El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la #Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte.
Ahora que lo pienso, en esto es muy parecido a la locura. En mi adolescencia y primera juventud padecí varias crisis de angustia. Eran ataques de pánico repentinos, mareos, sensación aguda de pérdida de la realidad, terror a estar enloqueciendo. Estudié psicología en la Universidad Complutense (abandoné en cuarto curso) justamente por eso: porque pensaba que estaba loca. En realidad creo que esta es la razón por la que hacen psicología o psiquiatría el noventa y nueve por ciento de los profesionales del ramo (el uno por ciento restante son hijos de psicólogos o psiquiatras y esos están aún peor). Y que conste que no me parece mal que sea así: acercarse al ejercicio terapéutico habiendo conocido lo que es el desequilibrio mental puede proporcionarte más entendimiento, más empatía. A mí esas crisis angustiosas me agrandaron el conocimiento del mundo. Hoy me alegro de haberlas tenido: así supe lo que era el dolor psíquico, que es devastador por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes #Palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando. Y resulta que en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la sensación de desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento. Ya lo dice la sabiduría popular: Fulanito se volvió loco de dolor. La pena aguda es una enajenación. Te callas y te encierras.
Eso es lo que hizo Marie Curie cuando le trajeron el cadáver de Pierre: encerrarse en el mutismo, en el silencio, en una aparente, pétrea frialdad. Llevaban once años casados y tenían dos hijas, la menor de catorce meses. Pierre había salido esa mañana como siempre camino del trabajo; tuvo una comida con colegas y, al volver al laboratorio, resbaló y cayó delante de un pesado carro de transporte de mercancías. Los caballos lo sortearon, pero una rueda trasera le reventó el cráneo. Falleció en el acto.
Entro en el salón. Me dicen: «Ha muerto». ¿Acaso puede una comprender tales palabras? Pierre ha muerto, él, a quien sin embargo había visto marcharse por la mañana, él, a quien esperaba estrechar entre mis brazos esa tarde, ya sólo lo volveré a ver muerto y se acabó, para siempre.
Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo. ¿No jugaste, en la niñez, a intentar imaginar la eternidad? ¿La infinitud desplegándose delante de ti como una cinta azul mareante e interminable? Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. ¿Pero cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? El cerebro no puede comprender que haya desaparecido para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? Es un concepto inhumano. Quiero decir que está fuera de nuestra posibilidad de entendimiento. Pero cómo, ¿no voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula.
A veces [tengo] la idea ridícula de que todo esto es una ilusión y que vas a volver. ¿No tuve ayer, al oír cerrarse la puerta, la idea absurda de que eras tú?
Después de la muerte de Pablo, yo también me descubrí durante semanas pensando: «A ver si deja ya de hacer el tonto y regresa de una vez», como si su ausencia fuera una broma que me estuviera gastando para fastidiarme, como a veces hacía. Entiéndeme: no era un pensamiento verdadero y del todo asumido, sino una de esas ideas a medio hacer que cabrillean en los bordes de la conciencia, como peces nerviosos y resbaladizos. Del mismo modo, de todos es sabido que muchas personas creen ver por la calle al ser querido que acaban de perder (a mí nunca me ha pasado). Lo cuenta muy bien Ursula K. Le Guin en un desnudo poema titulado «On Hemlock Street» (En la calle Cicuta):
I see broad shoulders,
a silver head,
and I think: John!
And I think: dead.
(Veo una espalda ancha, una cabeza plateada, y pienso: ¡John! Y pienso: muerto).
He tenido la inmensa suerte y el privilegio de desarrollar cierta amistad con Ursula K. Le Guin, que es uno de los escritores cuyo magisterio sobre mi obra reconozco de manera consciente (el otro es Nabokov). Cuando le escribí hace unos meses contando que quería hacer un libro sobre Madame Curie, contestó:
Leí una biografía de Marie Curie cuando tenía quince o dieciséis años. Incluía bastantes citas de su diario. Me dejó impresionada, admirada y aterrada. Quizá me esté traicionando la memoria, pero lo que recuerdo es que, después de que Pierre muriera en la calle, ella guardó un pañuelo con el que había tratado de limpiarle la cara. Parte de su sangre y de sus sesos se habían quedado en el tejido, y ella se lo guardó, escondiéndolo de todo el mundo, hasta que tuvo que quemarlo. Esa imagen me ha perseguido angustiosamente todos estos años.
Cáspita, me dije, ese detalle no lo he visto en ninguna de las biografías que he utilizado. Teniendo en cuenta la edad de Ursula (nació en 1929), pensé que tal vez se tratara del libro que la segunda hija de Marie, Ève, escribió sobre su madre en 1937. En el momento en que recibí el email de Le Guin aún no había leído esa obra, que está descatalogada y que tuve que rastrear por medio mundo hasta conseguir un ejemplar de segunda mano en inglés. De modo que las palabras de Ursula me hicieron repasar con atención el breve diario de Curie, y descubrí un párrafo que, a la luz de esta siniestra explicación, tenía un sentido muy revelador:
Con mi hermana quemamos tu ropa del día de la desgracia. En un fuego enorme arrojo los jirones de tela recortados con los grumos de sangre y los restos de sesos. Horror y desdicha, beso lo que queda de ti a pesar de todo.
En mi primera lectura, asumí que habían quemado el traje poco después del accidente y tomé lo de «beso lo que queda de ti» como una metáfora, pero ahora me temía lo peor. Esperé con impaciencia la llegada del libro de Ève y, en efecto, me encontré con una escena brutal. Casi dos meses después de la muerte de Pierre, el día antes de que la hermana de Marie, Bronya, regresara a Polonia, Madame Curie le pidió que la acompañara a su dormitorio y, tras cerrar cuidadosamente la puerta, sacó del armario un gran bulto envuelto en papel impermeable: era el gurruño de las ropas de Pierre, con coágulos de sangre y grumos de cerebro pegoteados. Había guardado secretamente esa porquería junto a ella. «Tienes que ayudarme a hacer esto», imploró a Bronya. Y comenzó a cortar el tejido con unas tijeras y a arrojar los pedazos al fuego. Pero cuando llegó a los restos de sustancia orgánica no pudo seguir: se puso a besarlos y a acariciarlos ante el horror de la hermana, que le arrancó las ropas de las manos y acabó con la lúgubre tarea. No me extraña que la imagen se le quedara grabada a la Ursula niña. Ya digo que el sufrimiento agudo es como un rapto de locura. Por fuera, Marie sorprendió por su contención emocional: «Esa helada, calmada, enlutada mujer, la autómata en la que se había convertido Marie», dice su hija Ève. Pero, por dentro, ardía la demencia pura de la pena.
Yo nunca llegué a eso, desde luego; al contrario, quise «portarme bien» en mi duelo y agarré el hacha: me deshice inmediatamente de toda su ropa, guardé bajo llave sus pertenencias, mandé tapizar su sillón preferido, aquel en el que siempre se sentaba. Me pasé de tajante. Cuando llegó el tapicero para llevarse su sillón, me senté en él desesperada. Quería disfrutar del sudor adherido a la tela, de la antigua huella de su cuerpo. Me arrepentí de haber llamado al operario, pero no tuve el coraje o la convicción suficiente para decirle que ya no quería hacerlo. Se llevó el sillón. Aquí lo tengo ahora, recubierto de un alegre y banal tejido a rayas. Jamás he vuelto a usarlo.
«Portarse bien» en el duelo. #HacerLoQueSeDebe. Vivimos tan enajenados de la muerte que no sabemos cómo actuar. Tenemos un lío enorme en la cabeza. A mí me sucedió que tomé mi duelo como una enfermedad de la que había que curarse cuanto antes. Creo que es un error bastante común, porque en nuestra sociedad la muerte es vista como una anomalía y el duelo, como una patología: «Hablamos constantemente de muertes evitables, como si la muerte pudiera prevenirse, en vez de posponerse», dice la doctora Iona Heath en su libro Ayudar a morir. Y Thomas Lynch, ese curioso escritor norteamericano que lleva treinta años siendo director de una funeraria, explica en El enterrador: «Siempre estamos muriendo de fallas, anomalías, insuficiencias, disfunciones, paros, accidentes. Son crónicos o agudos. El lenguaje de los certificados de defunción —el de Milo dice fallo cardiopulmonar— es como el lenguaje de la debilidad. De la misma manera, se dirá que la señora Hornsby, en su pena, está derrumbada, destrozada o hecha pedazos, como si hubiera algo estructuralmente incorrecto en ella. Es como si la muerte y el dolor no formaran parte del Orden de las Cosas, como si el fallo de Milo y el llanto de su viuda fueran, o debieran ser, fuente de vergüenza».
Y, en efecto, yo no quería sentirme avergonzada por mi dolor. Soy de ese tipo de personas que siempre intentan #HacerLoQueSeDebe, por eso saqué tantas matrículas de honor en el instituto. Así que procuré plegarme a lo que creía que la sociedad esperaba de mí tras la muerte de Pablo. En los primeros días, la gente te dice: «Llora, llora, es muy bueno», y es como si dijeran: «Ese absceso hay que rajarlo y apretarlo para que salga el pus». Y precisamente en los primeros momentos es cuando menos ganas tienes de llorar, porque estás en el shock, extenuada y fuera del mundo. Pero después, enseguida, muy pronto, justo cuando tú estás empezando a encontrar el caudal aparentemente inagotable de tu llanto, el entorno se pone a reclamarte un esfuerzo de vitalidad y de optimismo, de esperanza hacia el futuro, de recuperación de tu pena. Porque se dice precisamente así: Fulano aún no se ha recuperado de la muerte de Mengana. Como si se tratara de una hepatitis (pero no te recuperas nunca, ese es el error: uno no se recupera, uno se reinventa). No es mi intención criticar a nadie al contar esto: ¡Yo también he actuado así, antes de saber! Yo también dije: Llora, llora. Y tres meses después: Venga, ya está, levanta la cabeza, anímate. Con la mejor de las intenciones y el peor de los resultados, seguramente.
Con esto no quiero decir que los deudos tengan que pasarse dos años vestidos de luto, encerrados en sus casas y sollozando de la mañana a la noche, como antaño se hacía. Oh, no, el duelo y la vida no tienen nada que ver con eso. De hecho, la vida es tan tenaz, tan bella, tan poderosa, que incluso desde los primeros momentos de la pena te permite gozar de instantes de alegría: el deleite de una tarde hermosa, una risa, una música, la complicidad con un amigo. Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza. Pero, al mismo tiempo, la pena también sigue su curso. Y eso es lo que nuestra sociedad no maneja bien: enseguida escondemos o prohibimos tácitamente el sufrimiento.
Mañana del 11 de mayo de 1906
Pierre mío, me levanto después de haber dormido bien, relativamente tranquila, apenas hace un cuarto de hora de todo eso y, fíjate, otra vez tengo ganas de aullar como un animal salvaje.
Estas cosas decía Marie en su diario.
El escalofrío de la impudicia.
Probablemente Marie Curie se salvó de la aniquilación gracias a redactar estas páginas. Que son de una sinceridad, de un desgarro y de una desnudez impactantes. Es un diario íntimo; no estaba pensado para ser publicado. Pero, por otra parte, no lo destruyó. Lo conservó. Claro que era una carta personal dirigida a Pierre. Un último nexo de #Palabras. Una especie de postrer cordón umbilical con su muerto. No me extraña que Marie fuera incapaz de desprenderse de estas anotaciones desconsoladas.
Confieso que, durante muchos años, consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio dolor. Deploré que Eric Clapton compusiera Tears in Heaven (Lágrimas en el Cielo), la canción dedicada a su hijo Conor, fallecido a los cuatro años de edad al caer de un piso 53 en Nueva York; y me incomodó que Isabel Allende publicara Paula, la novela autobiográfica sobre la muerte de su hija. Para mí era como si estuvieran de algún modo traficando con esos dolores que hubieran debido ser tan puros. Pero luego, con el tiempo, he ido cambiando de opinión; de hecho, he llegado a la conclusión de que en realidad es algo que hacemos todos: aunque en mis novelas yo huya con especial ahínco de lo autobiográfico, simbólicamente siempre me estoy lamiendo mis más profundas heridas. En el origen de la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno. El verdadero dolor es inefable, nos deja sordos y mudos, está más allá de toda descripción y todo consuelo. El verdadero dolor es una ballena demasiado grande para poder ser arponeada. Y sin embargo, y a pesar de ello, los escritores nos empeñamos en poner #Palabras en la nada. Arrojamos #Palabras como quien arroja piedrecitas a un pozo radiactivo hasta cegarlo.
Yo ahora sé que escribo para intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad sé que no tienen. Clapton y Allende utilizaron el único recurso que conocían para poder sobrellevar lo sucedido.
El arte es una herida hecha luz, decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que escribimos o pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos cuadros y escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: «La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta». No basta, no. Por eso estoy redactando este libro. Por eso lo estás leyendo.