22

La barca oscilaba intranquila por las aguas. Ruth estaba sentada en el banco de atrás, con el traje de buzo y la botella de aire comprimido entre los pies. Miraba el agua con una mirada tensa y angustiosa. Todavía se encontraban cerca de la orilla, pero a pesar de ello ya estaba pendiente por si veía aletas de tiburón en la superficie.

Margaret Salden estaba sentada a su lado, tenía una mano sumergida en el mar y contemplaba el cielo.

—¡Qué día más maravilloso, un día magnífico! —exclamó ella.

Kramer, que estaba sentado delante al lado del guía, se volvió a mirarlas.

—Un bonito día para morir. ¿Es eso lo que quieres decir, vieja? —Como Margaret no respondía, Kramer movió las piernas por encima de la tabla de asiento y se sentó mirándola de frente—. ¿Dónde sumergiste la piedra exactamente, vieja?

—Hace mucho tiempo de eso. Ya no lo recuerdo con exactitud. Y la piedra ya no estará ahí, con toda seguridad.

—Eso ya lo veremos. Solo puedo aconsejarte que vayas haciendo memoria. El diamante no solo es importante para mí, lo es mucho más para vosotras, porque vuestras vidas dependen de él.

Pasaron junto a un peñasco solitario. Ruth lo contempló llena de nostalgia. Entretanto se encontraban ya lejos de la orilla salvadora. Ruth se volvió a mirar atrás. Para nadar hacia atrás era demasiado lejos, y demasiado peligroso. Profirió un suspiro, miró al cielo, sintió la añoranza de las nubes de tormenta, pero no había ni señal de ellas. El cielo permanecía traicioneramente azul y exento de nubes.

—Creo que fue por aquí —dijo su abuela de pronto—. Solo queda un poquito.

—¿Aquí? —preguntó Kramer mirando a su alrededor. La isla Halifax quedaba todavía a media milla marina de distancia, como mínimo—. Vieja, te lo advierto. Solo tenemos una botella. Estás jugando con la vida de tu nieta. Si no encuentra la piedra en este lugar, la irá buscando cada metro desde aquí hasta la isla. Y cuando se acabe la botella, entonces solo tendrá el aire de sus pulmones.

Margaret Salden se encogió de hombros como si todo aquello le fuera completamente indiferente. Solo Ruth vio que los labios de su abuela se habían puesto pálidos y que había agarrado fuertemente la tela de su vestido con las dos manos.

Siguieron navegando un poco más, y cuanto más se aproximaban a la isla Halifax, más serena parecía Ruth. Su cabeza parecía haberse vaciado de pronto de toda carga. Estaba tan tranquila como si estuviera sentada en el porche de Salden’s Hill con una botella de cerveza y con los pies embutidos en las pesadas botas y apoyados contra una columna.

—Fue aquí exactamente —dijo Margaret cuando ya se hallaban muy próximos a la isla Halifax—. Sí, tiene que haber sido aquí. —Miró a su nieta—. Te ruego que me perdones, mi niña. Me gustaría haber podido hacer algo más. No quise nunca llevarte ante una situación como esta.

—No te preocupes, abuela. Todo saldrá bien. Lo sé.

—¡Dejaos ahora de discursitos, ya tuvisteis tiempo para eso durante toda la noche! —exclamó Kramer, levantándose y acercándose mucho a Ruth. Ella lo miró y detectó de pronto el miedo en la mirada de él.

Él la evitó, miró por encima de ella y señaló con la mano al mar.

—¡Venga, adentro, y rapidito!

El chico negro le fijó la botella de aire comprimido en la espalda.

—¡Uf! —exclamó Ruth porque la botella era más pesada de lo que había pensado.

—En el agua no notará el peso, señorita —dijo el chico—. Yo estaré siempre cerca de usted. Tengo un arpón conmigo. No le sucederá nada. No he visto un solo tiburón en toda la travesía.

—Gracias —dijo Ruth, y lo dijo sintiéndolo así de verdad. A continuación se acercó a la borda y miró el azul de abajo. Titubeó, de pronto sintió temor por el frío del mar, por la inmensidad, la fuerza y el ímpetu del mar, por lo impredecible de su situación.

Se dio la vuelta, abrió la boca para decir que no iba a acceder a las exigencias de Kramer, pero este la empujó por el pecho y ella cayó al mar de espaldas.

La pesada botella la hundió inmediatamente hacia abajo. El mar no era especialmente profundo en ese lugar, así que no tardó mucho en llegar al fondo. Vio bancos de peces disipándose, vio arena y esta le trajo el recuerdo de las dunas en el desierto del Namib, vio algas y plantas marinas meciéndose suavemente con la corriente. Todo estaba sereno y plácido aquí abajo, no había ni por asomo nada de fantasmal ni oscuro, tal como ella se había imaginado con su miedo. «Sería bonito quedarse aquí, simplemente», pensó ella, y empezó a palpar entre las rocas, las plantas y los animales del fondo marino. Observó brevemente una concha que avanzaba lenta pero continuamente. El fondo era uniforme, pero algunas ondulaciones diminutas en la arena daban prueba del movimiento del mar. Si el diamante Fuego del Desierto estuvo aquí algún día, las corrientes de todos esos años lo habían arrastrado ya muy lejos.

Un pez oscuro, cuyo nombre no conocía Ruth, pasó nadando a su lado. Ella se deslizó por el fondo, agarró una piedra que no tenía nada que ver con un diamante, levantó una concha y supo con absoluta certeza que allí abajo no iba a encontrar nunca lo que buscaba Henry Kramer.

«Voy a quedarme aquí —pensó, y de pronto se sintió increíblemente cansada, pero ligera y feliz al mismo tiempo—. Simplemente voy a quedarme aquí hasta que se me consuma el aire».