Horatio hacía unos esfuerzos inmensos por dominarse. Tal como habían planeado, se mantenían escondidos detrás del peñasco y observaban la lancha motora. Cuando Kramer empujó a Ruth al agua, exclamó Horatio al guía de la embarcación:
—¡Ahora, venga! ¡A por él!
Jakob puso el motor a toda máquina, y la canoa rodeó enseguida el peñasco para tomar rumbo hacia la otra embarcación.
—Tú, ve preparando los arpones —ordenó el negro con un movimiento de la cabeza a David, quien asintió rápidamente.
—Usted se ocupa del hombre blanco, yo de la mujer que está en el agua. El joven de aquí hará lo que hay que hacer.
Horatio y David asintieron con la cabeza al mismo tiempo. Iban tan rápidos por encima del tranquilo mar, que tuvieron que agarrarse firmemente a los tablones. Jakob mantenía los dientes apretados, la barbilla producía una impresión angulosa. Los ojos de David resplandecían con ganas de pelea.
Kramer no los había descubierto todavía. Estaba de espaldas a ellos y miraba como hechizado el lugar al que acababa de empujar a Ruth al agua. Kramer no se dio cuenta de la presencia de la otra embarcación hasta que esta se había acercado ya a unos veinte metros de ellos.
—¿Qué quieren esos de ahí? —gritó al chico.
Este se encogió de hombros y agachó la cabeza.
—¡Vamos, gira! ¡Demos la vuelta, a toda máquina! —vociferó Kramer al chico.
—¡No! ¡Ni hablar! ¡Nos quedamos aquí! —gritó Margaret Salden—. No podemos dejar a Ruth ahí abajo.
—¡Cierra el pico, vieja! —Kramer tomó impulso y abofeteó a la anciana con el dorso de la mano propinándole un golpe tan brutal en la boca que la mujer se deslizó desde el banco hasta los tablones.
Horatio apretó los puños.
Por fin quedaban las dos embarcaciones a la misma altura.
—¿Dónde está Ruth? —vociferó Horatio dando un imponente salto de una embarcación a la otra. Se echó encima de Kramer, que ya se había sacado la pistola con ánimo pendenciero.
—¡Quítale el arma! —gritó Jakob a su hijo, pero este no se movió de su sitio, estaba como petrificado mirando pelear a los dos hombres.
—¿Ruth? ¡Ruth! —exclamó Margaret Salden poniéndose a duras penas en pie. La barca oscilaba amenazadoramente de un lado a otro cuando sorteó a los dos hombres enzarzados en la pelea.
—¡Vamos, joven, salta al agua, ve a buscar a la mujer! —exclamó Jakob con las piernas abiertas sobre los tablones y la mirada fija en los combatientes, preparado para intervenir en cualquier momento. Tenía agarrados los arpones porque ya había divisado en el horizonte los primeros tiburones—. ¡Vamos, joven! ¡Salta! ¡Ya vienen los tiburones!
David saltó al agua.
Margaret Salden se sujetó a la borda, temblando, mientras Henry Kramer tomaba impulso con el brazo que empuñaba el arma para golpear a Horatio en la sien. Horatio levantó en ese mismo instante el brazo y con el puño golpeó el rostro de Kramer, y le comenzó a salir sangre de la nariz.
Kramer gritó, quiso agarrar a Horatio por la garganta con las dos manos, pero este se había echado para atrás y propinó una patada en el pecho a Kramer. Henry Kramer comenzó a balancear los brazos, perdió el equilibrio y se precipitó al mar exhalando un grito.
Ruth se deslizaba por el fondo marino, henchida de la paz y de un sosiego que jamás había conocido. Todo era hermoso y estaba tan tranquilo que ni siquiera se dio cuenta de que ascendían unas burbujas por el tubo que estaba fijado entre las gafas y la botella de aire. Se sentía cansada, maravillosamente cansada, y apenas se apercibió de que unos brazos la agarraban y tiraban de ella hacia arriba.
David emergió resoplando. Jakob agarró a Ruth y la subió a bordo, le quitó la máscara y le apretó firmemente las dos mejillas.
—¿Vive? ¿Está bien? —exclamó Margaret Salden desde la otra embarcación. Jakob asintió con la cabeza.
—¡Los tiburones! —gritó el chico negro que estaba sentado en la otra barca—. Se están acercando. El jefe blanco está en el agua y está sangrando.
David se subió a bordo, agarró el arpón, se colocó de piernas abiertas en la barca y se puso a mirar atentamente a los tiburones.
—¡Vamos! —gritó Jakob a Horatio—. Tenemos que sacarlo de ahí o será pasto de los peces.
Horatio dirigió una mirada a Ruth, que parecía volver en sí poco a poco.
—¡Pues se lo ha ganado a pulso! —exclamó, y a continuación saltó al agua entre las dos embarcaciones. Jakob saltó por el otro lado. Los dos agarraron simultáneamente a Kramer y tiraron de él hacia la barca en la que estaba David, quien los ayudó desde arriba a subirlo a bordo.
Jakob se subió a la embarcación en la que estaban Margaret y su hijo, y puso en marcha el motor.
—¡Tenemos que irnos de aquí! —exclamó.
Kramer y Ruth yacían uno al lado del otro en el suelo de la otra embarcación, cuyo motor puso David en marcha en ese instante. Horatio se sentó sobre el pecho de Kramer, apretó firmemente hasta que el blanco comenzó a escupir agua entre toses. A continuación le ató de manos y pies con nudos marineros, y se arrodilló al lado de Ruth.
—¡Eh, tú! —exclamó, quitándole un mechón de pelo húmedo de la frente—. ¿Cómo te encuentras?
Ruth abrió los ojos.
—¿Dónde están tus gafas? —preguntó ella.
Horatio se echó a reír.
—En el mar. Los tiburones podrán romperse los dientes con ellas.
Ruth se rio, pero entonces su risa dio paso a un sollozo.
Horatio la abrazó y le acarició suavemente las mejillas al tiempo que le susurraba:
—Todo ha pasado ya, ya está todo bien. ¿O te pensabas que iba a dejarte en manos de ese fanfarrón blanco?
En la playa estaban esperando ya una ambulancia y varios coches de la policía. Los enfermeros se ocuparon de Ruth y de Margaret, y luego se llevaron a Henry Kramer bajo vigilancia policial.
—Vamos a llevarlo a la clínica más próxima, y desde allí lo escoltaremos a la prisión preventiva —explicó uno de los policías.
Ruth estaba sentada en el suelo del muelle, con una manta sobre los hombros, un vaso de café en la mano y el otro brazo rodeando firmemente a su abuela. A su lado yacía tirado el traje de buzo, como un animal destripado.
—No sé cómo agradeceros todo lo que habéis hecho —dijo Horatio cuando se acercaron los chicos y su padre a despedirse—. Sin vosotros no lo habríamos conseguido. Gracias por haber venido. Gracias por haber llamado a la policía y a la ambulancia.
David se quedó unos instantes confuso junto a las dos mujeres. Entonces le tendió la mano a Ruth.
—Se ha comportado usted valientemente. Para ser una blanca, quiero decir.
Ruth le sonrió.
—Te pareces mucho a tu abuela —repuso ella—. Ojalá estuviera aquí ahora entre nosotros.
David tragó saliva y asintió con la cabeza. Después señaló al coche de la policía.
—Me voy con ellos, por lo del atestado. Nos vemos más tarde —dijo con timidez y escarbando con los pies en la arena.
—¡Ven aquí, joven! —exclamó Margaret, que se levantó, agarró a David por los hombros y le dio un beso sonoro en la mejilla—. ¡Te doy las gracias, te lo agradezco de todo corazón! Siempre que necesites una abuela, intentaré estar ahí para ti.
Él se desprendió del abrazo de ella sin pronunciar palabra y visiblemente emocionado. A continuación se dirigió con paso decidido al coche de la policía, se subió en él, y se fue con los policías.
Ruth, Margaret y Horatio permanecieron solos en aquel lugar. Solo había un bombero joven junto al Dodge, fumando y mirando discretamente en otra dirección. Había tenido que prometer a la policía que llevaría después a Ruth, Margaret y Horatio a la comisaría más cercana, pero tuvo la suficiente delicadeza para dejar que primero estuvieran entre ellos a solas.
Estuvieron sentados un buen rato los tres juntos, con Ruth en el centro, mirando al mar. Fue en ese momento cuando Ruth empezó a comprender el peligro por el que habían pasado.
—Nos habría matado a todos —dijo ella en voz baja—. Estaba loco por tener el diamante.
Margaret y Horatio asintieron con la cabeza en silencio.
—¿Dónde está el diamante en realidad? —quiso saber Horatio entonces.
—Lo hundí allí, de verdad. Lo que le he contado a Ruth es la verdad. Solo hay una cosa que no sabes, Horatio.
—¿El qué?
Margaret se volvió a Ruth y extrajo la cinta de cuero con la piedra de la nostalgia del escote de Ruth.
—Este es un fragmento del diamante Fuego del Desierto.
—¿Cómo dice? —preguntó Horatio abriendo los ojos como platos.
—Puedes dar crédito a lo que has oído. El joven nama que me confió el diamante me entregó también este fragmento más pequeño. El diamante Fuego del Desierto siempre ha constado de dos partes. Y los nama creían que la piedra pequeña atraería a su hermana mayor. Has estado todo el tiempo cerca de una de las dos mitades del diamante.
Ruth se sacó la cinta con la piedra por la cabeza y se la tendió a Horatio. Este contempló la piedra, le pasó el pulgar por el canto cortante.
—La piedra de la nostalgia —dijo murmurando.
Ruth cogió la mano de Horatio, y le apretó los dedos firmemente cerrando la piedra en el puño de él.
—Es tuya. Debes quedártela tú. Eres un nama y estás investigando la historia de tu pueblo. Quédatela, protégela para tu pueblo.
Horatio cerró los dedos con firmeza en torno a la piedra.
—La llevaré al sitio en el que tiene que estar. A un lugar sagrado para los nama.
Margaret Salden asintió con la cabeza.
—Estoy contenta de que todo haya acabado ya —dijo ella agarrando la mano de Horatio—. Te doy las gracias, te lo agradezco de todo corazón —dijo con las lágrimas asomándole ya en los ojos, pero, aunque tenía el rostro grisáceo por el agotamiento, estaba radiante.
—No, este no es el final todavía —repuso Horatio girándose hacia Ruth—. Pero lo que viene ahora será maravilloso. ¿Te acuerdas de la carta que te escribí y que deslicé por debajo de tu puerta en la pensión?
Ruth hizo un gesto negativo con la cabeza, pero a continuación exclamó:
—¡Sí, claro que sí, la tengo guardada en el bolsillo del pantalón!
Metió la mano en el bolsillo y extrajo un sobre arrugado.
—¡Pero si no la has leído! —dijo Horatio en tono de reproche.
Ruth bajó la cabeza.
—Perdóname —dijo ella en voz baja—. Estaba enfadada contigo, no la leí por ese motivo.
—¿Y ahora? ¿Sigues enfadada conmigo?
—¡Claro que no! —exclamó Ruth, le rodeó el cuello con los brazos y lo apretó contra ella. Horatio cerró los ojos y disfrutó del abrazo tanto como Ruth.
Los dos regresaron a la realidad cuando Margaret Salden se puso a reír en voz baja. Se miraron a la cara unos instantes, y luego volvió a pasar la carta por la cabeza a Horatio.
—¿No vas a leerla de una vez por fin? —preguntó él.
Ruth abrió el sobre, leyó, se quedó mirando fijamente a Horatio con la boca abierta y acertó a balbucear finalmente:
—¡No…! ¡No me lo puedo creer!