5. Lunes, 21 de agosto

TERESA

Al despertar, los barrotes de madera retorcidos de los pies de la cama me sorprenden. Medio en sueños pienso: «Una cama con dos barrotes de madera, en tirabuzón, trepando hasta llegar a la punta y quedarse en el aire, en una última pirueta».

Esto es lo que había pensado la noche anterior, al entrar en la habitación. El recuerdo me hizo despertar del todo. La noche anterior no, hace dos noches. Es el segundo día que duermo aquí. La habitación tiene tres paredes forradas de estanterías, llenas de libros. La cama se apoya en la cuarta pared y al lado de la cama, una mesa de trabajo recibe la luz de la ventana, abierta sobre el campo. El campo de Cambridge.

Ayer estuvimos allí, Marta y yo, con los amigos de Mrs. Loridge, tío Arthur y tía May, como los llama Marta.

El sábado dormimos aquí y anoche también. Me asomo a la ventana. Los árboles y las tierras verdes, cultivadas, limitan el horizonte. Abajo, en la huerta, veo a tío Arthur, que viene hacia la casa con una cesta de fruta.

Cuando bajo a desayunar, tío Arthur me ofrece una manzana enorme, roja y verde. Quiere enseñarnos su huerta, su pequeño parque que rodea la huerta y la casa.

—Ayer no me dejasteis, hoy sufriréis mis debilidades.

Tío Arthur ha sido profesor de Biología en Cambridge. Hace dos años abandonó la cátedra y vive, con su mujer, su granja y sus perros, cerca de la ciudad, de la universidad.

La casa y la primitiva granja son del siglo XVIII. Una casa cubierta de yedra, de tejado gris, con grandes ventanas acristaladas. Por el salón se sale al parque. En el salón hay la misma apacible, intacta serenidad que en el de Mrs. Loridge. Los muebles, los objetos vienen de un mismo mundo, casi perdido, sostenido milagrosamente fuera del tiempo.

El campo que rodea la casa es, también, tranquilizador, suave, sin aristas. Blando. Dan ganas de quedarse en la casa de tío Arthur, a dejarse vivir. En el parque, en la casa, con los dos viejos.

Tía May nos sirve el desayuno. Porridge campesino, té y mermelada. Ayer, en Cambridge, tío Arthur dijo:

—Teresa, ¿no oyes la paz?

Estábamos sentados junto al Cam, frente a la calma pétrea de los colegios. Los sauces se doblaban de cansancio sobre el río; sus delgadas ramas culebreaban en la superficie del agua. La ciudad nos rodeaba, pero no se oían ruidos.

No hay muchos estudiantes en verano, pero alguno queda. Quedan los enamorados de la ciudad y los estudiosos.

La paz del río está en los colegios, en las calles, en una iglesia circular, rodeada de jardín.

Los estudiantes van en bicicleta.

En el Museo hay pintura española.

Las ventanas de las habitaciones de los estudiantes, en las residencias, dan a patios monásticos.

—Cambridge me gusta mucho. Me gustaría estudiar aquí.

Tía May nos sirve el desayuno y empieza sus quehaceres domésticos, Marta me recuerda:

—Teresa, tenemos que marcharnos. Es lunes.

Los viejos nos dicen adiós desde la puerta. Marta conduce el cochecillo de su madre. Atrás quedan los dos con su campo, su paz, en la cercanía nostálgica de la ciudad universitaria del tío Arthur.

DOCTORA RUPA

—No puedo, de momento, saber nada concreto, no le puedo asegurar nada. Esperemos a mañana, al resultado de los análisis. Hay algo indudable, para lo cual no necesito saber más: está al límite de sus fuerzas. ¿Me quiere decir por qué no deja esto una temporada? O sin dejarlo, aunque usted siga en Londres, deje la dirección a otra persona, a Miss Dudley, por ejemplo…

Miss Lancaster reposa en su cama grande, desproporcionada para la habitación, poco en armonía con los otros muebles. Las mejillas sonrosadas le dan buen aspecto. Los labios, aflojada la tensión habitual, parecen gruesos, llenos. El pelo gris, sujeto de ordinario en un moño imperfecto, le cae suelto a ambos lados, en dos guedejas tristes sobre los hombros.

La doctora contempla el cuerpo grande entre las sábanas y piensa: «Es una mujer enorme, como una fortaleza, que está desmoronándose».

—La edad, Miss Lancaster: es la suya una peligrosa edad. Requiere cuidados y atención médica. Prométame al menos que cumplirá el plan que le trace mañana.

Miss Lancaster sonríe un poco desdeñosa. Le molestan las cariñosas súplicas de la doctora.

—Claro que lo cumpliré, si es un plan lógico, que tenga en cuenta mi trabajo y mi régimen de vida, que no puedo alterar.

Antes de salir de la habitación la doctora Rupa se fija en el retrato. Miss Lancaster observa la dirección de su mirada y aclara:

—Mi buena amiga Lina.

La doctora sonríe.

—Me he fijado porque, exactamente en ese sitio, sobre la chimenea, tengo yo también un retrato de mujer: el de Madame Marie Curie, una especie de ideal femenino para mí, lo que yo hubiera soñado ser…

Miss Lancaster mira el retrato de mujer que hay sobre su chimenea.

—Pues Lina es precisamente el tipo de mujer que yo no hubiera querido ser.

La doctora Rupa se sorprende un poco.

«¿Por qué, entonces, el retrato?».

Por el pasillo viene Miss Jackson. Se detiene al ver salir a la doctora del cuarto de Miss Lancaster.

—Dígame, doctora, ¿qué tal está?

La doctora Rupa contesta reflexiva:

—No creo que sea nada importante, nada grave.

«Mañana veremos, mañana sabremos… Esta mujer que fuma tanto… El té, el café, el tabaco…, no me gusta. ¿Y el retrato? El retrato tampoco me gusta. No. Desde que ella ha dicho eso de que no le gustaría parecerse… ¡Bah!… ¿Estaré yo volviéndome un poco histérica también?».

—A veces lo temo, doctor —solía decir la doctora Rupa a su jefe, en los breves descansos de ambos, en el laboratorio, para tomar un poco de café o para comer unos sándwiches—. A veces temo acabar yo un poco neurótica. Cada una de esas pacientes mías en la Casa esconde, cuidadosa, celosamente, un problema y deja ver sólo ramalazos, descargas incontroladas con las que reacciona el psiquismo… No me gustaría desertar de aquello, doctor, pero usted debe avisarme al menor síntoma que observe. No vaya a perecer con ellas, embarcada en una misma locura…

El doctor se reía. El doctor tenía buen humor. Lo tenía con Rupa al menos, porque los otros ayudantes temían su genio hosco, sus enfados sin palabras.

«Yo le tranquilizo —pensaba Rupa—. Porque no le molesto con intervenciones personales, opiniones. Yo no quiero hacer méritos y él lo sabe y descansa en mi humildad».

En la mesa de trabajo de la doctora Rupa, en su habitación de la Casa, hay apilados dos grupos de carpetas. A la derecha están los historiales, los datos de las enfermas de la Casa, las últimas enfermas o las que todavía están en sus manos. Al otro lado, descansan los papeles llenos de números, dibujos y anotaciones que la doctora maneja en su trabajo del laboratorio.

—Mis dos platillos de la balanza —bromea consigo misma Rupa O’Connor cuando se sienta ante la mesa.

En el centro, entre los dos muros de cartulina y papel, hay una fotografía enmarcada en piel, un hombre joven, de uniforme. La sonrisa tierna de la doctora se borra a veces, hoy, ahora, al mirar la fotografía. Una mueca sustituye a la sonrisa. Las cejas se levantan asombradas y la mujer se pregunta por millonésima vez: «¿Cómo pudo ser?».

En la Segunda Guerra, la doctora trabajó en diferentes hospitales. Los heridos morían con demasiada frecuencia. La doctora enarcaba las cejas, como ahora al mirar la fotografía del joven marido y se preguntaba: ¿cómo pudo ser?

«¿Cómo puede ser la guerra y las enfermedades y la muerte?».

Y prefería no seguir preguntándose. Cerraba los ojos y pensaba en otra cosa. La doctora Rupa temía el desaliento momentáneo que le invadía después de sus preguntas.

«¿Para qué, para qué esta lucha del doctor y mía y de todos? La muerte puede ser en cualquier instante y estamos tan condenados a la guerra que no merece la pena vencer a los microbios, salvar vidas para otra muerte peor».

Un día no pudo contenerse y preguntó en voz alta:

—Doctor, ¿por qué se esfuerza? La radio y los periódicos y el temor de cada hombre de la Tierra hablan constantemente de guerra. ¿Por qué luchamos nosotros, doctor? Deberíamos dejar que la naturaleza destruyese a la naturaleza. Sería más noble. ¿Por qué esforzarse en ofrendar a las bombas una humanidad lo más sana y desinfectada posible?

El doctor había contestado:

—Rupa, hay que tener fe.

Y ella no había comprendido.

—¿Fe en qué, doctor? ¿En qué podemos tener fe?

El doctor no levantó la cabeza; se inclinaba vigilante sobre el trabajo.

—Fe en nosotros mismos. Fe en que si cada uno de nosotros no lo desea, la guerra se evitará.

«La guerra está en nosotros mismos», pensó Rupa, pero no dijo nada. Y siguió trabajando.

Las carpetas se agrupan grises, en dos altas columnas tambaleantes. Entre las de la derecha, la doctora Rupa buscó un nombre: Miss Lancaster. Abrió la carpeta y al final de la hoja ya empezada escribió unas líneas. Antes de cerrar la carpeta pensó en el retrato.

«Absurdo. Inadmisible. Seguramente, falso».

JOAN BRACKLEY

«Un trabajo en Londres no es fácil, nada fácil. Un trabajo como el que yo pretendo, bien pagado, especial. Debo ensayar lo que salga, debo cambiar de planes y adaptarme a la realidad».

Con el periódico abierto por la sección de anuncios —se necesita…—, Joan consulta las ofertas, estudia las posibilidades de obtener y soportar los trabajos ofrecidos.

«De la Embajada no me avisan. En la Embajada no hay nada que hacer. Ni con carta ni sin carta».

Febril, ávidamente, Joan repasa los anuncios.

«Un trabajo, necesito urgentemente un trabajo».

Los bolsillos de Joan están vacíos. Hace tiempo que se consumieron los últimos peniques. No paga la cuenta de la Casa desde hace un mes. Cuando baja al salón a las horas de comer, ahora que los días transcurren sin salir de la Casa para nada, siente las miradas de Miss Jackson, escudriñando su rostro, «abriendo mi bolso si pudiera, para contar lo que hay dentro». Y luego, la última humillación. «Menos mal que viene de Kate, que sabe dar a las cosas un tono menos duro».

Miss Brackley, no podemos servirle más cerveza en su habitación. Va contra todas las normas y costumbres de la Casa.

Pero Joan sabía que no eran las normas lo que impedían que le sirvieran cerveza en su habitación, sino el mes atrasado, el mes imposible de pagar, si no aparecía un empleo, unas libras.

«En la Embajada me ayudarían… A cualquiera podría hablarle de un apuro momentáneo… Pero no quiero. Ellos saben, estoy segura, la historia de Viena, de Lewison y de su despedida hiriente: “Los Estados Unidos no han venido…”. Estoy segura de que, a pesar de la carta hipócrita de recomendación que me dio a mí y la carta de trabajo con buenos informes, envió también a esta Embajada la verdadera historia…, desde su punto de vista además, que es lo más grave».

Los anuncios bailaban en los ojos de Joan. Se necesita señorita interna, enseñar niños, francés, alemán. Preferible nativa. Se necesita camarera…

«Si me admiten, le diría a Miss Jackson: “Un puesto de camarera aquí en la Casa, para pagar esa cuenta que tanto le preocupa a usted, puesto que me mira con esos ojos de dueña de casa de huéspedes, como si esta casa fuera suya”».

«Se necesita secretaria, empresa privada. Reservadísimo».

Joan hizo una señal.

«Esto puede servir».

«Se necesita cocinera… Necesito portero de día… Se necesita, se necesita…».

Joan se cansó de leer anuncios, iguales, descorazonadores.

«Si por lo menos tuviera amigos en Londres… Si tuviera un poco de dinero, el suficiente para salir por mi cuenta y sin necesidad de pedir favores a la gente de este elegante palacio… Tres chelines, sólo tres chelines para cerveza… Kate, ¿Kate?, para cerveza. Kate tiene un modo tan cordial de decir: “Miss Brackley, tengo sus cuentas de cuatro semanas guardadas, para que usted, cuando pueda, cuando realmente pueda me las pida”…».

La tarde oscurecía los ojos de Joan. La noche los volverá brillantes, resecos y brillantes; dilatará sus pupilas. La noche traerá el aleteo de la nariz de Joan, un temblor en las manos.

«Un trabajo, Dios mío».

El periódico con la única señal, con el único trabajo que puede interesar a Joan, está en el suelo. Joan se acerca a la ventana. La abre. Respira el humo oloroso del patio. El humo huele a tocino frito, a carbón. Joan siente hambre. Hoy no ha bajado a comer al salón.

«Dinero, unos chelines para un sándwich de jamón y unas cervezas».

El pelo negro de Joan no brilla, está grasiento, opaco. Joan se lo toca y dice en alta voz:

—No tengo dinero para comprar champú, ni siquiera jabón barato. No tengo dinero para nada.

La noche llega temprano.

«Cada día más temprano».

El gong de la cena suena por la Casa. Joan se mira al espejo, los ojos fulgurantes, la boca sin pintar, la piel reseca.

«Bajaré y le diré a Kate…».

—Kate, ¿usted no podría…? Es un favor personal, fuera de toda norma y costumbre, como ustedes dicen, como me dijo el otro día respecto a la cerveza en mi cuarto. Kate, ¿no podría dejarme…, pongamos, cinco chelines, hasta que yo…, hasta que empiece a trabajar en un nuevo, maravilloso empleo que la Embajada me ha proporcionado?

Kate se avergüenza. Se ruboriza.

Miss Brackley, yo puedo dejarle el dinero, desde luego, pero no emplee ese tono amargo para recordar… Yo estoy aquí trabajando y mi obligación es decir cosas que a veces me gustaría no decir.

Joan se escandaliza y casi grita.

—Pero Dios Santo, Kate, ustedes las inglesas son tan susceptibles. He querido gastarle una broma recordando lo de la cerveza… Para mí no tuvo importancia.

Kate se ha recuperado del desconcierto y del rubor. Domina la situación.

—Cuando quiera, ahora, o después de cenar, pásese por mi cuarto y le daré el dinero.

Joan pasa por encima del periódico, pisándolo, coge de una silla la gabardina, se la pone. Sale rápida de la habitación.

El aire del jardín tiene humedad de río, de árboles, de lluvia que se aproxima. Joan aprieta en su mano las dos medias coronas, duras, redondas, confortadoras.

EL PORTERO DE NOCHE

La noche es fresca y húmeda. Los días van haciéndose más cortos y la noche gana horas, oscuras y frías. La cocina encendida con los hornos calientes todavía molesta de día, pero de noche se agradece. Polish siente en las últimas noches de agosto los pasos silenciosos, veloces del invierno. Se refugia lo antes posible abajo, en el sótano, junto a las calderas encendidas de carbones rojos que mantienen el agua de la Casa caliente constantemente, o en la cocina, pegado a la chapa negra y confortable que abriga sus espaldas.

«El invierno se acerca —piensa Polish—, no el otoño, sino el invierno. El otoño es el invierno un poco menos frío».

En el otoño se acaban los paseos con Nancy, bajo los árboles gigantescos de los parques. La lluvia primero, luego la niebla y la oscuridad del día hacen los parques inhóspitos, hasta temibles. Nancy no sale de casa en invierno más que para ir a trabajar. Las entrevistas con Polish se reducen a la media hora de la mañana.

—¿Por qué no vamos al cine como otras parejas? —pide Polish malhumorado.

Nancy trata de hacerle comprender. El padre, que no aceptaría la idea de un novio todavía y menos aún de un extranjero…

—Yo no soy extranjero, yo soy inglés desde hace tiempo —arguye Polish.

Los inviernos son tristes y largos. Las noches se resisten difícilmente a pesar de las cocinas, las calderas, la calefacción de cualquier clase.

«Se necesitan las mantas y la cama —se dice Polish—. Y a ser posible un cuerpo al lado».

En el otoño, los sueños de Polish empiezan a cambiar. En su cabeceo de dos horas, sobre la mesa de la cocina, la imaginación liberada, sin frenos, vuela por los caminos del deseo.

El bosque, el río, la barca desaparecen. Hace frío en el bosque y en el río. No se puede huir en invierno, aunque sea Nancy la que tienta a la huida. En invierno hay que soñar interiores.

En el invierno, Polish sueña que Nancy le hace entrar en su casa. El padre ha salido y la casa de Nancy es lujosa, la misma Nancy luce un traje de casa vaporoso, porque hace calor dentro y no importa la ropa. Los sueños de Polish se pierden en alcobas forradas de pieles, de sedas. Como en las películas.

El amanecer sacude de frío los sueños. A Polish le duele la espalda. Ha dormido mucho tiempo en una postura incómoda. Pero pronto, dentro de un par de horas, podrá irse a su cama, a dormir la mañana con el recuerdo de Nancy. Después de que Nancy, a la puerta de la panadería, le haya dado la mano y entre los dos se hayan cruzado unas palabras. Soñolientas, del sueño de ella, interrumpido temprano y del sueño de él, no iniciado seriamente todavía.