas había dos o tres conferencias con un país extranjero que corrían a su cuenta. Eran las conferencias que ella solicitaba con misteriosos números y letras (aparte de esto había otras dos o tres llamadas, también desde fuera de Inglaterra, para ella). «Federico desde Lisboa, sábado tarde. J.» Isoline se sabía de memoria el texto del telegrama que le había dado el miércoles en el comedor el señor inglés, viejo y mal vestido.
«Lisboa… El Mediterráneo… ¿O Lisboa no está en el Mediterráneo? De todas formas, Lisboa está en España y España… Oh… Este odioso país. ¿Cuándo llegará la llamada? Lunes, Beatriz, desde Berna. J. El lunes, encierro total, mañana y tarde. ¿A qué hora llamará? Desde Berna. Me gustaría ir a Suiza alguna vez… Isoline Katz, periodista, Suiza. Ir a Suiza sí, pero el periodismo no. Periodista como Franz Lippman. Franz con su nuez aguda, bailarina, que obsesiona cada vez que se habla con él. Periodista como Franz, no. Con la nuez hiriente de Franz, no. Ir a Suiza es distinto. Hay nieve y lagos. Lagos. Lagos. Lagos».
EMILY
De pie, de espaldas al espejo de la chimenea, Emily cuenta una y otra vez el dinero que tiene en la mano. Tres libras. Sesenta chelines. Una semana de trabajo, de madrugar y limpiar habitaciones. Un día libre y una jornada doble: la vacación semanal de Verónica. Tres libras.
El espejo refleja media espalda de Emily: la cabeza, la permanente barata, exageradamente rizada. Refleja también un frasco de colonia que hay en la repisa, un frasco de esmalte de uñas, un cepillo del pelo con un peine clavado, abriendo brecha entre los hilos de nylon, tiesos y duros.
Emily parece extasiada con el dinero en la mano. Ya no le da vueltas, lo deja quieto, inmóvil, reposando en una de las manos. Tres billetes no muy grandes, tres billetes por una semana. «Por una semana, Emily, por una semana de tu vida. Pero tampoco es mucho una semana. ¿Para qué querría yo una semana regalada? ¿Para qué quiero yo las dos semanas de vacaciones que me regalan?».
Emily vuelve a mirar el dinero, fijamente, y se pregunta: «¿Y para qué quiero yo este dinero? El vestido de Selfridge’s. El vestido de las flores grandes, rebajado. Me estaba muy bien. Un vestido de verano para…, para ir al cine alguna vez».
Emily coge, apuña las tres libras y va a guardarlas en una caja de cartón que está sobre el estante. En la caja hay más dinero: cinco medias coronas y dos chelines.
«Creo que lo mejor será que me meta en la cama, a descansar», decide Emily. Pero antes enciende un cigarrillo. «A Miss Jackson le molesta el humo, dice Verónica. Miss Jackson, la asquerosa puritana, mal bicho… Ella no fuma, no. Ella no fuma, Emily, porque no sabe lo que es tener los nervios destrozados… Ella duerme seguramente. ¿Dónde estaría este viejo loro cuando bombardeaban Londres? Las mujeres británicas y la raza… La cochina vieja…».
Un solo golpe en la puerta.
—Entre.
Miss Jackson, desde el umbral, se queda mirando a Emily, seria y despectiva. Se dulcifica un poco al suplicar.
—Perdone, Emily. Ya sé que ha terminado usted, pero, por favor, ¿querría ayudarme a preparar la habitación de al lado? La de Teresa, ya sabe… Quiero que se traslade hoy mismo porque necesitamos tener libre el otro hueco, en la habitación que ocupó anoche… Llegan cinco australianas.
Emily ha seguido fumando, de pie. Con calma deja el cigarrillo sobre un cenicero de metal. Lo aplasta y con su voz un poco chillona contesta.
—Vamos, Miss Jackson, cuando quiera.
La habitación de al lado es la primera del cuarto piso. La de Emily, la segunda. La tercera está ocupada por Kate. La del fondo, la más grande y luminosa, es la de Miss Jackson. Son las únicas que duermen en la Casa aparte de Miss Lancaster —primer piso— y Miss Dudley —segundo—. El resto del servicio vive fuera.
La primera habitación no había sido habitada en mucho tiempo —«Desde el verano pasado, ¿cuando estuvo Jacqueline?», recuerda Emily—. Las residentes almacenaban en ella, durante el curso, las maletas vacías, los baúles, en desorden, mal colocados, ocupándolo todo. Había que despejar la habitación. Emily fue sacando cosas.
—El portero de noche, cuando llegue, las bajará al sótano; en verano no se estropearán.
La cama estaba sin hacer. El colchón-somier, tenso, nuevo, se cubría con una tela ordinaria.
—Voy a buscar ropa de cama mientras usted limpia esto.
«La vieja bruja —pensó Emily—. Ayudarla es siempre lo mismo: hacer las cosas que ella tiene obligación de hacer».
Con rabia, con cansancio, fue limpiando el piso con el cepillo. Luego, con desgana, quitó el polvo de la chimenea, del espejo, de la estantería y la mesa, vacías. Corrió la cortina del armario y sacó los estantes, para limpiarlos.
«Pobre chica, a las órdenes de Miss Jackson… ¿A qué vendrán aquí estas estudiantes que estarían tan a gusto en su país? Ésa que sube debe de ser Miss Jackson: “¿Ya ha terminado usted, Emily? ¿Por qué no dejó algo para mí?”».
Pero no es Miss Jackson; es Teresa, con dos maletas en la mano, que se detiene e interroga.
—Perdone. ¿Es ésta mi habitación?
—Sí, ésta es su habitación. La estaba limpiando un poco… Hace tiempo que no se usa.
Teresa deja las dos maletas en el suelo y entra en la habitación. Quita suavemente la bayeta de las manos de Emily.
—Gracias; yo continuaré limpiando. Gracias.
Emily se encoge de hombros.
—Como usted quiera. Adiós.
Teresa se queda sola en la habitación.
«¿Por qué no he sido más amable con esa chica? Debería haberle dicho: “Yo soy Emily y vivo aquí al lado, en la puerta siguiente. Estoy encargada del segundo piso. Bienvenida, Teresa”. No le he dicho nada y Teresa me odiará como las demás. Todas me odian porque no soy capaz de dominar mis nervios ni este mal humor constante…».
Emily ya está en su habitación. Se apoya en el alféizar de la ventana y mira al patio fresco y sucio, común a varias casas de la vecindad. Siente que el cansancio no es tan fuerte y que puede decidirse a salir.
«Iré al cine, a un cine del West End. A cualquiera. Tengo tres libras enteras y es sábado. Si me acuesto ahora estoy segura de que me vendrá la pesadilla. Estoy segura. Si salgo, dormiré mejor a la noche».
Antes de salir, antes de empezar a arreglarse, Emily enciende un nuevo cigarrillo.
TERESA
La tarde ha cambiado de aspecto repentinamente. Se ha vuelto oscura, pesada, un poco angustiosa. San Pablo se viene encima con su mole grisácea. San Pablo tiene un jardincillo ingenuo, como de iglesia pueblerina. En él se puede descansar un poco, sentarse y tratar de respirar. La puerta principal está cerrada, pero no me ha importado mucho. Prefiero esta impresión de conjunto, este rato en el jardín. La alta escalinata estaba llena de turistas que tomaban fotografías.
Hoy no quiero seguir más adelante. Creo que acertaré a volver sin preguntar. Autobús 60 hasta Marble Arch, autobús 137 por Hyde Park. Tenía verdaderas ganas de llegar hasta aquí o hasta cualquier otro lugar, fuera y lejos de la Casa. Me parece que hace mucho que llegué. Es imposible imaginar que todavía hace dos días estaba en París. En la Casa hay una atmósfera tranquila, todo marcha tan ordenadamente; cada cosa a su hora, en silencio. Por eso, al entrar a formar parte del movimiento rítmico de la Casa se pierde la sensación del tiempo.
Si lloviera, desaparecería esta opresión. No hace frío ni calor, no. Es como un cerco sólido, la pesadez de las piernas, la respiración… Toda la mañana de trabajo, como si estuviera allí desde siempre sin darle nadie importancia. Estaba deseando asomarme a Londres. Es curioso que este paseo a través de la ciudad me haya aturdido tan poco. A pesar de la gente y los coches y el obsesivo girar de los anuncios, hay en las calles algo de la sosegada quietud de la Casa. Hay una imposibilidad física de que las cosas se muevan deprisa.
Han caído ya varias gotas. Al fin, llueve. Dando la vuelta a la catedral hay un buen resguardo: el hueco entre dos escaparates de una tienda que avanza en un portal. Ya no están los turistas de la escalinata. Sin saber de dónde, han comenzado a surgir impermeables amarillos, con capuchón, que los ciclistas llevan como un uniforme. La mujer de las flores con su sombrero negro, un poco viejo, se levanta, coge su cesta y se marcha en busca de algún conocido refugio.
La lluvia no dura mucho. Salgo del portal. De todos modos ha sido suficiente. Se respira mejor. Voy a andar hasta que me canse; Ludgate Hill, Fleet Street arriba. La gente del sábado camina sin apresurarse. La alegre tarde, la alegre noche del sábado está empezando. Todas estas gentes irán a divertirse a alguna parte. ¿Al cine, al teatro, a bailar? Las parejas van cogidas de la mano, sin hablar. La gente camina un poco somnolienta, un poco dormida. Debe de ser la lluvia y la hora. Yo también me siento llevada paso a paso, sin quererlo, sin proponérmelo, un poco a tientas en la última claridad. La lluvia ha lavado la calle y las aceras. Al llegar a una parada del autobús me detengo. Prefiero andar luego, más adelante, acercarme a la Casa paseando desde Hyde Park.
Desde Hyde Park Corner se puede entrar en una red de calles iguales, en dirección del río, todavía un poco lejano. Creo que he perdido el último camino, la última dirección que me indicó una mujer que estaba parada junto a un cruce de peatones, sin decidirse a pasar. Todavía es pronto. Puedo seguir perdiéndome y buscar luego el camino. Las calles de este barrio están solitarias. Son calles largas bordeadas de casas con jardín. Las casas son muy parecidas: de ladrillo rojo, con grandes ventanales, de una sola planta. En casi todos los jardines hay un coche de niño vacío y en cada ventana abierta, un gato inmóvil, como de piedra, que contempla la llegada de la oscuridad.
En la acera, hay un niño que, de pronto, se ha quedado también en suspenso, con el palo o el aro del juego en la mano, pensativo. En algunas casas se encienden luces en silencio. El sábado parece haber llevado a la gente lejos de aquí o quizá es sólo el momento, el tránsito misterioso de la luz a la noche.
Instintivamente, tuerzo a la izquierda y de calle en calle dormida, voy a parar a una más grande, iluminada, comercial, con autobuses y gente. Una calle que ha entrado decidida en la noche del sábado. El río no está lejos; sigo la nueva dirección que me indican y alcanzo la sombra un poco inquietante del paseo, a su orilla. Sin acercarme a los árboles, camino deprisa, junto a las casas. En el borde de la acera, al lado de la puerta abierta y luminosa de un pub está sentado un grupo de chicos y chicas. Tienen en la mano barros de cerveza, charlan y ríen y charlan, sin ruido. Parecen estudiantes, sentados en el bordillo de la acera. Una pareja se sienta un poco más lejos, con los barros en el suelo, a su lado, y las manos entrelazadas. Del pub salen risas y voces un tanto destempladas, de hombres que empiezan a alcanzar la medida en que la inofensiva cerveza se vuelve alegre y parlanchina.
La Casa está aquí, enseguida. El jardín de la Casa tiene un paseo largo. En el primer piso y en el tercero hay luces encendidas.