Unas viejas alas que se deshacen

«Morir es parte de la vida, no de la muerte: hay que vivir la muerte», dice con deslumbrante sencillez la doctora Iona Heath. Los humanos no sabemos qué hacer con la muerte. Grande impensable inmanejable cruel horrible. Así que, como no sabemos qué hacer, hemos fabricado túmulos, dólmenes, necrópolis megalíticas, mastabas, pirámides, sarcófagos, panteones, tumbas colectivas, tumbas individuales, sepulcros, monumentos memoriales, lápidas, criptas, nichos, osarios, solemnes cementerios. El tiempo, el dinero, el esfuerzo y espacio invertidos en construir para los muertos hubieran podido mejorar bastante la vida de los vivos. Aunque, si se piensa bien, ¿qué más da? Esos vivos no eran más que proyectos de cadáveres.

Pero ni siquiera la pirámide más monumental es suficiente para defendernos de la muerte, así que además nos hemos rodeado de ritos. Qué importantes son esos ritos para los vivos. Acuérdate de Aquiles mancillando el cadáver de Héctor: es el núcleo de la tragedia, la mayor atrocidad que relata la Ilíada. Y eso que es una obra que está llena de espantos: raptos, violaciones, masacres, traiciones. Pero nada tan horrible como profanar el cadáver de tu enemigo; porque si no eres capaz de comprender, de reconocer y respetar el dolor de sus deudos, es que tampoco puedes reconocer tu propia humanidad ni respetarte a ti mismo. La pena es pura y es sagrada, le dijo una nonagenaria al escritor Paul Theroux, y es una frase que se me ha quedado grabada a fuego en la memoria. Cierto; la pena es pura y sagrada, y hasta en la muerte puede haber belleza, si sabemos vivirla.

Ya he citado a Thomas Lynch, ese curioso escritor norteamericano que además dirige una funeraria en un pueblo pequeño: «Todos los años entierro a unos doscientos vecinos». Un inquietante oficio. En su libro El enterrador hay una página maravillosa que viene a ser la antítesis de la ira de Aquiles. Una niña había sido asesinada por un tipo psíquicamente desequilibrado; sucedió el día en que se iba a hacer la fotografía anual de la escuela, así que la niña había salido de casa vestida de punta en blanco. Nunca llegó al colegio; la encontraron veinticuatro horas más tarde; había sido violada, estrangulada, apuñalada y luego le habían machacado la cabeza con un bate de beisbol. Y entonces la niña, o lo que quedaba de ella, llegó a la funeraria. «Un hombre con quien trabajo llamado Wesley Rice pasó un día y una noche enteros reconstruyendo cuidadosamente el cráneo —dice Lynch—. La mayoría de los embalsamadores, enfrentados a lo mismo que Wesley Rice cuando abrió la bolsa de la morgue, simplemente habrían dicho: ataúd cerrado, habrían tratado los restos apenas lo suficiente como para controlar el olor, habrían cerrado la bolsa y se habrían ido a casa a tomar un cóctel. Mucho más fácil. El pago es el mismo. Pero, en vez de eso, Wesley Rice comenzó a trabajar. Dieciocho horas después, la madre de la niña, que había rogado verla, la vio. Estaba muerta, de eso no había duda, y deteriorada; pero su rostro era otra vez el suyo, no la versión del loco […]; Wesley Rice no la levantó de entre los muertos ni escondió la dura realidad, pero la rescató de la muerte del que la asesinó. Le cerró los ojos y la boca. Le lavó las heridas, suturó las laceraciones, reconstruyó el cráneo golpeado […], la vistió con jeans y suéter azul de cuello alto y la puso en un ataúd junto al cual sollozó su madre durante dos días […]. El funeral de la niña fue lo que los que trabajamos en las funerarias llamamos un buen funeral. Sirvió a los vivos cuidando de los muertos».

Hay belleza, ¿no?

Una belleza trémula, como una vieja mariposa batiendo lentamente unas alas que se deshacen.

Sin embargo, creo que cada vez estamos más lejos de todo eso. Más lejos de la pureza de la pena. Iona Heath cita en su libro un trabajo de un tal Ricks. Al parecer, se hizo un estudio sobre la atención a pacientes con demencia avanzada en un hospital de agudos de Estados Unidos; el cincuenta y cinco por ciento de ellos murieron con los tubos de alimentación forzada todavía puestos. Ricks concluye: «En Estados Unidos hoy es casi imposible morir con dignidad a menos que se trate de una persona pobre». Manejar la muerte nunca ha sido fácil, pero se diría que ahora lo estamos haciendo aún más complicado. Escondemos los cadáveres, la gente agoniza en la frialdad de los hospitales, hemos abandonado los ritos. Sin embargo, a veces algo tan tradicional como un velatorio, por ejemplo, puede proporcionar alivio. Cuenta Marie en su diario:

Tu ataúd se cierra tras un último beso, y no te vuelvo a ver. No permito que lo recubran con el horrible paño negro. Lo cubro de flores y me siento al lado. Hasta que se lo llevaron, apenas me moví […]. Estaba sola con tu ataúd y puse mi cabeza en él, apoyando la frente. Y a pesar de la inmensa angustia que sentía, te hablaba. Te dije que te amaba y que te había amado siempre con todo mi corazón. Te dije que tú lo sabías […] y que te había ofrecido mi vida entera; te prometí que jamás daría a ningún otro el lugar que tú habías ocupado en mi vida y que trataría de vivir como tú habrías querido que lo hiciera. Y me pareció que de ese contacto frío de mi frente con el ataúd me llegaba algo parecido a la serenidad y la intuición de que volvería a encontrar el ánimo de vivir.

Sí, hay que hacer algo con la muerte. Hay que hacer algo con los muertos. Hay que ponerles flores. Y hablarles. Y decir que les amas y siempre les has amado. Mejor decírselo en vivo; pero, si no, también puedes decírselo después. Puedes gritarlo al mundo. Puedes escribirlo en un libro como éste. Pablo, qué pena que olvidé que podías morirte, que podía perderte. Si hubiera sido consciente, te habría querido no más, pero mejor. Te habría dicho muchas más veces que te amaba. Habría discutido menos por tonterías. Me habría reído más. Y hasta me habría esforzado por aprenderme el nombre de todos los árboles y por reconocer todas las hojitas. Ya está. Ya lo he hecho. Ya lo he dicho. En efecto, consuela.

Consoló a Marie. Le hizo intuir que volvería a disfrutar de la vida. Y es verdad: vuelves a disfrutar. Pero, por otro lado, es raro esto del duelo. Sobre todo, supongo, en los duelos extemporáneos, en las muertes que no hubieran debido suceder todavía. Y es raro porque, aunque pase el tiempo, el dolor de la pérdida, cuando se pone a doler, te sigue pareciendo igual de intenso. Por supuesto que cada vez estás mejor, mucho mejor: se te dispara el dolor con menos frecuencia y puedes recordar a tu muerto sin sufrir. Pero cuando la pena surge, y no sabes muy bien por qué lo hace, es la misma laceración, la misma brasa. A mí me ocurre, al menos, y ya han pasado tres años. Tal vez con más tiempo se amortigüe el mordisco; o tal vez no. Esto es algo de lo que nadie habla; quizá sea uno de esos secretos que todos comparten, como lo de la #DebilidadDeLosHombres. Quizá los deudos nos sintamos raros y muy malos deudos por seguir sintiendo la misma agudeza de dolor después de tanto tiempo. Quizá nos avergüence y pensemos que no hemos sabido «recuperarnos». Pero ya digo que la recuperación no existe: no es posible volver a ser quien eras. Existe la reinvención, y no es mala cosa. Con suerte, puede que consigas reinventarte mejor que antes. A fin de cuentas, ahora sabes más.

Hace unos meses falleció mi suegra, a los noventa y un años. Con admirable #Coincidencia, lo hizo el 3 de mayo, justo la misma fecha en que había muerto su hijo tres años antes. Mis cuñados me avisaron de su estado terminal y me acerqué a la casa la noche anterior. Estuve un rato con algunos de ellos, con Tomás, con Pedro, con María. Conversamos y reímos en la sala, mientras mi suegra, María Jesús, agonizaba en el dormitorio, muy débil, medicada, sin sufrir. La televisión estaba puesta pero sin sonido; pasaban imágenes de no sé qué triunfo del Real Madrid. Pensé: lo que le hubiera gustado a Pablo (era madridista). También pensé, o más bien sentí, todo lo que habíamos vivido en esa habitación en el último cuarto de siglo. Mi primera visita a esa casa, cuando conocí a sus padres. Y las comidas de Navidad. Miré los objetos decorativos, las cerámicas de la estantería. Todos esos cacharros tenían una historia y significaban algo para María Jesús, y ahora iban a perder, ellos también, su lugar en la Tierra. Cuando morimos nos llevamos un pedazo del mundo. Qué inmensa calma había esa noche de principios de mayo; qué paz entre nosotros, entre Tomás, Pedro, María. La muerte ya estaba en el piso, ya estaba dando vueltas por la casa, y todos nos encontrábamos instalados en ese tiempo lento, perezoso, en el tiempo meloso de la espera del fallecimiento de alguien querido. Ya todo estaba hecho, ya todo estaba dicho, sólo quedaba por vivir el tictac inaudible de los instantes finales, el batir de las alas de la mariposa. A veces la proximidad con la muerte te llena de una extraña, casi visionaria serenidad.

Déjame que te cuente cuál ha sido uno de los momentos más bellos de mi vida. Como buen guerrero estoico y reservado, Pablo temía ser compadecido y prefirió aislarse. Quiero decir que, durante los diez meses de la enfermedad, estuvimos los dos prácticamente solos. Hasta que, en los días finales, Pablo perdió la consciencia; y entonces, cuando la presencia de la gente ya no podía molestarle, entraron en tromba en casa nuestros amigos, entraron como el agua de una presa que revienta, irrumpieron empujados por toda la angustia que habían sentido al ser mantenidos lejos durante tanto tiempo; y ocuparon nuestro hogar, vivaquearon en nuestra sala, durmieron en los sofás, hicieron turnos, prepararon comidas, agitaron medicinas, fueron al mercado y a la farmacia; y todo eso lo hicieron para cuidarle, para cuidarme, para rodearnos con su cariño; y se quedaron en la casa y ya no se marcharon hasta que Pablo falleció, un ejército de amigos en pie de guerra que lograron que esa asquerosa muerte tuviera también una parte indeciblemente hermosa.