Una joven estudiante muy sabia

No he conseguido encontrar una foto de Marie Curie en la que aparezca sonriendo. Es verdad que, como me dijo mi amigo Martin Roberts, en las fotos antiguas la seriedad era una expresión habitual, porque la exposición se tomaba mucho tiempo y los modelos tenían que permanecer quietos un rato largo. Pero una cosa es estar serios y otra tener un aspecto trágico. A Pierre Curie, por ejemplo, se le ve con frecuencia muy risueño. Todo lo contrario que Marie. Su retrato menos ceñudo y áspero es el de una instantánea que llaman «la foto del matrimonio» y que está sacada en 1895. Ahí, si una se fija bien, parece bailar algo semejante a una levísima distensión en la boca de Marie. Nada que pueda llamarse sonrisa, pero por lo menos su gesto resulta franco y casi alegre.

Todos los demás retratos son tremendos; cuando no está tiesa y seca como un sepulturero, muestra una expresión definitivamente triste, incluso dramática. Es algo tan llamativo que llegué a sospechar que Marie Curie tenía mala dentadura y que por eso no quería sonreír (las personas somos así de maniáticas: yo, por ejemplo,

La foto del matrimonio.

siempre sonrío hasta en las fotos menos adecuadas, porque, cuando estoy seria, se me pone una cara de apenado perro pachón con la que no me siento identificada). Pero en la biografía de Sarah Dry se citan las palabras de Eugénie Feytis, una estudiante de Marie de cuando la científica daba clases de física y química en la Escuela Normal Superior de Sèvres. Y Eugénie decía: «Con frecuencia sucedía que el hermoso rostro de nuestra profesora, normalmente serio, se iluminaba con una divertida y encantadora sonrisa ante alguna de nuestras observaciones». ¿Con frecuencia? ¿Divertida y encantadora sonrisa? Dejando al margen la poca fiabilidad que toda memoria tiene (lo que recordamos es una reconstrucción imaginaria), la verdad es que no consigo visualizar a Marie así.

En general, lo que más predomina en sus retratos es un entrecejo voluntarioso, una frente embestidora, una boca apretada del esfuerzo. Es el rostro de alguien enfadado con el mundo, o más bien de alguien en plena batalla contra todo. Incluso en la foto en la que probablemente ella se gustaba más, porque era la que más le gustaba a Pierre, aparece con una expresión enfurruñada. Dice en su diario:

Te pusimos en el ataúd el sábado por la mañana, y yo sostuve tu cabeza mientras lo hacíamos. ¿A que tú no habrías querido que nadie más sostuviera esa cabeza? Te besé, Jacques también y también André [el hermano y el más íntimo colaborador de Pierre, respectivamente]; dejamos un último beso sobre tu cara fría pero tan querida como siempre. Luego, algunas flores dentro del ataúd y el pequeño retrato mío de «joven estudiante aplicada», como tú decías, y que tanto te gustaba.

Pierre siempre llevaba una copia de este retrato en el bolsillo de su chaleco. Marie está jovencísima y rolliza: probablemente es de cuando llegó a París en el otoño de 1891, a los veinticuatro años. Era una polaca alta y robusta, de todas las hermanas tal vez la más entrada en carnes, y desde luego una mujer muy fuerte: de otro modo no se entiende que aguantara las dosis letales de radiación que recibió durante tanto tiempo. Luego enseguida empezó a adelgazar y la mayor parte de su vida fue una mujer delgadísima, casi fantasmal. En su leyenda consta que, durante los cuatro años que estudió en la Sorbona, se alimentaba de pan, chocolate, huevos y fruta. Vivía en una habitación en un sexto piso sin ascensor y tenía que romper el hielo de la palangana para lavarse. Una noche, ya sin carbón para la pequeña estufa ni dinero para comprarlo, pasó tanto frío que no podía conciliar el sueño; de modo que se levantó, se vistió como una cebolla con toda su ropa y echó encima de la cama cuantas telas tenía, el mantel, la toalla. Aun así seguía tiritando, y al final colocó sobre su cuerpo, en precario equilibrio, la única silla de que disponía, para que el peso le proporcionara una engañosa sensación de calor.

Alguna vez se desmayó, dicen que de hambre, aunque ella siempre recordaba aquella época como muy feliz. Más tarde, ya casada, mientras trabajaba frenéticamente en sus investigaciones radiactivas, seguía alimentándose muy mal (eso también forma parte de lo legendario). Georges Sagnac, un colega de los Curie, escribió a Pierre una carta preocupado por el aspecto de Marie: «Me he quedado sorprendido, al ver a Mme. Curie en la Sociedad de Física, por la alteración de su aspecto […]. Difícilmente coméis, ninguno de los dos. Más de una vez he visto a Mme. Curie mordisquear dos rodajas de salchicha y beberse una taza de té. ¿No crees que una constitución robusta sufrirá por una alimentación tan insuficiente?».

¿Padecería Marie Curie algún trastorno alimenticio? ¿Sería anoréxica? ¿Era ese aspecto de esqueleto en vida, típico de quienes sufren esta dolencia, lo que espantó a Sagnac hasta el punto de hacerle escribir una carta a Pierre? Eran tiempos proclives a la anorexia, sobre todo en mujeres que, como ella, luchaban contra la estrecha jaula de las convenciones. Además Curie poseía un talante perfeccionista y obsesivo, muy habitual en este tipo de enfermas. Y era una ferviente partidaria del ejercicio físico, otra pasión que suelen tener las personas con trastornos alimenticios: montaba en bicicleta, subía montañas, nadaba, obligaba a sus hijas a hacer gimnasia (instaló en el jardín una barra con anillas y una cuerda con nudos para que las niñas se ejercitaran). En fin, no hay datos suficientes para formular un diagnóstico: tal vez sólo fuera una cuestión de falta de dinero, de falta de tiempo, de falta de mimo hacia su propia persona… Algo le faltaba, en cualquier caso, para tratarse tan mal. Aunque su delgadez marchita de las últimas décadas sin duda ya se debía a los estragos de la radiactividad.

Marie tuvo una vida muy difícil desde siempre: no es de extrañar su ceño y su expresión quebrada. Por no tener, ni siquiera tuvo un país propio cuando nació: en 1867 Polonia no existía, estaba dividida entre Rusia, Austria y Prusia. Varsovia, la ciudad de Marie (entonces se llamaba Marya Skłodowska, aunque todo el mundo la llamaba Manya), se encontraba bajo el gobierno de los rusos, que eran los más duros: la lengua estaba prohibida y la represión era feroz. Los padres de Manya venían de una pequeña aristocracia empobrecida y eran los dos profesionales, los dos muy cultos e inteligentes. La madre, Bronisława, era directora de una prestigiosa escuela para niñas; el padre, Władisław, profesor de física y química en un liceo. Marie fue el quinto y último hijo que tuvieron (antes hubo tres chicas y un solo chico, Józef) y, al poco de nacer, el padre fue nombrado subdirector de un instituto en las afueras de la ciudad. Se mudaron a vivir allí y la madre intentó seguir con su trabajo, pero quedaba muy lejos; así que renunció, porque evidentemente el destino del hombre era el prioritario. De modo que Bronisława se convirtió en una simple ama de casa y poco después enfermó de tuberculosis. Puede que ambos hechos estuvieran de alguna manera relacionados: la frustración y la pena bajan las defensas.

Cuentan los biógrafos que, tras enfermar, la madre dejó de tocar a sus hijas para no contagiarlas; y que Marie, todavía muy pequeña, no pudo entenderlo y se sintió rechazada. Suena a melodrama, pero al parecer es cierto. Aún es más melodramático el hecho de que en 1874 muriera la hermana mayor, de tifus, a los veinte años; y de que, cuatro años más tarde, la tuberculosis acabara con la madre. Cuando quedó huérfana, Manya tenía tan sólo once años. Las fotos de la época, como es natural, ya son tristísimas.

Al parecer a Marie le encantaba la literatura y escribir (escribía sorprendentemente bien) y sopesó durante cierto tiempo dedicarse a ello. Pero al fin se decidió por la física y la química, como Władisław: #HonrarAlPadre. Claro que el increíble empeño y la monumental energía que Manya tuvo que invertir para seguir adelante y poder estudiar y desarrollar una carrera propia puede entenderse también como una manera de #HonrarALaMadre: ella no iba a dejar su profesión, como había hecho Bronisława; ella no iba a terminar encerrada en la triste jaula de lo doméstico.

#HonrarALosPadres, pues: qué tremendo mandato, qué obligación subterránea y a menudo inconsciente, qué trampa del destino. Crecemos con el poderoso mensaje de nuestros progenitores calentándonos la cabeza y a menudo terminamos creyendo que sus deseos son nuestros deseos y que somos responsables de sus carencias. Un ejemplo: durante la última década del siglo XX, tanto Italia como España nos fuimos turnando para ocupar alternativamente el primer y segundo puesto mundial del crecimiento demográfico negativo. Es decir: éramos los dos países que menos hijos teníamos del planeta (luego esta tendencia se difuminó cuando empezamos a recibir tantos emigrantes). Y qué curioso que fueran justamente nuestras dos sociedades: católicas, muy machistas hasta hace muy poco, con una reciente y radical evolución en cuanto al papel de la mujer. Déjame que te diga cómo lo veo: nuestras madres vivieron atrapadas por el sexismo pero pudieron contemplar el cambio social, que sucedía delante mismo de sus ojos aunque ellas ya no pudieran beneficiarse de ello. ¡Y qué frustración debía de provocarles no haber podido gozar de las libertades de los nuevos tiempos por un margen tan fino! «Yo es que he nacido demasiado pronto», «Yo es que debería tener treinta años menos»: he oído a esas mujeres repetir estas frases una y otra vez. Entonces criaron a sus hijas, a varias generaciones de hijas, desde esa rabia y esa pena. Y nos llenaron los oídos con sus amargos pero hipnotizantes susurros; con palabras candentes como el plomo líquido: «No tengas hijos, no seas como yo, no te dejes atrapar en el papel doméstico, sé libre, sé independiente, haz por mí todo lo que yo no pude hacer». Y nosotras, claro está, obedecimos: miles de españolas (y de italianas) hemos prescindido de los hijos. #HonrarALaMadre.

Ahora que lo pienso, esa enardecedora consigna materna viene a ser como decirte: no seas tan mujer. No seas tan femenina. O no lo seas tanto como yo lo he sido. Sé otro tipo de mujer. Sé una #Mutante. Esa hembra sin lugar, o en busca de otro #Lugar.

Algo de esto debió de sucederle también a Manya Skłodowska con respecto a la feminidad de su madre. Según la única foto que he visto de ella, Bronisława parecía una mujer bella, delicada, primorosa, coqueta, bien arreglada. Muy femenina. Nuestra Marie nunca se ponía tan guapa: esos rasos, esos canutillos, esos cuellos, esos puños esponjosos, ese peinado impecable, esa mirada soñadora.

Por el contrario, Manya siempre hizo gala de austeridad, casi de descuido en la vestimenta. Desde luego durante mucho tiempo no dispuso de dinero para fruslerías; en Varsovia la familia pasó por enormes apuros económicos, hasta el punto de que tuvieron que poner una especie de pensión en su casa y alquilar habitaciones a estudiantes. Pero ni siquiera cuando tuvo fondos suficientes se acicaló. Al contrario: se diría que tanto ella como su hija mayor, Irène, que también ganaría en 1935 un Nobel de Química (fue la segunda mujer que consiguió un galardón científico, treinta y dos años después de su madre), cultivaban a propósito la desnudez ornamental, el desdén por las pompas decorativas. Alardeaban de su falta de feminidad. La hija pequeña, Ève, que luego se haría pianista, periodista y escritora, era, por el contrario, atractiva y coqueta, una muchacha a la moda que vestía con gusto y se maquillaba. Y por ello recibió cáusticas y burlonas reprimendas de su madre, que se metía con los escotes que llevaba o con su uso de cosméticos. En su libro, en el que se cita a sí misma en tercera persona, Ève cuenta varias escenas de desencuentro penosamente desternillantes:

Los momentos más dolorosos eran los de la caja de maquillajes. Después de un prolongado esfuerzo hasta conseguir lo que ella creía que era un resultado perfecto, Ève accedía a la petición de su madre: «Date un momento la vuelta para que pueda admirarte». Entonces Madame Curie la examinaba ecuánime y científicamente, y al final con consternación: «Bueno, desde luego en principio no tengo objeción a todo este embadurnamiento y pintarrajeo. Sé que se ha hecho desde siempre. En el antiguo Egipto las mujeres inventaron cosas mucho peores… Sólo te puedo decir una cosa: lo encuentro espantoso».

Y así día tras día. En otra parte del libro, Ève se permite una sombra de ironía que casi nunca utiliza en su amorosa biografía sobre su madre: «Si Marie iba a una tienda con Ève, nunca miraba los precios, pero con infalible instinto apuntaba con sus manos nerviosas hacia el vestido más simple y el sombrero más barato». Por todo esto, supongo, y por otras cosas de las que hablaremos más tarde, Ève dice en el libro: «Mis años de juventud no fueron felices». En fin, comparar los retratos de las dos hermanas, de Irène, la hija obediente con el mandato materno, y de Ève la díscola, equivale a un tratado de varias páginas sobre lo que es o no es lo femenino y sobre el #Lugar o el no #LugarDeLaMujer.

Esta es Ève Curie.

Esta es Irène Curie.

En una carta escrita por Einstein a su prima y futura segunda esposa en 1913, dice lo siguiente: «Madame Curie es muy inteligente pero es tan fría como un pez, lo cual quiere decir que carece de todos los sentimientos de alegría o pena. Casi la única forma que tiene para expresar sus sentimientos es despotricando sobre las cosas que no le gustan. Y tiene una hija [Irène] que es incluso peor: parece un granadero. Esta hija está también muy dotada» (lo cuenta José Manuel Sánchez Ron en su libro sobre Curie).

Einstein terminó siendo muy amigo de Marie y escribió cosas hermosísimas sobre ella; esta es una carta privada y además probablemente estaba coqueteando con su prima y deseaba hacerla reír con sus chismorreos malandrines. Pero por detrás de sus palabras se diría que laten los estereotipos habituales. Me refiero a que en las mujeres resultan chocantes los atributos tradicionalmente masculinos. Si en un hombre se considera elegante y viril la contención emocional, a una mujer como Marie le hace parecer, según Einstein, un bacalao. De igual modo, nunca se suele resaltar como valor negativo que un hombre sea ambicioso: al contrario, forma parte de su capacidad de lucha, de su competitividad, de su grandeza. Pero una mujer ambiciosa… ay, es una bruja. Mala de verdad. En fin, el párrafo da a entender que ambas Curie son poco femeninas. Tan poco, desde luego, que Irène parece un granadero. Pero, eso sí, las respeta a las dos intelectualmente. Que te respete intelectualmente Einstein no es moco de pavo. Quizá tuvieron que ataviarse así, como secas misioneras de la ciencia, para que las tomaran en serio.

En mi generación nos pasó algo parecido. Soy de la contracultura de los años setenta: desterramos los sujetadores y los zapatos de aguja y dejamos de afeitarnos las axilas. Después volví a depilarme, pero de alguna manera seguí luchando contra el estereotipo tradicional femenino. Nunca he llevado tacones (no sé andar con ellos). Nunca me he puesto laca en las uñas de las manos. Nunca me he pintado los labios. Durante años llevé gafas en vez de lentillas, no usaba rímel ni make up y siempre vestía vaqueros. «¡Hija mía, cómo afrentas tu hermosura!», se quejaba mi padre, casi elegíaco. Pero es que por entonces era verdaderamente difícil que te tomaran en serio siendo mujer; en consecuencia, había que parecerlo más bien poco. Había que mimetizarse y ser uno más de los muchachos. Y la recién inventada píldora, además, fomentaba ese espejismo, en realidad machista, de la «no feminidad», borrando de un plumazo el riesgo al embarazo. Vivíamos y follábamos como hombrecitos.

Foto mía de la época en la que había que ser «uno más de los muchachos».

Patti Smith, uno de los más claros símbolos de esa generación de mujeres.

Incluso escondí durante décadas mi parte más imaginativa y fomenté la lógica, porque las discusiones intelectuales y racionales eran el ámbito del varón, el territorio de combate en donde te ganabas el respeto del contrario, mientras que las fantasías eran vagarosas tontunillas de mujer. Por eso mis primeras novelas son todas más realistas, y sólo pude comenzar a liberarme de esa represión o mutilación mental con mi quinto libro, Temblor, una novela de ciencia ficción que fue publicada en 1990, es decir, cuando yo ya había cumplido la más que respetable edad de treinta y nueve años. Todo ese tiempo me costó empezar a sacar a la luz mi parte fantástica, a esa niña imaginativa que había mantenido prisionera bajo siete llaves en mi interior. Con el tiempo, las mujeres aprendimos que ser como los hombres no era precisamente lo más deseable. Y, en vez de una Patti Smith, las chicas de hoy tienen una Lady Gaga, que se viste de hombre, de mujer o de filete de ternera, según le viene en gana. Mucho más libre.

Pero volviendo a las fotos de Curie: hay una que me encanta. Y tampoco sonríe, claro, pero ¡tiene una expresión tan poderosa! La mirada de quien está dispuesta a llegar a donde sea necesario para conseguir sus objetivos. ¡Y qué tremenda lucha implicaba eso! Para hacernos una ligera idea, recordemos que Manya Skłodowska era una magnífica alumna en su instituto, pero pese a sacar las mejores notas no podía seguir estudiando porque en la Polonia ocupada las mujeres tenían prohibido el acceso a la universidad (en realidad esto sucedía en casi todo el mundo). En unas notas autobiográficas que redactó muchos años más tarde, dice:

Por las noches [de adolescente, tras terminar a los catorce años el instituto] solía estudiar. Había oído que algunas mujeres habían logrado cursar estudios en San Petersburgo o en el extranjero y me propuse estudiar por mi cuenta para seguir su ejemplo.

¡Cielo santo! ¡Dice que había oído! ¡Algunas! ¡En el extranjero! Casi como quien escucha una leyenda fabulosa, rumores de la existencia del unicornio alado. Desde estas simas construyó Marie su espléndida vida, con el agravante de que, además, en su familia no había un céntimo para pagarle estudios a la niña, y no digamos ya fuera del país. Así que, cuando terminó el instituto, y después de un año de depresión, Marie se contrató como institutriz. Había llegado a un acuerdo con su hermana Bronya, dos años mayor que ella, para que ésta se marchara a París a estudiar medicina; Marie la ayudaría económicamente, y cuando Bronya acabara sus estudios sería ella quien ayudara a Marie a hacer su carrera. Cuánta voluntad hay que tener para hacer todo eso, cuando además el entorno no sólo no te favorece, sino que te hace sentir anómala, absurda en tus pretensiones, disparatada. Para decirlo de otro modo: nadie esperaba nada de Manya. No me extraña que tuviera que apretar tanto los dientes. Aunque, por otro lado, también el exceso de expectativas y el tiránico imperativo de la gloria y el éxito que han padecido los varones puede acabar siendo una trampa fatal. ¡Cuántos hombres se han rendido, incapaces de estar a la imposible altura de unas expectativas desaforadas! Como dice la escritora Nuria Labari, la #Ambición tiene una odiosa forma de matar el talento. Pero esa es otra historia.