La noche fue terriblemente fría. La humedad fue reptando por la ropa de Ruth y desde ella fue ascendiendo por su cuerpo hasta entumecerle los huesos.
A Margaret le castañeteaban los dientes. Ruth podía percibir con claridad que la anciana titiritaba de frío. A Ruth le habría gustado estrecharla en sus brazos y darle calor con su cuerpo, pero las cuerdas le impedían moverse del sitio ni siquiera unos pocos centímetros. Durante horas, Ruth había intentado en vano liberarse de las ataduras de las manos. Estuvo rozando unas contra otras, probó a frotarlas contra una piedra, pero todo lo que pudo destrozar fue la piel de las muñecas. Ahora le dolían las manos, y a su lado la anciana se estaba quedando congelada sin remisión, estaba igual que ella tumbada en el suelo, desamparada, incapaz de hacer nada.
A Ruth le asomaron las lágrimas a los ojos. Y a pesar de que estaba firmemente resuelta a ser valiente, a no mostrar ninguna debilidad, no pudo reprimir un sollozo.
—No llores, mi niña —dijo su abuela en voz baja—. Las lágrimas cuestan energía. Ahórrala. El momento de llorar está todavía por venir. Ahora lo que deberíamos hacer es cantar.
—¿Qué? —preguntó Ruth desconcertada. ¿Había perdido su abuela acaso el juicio por culpa del frío?—. ¿Cómo has dicho? ¿Quieres que cantemos? Disculpa, pero no estoy precisamente para cantar, de verdad.
—Pruébalo, mi niña. Ya verás cómo te ayuda —dijo Margaret, poniéndose a entonar una canción con una voz rota de mujer mayor, una canción que Ruth, no había oído nunca, una canción alemana, nostálgica y oscura. Trataba de una mujer sentada en lo alto de un peñasco, que se peinaba el pelo y atraía a los pescadores a la muerte.
Cuando Margaret se puso a cantar a continuación una canción que Ruth conocía, se puso ella a entonar también con brío para depararle a su abuela una pequeña alegría: «Las ideas son libres, ¿quién es capaz de adivinarlas?, pasan volando como sombras en la noche. Nadie puede oírlas… Pienso lo que quiero y lo que me anima…».
Y Ruth se dio cuenta de que se sentía más ligera, que regresaban a ella su voluntad, sus fuerzas.
Cuando Ruth y Margaret volvieron a despertarse, seguía estando tan oscuro en aquella gruta que no pudieron decir si era todavía de noche o si afuera ya brillaba el sol.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Ruth.
—Estoy bien, mi niña. No te preocupes. Todo volverá a su sitio.
Luego permanecieron en silencio. Ruth tenía sed. Pese a que la humedad había impregnado su ropa, tenía la garganta seca. Habría dado mucho por un trago de agua, casi todo por una Coca-Cola fría, pero esas dos cosas eran imposibles. De pronto le sobrevino a Ruth el pánico. ¿Qué pasaría si no regresaba Kramer? ¿Iba a dejarlas simplemente ahí solas, en la oscuridad, sin comida, sin nada que beber hasta que murieran? Sintió un estremecimiento al pensar que iba a ver morir a su abuela, junto a ella, y que ella misma iba a morir también.
Se apresuró a quitarse de encima esas tenebrosas ocurrencias y se obligó a guardar la calma. Kramer iba a regresar porque quería el diamante. Tenía que regresar para obtener lo que quería.
—Háblame de Rose. ¿Qué vida ha llevado? —oyó Ruth que le preguntaba su abuela. Ruth comprendió que debía hablar para no volverse loca en la cueva. Y empezó a hablar y a contar. Habló de Rose, de Mama Elo y de Mama Isa, e incluso de Corinne y de la familia de esta. También habló de las ovejas y de las vacas, de los vecinos, de los viejos conocidos.
Y mientras Ruth hablaba, iba pensando en Horatio. Si no había sido él quien la había traicionado, ¿dónde se encontraba entonces? ¿La había echado de menos? ¿Y qué planes tenían los otros negros? ¿O no existían estos? La pickup negra, ¿había sido solo la de Kramer? Pero no, no podía ser eso. Kramer no podía haber sabido que ella y Horatio se habían puesto los dos en camino hacia Lüderitz. ¿O sí? No en vano había oído hablar de los once muertos de Windhoek, y él no había hablado de sus contactos con las autoridades del gobierno de Sudáfrica, bajo cuya administración se encontraba Namibia. Pero no, eso sonaba muy rocambolesco.
A Ruth le dolió ser consciente de que en los últimos tiempos no había mostrado ninguna amabilidad hacia Horatio. Era posible que se hubiera vuelto ya a su casa, profundamente decepcionado por el mal comportamiento de ella y los magros resultados para su trabajo de investigación. Ruth profirió un suspiro. Le preocupaba que Horatio pensara quizá mal de ella. Se arrepentía ahora por el sarcasmo mostrado, del cual tenía la culpa Henry Kramer sin ningún género de duda. Y ella había sido muy ingenua, una palurda del campo, una campesina que simplemente no sabía cómo funcionaban las cosas en el mundo.
No había llegado todavía al final de sus razonamientos cuando divisó el rayo de luz de una linterna.
—Ya viene —susurró Ruth, escuchando atentamente los pasos que se acercaban muy rápidamente.
—Buenos días, señoras, espero que hayan descansado bien.
El rayo de la linterna alcanzó en pleno rostro a Ruth, que cerró los ojos.
—Cariño, pareces una flor deshojada —dijo Henry Kramer, riéndose con sorna—. No tuviste tiempo de tomar un baño. Bueno, ¿y qué? He traído café. Os levantará el ánimo.
Colocó la linterna en el suelo de modo que proporcionaba una escasa iluminación a la gruta. A continuación sacó un termo de una bolsa, llenó el vaso de café y se lo llevó a Margaret a los labios. La anciana bebió, y Ruth vio cómo enseguida se le reanimaba la cara. Luego bebió también ella. Kramer le sostuvo el café con tanta torpeza delante de la boca que acabó derramándoselo encima.
—Supongo que no te fastidiará esta mancha especialmente —se limitó a decir él lacónicamente—. Bueno, de todas formas estás con un pie en el otro barrio.
Volvió a meter el termo en la bolsa. A continuación soltó las ataduras de los pies de las mujeres, puso primero a Ruth en pie, después a Margaret y las condujo a empellones por la oscura galería.
Ruth se había temido que su abuela tendría dificultades para caminar después de todas las penalidades sufridas, pero la anciana se mantenía bien derecha, como si acabara de dormir en una cama blanda.
Cuando llegaron al final del túnel y vieron la luz del día, las mujeres cerraron por un instante los ojos, deslumbradas.
—¡Vamos, deprisa, al coche! Y no penséis en hacer ninguna tontería. ¡No hay un alma en muchísimas millas a la redonda! Si me voy, solo pasarán por aquí los buitres, nadie más —dijo Kramer, increpándolas con impaciencia.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Ruth con una voz rasgada, como si la humedad se hubiera depositado en sus cuerdas vocales.
—Vosotras fijasteis el lugar anoche —dijo él riendo, y esta vez su risa sonó a burla—. Vamos a la isla Halifax. Allí bucearéis para buscar el diamante.
Ruth soltó una carcajada.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? ¿Estuviste espiándonos?
—Por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer si no? Os dejé a las dos solas por ese único motivo. Quería daros a vuestras bellas mercedes la oportunidad de que os abrierais el corazón la una a la otra. Y mira por donde. Ha resultado ser una idea fenomenal.
—¡Pero eso es una locura! —le objetó Ruth—. Aquello está infestado de tiburones. No hay persona en su sano juicio que se atreva a meterse en esas aguas.
Henry Kramer se encogió de hombros con ademán de indiferencia.
—No he sido yo quien ha elegido el lugar.
—Es imposible que el diamante siga estando allí. El oleaje se lo habrá llevado. Quién sabe dónde pueda estar ahora, quizá se encuentre ya cerca de las costas de Europa.
Ruth tuvo la sensación de tener que hablar para salvar su vida, pero el rostro de Henry Kramer estaba cerrado como una ostra, tan solo le quedaba algún rescoldo de vida en los ojos, y Ruth se dio cuenta de que era inútil toda palabra. En él se habían agotado ya todos los sentimientos.
—Bueno, entonces espero que tengáis una buena capacidad pulmonar, porque no vais a regresar a tierra sin haber hallado antes el diamante Fuego del Desierto. ¡Y ahora, venga, vamos! No voy a contaros mis planes a ninguna de las dos —dijo él, empujando violentamente a las dos mujeres hacia el interior del vehículo.
Ruth miró a todas partes ponderando las posibilidades de alguna acción. Hasta la línea del horizonte no había más que tierra resquebrajada. Intentar una fuga aquí era lo mismo que suicidarse. No había nadie por aquel paraje, ni nadie se pasaría por allí, no tenían ninguna posibilidad de encontrar el camino a la ciudad atravesando aquellos terrenos.
—Suéltanos las ataduras —le rogó Ruth—. Tenemos los brazos dormidos. ¿Cómo vamos a poder bucear así, si el cuerpo no nos obedece?
Kramer soltó una carcajada.
—¿Qué te crees de lo que llega a ser capaz una persona cuando no tiene más remedio? —dijo, apretujando a las mujeres en el asiento trasero; acto seguido aceleró y salió de allí.
Iban a toda velocidad por la zona prohibida de las minas. Aquí y allá podían verse los chasis oxidados de algunos vehículos. Un viejo ascensor yacía como un animal muerto junto a la carretera. No había cebras, ni siquiera antílopes saltadores, tan solo sobrevolaban el cielo en círculos unas aves grandes que graznaban con las alas desplegadas.
Ruth sintió un escalofrío. Otra vez sentía que ascendía por su interior el enfado que se transformó rápidamente en rabia. «Tierra muerta —pensó—. Todo lo que les hemos traído a los negros ha sido tierra muerta».
En algún momento dejaron aquel camino y doblaron por una carretera asfaltada. En ella se toparon de frente con bastantes vehículos, probablemente de los trabajadores del primer turno que iban al trabajo, pero a nadie llamó la atención que algo no estaba bien en aquella pickup negra.
Ruth observó el lado interior de la puerta trasera y se quedó mirando fijamente la manija. «Quizá sea posible saltar del coche en marcha», se le pasó fugazmente por la cabeza, pero rechazó esa idea incluso antes de acabar su razonamiento. Seguía teniendo las manos maniatadas y apenas se sentía las muñecas por el dolor. Sin poder cubrirse con las manos al caer, apenas tenía posibilidades de sobrevivir a una fuga del coche en marcha.
Dirigió la vista a Henry Kramer, que seguía conduciendo en silencio. Hasta ayer había creído amarle y que él la amaba, ¿y hoy? Él tenía las mandíbulas bien apretadas, su barbilla producía una impresión firme, angulosa, y mantenía apretados también los labios. Conducía con concentración, pero una y otra vez se llevaba la mano a la frente y ese gesto revelaba lo nervioso que estaba, la tensión que estaba padeciendo.
—No quieres el diamante para ti; tengo razón, ¿verdad? —le preguntó ella—. ¿Para quién lo quieres? ¿A quién le debes un favor? ¿A quién pretendes demostrarle algo?
—¡Cierra la boca, pava estúpida! —exclamó él, y pisó tan a fondo el acelerador que las dos mujeres se apretujaron contra la tapicería—. Cierra la boca y no te atrevas a hablar de mi padre.
Ruth no había mencionado en ningún momento al padre de Henry, pero ahora comenzaba a intuir quién o qué le estaba impulsando a realizar aquellas acciones. Otra persona más de las que tienen que demostrar algo a sus progenitores. Ella miró por la ventana. Habían llegado entretanto a Lüderitz. Era todavía muy de madrugada, mucho más temprano de lo que había creído Ruth en la gruta. Algunos trabajadores caminaban arrastrando los pies de cansancio y con los rostros grises en dirección a la mina de diamantes. Pasaron algunos campesinos en carros tirados por asnos, que iban de camino al mercado. Se abrían ventanas, se hacían las camas. Una mujer regaba las flores de su jardín, un poco más allá se desperezaba un gato. Las panaderías levantaban las rejas de hierro, había un camión descargando fardos de periódicos delante de un quiosco.
En un momento determinado, Ruth creyó ver su Dodge en una calle lateral, con un hombre sentado al volante, pero la luz del sol le caía oblicuamente y no pudo verle la cara. «Probablemente he vuelto a equivocarme. Al parecer, en Lüderitz no solo hay numerosas camionetas Chevy de color negro, sino que hay más de un Dodge», se dijo a sí misma tratando de convencerse. Se giró otra vez para mirar el Dodge. Iba por detrás de ellos a cierta distancia, pero ella volvió a pensar que se había confundido, pues, a fin de cuentas, la llave del coche estaba en su habitación de la pensión.
Margaret había permanecido en silencio durante todo el trayecto, pero ahora dirigió la palabra a Kramer.
—Ruth tiene razón, ¿no es cierto? —preguntó—. No quiere la piedra para usted, su padre le ha enviado, le ha presionado, le ha dicho a usted que es un fracasado si no le lleva a casa el diamante Fuego del Desierto, pero eso no es así, joven. ¿Por qué no se pone a buscarlo él mismo? ¿Por qué le envía su padre a usted?
—¡Cierra el pico! —vociferó Henry Kramer dando un volantazo—. ¡Cerrad el pico ahí atrás! ¡Silencio!
Ruth y Margaret se miraron brevemente a la cara. Habían dado a todas luces con el talón de Aquiles de Kramer.
—Hábleme de su padre —volvió a tomar la palabra Margaret—. ¿Cómo es? ¿Se le parece? ¿Y qué sucede con su madre?
—¡Eso es algo que no te incumbe, vieja! —gruñó Henry—. ¡Cierra el pico de una vez!
Pero entonces, mientras estaban detenidos en un cruce peatonal, él comenzó a hablar:
—¡Mi madre! Mi madre era una persona sin carácter, hacía todo lo que le decía el viejo. Él la engañaba, se traía a sus mujeres a casa, y mi madre les hacía la cama con las sábanas limpias e incluso les preparaba el desayuno.
—¿Y usted, joven?
Él se encogió de hombros. El cruce estaba expedito ahora y prosiguieron el camino.
—¿Yo? Yo le tenía muchísima rabia, pero no me atrevía a hacer nada. Me meaba en la cama hasta que entré en la escuela, y el viejo se burlaba de mí por eso. Una vez escurrió las sábanas mojadas en un vaso y me obligó a beberme mi propia orina.
—¿Y qué pasó? —siguió preguntando Margaret Salden con cautela—. ¿Se lo bebió usted?
Ruth estaba sorprendida de la sensibilidad con la que su abuela había sido capaz de hacer hablar a Henry Kramer.
—¿Qué otra cosa podría haber hecho? Por Dios, yo tenía solo seis años. Luego lo eché todo. Me entraron arcadas de asco y después me lavé la boca con jabón —dijo él, pisando el acelerador como si quisiera castigar al coche por la infancia triste que había tenido.
—Eso debió de ser muy duro para usted. Puedo explicarme ahora muy bien que tenga la necesidad de demostrarle algo a su padre.
Henry Kramer no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza.
Entretanto se estaban aproximando al puerto, pasaron a toda velocidad al lado de hangares y contenedores. En el muelle había atracadas unas pocas embarcaciones, la mayoría de ellas eran extranjeras. Había gente paseando por ese lugar, pero Ruth estaba segura de que no cabía esperar ninguna ayuda de esas personas. ¿Por qué iba a tener que preocuparse un marinero de Gdansk o de Dublín por dos mujeres blancas en Namibia?
Kramer detuvo el vehículo al final de la carretera del puerto. Se bajó, cerró las puertas con llave y desapareció en el interior de una choza cochambrosa.
Ruth pegó el rostro todo lo que pudo a la ventana para poder leer el letrero de la choza. ALQUILER DE LANCHAS MOTORAS Y EQUIPOS DE BUCEO, logró descifrar con esfuerzo las letras parcialmente descoloridas.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué pretende? ¿Va a alquilar una barca? ¿Pretende de verdad salir ahora en barca hasta la isla Halifax? ¿Es que no vamos a poder pararle los pies? ¡Es una locura lo que pretende hacer!
Margaret Salden se encogió de hombros aceptando su destino. Estaba muy pálida, con unas ojeras tan pronunciadas que Ruth sintió una gran preocupación por ella.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —le preguntó.
—Yo me encuentro perfectamente, pero dime, ¿cómo estás tú?
—Tengo miedo —admitió Ruth con voz temblorosa—. Me va a obligar a bucear. Yo sé nadar bien, pero tengo miedo de los tiburones. —Sus palabras sonaron extrañas a sus propios oídos. El miedo se le había incrustado en el pecho como una roca y se le estaba cortando la respiración.