TERESA
Hoy tengo que dedicar el día a estudiar. Delia me ha acompañado al laboratorio en que trabaja un amigo de Romualdo, un mexicano que estudia plantas tropicales como el doctor Craxton. Pero sólo he tenido fuerzas para ir dos días. Allí me siento abandonada, poco preparada, no sé si me interesan las plantas tropicales, no sé si me interesa buscar otro sitio para trabajar en algo serio y no perder el tiempo. Los días pasan y me veo demasiado solicitada por la ciudad, las gentes, los nuevos amigos… No era esto lo que yo me había propuesto. Es necesario que de una vez decida si debo o no dedicarme a la carrera que he elegido, en libre elección, sin coacciones externas que pudieran justificar o explicar este despego y esta falta de interés por…
El teléfono del piso suena insistentemente y nadie va a cogerlo. Me pone nerviosa. Salgo. Abajo, en la oficina de recepción, Kate reclama a alguien.
—¿A quién quieres, Kate?
Kate y yo hemos llegado a ser amigas. Ella y Delia son mis únicas amigas en la Casa, aunque todas las chicas de la cocina son buenas y me tratan con cariño, y aunque las residentes, sobre todo algunas, me hablan con frecuencia sin conocerme, se interesan por mi trabajo en el laboratorio y me preguntan detalles absurdos de España como si yo fuera una especie de guía turística.
—¿A quién buscas, Kate?
—Precisamente a ti. Hay un caballero que desea hablar contigo por el teléfono exterior. Baja, mujer fatal.
Kate me habla siempre con una mezcla de protección y burla que no me hiere, porque no intenta ser hiriente, sino de veras afectuosa y simpática. Mientras bajo las escaleras, corriendo contra todos los hábitos de la Casa, un presentimiento de tarde estropeada para la ciencia me invade.
—Sí, soy Teresa. ¿Quién es?
—Thomas. Thomas Dunn. Te llamo porque Marta y algunos amigos han pensado ir hasta Kew Gardens a dar un paseo y a merendar luego en algún sitio agradable. Si vienes, te esperamos en la parada del autobús. Puedes tomar el número…
La tentación, la tarde perdida, la ciencia, la frivolidad, todo lucha en mí en un combate inútil, porque desde el principio sé que iré.
—De acuerdo. Hasta luego. Sí, a las cuatro.
Los amigos de Marta son muy jóvenes, como ella. Alumnos de piano del Conservatorio, de danza, de canto. Dos muchachas y un muchacho. Todos hablan mucho y como su principal preocupación es la música, recorren conmigo una España musical que conocen mejor que yo, que algunos interpretan. Hace calor. Las plantas de Kew Gardens aturden y marean de color. Flores enormes cuya especie desconozco crecen en los cuidados macizos, se transforman en seres casi monstruosos; las flores de los parques tienen algo de crecimiento irregular, excesivo. Dalias gigantes amenazadoras. Las flores no huelen, son demasiado grandes para oler. Imagino lo que sería Kew Gardens si a la borrachera del color hubiera que añadirle la del perfume. No entramos en los invernaderos que dejan ver desde fuera su flora exótica, temible. Afortunadamente nadie insinúa que yo, como especialista, debo de sentirme muy interesada. Yo como persona estoy abrumada de tanta riqueza vegetal, pero como naturalista me siento tan desgraciada que el paseo se me amarga un poco. Marta me dice:
—Mamá te espera a cenar luego. ¿Vendrás?
Sí, iré, necesito ver a Mrs. Loridge y al Mayor, en el salón, necesito la agradable cena, la sobremesa. Necesito la atmósfera civilizada, artificial, que se respira en la casa de Mrs. Loridge. Hoy, el aire libre, los jardines y la naturaleza toda me exasperan y me irritan como una acusación injusta.
KATE
«Cada vez me gusta más trabajar en domingo. Los domingos son tan tristes, tan desmoralizadores… No es de ahora, es de siempre, esta sensación de vacío, tristeza, ausencia de algo importante que debía estar presente en el domingo y falló a última hora; la ausencia de un invitado alegre en la fiesta. Sólo que aquí el invitado es desconocido, y se nota su falta, el fracaso de la fiesta, impalpable, crecientemente. Se nota su ausencia más y más a medida que el día va transcurriendo…».
Kate está encerrada en su oficina. La habitación es pequeña y frágil como una garita, con sus dos paredes de cristal, la del jardín y la otra, la que da al vestíbulo. Kate se encuentra a gusto en su oficina protegida por la débil barrera transparente, que la separa de la Casa y la aísla, dentro de la misma Casa. Las fichas, los recibos, el teléfono son viejos amigos aburridos, pero no insoportables, viejos conocidos fáciles de manejar y de esquivar cuando es necesario.
El teléfono suena. Kate, profesionalmente amable, pregunta: «¿Quién? ¿Miss Katz? Un momento, por favor».
Kate sale de la oficina. En los tableros de control, Miss Katz figura como «dentro». Kate vuelve a su mesa. En la pared busca el timbre de Miss Katz. Lo pulsa. Kate pasa la comunicación a la cabina del pasillo. Todavía transcurren unos minutos antes de que aparezca Miss Katz, en las escaleras, bajando despacio, recreándose en su propio balanceo al andar. Hace un gesto de saludo a Kate. Al pasar dice con su voz de sueño constante:
—Gracias.
Kate la observa hasta que desaparece en la cabina y se encierra y empieza una de sus conversaciones telefónicas.
«La misteriosa dama del Orient Express —se dice—, o la dama que juega a hacerse la misteriosa».
Pero Kate olvida enseguida a Miss Katz. Kate sabe demasiado, a pesar suyo, de cada una de las residentes como para sentir curiosidad.
Al final todas las complicaciones se resuelven con un «Cherchez l’homme». Todos los misterios, las discreciones, las indiscreciones, van a lo mismo. Las mentiras, los recados telefónicos contradictorios, las conspiraciones absurdas llamadas «agradable reunión para oír música en el cuarto de una amiga», «paseo en coche hasta Windsor». Kate aprovecha los domingos para poner en orden sus carpetas, eliminar papeles inútiles, etcétera. La semana es demasiado ajetreada para poder dedicarse a esos detalles. Cuando suena de nuevo el teléfono está absorta en su trabajo de clasificación. Coge maquinalmente el auricular. La voz que llega a su oído, golpeando su cerebro, despierta el recuerdo con violencia.
Kate casi grita.
—¡Dan!
—Estoy en Londres, Kate.
La voz sigue golpeando a Kate. «Dan, Dan en Londres. Otra vez volver a empezar».
—Dan, ¿por qué has venido?
—Tenía que verte, Kate. Necesito verte. No puedes decir que no. Te espero donde siempre. A las diez.
La voz enloquece a Kate.
—No puede ser, Dan, vuelve a casa. ¿Cómo está Ana?
—Mal, Kate, cada día peor. Tengo que hablarte. Estaré a las diez donde siempre. Estoy desesperado. Tienes que venir…
La voz implora. Kate sabe que no puede negarse a la voz suplicante de Dan.
—Iré. A las diez y media. Termino el trabajo a las diez.
Kate mira el reloj. Las seis de la tarde. «Cuatro horas de encierro. Cuatro horas interminables aquí sin poder trabajar, ni moverme, ni…». Kate esconde la cabeza entre las manos.
—¡Kate!
Louise la mira sorprendida; acaba de llegar para el servicio de la cena y trae una taza de té para Kate, como todos los días.
—Kate, ¿te ocurre algo?
—Gracias, Louise, no, no me ocurre nada.
Louise duda un minuto; luego se retira. Kate acerca la taza y empieza a beber a pequeños sorbos el té.
«El té me sentará bien… Sabía que esto iba a suceder cualquier día. Dan no se resigna, Dan olvida las promesas, es débil, más débil que yo… Louise habrá pensado… Que piense lo que quiera… Louise no pregunta como mamá y Lissi… Algo indecoroso, Kate, debe de ser algo indecoroso cuando nunca hablas de él y ocultas cuándo le ves… Dan, por qué no puedes cumplir las promesas y quedarte allí todo el tiempo, al menos mientras ella, mientras Ana… te necesite… A las diez y media, donde siempre… Quién lo hubiera creído… El invitado del domingo. Pero no el invitado alegre que se echa de menos, no el invitado que va a animar la triste fiesta, sino el invitado triste que no era necesario… Que sí es necesario, que es siempre necesario, pero que no puede asistir a las fiestas…».
Kate ha recobrado la calma, la calma del rostro y las manos. «Ana está peor… Dan imagina que está peor, seguramente desea que esté peor… Pero pasarán años antes de que Ana… No puedo volver a pensar en eso. Prometimos que no volveríamos a pensar en la salud de Ana… Ana tiene, por fuerza, que estar mejor… Deseo con toda mi alma que Ana esté ya bien…».
—¿Estás ya bien, Kate?
Louise ha vuelto, inquieta, y se alegra de ver a Kate normal, recuperada.
—¡Ya estás bien! Te encontré tan decaída y tan… como enferma. Trabajas mucho, Kate, ¿cuándo es tu día libre?
—Mañana. Mañana me iré a casa… Hace mucho tiempo que no voy…
«Mañana iré a casa… Mamá estará arrepentida de todo lo que me dijo y me mimará para que vuelva… Hace mucho tiempo que no voy y al fin y al cabo es lo único que me queda, aunque sea un refugio tan incompleto y a veces tan incómodo… Mañana en el tren de las seis, iré a casa… Mamá no me esperará… Lissi estará trabajando… Mamá se alegrará y yo podré dormir en mi cuarto otra vez, horas, horas…».
MARJORIE DEWEY
Después del lunch, Marjorie escapa, apresurada, del salón. Necesita llegar pronto a su habitación. Las piernas delgadas y larguiruchas se le doblan en la carrera, escaleras arriba. Marjorie no ha querido esperar el ascensor, porque no tiene paciencia para esperar. En la calle anda desde una parada a otra porque no puede estarse quieta esperando el autobús, sube o baja las escaleras porque no resiste los segundos lentos de espera del ascensor. Escaleras arriba, camino de su cuarto, Marjorie reflexiona su prisa, la justifica.
«Cuando se es joven, es absurdo esperar. Es antinatural, además. Lo natural es ir al encuentro de los acontecimientos».
Ella, esta tarde de domingo, piensa salir a encontrarse con una posible fuente de apasionantes aventuras. Marjorie tiene una cita con un hombre, con un muchacho, a las cuatro, en Hyde Park, para ir a remar. Por eso Marjorie tiene prisa, necesita las horas que quedan para decidir qué traje le está mejor, qué peinado debe ensayar, qué zapatos…
«Sabía que en Londres sucedería esto, me tenía que suceder algo… Elisa y Cristina y todas las amigas se entusiasmarán cuando se lo cuente… Un persa… Pero no un persa cualquiera, no un vendedor de tapices, no… Un gran señor… Se ve… Hijo, seguramente, de un noble, de un hombre importante… Shirazi… ¿Será nombre o apellido? Los orientales que viven en Europa son distintos de los que vemos en América… Aquí vienen a estudiar los orientales cultos, las clases superiores… A nosotros sólo nos visitan los mercaderes enriquecidos o los que tratan de enriquecerse… Nunca se me había ocurrido esta diferencia, pero pienso que es así… Shirazi es inteligente. Shirazi debe de saber muchas cosas… ¿Por qué no habré estudiado yo más geografía y más arte en la facultad? No sabré de qué hablarle, cuando él empiece a contarme cosas de su país… En este sentido habría preferido que me hubiese invitado a salir el italiano… Sé muchas cosas de Italia… Hubiera sido preferible, pero el italiano estaba tan… embebido con la muchacha danesa… Fue muy agradable de todos modos que Shirazi…».
Ayer, sábado por la tarde, Marjorie asistió por primera vez a una reunión de estudiantes en el Club Internacional. Había estudiantes de todas partes del mundo. Europeos, americanos, africanos, chinos… Marjorie se sentía feliz. Se habló de música, de arte, de existencialismo, de comunismo… Shirazi había bailado con ella todo el tiempo. Shirazi bailaba con el cuerpo pegado al suyo, arrebatado por el ritmo, sin hablar… Marjorie aprovechaba los descansos entre baile y baile, entre discusión y discusión, para empolvarse discretamente la nariz. Imaginaba su piel más imperfecta que nunca y hubiera querido borrar a fuerza de polvos las rebeldes, inatacables pecas.
«Desde luego, no pensé en Shirazi al principio, hay que confesarlo —se dice Marjorie ante el espejo de la chimenea mientras recoge su pelo en bucles sujeto con horquillas, para que se rice—. Yo pensé en el italiano, que me pareció estupendo… Además, nunca hubiera soñado en salir con un tipo de otra raza… No es que los persas… No, por Dios, son completamente distintos a los negros y los amarillos, pero no sé…, el Lejano Oriente… no sé, debe de ser prejuicio… Con el italiano, sí, lo pensé desde el primer momento. Un italiano pintor, además… Qué bien hablaba, cómo defendía a Modigliani cuando aquel grupito insoportable de franceses le decía que Modigliani era blando y literario… Fue una pena lo de la danesa que lo echó a perder todo al final… Bueno, no echó a perder nada verdaderamente, porque él ni se había fijado en mí cuando le tuve sentado tan cerca, pero quién sabe… Shirazi había bailado tanto conmigo… Pero no me imaginé lo de salir hoy a remar. Es estupendo de todos modos… Es un persa perfectamente europeizado y ni siquiera sé si la cultura persa es más antigua que la europea incluso, aunque sospecho que sí porque… ¡Qué pocas cosas he aprendido en la facultad!… Cuando pienso que ni siquiera el latín, la literatura latina la conozco lo suficientemente bien…».
Marjorie, después de hacerse las uñas, se tiende un rato en la cama, a descansar. Después será el momento de sacar los vestidos y elegir… «Aunque yo creo que no debo dudar, porque el de florecitas rojas es perfecto para ir a remar… Con el pañuelo para la cabeza igual…».
—¡Marjorie! ¿Qué te pasa?
Delia Soto contempla asombrada la cara enrojecida por el llanto de Marjorie. Por el pasillo avanza alguien. Delia se decide.
—Entra, Marjorie.
La habitación de Delia está en desorden. Un desorden de día entero transcurrido en la Casa, agotando todos los posibles entretenimientos: libros abiertos, cartas por contestar almacenadas sobre la mesa, ropa para planchar sobre una silla.
—Estaba acostada, tratando de dormir unas horas para luego estar despejada en la noche y poder trabajar hasta la mañana. Tengo tanto trabajo atrasado…
Intentaba dar tiempo a Marjorie para que se calmase, para que saliera de su inexplicable y acongojado mutismo. Pero Marjorie callaba. «No sé cómo empezar… No sé si debo decírselo todo a Delia o no… Habría sido mejor que me hubiese quedado en mi habitación… sola… ¿Por qué necesito siempre hacer confidencias a Delia?».
Delia esperaba, paciente, a que Marjorie se decidiera a hablar. Al fin no pudo resistir y preguntó.
—¿Quieres decirme qué te pasa? Supongo que no habrás encontrado malas noticias de casa, al llegar de la calle. ¿Qué tal has pasado la tarde? ¿Qué tienes?
«Debo hablar, debo hablar… ¿Para qué habré salido de mi habitación?».
—Delia, me ha ocurrido algo espantoso. He pasado una tarde de pesadilla. No sé cómo decírtelo, pero… he salido con ese chico de quien te hablé ayer… Con el persa…
Marjorie se detuvo.
—Sigue —exigió Delia.
—Ha sido una tarde de pesadilla… Al principio no, la verdad es ésa, al principio fue agradable… Remamos en Hyde Park, a mí me gusta tanto remar… En casa siempre…
Marjorie se echó a llorar desconsoladamente.
—Cálmate, Marjorie, y explícame lo que pasó…
Delia se había sentado al lado de la muchacha y trataba de levantarle la cabeza, oculta en el pecho.
«No debí venir a ver a Delia… Exige que le hable… No tiene compasión».
—Delia, creo que hay cosas difíciles de decir y de comprender. Será mejor que me vaya —contestó Marjorie repentinamente calmada.
—No digas tonterías, Marjorie. Cuéntamelo todo. No será tan grave como dices. ¿Crees que no he vivido cosas suficientemente serias como para que tus pequeñas aventuras me sean difíciles de comprender?
Marjorie intentó seguir.
—Verás… Remamos y pasamos una buena tarde al principio. Después, Shirazi, es que así se llama, Delia…, Shirazi me dijo: «Podríamos ir a casa a tomar un trago». Así dijo, y yo pensé…, qué sé yo, Delia, que sería una casa como esta nuestra en la que se invita a tomar el té o cerveza o algo… Pero no, él tenía un cuarto para él solo en una casa llena de habitaciones independientes en las que viven estudiantes y artistas… A mí no me importó mucho, de veras. Entramos y sacó una botella de ginebra… Seguimos charlando de arte y política y las cosas que se habían discutido ayer en el club… Pero…
—Si no quieres, no sigas porque me lo imagino todo, Marjorie —dijo tranquilamente Delia.
Marjorie la miró asustada.
—No puedo creer que te lo imagines… Es demasiado horrible… Fíjate que de pronto nos habíamos quedado un momento en silencio y me dice… algo que no comprendí al principio… Algo así, Delia: «Supongo que no te importará, Marjorie, pero como ayer fue sábado y en Londres los comercios cierran y no hay manera… No te importará al natural, ¿o vienes tú preparada?». —Marjorie estaba roja de indignación y vergüenza—. Eso dijo, y tardé mucho en comprender aunque con haberle mirado a los ojos podía haber comprendido…
Delia habló al fin.
—Eres más ingenua de lo que yo creía, Marjorie. ¿Cómo puedes asustarte por una situación así… tan normal?
—¿Normal? ¡Delia! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que tú apruebas esas situaciones? Te advierto que yo, que mi conciencia… En mi país…
Delia estaba completamente tranquila, un poco burlona quizá.
—Marjorie, yo no sé lo que sucederá en tu país y en tu conciencia, pero si una muchacha accede a acompañar a un chico a su casa no es difícil prever…
—Es asqueroso… Europa es asquerosa, te lo aseguro…
Marjorie había pasado de la desesperada tristeza de hace un rato a una encendida indignación puritana.
—Nunca creí que tú, Delia, opinaras así.
—No seas chiquilla, Marjorie, ¿te he dicho yo lo que opino de esto? Yo no opino nada.
—Así que tú ¿admites que un hombre y una mujer que no estén casados…?
Delia contempló un momento la cara sorprendida de su amiga, que esperaba, que necesitaba que ella dijera que no. Pero no pudo hacerlo.
—Marjorie, no sé si te parece bien o no, pero ya te he dicho que admito que un hombre y una mujer que se quieran…, sin importarme si son o no marido y mujer… Lo cual está muy lejos de una aceptación por parte mía de situaciones como la de esta tarde entre tú y ese persa… A propósito, ¿qué hiciste cuando comprendiste lo que quería?
«Ella acepta que aunque no se esté casado… Pero eso es pecado e indecente e inadmisible… No puedo creerlo… ¿Es posible que Delia, que ella misma…?».
—¿Qué dices, Delia? ¿Que qué hice yo cuando…? Me levanté, me marché sin decir una palabra y él se quedó allí sin reaccionar, seguramente sorprendido…
«No puedo creer que Delia… Una cosa es aceptarlo en teoría y otra aceptarlo en la realidad, cuando le pasa a una misma… No lo puedo creer…».
VERÓNICA
—… Y yo le dije: «No bebas más, Tom. De sobra sabes que luego te pones muy mal». Pero estaba en el disparadero, yo me di cuenta enseguida… Y así está… Se ha levantado con la cabeza dolorida y se ha vuelto a acostar. Por eso yo me dije, le voy a decir a Louise que si mañana no puedo venir porque estuviera él peor, se invente una disculpa para Miss Jackson: que estuviste a verme hoy por la tarde y que yo estaba con fiebre… o algo así. Sobre todo que no adivine la verdad… la vieja bruja.
Verónica había esperado a Louise, en la cocina, hasta que ésta terminó de servir la cena. Louise la escuchaba silenciosa y comprensiva.
—Me dije —seguía Verónica—: Un paseo, Veric, no te vendrá mal después de todo un día de encierro. Las niñas se quedaron jugando en el jardín de al lado, con unas amigas. Tom estaba más despejado.
Louise se sintió en la obligación amistosa de opinar.
—De todos modos, Veric, tú debías frenarle. Va a enfermar de verdad y además tenéis hijos, no podéis pasaros la vida gastando y gastando…
—No sé cómo explicarte, Louise: Tom lo hace con buena intención. Quiero decir que no bebe a la desesperada y por emborracharse como otros. Bebe porque está alegre y le gusta charlar conmigo y con los demás. No suele hablar mucho corrientemente. Y cuando bebe un poco, se siente como libre, como pudiendo decir muchas cosas que tenía calladas, ocultas porque no se atrevía a decirlas. Y no necesita beber mucho para eso. Lo malo es que cuando se anima y pasa la medida ya no sabe volver atrás, y acaba rezumando cerveza y malestar, como ayer. ¿Qué puedo hacer yo? No voy a quitarle algo que le gusta tanto, ¿verdad?
Verónica dejó de hablar: «¿Qué puedo hacer yo? Claro que podía negarme a ir con él o a que él vaya… La verdad es que yo también soy feliz así, acompañando a Tom al pub, aunque ya sé que lo critican y que dicen que eso no es de mujeres dignas y menos de madres… ¡Qué difícil es entender por qué hacemos las cosas! Por qué somos felices con cosas que pueden ser tan perjudiciales y sabiéndolo seguimos haciéndolas…».
—De todas formas, tú tienes razón, Louise… —afirmó.
«Tú tienes razón, tu razón. Pero no sabes lo que es para nosotros, para mí… Al principio sólo es la alegría de estar con Tom, libres, de fiesta, unas horas de descanso y de despreocupación. Luego poco a poco viene el encantamiento. Parece que los problemas hubiesen volado. Que Tom y yo hubiésemos volado lejos de los problemas. Yo creo que él también lo siente así y nos miramos y sonreímos… Entonces podemos empezar a hacer planes, esos planes que, serenos, nunca se hacen, porque desde el principio se sabe que son imposibles. Tom dice: “Veric, cuando Charlotte tenga cinco años, empezará a bailar. Quiero que sea una gran bailarina de ballet. Puede serlo, Veric, tiene tu figura, delgada y flexible, y tiene gracia y… Como somos jóvenes todavía la veremos triunfar y podremos disfrutar de su triunfo antes de que nos salgan las primeras canas… A lo mejor llega a bailar ante los reyes… Cuando le pregunten en los periódicos dirá: ‘Me llamo Charlotte porque nací el mismo año que el príncipe Carlos, el heredero’… No sé lo que podríamos hacer con nuestra pequeña, Veric, es demasiado pequeña, pero ya lo pensaremos”…».
—Tú y Charlie ¿qué soñáis, Louise? Quiero decir, ¿qué queréis para Dick y su mujer y vuestros nietos cuando vengan?
«Dick es demasiado grande ya. A lo mejor cuando las niñas sean mayores nosotros ya no soñamos tanto y sólo deseamos verlas bien casadas, con un buen trabajo. Pero ahora… Otras veces, la cerveza nos hace pensar en nosotros mismos, solos, como si no tuviéramos hijos. Tom dice: “Tú siempre has sido muy elegante, Veric, y algún día tendremos dinero para que vistas a tu gusto y fumes cigarrillos egipcios… Podríamos ir una temporada a la Costa Azul, como recién casados”… Luego Tom se acuerda de las niñas y dice: “Se las dejaríamos a tus padres”…».
—¡Tienes razón, Louise!, ya te he dicho que tienes razón, pero no podemos evitarlo aunque sepamos que no se saca nada soñando.
«Es suficientemente bueno mientras dura… Si no fuera por eso, yo no sabría que Tom piensa esas cosas. Es tan callado…».
—Dile eso a Miss Jackson si no vengo mañana, por favor, Louise. Y ¿podrías darme un cigarrillo? Olvidé en casa el paquete…