l Tato, Perry, Picio, Rita, Abundio, la Pacheca, la Bernarda, Calleja o Pero Grullo no conquistaron ningún imperio, no ganaron un premio Nobel, ni un Pulitzer, ni tampoco descubrieron ninguna vacuna, ni siquiera inventaron algo necesario como el teléfono o la bombilla, pero ¡ay, amigo!, no pasa un día sin que nos acordemos de alguno de ellos. Históricos no fueron, pero existieron. ¡Vaya si existieron!
El pobrecito de Picio se llevó la peor parte, por feo, por ser muy feo, porque ser más feo que Picio ya tiene delito. Cuentan que este buen señor, zapatero de profesión allá por el siglo XVIII, estaba condenado a muerte y al recibir un inesperado indulto, de la impresión, perdió el pelo, las cejas, las pestañas y su cara se deformó. Así que, efectivamente, muy bien parecido no acabó.
Quizás a Picio no lo invitaban a muchos saraos, pero el que no se perdía uno era el Tato, torero que no faltaba a ninguna corrida, ni siquiera cuando se retiró. Aunque hubiera muy poca gente en la plaza, ahí estaba el Tato; hasta que un día la corrida fue tan mala que no asistió. «No ha venido ni el Tato», decían sus contemporáneos, y de ahí la expresión que se usa cuando a un sitio no acude nadie. Tato comparte honor con el ubicuo Perry (Perry Mason, abogado de ficción que nació en las novelas policíacas) de ser un indicativo de popularidad, ya que si no han venido ni el Tato, ni Perry, tu capacidad de convocatoria es nula.
Existen otras historias, más o menos curiosas, como la de Saturnino Calleja (a quien debemos la expresión tener más cuento que Calleja), que tenía una editorial especializada en cuentos infantiles. O la de Pero Grullo, personaje al que le gustaba expresar verdades por todos conocidas. O la de Rita la Cantaora, de quien siempre se pregunta uno qué habría hecho para terminar haciendo lo que nadie desea. Dicen que esta cantaora de Jerez era muy obsequiosa con las peticiones de los espectadores y eso justificaba que sus compañeras, menos generosas, cuando alguien hacía alguna petición al margen del espectáculo, dijesen: «Que lo haga Rita».
Así, todo bien explicado, para que nadie diga que esto está desordenado y reina la confusión, vamos, para que no parezca el corral de la Pacheca, antiguo teatro regentado por Isabel Pacheco, la Pacheca, en una corrala de la calle Príncipe de Madrid. No confundir con el coño de la Bernarda, que no significa que esté desordenado, sino que entra y sale todo quisqui sin orden ni concierto. Acerca de la Bernarda circulan varias versiones, o bien que era una prostituta famosa por el buen desempeño de su profesión, o que era una santera (no queda muy claro si de las Alpujarras o de Ciudad Real) que repartía milagros haciendo que los necesitados le impusieran las manos en sus partes: volvía fértiles a las mujeres, lograba buenas cosechas, sanaba al ganado… De ahí la expresión referente a tan manoseadas partes pudendas.
Y para terminar, qué decir de Abundio, el único del que no hemos podido hallar una historia convincente. Es, quizá, el más conocido de todos, porque quién no ha dicho alguna vez: «¡Eres más tonto que Abundio!», que echó una carrera solo y quedó segundo.