MARY
—De diez a diez es demasiado, Rachel. Hay días que no sé cómo lo soporto, es muy largo el día de diez a diez.
Mary balancea los pies en el aire; está sentada en la mesa de la cocina con los brazos cruzados, la cabeza ladeada, el aire triste.
Rachel toma una taza de té en un taburete a su lado. Se compadece.
—Tienes razón, Mary. ¿Por qué no te quejas a Miss Lancaster? Ella es la única que puede hacer algo. De la de las llaves no esperes nada más que mala intención.
Mary está abrumada. Repite para sí misma, monótona y salmodiosa, las palabras de la queja, una y otra vez.
—Tres días a la semana de diez a diez. Es demasiado. No diría nada si no fuera demasiado.
Mary vive pendiente del horario de la semana. Cada domingo devora la tabla de servicios, busca los suyos, los localiza dificultosamente, con los ojos pegados a las letras, metiéndose la tabla por la nariz. Luego aprende de memoria los días, las horas de trabajo. Rachel se ha preguntado muchas veces: «¿Para qué querrá Mary el tiempo libre? ¿Por qué vivirá tan obsesionada con el horario?».
Mary trabaja lentamente, no puede cansarse mucho. Come bien en la Casa, mejor que cuando ella tiene que comprarse los alimentos en los días libres. Mary no tiene a quién cuidar, por quién luchar, quien la acompañe, ni a quién acompañar. Rachel no se explica su afán de libertad.
—Demasiadas horas —dice Mary.
Y no sabe explicar a Rachel por qué le duele el encierro, más cómodo que la libertad de su cuarto con goteras.
Sordo y oscuro, ilocalizable, Mary alberga en un rincón de su confusa mente, de su miope, empobrecida, raquítica mente, un brote jugoso de rebeldía. Mary quiere, sin comprenderlo, la libertad en sí misma, la libertad para todo, para nada.
—Menos mal que mañana se acaba, mañana estoy libre, Rachel, hasta el domingo. ¿Cuántos días tendré de diez a diez la próxima semana, Rachel?
«Mañana estoy libre».
Mary cierra los ojos y piensa, ve el río sucio, desde la ventana de su cuarto. En la otra orilla hay árboles. Bajo la ventana de Mary, el carbón cubre la tierra y sube en el aire, hasta las habitaciones. Mary en su día libre pasa la mañana asomada a la ventana, respirando el aire húmedo, olorosamente quemado del carbón de las fábricas de la orilla, húmedo y quemado a la vez. Bajo la ventana de Mary hay restos de vigas herrumbrosas, retorcidas, maderas que se pudren.
«El río es igual en todas partes, el agua es la misma».
La tarde transcurre mirando al río. Mary, antes de comer, lava su vestido de la semana, lo tiende y pasa el día vestida de limpio, de domingo.
«Aunque no siempre es domingo mi día libre, pero para mí es como si fuera domingo».
Se acoda en la ventana. Mary no tiene calle con gentes que pasean, calle de pueblo, de barrio, con las gentes conocidas que van y vienen, que puedan contemplarse, a las que se puede saludar desde la ventana con una sonrisa o un gesto de la mano, mientras se deduce adónde van, por qué han pasado tres veces, quién es el desconocido que las acompaña. La ventana de Mary da al río. El borde de piedra del canal llega hasta muy cerca de la casa de Mary. Queda una faja estrecha de tierra entre Mary y el río, la faja donde se amontonan los hierros, las maderas, donde se posa el polvo del carbón. Desde dentro de la habitación, sin asomarse sacando el cuerpo por la ventana, sólo se ve el agua, parece que la ventana se abriera sobre el agua. Mary contempla el río en su vacación, como contemplaría la calle de su pueblo, sólo que lo que pasa por el río son barcazas, silenciosas, sucias, industriales, aparentemente deshabitadas. Sobre la carga, a veces, pasea un perro y Mary sonríe al animal vivo, paseante de su calle de agua en el día de fiesta.
Una vez Mary vio pasar un árbol desgajado. Algunas veces pasan cajas de madera vacías. Un día el agua arrastró a un hombre. Mary lo supo porque oyó voces de gente que lo buscaba. Mary no supo si el hombre se había tirado o fue un accidente, pero sintió que su calle negra y movediza se disfrazaba de entierro. Cerró la ventana.
—Las cosas pequeñas no las veo —dijo Mary.
Rachel se movía entre sus cocinas. Destapaba cacerolas de hierro negras y humeantes. Había dejado a Mary sentada en la mesa, rumiando su horario.
—¿De qué hablas, Mary?
Mary estaba pensando en las cosas pequeñas que pasan por el río, que seguramente arrastra el río aunque ella no las vea.
—En el río; no veo las cosas pequeñas que van por el río, Rachel.
Rachel se indignó. Miró la cara de topo inexpresiva, adormilada, con el pelo pegado, sujeto con un gran pasador de celuloide.
—Mary, no digas tonterías… No ves las cosas del río ni ves las cosas que te rodean. Te he dicho mil veces que te hagas unas gafas… Dile a la doctora Rupa que te dé una carta para el Ayuntamiento. ¿Para qué pagas el seguro, si se puede saber?
Mary sonrió tímidamente. Movía la barbilla arriba y abajo, su tic habitual.
—No me hables de las gafas, Rachel. ¿Quieres que parezca más fea de lo que soy?
TERESA
Ha vuelto. Me lo ha dicho Verónica cuando hacíamos juntas las habitaciones del tercer piso. Ya me había acostumbrado a que no estuviese. Todos creían que su marcha era definitiva porque telefoneó el día de su fuga diciendo que se iba con su madre, que no la buscasen. Pero ha vuelto. Verónica adivina mi disgusto.
—No te preocupes. Seguramente vendrá a buscar sus cosas. No creo que Miss Lancaster la acepte de ninguna manera. Está enferma. Si se somete a un reconocimiento, tendrán que mandarla al hospital. La doctora Rupa informará. No intentará quedarse…
Cuando subo a mi habitación, Miss Jackson, desde el fondo del pasillo, me llama. Está a la puerta de su cuarto. Voy hasta ella. Me hace entrar.
—Teresa, ha vuelto Emily, quiere quedarse. Ha prometido portarse bien y no molestarla a usted. Estamos tan mal de servicio… Compréndalo.
«Ha vuelto».
Mrs. Loridge me mira pensativa.
—Es muy desagradable. ¿Qué piensa hacer?
—No lo sé. Yo no debería ser tan débil, pero tengo miedo. Mi cuarto es ahora un lugar incómodo en el que me siento inquieta a cada ruido en el pasillo. Me estoy portando de un modo absurdo…
Marta ha salido con unos amigos franceses, cantantes. Mrs. Loridge está sola. El salón de los sábados está vacío de Thomas, del Mayor. En el acuario de Marta hay un movimiento de colas brillantes. Mrs. Loridge, como todas las tardes, lee, leía cuando yo he llegado.
—¡Qué alegría, Teresa! Qué buena idea has tenido viniendo…
El salón de Mrs. Loridge había sido una tentación a lo largo del día. Desde que Verónica me habló de la vuelta de Emily.
—Marta ha salido pero volverá a cenar con sus amigos. ¿Te quedarás a cenar?
Las dos hemos estado silenciosas un rato. La madre de Marta me miraba. Inquiría, muda, la causa de mi tristeza, pero no se atrevía a preguntar. Le expliqué.
—Ha vuelto.
Y pensé que me era difícil recordar la cara de Emily a pesar de que su fantasma me perseguía.
—Debería darme vergüenza este estúpido miedo.
Emily lleva gafas, es fea, es vulgar. Tiene un diente desigual, pero no puedo dibujarme su cara con todos estos elementos.
—Quédate aquí esta noche, Teresa. Mañana estarás más tranquila. Quédate con Marta y conmigo.
Emily dijo que odiaba a todas. ¿Por qué no me odia a mí también? Se ha imaginado que me quiere porque soy extraña a la Casa, a las otras, a ella misma, porque fui amable con ella, porque Kate y yo la invitamos al cine.
—Quédate, Teresa. Decididamente te quedas. Te prepararé el cuarto de Silvia.
¿Y por qué no Kate? Kate la conoce demasiado. Puede medir con exactitud su vulgaridad, su desamparo. Kate la compadece y ella no quiere compasión, quiere que no se vea la Emily fracasada, sola, sin esperanza. Quiere que alguien la libere, la levante, alguien que no la conozca.
—Muchas gracias, Mrs. Loridge, me quedaré.