19

Horatio estaba sudando. Pese al calor imperante llevaba unos pantalones largos de color negro y una camiseta negra de manga larga, porque un hombre con el color de su piel pasaba inadvertido llevando ropas de color negro. Horatio lo había experimentado ya en sus propias carnes. Una vez en Windhoek, durante una noche de verano, él salía de la biblioteca y vio una bicicleta parada en el semáforo, simplemente una bicicleta. Él se quedó sorprendido de que una bicicleta se quedara en pie ella sola, pero al acercarse, reconoció que había también un ciclista, un hombre negro con un uniforme negro. Esa noche se rio de su vivencia y se preguntó por qué los blancos no se volvían invisibles con ropas blancas delante de paredes blancas.

Ahora estaba agachado detrás de la choza del puerto, expuesta al viento, en donde se alquilaban barcas y equipos de buceo sin hacer muchas preguntas. David Oshoha estaba tumbado a su lado, pálido y tenso, pero preparado para toda acción.

Horatio se preguntó qué demonios pretendía Kramer allí, pero esa pregunta se la había formulado demasiado a menudo en los últimos días, sin encontrar una respuesta. Vio a Ruth detrás del cristal de la pickup y cerró el puño. Ella parecía muy cansada, muy pálida.

Finalmente se había decidido a hablar con ella anteayer a primera hora, con toda calma, con todo detalle. Él había estado trabajando mucho los dos días anteriores, había sacado algunas cosas a la luz que él no hubiera ni soñado, pero se había enterado también de cosas que le dieron miedo, mucho miedo por Ruth. ¿Habría leído ella su carta? El hecho de que estuviera ahora subida en el coche de Kramer parecía indicar lo contrario. En cualquier caso habría preferido dar la alarma directamente al encontrar vacía su habitación en la pensión y al no ver el Dodge en el aparcamiento. Corrió inmediatamente a ver a la patrona de la pensión, pero esta tampoco sabía nada sobre el paradero de Ruth. Y luego estaba también el nieto de Davida Oshoha, con quien se había topado en Lüderitz. Hacía ya algún tiempo que Horatio se había dado cuenta de que les seguían a Ruth y a él. Ya en Keetmanshoop se fijó en el coche negro y reconoció a David Oshoha en su interior. No le dijo nada a Ruth para no intranquilizarla porque sabía que David era una persona muy propensa a encolerizarse, un hombre de buenas convicciones e ideales, pero demasiado joven para aceptar acuerdos.

David Oshoha era miembro de la SWAPO en Windhoek, y Horatio pudo imaginarse perfectamente que no iba a dejar impune la muerte de su abuela en la manifestación. A pesar de sus deseos de venganza, David era un nama en cuerpo y alma. Sin preocuparse por la compatibilidad de sus convicciones, creía tanto en los antepasados y en los dioses como en una igualdad de derechos de todos los seres humanos. Una igualdad de derechos que, en su opinión, había que imponer incluso con la violencia de las armas si resultaba necesario.

Horatio estaba inquieto desde que había descubierto que David les seguía. Y mucho más ahora que Ruth estaba desaparecida. Había buscado a David en toda la ciudad y finalmente lo encontró en un pub en el barrio de los negros.

—¿Qué andas haciendo por aquí? —le preguntó.

—Lo mismo que tú, al fin y al cabo somos nama los dos… Pues el diamante, ¿qué iba a ser si no?

—¿Crees que lo tiene la chica? —preguntó Horatio.

—Sé que es una Salden. ¿Te me quieres adelantar?

Horatio negó con la cabeza.

—No, por supuesto que no. Se trata de algo más que del Fuego del Desierto.

Y entonces le contó a David lo que había acontecido y lo que él había averiguado. Puede que David no le creyera, pero no obstante le prometió que le ayudaría.

Horatio sabía que podía confiar en David. Los dos eran nama y, por tanto, uña y carne. Todo lo demás tendría su momento, podría aclararse posteriormente, pero lo principal ahora era encontrar a Ruth.

Así que Horatio se pasó la mañana recorriendo una por una todas las gasolineras de Lüderitz. Tardó bastante hasta que encontró a un hombre que se acordaba de Ruth, pero este no supo decirle hacia dónde se había dirigido.

Finalmente enroló a David para ir juntos al desierto. El hecho de que ella estuviera estrechamente ligada al diamante puso las cosas más fáciles a Horatio a la hora de convencer a David para que colaborara con él. Y ayer a primera hora de la mañana se habían puesto en marcha siguiendo la ruta del desierto y pasando por las dunas de arena que tenían la altura de un hombre tal como las había descrito el chico hacía unos días.

De camino se les reventó un neumático. Cambiarlo a pleno sol les había costado mucho sudor y tiempo. Y así era tarde cuando finalmente llegaron a la aldea nama. Las mujeres y los hombres estaban sentados, inactivos en torno a una hoguera apagada y rogando a los antepasados que la mujer blanca siguiera con vida. La mujer blanca que había enseñado a los niños a leer, a escribir y a contar. La mujer blanca que se cuidaba de que los hombres no pegaran a las mujeres, que se ocupaba del correo, de los asuntos burocráticos, que limaba asperezas y que había salvado la vida a más de uno comprando medicamentos en la farmacia de Lüderitz o atosigando a las madres para que fueran con sus hijos a un médico.

La mujer blanca nunca exigió nada a cambio por sus acciones. Comía con ellos, bebía con ellos, reía con ellos, lloraba, vivía, se apenaba con ellos, era una de ellos. Si hubiera sido posible, los nama habrían teñido de negro a la mujer blanca para que fuera igual que ellos en su aspecto externo. Pero ahora estaba lejos, y a los nama les parecía que el espíritu bueno se había ido de su poblado. Alguno entonaba una canción, pero la interrumpía a los pocos compases. Uno de los hombres se levantó, agarró una flecha, corrió en círculos con ella y volvió a sentarse finalmente. Lo más extraño fue que los niños no jugaban, no andaban haciendo sus trastadas, sino que estaban sentados en silencio al lado de sus madres, garabateando con un palito en la arena; había desaparecido de ellos toda alegría, no decían nada, escuchaban lo que decían los adultos, esperaban que alguno tuviera una idea pero no había nadie a quien se le ocurriera nada.

Una niña pequeña comenzó finalmente a llorar, los demás niños hicieron otro tanto, y por un breve tiempo, sus lamentos pudieron oírse más allá de las dunas.

Horatio necesitó bastante tiempo para enterarse de lo que había sucedido. Oyó hablar de la joven blanca y Charly le contó lo que había observado en el árbol. Y aunque David estaba cansado y con gusto habría permanecido una noche en aquel oasis, Horatio le apremió a regresar de inmediato a la ciudad. Estaba contento de que los nama hubieran demostrado al joven colérico, que seguía apenado por la muerte de su abuela, que los Salden no eran enemigos de los negros.

—Es posible que me haya equivocado —admitió David durante el camino de vuelta, y el resto del viaje se lo pasó mirando la carretera, sumido en sus pensamientos.

Cuando Horatio llegó por fin a la ciudad, le dolían todos y cada uno de los huesos. Estaba cansado, destrozado, hambriento, sediento y sucio, pero se reanimó de golpe al enterarse de que Ruth había regresado a la pensión.

—¿Dónde está? —preguntó con apremio a la patrona.

—¿Cómo voy a saberlo? No está obligada a dar parte de sus salidas.

Horatio examinó de arriba abajo a la patrona y le puso entonces un billete encima del mostrador. La mujer agarró el billete y se lo metió en el canalillo.

—El hombre estuvo aquí, ese que ya ha estado con frecuencia por aquí. Una vez le trajo unas rosas, también vino una vez que no estaba ella, me pidió la llave de su habitación. ¡La llave de su habitación! ¡Imagíneselo! ¿Adónde vamos a ir a parar si le doy la llave de una habitación a cualquier persona que pregunta por otra? Me pregunté si no sería lo más sensato informar a la chica. Si uno es así de celoso ya antes del matrimonio y quiere tener controlada en todo momento a su querida, ¿qué no hará cuando ya esté casado? Pero mantuve la boca cerrada. «Inge», me dije a mí misma, «esa joven ya es lo suficientemente mayor. No te metas en donde no te mandan». Y es que nunca lo he hecho hasta el momento porque eso significaría la muerte de mi negocio. El ramo de la hostelería pervive gracias a su discreción. Los que hablan mucho son los primeros en arruinarse.

—Sí, sí —volvió a apremiarla Horatio—. Aprecio su discreción, señora, pero dígame de una vez, por Dios, dónde está ella. Podría ser que se encontrara en dificultades.

—¿Está embarazada?

—¿Qué?

—Le he preguntado si es posible que la joven esté embarazada. Hace poco la oí desgañitar… quiero decir, la oí vomitar, bueno, no sé si oí bien. Suele pasar que una jovencita regala simplemente su virtud, y enseguida se encuentra con una criatura al cuello antes de lo que se esperaba.

—No, no me refiero a ese tipo de dificultades. Bueno, dígame, ¿sabe usted dónde está?

La patrona de la pensión negó con la cabeza.

—¿No está su coche ahí afuera?

—Sí, pero ella no está en su habitación.

—Bueno, yo no lo sé, pero puedo preguntar. —Tomó aire y comenzó a vociferar por toda la casa—: ¡Nancy! ¡Naanncy!

Una joven negra acudió a toda prisa.

—¿Me llamaba, señora?

—¿Has visto salir a la señorita blanca del pelo largo rojo? —preguntó.

Nancy asintió con la cabeza.

—Oh, sí, iba acompañada de un hombre, un hombre guapo, pero tenía unos rasgos duros en la boca. Me pregunté si la señorita simpática se había fijado en eso.

Horatio respiró hondo varias veces. Habría querido gritarles algunas cosas a las dos mujeres, pero entonces no les habría podido entresacar nada.

—¿Sabe adónde se dirigieron? —preguntó, haciendo acopio de toda su paciencia.

Nancy negó con la cabeza.

—No fueron a pie, sino en coche, en un descapotable —dijo. Y bajando la voz susurró en un tono de admiración—: Era un Mercedes.

—¿Y no oyó por casualidad adónde dijeron que iban? ¿No dijo nada el hombre?

Nancy negó con la cabeza al tiempo que sacudía el plumero del polvo que mantenía sujeto en una mano.

—No, no sé nada más. Ayer por la tarde, su cama estaba completamente deshecha, así que tuve que hacérsela de nuevo para la noche.

—¿Y durante la cena? ¿Vio ella a alguien allí?

Esta vez fue la patrona quien sacudió la cabeza.

—No, solo estaban los dos señores de la habitación cuatro y la joven sudafricana de la habitación tres. Tuve que tirar cuatro panecillos.

Horatio dio las gracias, salió corriendo, encontró el Dodge delante de la pensión. Pensó dónde podría encontrar enseguida un conductor, pero no se le ocurrió nadie. David le había anunciado que quería emborracharse esa noche porque le habían sucedido demasiadas cosas, había perdido a un enemigo y ahora ya no sabía cómo debía vengar la muerte de su abuela. Así que el joven decidió que lo primero que tenía que hacer era recomponerse.

Horatio había dejado marchar a David, a pesar de que en realidad le necesitaba. Intuía las cosas que le estaban pasando al joven por la cabeza y por el corazón. Y sabía que buscaba una oportunidad para reflexionar sobre todo lo que le había sucedido en esos últimos días.

Regresó corriendo a la pensión.

—Deme las llaves de su habitación —pidió a la patrona.

Esta se cruzó de brazos.

—¿Cómo se me podría ocurrir una cosa así, joven? No y no. No consiento que nadie espíe a mis clientes. No se lo permito a un blanco, y mucho menos se lo permitiría a un negro.

Se colocó delante del tablero de llaves de tal modo que Horatio tenía dificultades en alcanzarlo. Antes de tener que llegar a las manos, Horatio acabó gritándole a la mujer:

—Esa señorita se encuentra en un grave peligro. ¿Quiere usted tener parte de la culpa de lo que le ocurra?

La mujer puso una cara compungida.

—¡Deme la llave, ahora mismo! —repitió Horatio—. Venga usted conmigo y comprobará que no voy a quitarle nada más que las llaves de su coche.

Horatio extendió una mano, y la mujer depositó en ella la llave de la habitación de Ruth al tiempo que profería un suspiro. Horatio subió las escaleras a toda prisa, la patrona le siguió, encontró la llave del Dodge al primer intento, se precipitó escaleras abajo y corrió hacia el Dodge. ¿Y ahora qué? Él no tenía licencia para conducir, nunca tuvo dinero para sacársela. Y habían pasado algunos años desde que le dejaron llevar el coche de su primo por un camino vecinal.

—¡Vamos! —se dijo Horatio a sí mismo para infundirse valor. La cosa no iba aquí de una abolladura más o menos en la carrocería, sino de vida o muerte. Arrancó el coche, pisó a fondo el embrague y dio tanto gas que el vehículo se caló.

La segunda vez, sin embargo, el Dodge se puso en movimiento entre sacudidas.

Con cada metro que avanzaba, Horatio iba conduciendo con mayor seguridad. Entretanto, había oscurecido tanto que en las callejuelas laterales que no estaban iluminadas por farolas no podía verse nada a un palmo de las narices. Horatio conducía con toda la prudencia de que era capaz, sin perder por ello velocidad. No obstante, en una ocasión rozó el espejo retrovisor exterior de otro coche y pellizcó un neumático contra la acera al doblar una esquina. Enseguida dejó el centro de la ciudad y conducía colina arriba, hacia las mansiones de los blancos. Allá arriba hacía fresco, y las propiedades estaban protegidas con vallas altas contra el viento cortante al tiempo que contra los curiosos.

En el banco había averiguado la dirección de Henry Kramer. Para su sorpresa había sido más fácil conseguirla que obtener la llave de la habitación de Ruth en la pensión. Horatio había tenido suerte. Fue a dar con una mujer que tenía algunas cuentas pendientes con los Kramer. Le dijo a Horatio todo lo que sabía, le hizo fotocopias de algunos documentos con su máquina fotocopiadora Xerox, y también le dio la descripción y la dirección de la casa de Kramer.

Cuanto más se iba acercando a la mansión blanca, más despacio fue conduciendo Horatio el vehículo. Poco antes de llegar a ella, apagó las luces y siguió conduciendo los últimos metros a ciegas en la oscuridad.

Dejó el coche a un lado de la calle y dio una vuelta a pie a la propiedad. Había vallas altas por todas partes que en algunas partes estaban rematadas con alambre de espino. Horatio sonrió. «¿De qué le sirve a uno toda su riqueza si la guarda con tanto miedo a perderla? —pensó—. ¿No se dan cuenta de que son prisioneros, prisioneros del dinero, encerrados tras una alambrada de espino?».

Le habría gustado entrar en la propiedad a hurtadillas. Quizás hasta se hubiera atrevido a meterse en la casa, pero Horatio no era ninguno de esos héroes que superan con un simple salto los muros y las alambradas. Además tenía miedo a los perros. Y detrás de la valla vio a dos perros dóberman que estaban peleándose por un pedazo de carne sanguinolenta. Así que se limitó a estirarse lo más alto que pudo. Detrás de una ventana vio a un hombre mayor sentado en una silla. Heinrich Kramer.

Heinrich Kramer era quien tiempo atrás había dirigido la Compañía Alemana de Diamantes y de quien corrían los más extraños rumores desde esa época. Kramer desapareció repentinamente cuando en Europa estalló la Segunda Guerra Mundial. Y regresó a comienzos del verano de 1945. Desde entonces caminaba arrastrando una pierna, pero nadie sabía dónde había estado durante los años de guerra, del mismo modo que nadie sabía lo que él había hecho exactamente durante las rebeliones de los nama y de los herero, cuando tuvo a su cargo un regimiento a las órdenes del general Von Trotha.

Ahora lo tenía ahí delante sentado, un hombre mayor cuyas fuerzas no le alcanzaban para proteger todo aquello que había estafado y robado durante tantos años.

Horatio no pudo menos que reprimir un leve suspiro de compasión. En otros tiempos, cuando él, que procedía de una familia pobre, conoció a otros niños cuyas familias eran más ricas que la suya, y ahora, que conocía a hombres de su edad que conducían automóviles caros, que poseían relojes valiosos y que vivían en mansiones blancas, reflexionó mucho sobre las bendiciones de la riqueza. Una vez se detuvo incluso delante de un puesto de venta de lotería y pensó lo que podría emprender con el cuantioso dinero del primer premio. No fueron muchas cosas. Pensó en comprarles a sus padres y hermanos aquello que deseaban tener, una casita nueva quizás, una nevera y una lavadora para la madre y las hermanas, y para los hombres, bicicletas y un abono a perpetuidad para el fútbol. No hacía falta tener un automóvil en Windhoek, al menos no en el barrio en que había vivido siempre su familia. Para él no quiso nada, solo unas gafas nuevas con unos cristales finos y una montura liviana.

Horatio ya había descubierto en edades muy tempranas que la riqueza era un antónimo de la libertad. Y eso era algo que podía verse con toda claridad en aquel anciano, que era prisionero de sí mismo, que se hallaba detrás de una alambrada de espino, vigilado por perros de presa, que ya no era capaz de hacer lo que realmente deseaba, y lo que era todavía peor, que vivía angustiado por completo de que alguien pudiera quitarle algo.

Horatio se había preguntado siempre por qué las personas aspiraban a tener más y más dinero. Uno podía comer solo hasta saciarse, uno podía dormir en una sola cama, uno podía vivir en una sola casa y caminar con un solo par de zapatos.

Horatio se había enterado por la mujer joven del banco de que Henry Kramer vivía también en esa casa, infectado por la codicia de querer cada vez más dinero y propiedades. Horatio no sabía qué podía vincular al joven con el dinero, quizás el reconocimiento social o el amor, pero Kramer era un estúpido si creía realmente que podía comprar algo así, algo auténtico, duradero. ¿Cómo debía de ser eso de no poder estar uno seguro de si le aman por lo que eres o por lo que tienes? ¿Cómo debía de ser eso de no poder decir nunca con total seguridad si la mujer a la que uno amaba acudiría también en un futuro a verle si en lugar del Mercedes solo tuviera aparcada en la calle una vieja bicicleta? ¿Y qué ocurría con uno mismo? ¿Qué sucedía con el alma si se acababa el dinero? ¿De dónde sacar entonces para vivir? ¿Se olvidaba uno durante esa caza del dinero lo que le hacía verdaderamente persona?

Cuando el coche de Henry Kramer encaró la rampa de acceso a la vivienda, Horatio se encontraba sumido en los más profundos pensamientos. A través de las ventanas iluminadas observó al joven Kramer servirse un licor, revisar el correo, dirigirse luego a un cuarto, probablemente el cuarto de baño, y salir de allí en pijama. Luego se dirigió a otra habitación, probablemente el dormitorio, y apagó la luz.

Para Horatio había llegado también el momento de arrastrarse hasta el coche y dormir también un poco. Tenía miedo de que se le escapara el joven Kramer a la mañana siguiente. Él era negro y pobre, había aprendido a no depender de los objetos, sino a confiar en él y en su instinto, y eso es lo que iba a hacer también esa noche.