El sueño de un publicitario

uando una marca comercial se convierte en un nombre común, además de un gran éxito, es una metonimia (del griego antiguo μετωνυμία, ’nombre cambiado’).

Una marca es un nombre propio y, por tanto, se escribe con mayúscula, pero cuando nos referimos, por ejemplo, al martini, a la casera o la aspirina, aunque comercialmente sean palabras mayores, debemos escribirlas con minúscula. En minúscula irán también los muñequitos de plastilina que hacen nuestros hijos y los chupachups que les damos, por mucho que en origen fueran marcas registradas, y también los clinex (Kleenex), los taper (Tupperware) o el rimel (Rimmel). En todos estos casos, el nombre de la marca ha terminado apoderándose del nombre del producto que designa, aunque existan otras para productos similares.

Actualmente, cuando hablamos de una cocacola no nos referimos a la marca en sí misma, sino a cualquier refresco de cola, y si nos lo sirven acompañado de unos kikos, estaremos encantados. Además, nos gusta desayunar un colacao con un donut, procuramos ahorrar comprándonos un coche diésel y dejamos nuestras notas en un posit (Post-it).

Algunas veces, el poder de la palabra llega a ser tan grande que se mantiene en la lengua aunque la marca-producto haya desaparecido; tal es el caso de las tiritas, la minipimer, la turmix… Ese poder incluso la autoriza a comportarse como un adjetivo: ¿a quién no le gustaría tener un cuerpo danone o una sonrisa profidén?