en cuidado cuando digas que algo está en el quinto pino, porque puede estar mucho más cerca de lo que crees. Esta expresión tiene un origen curioso y bastantes años de historia. Se remonta al reinado de Felipe V, cuando se plantaron cinco exuberantes pinos a lo largo del Paseo de Recoletos de Madrid en dirección norte. Entonces, el quinto estaba ubicado en el Paseo de la Castellana, a la altura de lo que actualmente es Nuevos Ministerios. Su lejanía lo hacía idóneo como punto de encuentro de citas amorosas que buscaban intimidad. También se cuenta que algunos padres deseosos de conservar la honra de sus hijas ponían como límite de alejamiento del domicilio familiar el quinto pino. Hoy no queda ni rastro de aquel quinto pino, pero sigue siendo la referencia para todo lo que nos queda lejos.
Madrid, siempre generoso hasta con sus expresiones, también ha abonado nuestro idioma con algunas palabras que nacen de historias asombrosas. Una de ellas es la que cuenta la cultura popular sobre el tiovivo y que data de 1834, cuando una epidemia de cólera diezmaba la capital. La enfermedad se llevó a Esteban Fernández, propietario de un carrusel de caballitos o, al menos, eso creían sus amigos pues, mientras portaban el féretro, el supuesto finado se levantó gritando: «¡Estoy vivo!». No sabemos si su súbita resurrección se cobraría alguna otra víctima como consecuencia del susto, pero lo que sí parece es que su carrusel pasó a llamarse «el del tío vivo» y, por extensión, el resto de atracciones similares a aquella.
¿Que por qué lo sabemos? Pues porque somos más chulos que un ocho, y porque nos ha echado una mano Alfred López, que en su libro Ya está el listo que todo lo sabe recoge historias tan interesantes como el insospechado origen de esta última expresión: el tranvía número 8, que unía el centro de la capital con el lugar donde se celebraba la verbena de san Isidro, que solía ir lleno de chulapos engalanados para la ocasión, y por esta razón era considerado el tren con más chulería por metro cuadrado de Madrid.