MISS JACKSON
Antes de salir, ya con el sombrero puesto, Miss Jackson se miró al espejo. El sombrero era sencillo y vulgar, de un fieltro rojizo que avanzaba en forma de ala sobre la oreja derecha. Miss Jackson contempló un segundo su imagen y apretó los labios hasta que éstos fueron sólo una línea blanca, como una cicatriz en el rostro. Las escasas, rarísimas veces que se producía este encuentro mujer-espejo, Miss Jackson apretaba los labios, sin que ella supiese por qué, pero impulsada, seguramente, por un subconsciente deseo de afirmación ante algo: la belleza —que los demás no descubrían en su rostro, que ella misma no había descubierto nunca—. Y esta afirmación ante el espejo era como un reto a esa belleza ausente, a los juicios poco probables que pudieran hacerse de su físico.
Miss Jackson buscó en el armario su bolso, grande y anticuado, y se dispuso a salir. El miércoles era su día libre. Un día libre significaba para Miss Jackson más preocupación que descanso.
La mañana, desde las siete, la tenía ocupada con la limpieza extraordinaria de su cuarto. Sacaba los muebles ligeros al pasillo y se afanaba con la aspiradora y las bayetas. Luchaba enérgica y ciega con el polvo que ennegrece diariamente las superficies lisas de los muebles y objetos, en las casas situadas dentro del cerco múltiple de las chimeneas londinenses. A las once de su día libre, Miss Jackson terminaba su pequeño trabajo doméstico y tomaba un baño templado. Luego, hasta la hora del lunch, planchaba su ropa de la semana, lavada diariamente en los lavaderos del sótano.
Ésta era la mañana de Miss Jackson los miércoles.
Una mañana que terminaba con una especial toilette para el lunch. Toilette de fiesta, de día libre, que consistía en aplicarse polvos de una caja que le duraba exactamente un año, humedecer apenas los dedos en colonia, y sobre el traje gris de los miércoles —de seda o lana según la estación— colocar un broche bueno, con tres brillantes y nueve perlas, heredado de su madre.
Luego, a la tarde, Miss Jackson se dedicaba a actividades puramente espirituales.
Un rato de lectura en su habitación —Trollope, su favorito— y, temprano, la salida, de nuevo un toque de polvos, el sombrero rojizo, el bolso y un segundo de contemplación frente al espejo, como ahora.
Antes de salir, Miss Jackson cerró la ventana. Todo en orden, limpio, reluciente. Miss Jackson miró a su alrededor y se sintió satisfecha y purificada. Los labios, incontrolados ya, mostraron su forma borrosa, sus límites imprecisos. La sonrisa no llegó a aparecer aunque los ojos azules brillaron alegres a través del cristal de las gafas.
Las cuatro y media. El tiempo justo para coger el autobús. El tiempo justo para llegar al club antes de que empezase la audición. Al bajar las escaleras, Miss Jackson no se detuvo en las ventanas abiertas, no miró al río que ofrecía al sol su vientre negro de gran ballena.
Miss Jackson nunca contemplaba el río, ni los árboles, ni las plantas de Miss Dudley, en el jardín. Se sabía rodeada de todo ello como de las casas cercanas y los patios estrechos que veía desde su habitación, pero no sentía que río, árboles, flores fuesen algo vivo, cambiante y sorprendente en su cambio.
Por el largo paseo del jardín, hasta llegar a la cancela, Miss Jackson saboreaba de antemano el programa del club. Tres obras para piano y orquesta de Chopin. Un descanso en medio para el té y luego, después de la audición, unos momentos de agradable charla entre las concurrentes.
Miss Jackson, al entrar en la Casa por vez primera, había puesto una sola condición: el miércoles sería su día libre.
El miércoles, día de reunión y de concierto, en el club femenino Amigas de Chopin.
HELEN HUTKINS
—El negro es el color que mejor le sienta a Miss Hutkins, Louise —había comentado más de una vez Verónica, en las breves sobremesas del sótano después del desayuno, o en las cortas charlas del mediodía, entre plato y plato.
Verónica era la elegante del servicio y se sentía hermanada de un modo especial con Miss Hutkins, la elegante de la Casa.
—A mí me entusiasma el negro, Louise, ¿a ti no? A Miss Hutkins le sienta particularmente bien… Las mañanas que no sale a trabajar se pone un pantalón y un jersey negros que seguro no le habréis visto porque nunca se mueve de la habitación, y parece una modelo de Vogue, de veras.
Esta mañana Helen no ha salido. Verónica la ha visto ya levantada, «jersey y pantalón negros, Louise, ya te lo he dicho alguna vez», con un libro en la mano «de muebles y decoración, me parece que se dedica a eso. Es un bonito oficio, ¿no, Louise?».
Al entrar la camarera, Helen levantó la vista del libro con esfuerzo. Dijo un «gracias» breve y volvió a la lectura. Le dolían los ojos pero no quería cerrarlos. Le dolían los ojos y las muelas, la cabeza, todo.
«Los oídos, los oídos no me duelen. Están protegidos por el silencio. Ayer me cansé mucho, me acosté tarde… Y enseguida, logré dormirme… Pero sólo una hora, una hora de sueño y muchas de silencio… Es curioso, yo que antes para poder dormir necesitaba tanto la tranquilidad, la ausencia de ruidos…».
Los ojos se habían apartado del libro y miraban a algún punto perdido en el tiempo, de la infancia. «Mamá, ¿cuándo podré tener una habitación aislada? Sabes que no puedo soportar los ruidos, los tranvías tan temprano, los coches hasta tan tarde». «Domina los nervios, Helen. Vas a ser muy desgraciada si no logras dominarte. Todo te hiere, todo te molesta y sin embargo vas a tener que vivir entre personas y objetos más hirientes que los que te rodean ahora…».
Luego en la casa de campo, en Sussex, la paz.
«Creo que fue la única paz que he conocido. Fue la despedida de una infancia torturada por mil pequeñas cosas, una infancia triste, ciudadana, demasiado alejada de lo que me hubiera gustado y demasiado obsesionada por lo que me molestaba…».
Se lo había dicho así a Luigi un día de confidencias, una tarde —tres años atrás— en la que él, inexplicablemente, había pedido:
—Vamos a dejar el trabajo por hoy. Vamos a salir a tomar el té fuera, Helen.
Helen primero estuvo alegre y luego, sin saber por qué, se entristeció y tuvo necesidad de hablar de su tristeza. Luigi parecía extrañado de que ella hablase de sí misma.
—Nunca lo haces, Helen, y no debemos vivir como objetos uno al lado del otro. Precisamente yo quería decirte también…
Helen no mira al libro desde hace un largo rato. Los ojos le duelen mucho. Los cierra un instante y vuelve a abrirlos, angustiada.
«¿Por qué este miedo a la ausencia de los sentidos? No ver, no oír; yo creí siempre que esto era la paz… La paz huyó definitivamente cuando yo huí de Sussex… La casa de Sussex, las noches perfectas de sueño y silencio, el despertar maravillosamente silencioso… La ventana de los manzanos… ¿Quién vivirá en la casa de Sussex? La paz estaba allí, pero a lo mejor ya no es la paz para los que vivan en la casa, ahora…».
—También para mí ha variado la paz, Luigi, desde los bombardeos, desde que por vez primera sentí esto… Fue una noche, por eso las noches me aterran tanto. Si yo creyera en algo, Luigi, tú sabes que no creo, pero si imaginara la existencia de un Dios justiciero, pensaría que era un castigo: un castigo por haber sido tan exigente con lo que me rodeaba, por haber pedido tanto cuidado, tanta precaución a los que estaban conmigo. Ya te lo he dicho, odiaba el ruido; no podía dormir de noche si había pequeños ruidos insistentes a mi alrededor… Ahora, cuando despierto tantas veces con ese temor de verme sumergida en un vacío sin sonidos, añoro los tranvías, los coches que me exasperaban antes. Ahora, para saber que de veras no oigo, que una vez más el silencio está conmigo y esta vez puede que para siempre, escucho el gran reloj de mi habitación. Pero no es bastante, tengo que dar la luz, comprobar que no está parado, dar un golpe en la mesa. Y luego, cuando lo único que podría hacer sería dormir, refugiada en el silencio, el silencio me desespera. Tengo que coger un libro que no llego a leer porque espero que, de un momento a otro, la cortina se rompa y el sonido irrumpa triunfante en mis oídos… Sólo entonces puedo dormir. Pero no siempre viene. A veces he estado tres días seguidos sin oír… Tres días sin moverme de casa esperando. Hay momentos en que desearía saber que no tengo nada que esperar, que ha llegado el castigo definitivo…
Luigi estaba callado, conmovido, aquella tarde de las confidencias. Había cogido la mano de Helen entre las suyas.
—Helen, no digas esas cosas. Estoy seguro de que tiene remedio. Debes insistir, visitar más médicos. Alguno acertará…
Más tarde, cuando Helen estuvo tranquila y pudo hablar de cosas indiferentes, Luigi añadió:
—Me alegro de que hayamos hablado de nosotros. No podemos estar siempre juntos, trabajar tanto tiempo juntos, sin saber uno nada del otro. Precisamente yo quería decirte algo mío…
«¿Cómo pudo un hombre sensible como Luigi ser tan ciego y tan inoportuno? ¿Cómo pudo estropearse una tarde de difíciles confidencias con confidencias tan intempestivas?».
—… Ya sé que Nina es caprichosa y a veces superficial pero creo que tiene ternura e instinto. Sabrá comprenderme, ¿no te parece, Helen? Además es italiana y eso es importante. Siempre he creído que el matrimonio entre gentes de distinta raza… No te rías, Helen, hay razas y colores de piel, fíjate en la diferencia que hay entre la tuya y la mía…, y el matrimonio tiene tanto de primitivo, de instinto, que si le quitamos esto queda sólo un pequeño muro de palabras e ideas parecidas, levantadas con esfuerzo por los dos, pero que no llega a ser una casa… Es un pequeño muro que se cae; no es bastante… Además, el matrimonio tiene que ser un árbol mejor que una casa, Helen… Las casas se pueden hacer con ideas, con una educación determinada, pero los árboles crecen solos por una incomprensible fuerza natural…
«Aquella tarde Luigi creía lo que decía, pero ¿cómo pudo decírmelo a mí? Después de saber que yo sufría tanto por otras cosas, no fue capaz de adivinar que eso sería un nuevo sufrimiento…».
Helen se levanta y va hacia el torreón. El sol de julio, el sol tímido del verano londinense brilla en los tejados de las casas negras, al otro lado del río. «La paz de la Casa, del jardín, del paseo, es verdadera, Helen. Seguramente, también fuera de ti está el silencio… El silencio, si no fuera por ese barco negro y blanco que cruza en este momento bajo el puente… ¿No oyes su sirena de aviso? ¡Helen! ¡Sí, oyes, la has oído!… Oyes también el leve rumor del agua cayendo en algún sitio, cayendo, sí, en el jardín, de la manga de riego de Polish, que viene cada miércoles a hacer de jardinero… Y el reloj, Helen, el viejo reloj de tu habitación empieza a contar para ti un nuevo tiempo de sonidos…».
RACHEL
Sally Brown es una chica estupenda…
A Rachel le gusta cantar. Las canciones de Rachel suelen ser siempre canciones marineras, aprendidas en la Navy, en los tiempos no tan lejanos de la guerra.
Es alta y morena pero no demasiado sombría…
En la Navy se habían resucitado viejas canciones de piratas, se habían inventado canciones nuevas con alusiones a los sargentos y a los hidroaviones.
—Buenos días, Rachel.
—Buenos días, Mr. Brown.
Mr. Brown, el panadero, era buen amigo de Rachel. En realidad todos los repartidores lo eran. La mañana en la cocina transcurría agitada con las prisas de la comida, pero había tazas de té y una frase amable para todos los visitantes diarios y obligados.
—¿Una taza de té, Mr. Brown?
—Sí, gracias, Rachel.
Rachel, mientras Mr. Brown toma el té, va contando los bloques de pan, los cakes, los pasteles.
… gastaremos nuestro dinero con Sally Brown.
—Está usted alegre, Rachel.
—No mucho, Mr. Brown, pero ¿qué sacaría llorando?
Mr. Brown se despide, recoge su cesta y sube las escaleras que dan a la puerta de servicio. Rachel se queda sola.
«Buenos días me esperan sin ayuda… Yo no sé qué se creen las de arriba. Comida para treinta, cena para cuarenta. Oh, Rachel puede hacerlo, es activa y desenvuelta…».
Menú para hoy. Miss Jackson, con su letra menuda, ha escrito en lápiz, rojo: «Miércoles, lunch: huevo, patatas, coliflor con mayonesa y custard. Cena: carne con ensalada, mantecado».
Rachel puso en marcha la máquina de pelar patatas. Sacó una llave del cajón de los menús y los recibos de los repartidores. Salió de la cocina y, al fondo del pasillo, abrió la puerta de la despensa. Los botes, las latas, los paquetes y los sacos se almacenaban allí, en los dominios de Miss Jackson.
«La vieja bruja no debe de disfrutar de su día libre sólo de pensar que me da a mí la llave y tengo que cogerlo y mirarlo yo todo. Si la Casa fuera suya, no se preocuparía más de ahorrar».
En una cesta de mimbre había manzanas. Rachel cogió una y le hincó el diente.
A su madre no le gusta un vulgar marinero…
«Buenas manzanas. Voy a coger dos para Verónica, para sus niñas. Los niños necesitan mucha fruta… Esperemos que la vieja bruja no las tenga contadas».
Rachel colocó en su delantal unas cuantas coliflores, dejó la puerta abierta y fue hacia la cocina. Luego volvió con el pan y los dulces. Desde la cocina le llegó la voz de Verónica.
—Rachel, ¿dónde estás?
Rachel se apresuró a salir y cerrar la puerta con llave. No quería dejar a ninguna de las chicas que asomase allí la nariz. Ella podía coger alguna pequeña cosa y regalarla, pero las otras era mejor que no olieran nada de lo que había allí dentro.
—¿Qué hay, Veric? ¿Qué quieres?
Verónica estaba sentada en un taburete de la cocina, su cara infantil vuelta hacia la puerta del pasillo.
—Rachel, querida, ya estás aquí. Rachel, búscame algo de comer para las niñas porque hoy van a venir aquí a buscarme y no van a ir a casa. Quiero llevarlas al zoo. Tom irá a buscarnos allí cuando termine el trabajo.
Rachel le tendió las dos manzanas.
—Ahí tienes media comida. Luego te buscaré algo. Ven más tarde y te lo tendré preparado.
«En la Casa se tira demasiada comida. Ganancia para los cerdos. También en las casas particulares se sigue tirando la comida a pesar de los racionamientos. Ah, pero me parece que hacemos mal, que todavía lo vamos a pasar peor y que nos acordaremos de esto que tiramos ahora…».
Rachel, mientras reflexiona, prepara un paquetito para Verónica, con panecillos, carne y dos trozos de tarta de ciruela.
«No tengo ningún remordimiento de darle esto a Verónica, cuando tanta comida se pierde en esta casa».
Guardó el paquete en un cajón de la mesa de la cocina. Fue al rincón de la peladora eléctrica, detenida hace rato. Las patatas, en la pila grisácea, esperaban a que el cuchillo hábil de Rachel completase la imperfecta labor de la máquina. Rachel acompasaba sus movimientos al picoteo rítmico del cuchillo.
«Bobby empieza mañana sus vacaciones… Le hacen falta, está demasiado delgado… Me gustaría que fuera al mar, a un sitio tranquilo, a comer bien y dormir y no pensar en nada más, pero estos chicos no saben lo que les conviene… Está deseando verse libre para pasarse el día leyendo, devorando novelas… Bobby es un chico listo. Pobre Maudie si lo viera, ella que quería un chico listo. “Feo pero listo, Rachel”, me decía siempre. Si le viera… Pero si lo pudiera ver, sería yo la que no le tendría conmigo para contemplar su listeza… Dios mío, no es que yo diga que es mejor que Maudie haya muerto, pero siento que si Dios hizo que muriera y Dios hizo que Bobby fuera para mí, por algo será… Bobby no echa de menos a Maudie… Seis años, seis años sin cumplir cuando murió su madre… ¿Cómo va a acordarse?».
Las patatas van a parar a una marmita negra, de hierro, llena de agua, que está preparada sobre el hornillo apagado del gas. Rachel enciende la llama, débil al principio, que se extiende enseguida en un surtidor de chorritos de luz.
«Bobby es listo. Sé que le gustaría estudiar más, llegar a ser doctor o algo así, pero no se atreve a pedirme más sacrificios… Quiere ayudarme ya porque es un buen chico. Pocos hijos verdaderos serán tan buenos como él».
Rachel prepara las coliflores.
«Es ya un poco tarde para que pensemos en sacrificarnos los dos, él y yo… Él tiene un buen trabajo y cualquier día se encuentra una buena chica y se casa, como el hijo de Louise… Seré abuela… Abuela de los hijos de Bobby… Abuela de los nietos de Maudie, aunque yo he llegado a ser Maudie o por lo menos la madre de Bobby, más madre que ella misma, pobre Maudie…».
Rachel enciende otro hornillo de gas, en otra de las cocinas. Toda la estancia es un dominó, armatostes blancos, armarios, y armatostes negros, cocinas. Contempla la nueva llama que se enciende, como una rosa de pétalos movibles, ardientes, verticales. De pronto, se pone a cantar otra vez.
A su madre no le gusta un vulgar marinero…
Sally Brown es una chica estupenda.
TERESA
Desde lo alto del autobús, veo la calle larga, interminable, la calle única de los recorridos en autobús por Londres, de un extremo a otro. Porque todas las calles, la gran mayoría de las calles de la ciudad, al atravesarlas para ir de un barrio a otro, para ir como ahora, del suroeste al norte, me parecen iguales. Hay una calle repetida hasta el infinito, una calle obsesiva con las mismas tiendas, los mismos anuncios —cerveza, tabaco, cerveza, Player’s Please, Ginger Ales—, los mismos cines —Odeón, Odeón—, los mismos Lyon’s, los mismos estancos y confiterías.
Diez minutos, un cuarto de hora, vueltas, cruces, pero la calle sigue siendo la misma. Y si varía es para convertirse en la segunda calle obsesiva, la de las casas de ladrillo negruzco, rojo oscurecido, con su jardín o patio —en los barrios populares, siempre patio, yermo y sucio, en los barrios elegantes, patio limpio o jardín, flores en las ventanas, dorados relucientes, pinturas de colores vivos en las maderas—. A veces, la gran obsesión termina. Se atraviesa una zona personalísima, única, un verdadero oasis para la vista. Hay quizá un parque que se cruza, un jardín, un monumento, o se llega al otro barrio y todo cambia, la red obsesiva que une entre sí las distintas zonas diferenciadas termina. El otro barrio es ahora, Hampstead, el barrio de los artistas jóvenes y los extranjeros. En Hampstead yo busco a don Luis. Hace catorce años que vive en Londres, es amigo de amigos, español. Vive en una casita pequeña, vieja, con un jardín abandonado, descuidado. Me abre la puerta su mujer, doña Lola, gruesa, sonriente, madrileña.
—Pase usted, por Dios, que ahora mismo aviso a mi marido.
Don Luis me esperaba.
—Recibimos muchas visitas de España y cada una es diferente, cuenta cosas diferentes. Nadie me ha dicho si la verbena de San Antonio sigue siendo tan alegre como antes, se conoce que nadie va a la verbena…
Don Luis es delgado, menudo, nervioso, hablador, inquieto y también madrileño.
«¿Me gusta Londres, la Casa, la gente? ¿Hablo bien el inglés?».
—Nosotros hemos enseñado a cuatro amigos ingleses a hablar español. Se reúnen aquí todos los sábados.
La habitación de estar da al jardín. En la pared hay fotografías, un cartel de toros —«no por nosotros, sino por los amigos ingleses, que estaban deseando que tuviésemos uno»—. Los muebles son vulgares, alquilados con la casa. El conjunto, pobre, deprimente.
—Pero estamos contentos aquí. Yo con mi cocido y todo… Compro los garbanzos en las tiendas griegas… —dice doña Lola.
—La verbena, la verbena, si no fuera por la verbena de la Paloma y el sol y los aperitivos. ¿Qué se va a esperar de un país como éste, que no conoce el aperitivo?
Pero luego, don Luis habla bien de Inglaterra. Se emociona contándome la tragedia diaria de los bombardeos, la disciplina impresionante de la retaguardia.
—La guerra la ganó la retaguardia. Las mujeres…, las mujeres ganaron la guerra…
Yo pienso: Miss Lancaster, Miss Dudley, Kate, Rachel…
—Pero todo se paga —dice doña Lola—, y ahora muchas están mal de los nervios, de la cabeza… Nosotros pasamos lo nuestro, pero como veníamos de España, de aquella guerra, no nos pilló de nuevas.
Son simpáticos, repiten veinte veces la misma cosa, preguntan siempre lo de las verbenas y el sol y si es verdad que se vive en España tan bien como dicen unos y tan mal como dicen otros…
No hablo mucho. Probablemente les decepciono. No puedo pensar en España, me siento terriblemente alejada de España, aquí, en esta casita hablando con estos dos españoles. Me siento desplazada, más desplazada que en las calles de Londres, que en mi cuarto de la Casa. No puedo decirles lo que yo quisiera, preguntarles lo que necesito preguntar. Viven en un mundo fabricado con retazos de españolismo, recuerdos, rabia y nostalgia, y quiero comprenderles, sé que tienen derecho a ese mundo, pero me encuentro insegura, me faltan, nos faltan, puntos firmes de contacto. Será que todavía no tengo suficiente necesidad de añorar la España que añoran estos amigos, la España puramente física, el olfato, el sabor, el tacto de España.
Prometo volver. Nos despedimos hablando ruidosamente, yo desde la calle, ellos desde dentro de la casa. Un hombre que pasa se queda mirando, distraído, oyendo nuestra conversación. Quiero andar un rato. Hampstead me gusta. El parque queda a mi izquierda, a la derecha hay solares. Sigo el camino del autobús, recorro calles y calles. Me sobrecoge una calle muerta, destrozada en la guerra. A ambos lados de la calzada, las aceras levantadas, las casas desaparecidas, los jardines convertidos en selva. Es imposible, parece imposible que la guerra tan cercana haya sido cubierta por este florecer del césped, el musgo, las flores. Parece una calle muerta hace siglos, callada. Ni una casa está siendo reconstruida. Ni un jardín explorado. Hay camas partidas en dos, despedidas en el estallido repentino de las paredes, disparadas, apoyadas ahora en el árbol, podado violentamente por los cascotes, que ya tiene nuevas ramas… En un solar, entre casa y casa muerta, unos niños buscan algo: bichos, piedras, flores… Seguramente no se atreven, nadie se atreve a desvelar lo que va ocultando el tiempo, lo que quedó en las casas. Aunque quizá lo que yo veo sean sólo los restos inútiles de una búsqueda tremenda de cuerpos humanos… La calle, ancha, hermosa, céntrica, que fue alegre, o por lo menos tranquila, se queda atrás con sus dos filas de muñones reverdecidos, su solar visitado por los niños que buscan algo en silencio. Al final de la calle hay una iglesia intacta, fuera del área muerta. Me siento en un banco de piedra. Un viejo lee a la última luz, al último azulado claror, y súbitamente se hace de noche sobre las tumbas del jardín. Me levanto, intento no pisar los nombres y las fechas de piedra al andar, no puedo acostumbrarme a pasear entre estos nombres y fechas tranquilamente, como si fuesen las indicaciones de los cruces, claveteadas en el suelo. En cualquier calle «Mirar a la izquierda» o «Conserven la derecha». «Mister John Smith, murió en Londres…». «Miren a la izquierda». A la izquierda queda la calle muerta, antes de la iglesia, y el jardín de las tumbas, limitado y cerrado por éstas.