Era ya tarde, casi de noche, cuando Henry Kramer pasó finalmente por la pensión.
Ruth se había tumbado un buen rato en la cama, pero no había podido encontrar un descanso reparador porque las pesadillas la despertaban una y otra vez sobresaltada. Eran sueños en los que había casas en llamas, bebés que lloraban y diamantes que brillaban a la luz de la luna. En una ocasión apareció en sus sueños también Horatio y una pickup negra. Cuando finalmente despertó, Ruth se sintió aún más desolada que antes. Se fue a duchar, comió muy poco y bebió mucha Coca-Cola y café. Luego se puso a dar vueltas por la habitación de un lado a otro, se quedó horas junto a la ventana mirando a la calle y con la esperanza absurda de ver desde allí a su abuela.
Habría querido recorrer Lüderitz de punta a punta, entrar en cada casa, en cada cobertizo, en cada taller y en cada cabaña, pero había prometido a Henry Kramer que no saldría de la pensión. Sabía que eso redundaba en su propia seguridad, pero a pesar de todo sentía un impulso muy fuerte por salir de allí.
Pasó revista una y otra vez al día anterior. No, ella no le había comunicado a Horatio sus intenciones, pero él estuvo presente cuando el chico describió la ruta a su aldea. De camino hacia allá había creído estar sola, en ningún momento vio otro coche por el espejo retrovisor. Bueno, Horatio y sus compinches le dejaron seguramente algunas horas de ventaja. ¿Por qué se había quedado dormida tan profundamente esa noche? ¿Por qué no se despertó cuando secuestraron a su abuela? ¿Por qué Margaret no gritó, ni dio voces, ni hizo ruido?
Por un instante se le pasó por la mente incluso que los nama del desierto hacían causa común con Horatio y que le habían echado algo en la bebida, pero enseguida rechazó de nuevo esa ocurrencia por peregrina. Mama Elo y Mama Isa le habían inculcado que se preguntara siempre para quién podía ser de provecho esta o aquella situación. «No importa lo que hagas o lo que te pida alguien, tú pregúntate siempre quién puede sacar provecho de esa acción», le habían dicho las dos mujeres.
La desaparición de la mujer blanca no resultaba de provecho para los nama del desierto. Estaban satisfechos con su vida, y a Ruth no le dio la impresión de que pudiera seducírseles con dinero ni con viviendas en la ciudad. Pero entonces ¿por qué había transcurrido el secuestro con tanto silencio y sin que nadie notara nada? ¿Habían adormecido a su abuela? ¿Con éter quizá? Y, sobre todo, ¿dónde estaba Margaret Salden en esos momentos?
Cuando Henry Kramer tocó finalmente con los nudillos la puerta de su habitación, Ruth dio un chillido de alivio. Fue corriendo hasta la puerta, se echó volando en sus brazos, le abrazó con firmeza y escondió su rostro en el pecho de él.
—¿Te has enterado de algo? —le preguntó ella.
Él desprendió los brazos de ella con cuidado e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Por desgracia no hay mucho que pueda servirnos de ayuda.
—¿No hay ninguna señal de vida de mi abuela, ningún indicio, ningún rastro?
—No, cariño. Los agentes no han notado nada que les llamara la atención, ni automóviles ni personas sospechosas. Los comerciantes de diamantes no han percibido tampoco nada raro. He llamado por teléfono incluso a los de seguridad para saber si había entrado alguien sin autorización en la zona prohibida de las minas, pero nada, tampoco han detectado nada extraño allí.
—¿Y entonces? —preguntó Ruth, dejando caer los brazos viendo rotas todas sus esperanzas—. ¿Qué hacemos ahora?
Henry llevó a Ruth a que se sentara en el borde de la cama y él se sentó a su lado sosteniendo una mano de ella entre las suyas.
—Me he enterado de algo que quizá pueda sernos de utilidad. Horatio no es ningún desconocido para las autoridades. Tiene muy buenos contactos con la SWAPO en Sudáfrica. En Windhoek hubo una protesta hace algunas semanas en la que desgraciadamente murieron once personas, todas negras.
—Lo sé —dijo Ruth entre susurros—. Yo estaba allí, por pura casualidad, en el camino de regreso del banco de los granjeros.
—He hablado con el Ministerio del Interior en Ciudad del Cabo. Allí tienen informaciones de que los negros planean una acción de venganza por los once muertos. Al parecer, algunos miembros secretos de la SWAPO, entre ellos quizás Horatio Mwasube, que se denomina a sí mismo historiador, están preparando ya los planes para esa acción. Se hace pasar por empleado de la Universidad de Windhoek, pero en el fondo no lo es, como mucho realiza algunos pequeños encargos para la universidad, y tampoco ha realizado unos estudios regulares en Windhoek.
—Horatio tiene el título de bachiller —objetó Ruth—. Además, nunca me dijo que estuviera matriculado en la universidad, él está allí trabajando de bedel.
Ruth no había olvidado que Horatio le había hablado de las dificultades que tenía un negro para acceder a la universidad, ni tampoco que no había encontrado hasta la fecha un director de tesis para su proyecto de investigación. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Qué tiene que ver mi abuela con la cuestión de si Horatio ha estudiado o no en la universidad? —preguntó—. En este momento me es absolutamente indiferente al servicio de quién está. Yo solo quiero que me devuelvan a mi abuela.
—Pero entiéndelo, cariño. Todo está relacionado. A Horatio le está pagando ahora posiblemente la SWAPO de Sudáfrica. Y se dice que esta organización planea una rebelión de los negros en Namibia.
—Bien, vale, pero ¿qué tiene que ver mi abuela con la rebelión de los negros? —repitió Ruth con obstinación—. ¿Por qué demonios la ha secuestrado Horatio?
—¿Cómo que por qué? Porque ella tiene el Fuego del Desierto. Una revolución, una rebelión cuesta dinero, cariño. Y puede que los pobres tengan orgullo y rabia y tesón, pero resulta que lo que les falta es el dinero.
—Pero podrían haber robado el diamante sin llevarse a mi abuela consigo, no hay ningún motivo para tal cosa, Henry.
Kramer se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saber yo qué es lo que les ha pasado por la cabeza a los negros? ¿Es que alguna vez han actuado con lógica? Tú piensas como una blanca y mides su forma de actuar con el mismo rasero, pero el cerebro de un negro funciona de una manera diferente.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ruth. Su decepción era tan grande que se derrumbó en toda regla.
Henry sonrió y la estrechó firmemente contra él.
—Lo primero que tienes que hacer es comer algo. Luego ya veremos. Tengo a algunas personas a mi servicio trabajando en este asunto. Espero novedades para más tarde, para la noche.
—¿Salimos entonces? —preguntó Ruth, ansiosa por salir del desconsuelo de esa habitación, ansiosa por poder hacer al fin algo, aunque solo fuera mantener los ojos bien abiertos por las calles.
—Sí, he reservado una mesa para los dos —dijo él echando un vistazo a su reloj—. Pero todavía tenemos un ratito para otras cositas.
Atrajo a Ruth a sus brazos y la besó con besos largos y deseosos. Su mano derecha agarró uno de sus senos y empezó a acariciarlo.
Ruth no tenía la mente en esos momentos para un polvete, pero no se atrevió a oponer resistencia a Henry. Sus besos y su manera de agarrarle el seno eran perentorios. Además, él había hecho tanto por ella que Ruth creía que le debía algo. «El amor con amor se paga», pensó ella, y se desabrochó la blusa, si bien en su fuero interno estaba deseando que él la tratara con un poco más de delicadeza.
Fueron en coche a un local que quedaba a muy poca distancia del edificio de la administración del Diamond World Trust. Ruth se quedó espantada de la falta de gracia, incluso de lo horrorosamente que estaba decorado el mesón. En las mesas había flores casi marchitas, de modo que todo el comedor olía como la capilla de un cementerio. Las paredes estaban adornadas con papel pintado, con un patrón de flores grandes de color marrón y verde que conferían al salón una atmósfera tenebrosa, amenazadora, como de selva virgen. Hasta las camareras llevaban delantales con motivos florales. Ruth se sintió como enterrada en vida, enterrada bajo una montaña de flores semimarchitas y coronas, ahogada por el olor de lo efímero.
En la carta del menú faltaban los precios, como sucedía siempre que salía con Henry, y los platos tenían nombres extraños: «Lepórido lumbreras en salsa de tomillo silvestre».
Ciertamente, Ruth captó enseguida que con «lepórido lumbreras» se refería a la liebre o al conejo de la fábula de la liebre y la tortuga, pero aquella humanización del animal hizo que se le pusieran los pelos de punta. ¡Ella no era ninguna caníbal!
Finalmente se decidió por un plato de cordero cubierto con hierbabuena verde que se servía con hojas de lavanda y flores capuchinas de color naranja intenso, y que se llamaba simple y llanamente «Cordero con abrigo de colores».
Henry sonrió cuando vio la mirada incomprensiva de ella.
—Se come con los ojos, mi amor.
—Bien, de acuerdo —admitió Ruth—, pero esta pata de cordero parece que estuviera todavía en medio de un prado. Espero que lo hayan sacrificado ya —dijo, apartando las flores de la carne con el tenedor y dejándolas en el borde del plato sin ninguna consideración.
—Todo esto es comestible —le informó Henry Kramer, quien a continuación trinchó una violeta con un ademán ostensible de placer, se la llevó a los dientes y comenzó a masticarla.
—Sé que aquí te puedes comer las hierbas y las flores, pero no tengo la cabeza precisamente para una lección de jardinería en la gastronomía.
Ruth estaba intranquila. Tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo absurdamente, un tiempo que podía estar empleando mejor en buscar a su abuela. En ese momento la decoración de un plato con flores comestibles le importaba un pimiento.
El local fue llenándose poco a poco de gente. Henry saludaba a diestro y siniestro, y tal como mandaban los cánones, Ruth sonreía también a las esposas que no conocía, con sus peinados en torre y sus ojos de gata maquillados, que tan bonito juego hacían con la decoración del local. Al mismo tiempo balanceaba los pies con impaciencia.
—Pero ¿qué tienes, mi amor? —preguntó Henry la segunda vez que Ruth le acertó en la espinilla—. Deberías probar algunos bocados más. Quién sabe cuándo vas a tener delante otra vez unos platos tan deliciosos.
—Simplemente no puedo estar aquí sentada, viviendo la buena vida, mientras mi abuela está ahí afuera, probablemente sufriendo —dijo Ruth en voz baja.
Esta vez le pareció un poco más forzada la sonrisa de Henry en sus labios, y Ruth se sintió enseguida como una desagradecida por pensar de ese modo. Al fin y al cabo no era culpa de él que estuviera terminándose el día sin que ella estuviera ni un paso más cerca de su abuela.
Ruth se llevó las manos al pelo y puso en su sitio algunos mechones.
—Disculpa, por favor, mi irritabilidad. No puedo estar de buen humor y relajada sin saber lo que le está sucediendo a Margaret.
Henry asintió con la cabeza.
—Lo entiendo perfectamente, queridísima. Y ante mí no tienes por qué ocultar tu estado de ánimo. Solo me pregunto si tu abuela tenía el diamante Fuego del Desierto consigo cuando la secuestraron. ¿Lo buscaste en la choza?
Ruth negó con la cabeza.
—Me fui de allí inmediatamente después de enterarme de que ella había desaparecido, pero no creo que guardara el diamante en su choza, debajo de la almohada. Estará en otro lugar.
—¿Y puedes imaginarte dónde?
—Quizá lo lleve encima realmente.
—Bien pensado.
Ruth apartó el postre, y también Henry comió tan solo unas pocas cucharadas llenas.
—No tengo mucho apetito hoy. Me ocurre algo parecido a ti —dijo él, profiriendo un suspiro. Acto seguido miró su reloj e hizo una seña al camarero.
»Mejor nos vamos ya.
Henry sacó un billete grande de la cartera y lo deslizó discretamente por debajo de la servilleta de la bandejita de plata.
—Tengo que pasar un momento por la administración del consorcio. Necesito otro coche. En el mío hay algo que no va bien, he oído unos ruidos extraños cuando veníamos para acá.
—Entonces pediré un taxi —propuso Ruth. Volvió a percibir el cansancio paralizador que se había apoderado de ella desde que llegó a Lüderitz, pero al mismo tiempo sabía que ese hondo desasosiego no la dejaría dormir. Pensó si ir otra vez al barrio de los negros para echar un vistazo por allí, quizás había alguien que hubiera visto u oído alguna cosa. ¡Algo tenía que poder hacer!
Henry la examinó de arriba abajo.
—¿Estás bien de verdad?
—Sí, sí, por supuesto, solo que el día de hoy ha sido agotador, y estoy cansada.
—Te llevo a la pensión, faltaría más —dijo Henry en voz tan alta que los clientes de las mesas cercanas les dirigieron la mirada—. No deberías ir a pasear sola ahora, de verdad. Prométeme que vas a quedarte en la pensión, ¿me oyes? —La atrajo hacia él, le rodeó la cara con las manos y la besó a la vista de todos.
—Tienes razón —dijo Ruth después de que él la soltara de nuevo—. Me quedaré en la pensión, porque de todas formas no podré lograr nada yo sola aunque la espera me consuma y me mate.
Salieron del local y fueron en silencio hasta el aparcamiento de la empresa en donde Henry iba a cambiar de coche.
—Para lo que tengo pensado para mañana necesito un coche más grande, y, además, el mío tiene que ir de todas formas al taller. Así que vamos a cambiar de coche y enseguida te llevo a la pensión —explicó él. Ayudó a Ruth a salir del automóvil, cerró con llave el Mercedes descapotable, tomó a Ruth de la mano y la condujo hasta una camioneta pickup negra.
Ruth se estremeció cuando reconoció la marca del automóvil. Era una Chevrolet, una camioneta Chevy pickup de color negro, un todoterreno como el que conducían los granjeros. Se inclinó un poco hacia delante, con cautela, para ver si detectaba algún arañazo debido a un impacto contra un árbol, pero estaba todo demasiado a oscuras como para reconocer nada.
—¿Es tu coche? —preguntó ella sin poder reprimir un ligero temblor en la voz.
Henry Kramer negó con la cabeza.
—Es un coche de la empresa. Para poder atravesar sin problemas la zona prohibida de las minas se necesita un vehículo como este, con una tracción potente y una gran superficie de carga.
A pesar de convencerle esa explicación, se apoderó de Ruth una extraña sensación. Este vehículo ya lo había visto en una ocasión, estaba casi segura de ello.
Apenas se hubieron acomodado en los asientos, Henry pisó el acelerador como si un diablo anduviera pisándole los talones. Condujo a toda velocidad por la calle principal, sin mirar a derecha ni a izquierda, y se pasó de largo la calle lateral en la que se hallaba la pensión.
—¿Qué pretendes? —preguntó Ruth—. ¿Adónde vamos?
—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Henry—. Hay una galería abandonada en nuestras minas. La conocen muchos trabajadores. Ya fue utilizada en diversas ocasiones como escondrijo para las mercancías de contrabando y objetos robados. Puede que tu abuela se encuentre allí.
Ruth emitió un suspiro de sorpresa. ¡Claro! ¿Dónde podía tenerse escondida mejor a una mujer anciana con un diamante que en la vieja galería de una mina abandonada?
—¡Rápido, más rápido! —apremió a Henry, y comenzó a moverse de un lado a otro de su asiento por la inquietud.
Se le pasó por la cabeza la imagen de Horatio. ¿Tendría conocimiento de esa galería? ¿O el nieto de Davida Oshoha?
Henry detuvo el vehículo en un lugar tan oscuro que Ruth apenas podía reconocer su mano a un palmo de sus narices. A lo lejos se oía el murmullo del mar.
—¿Dónde estamos? ¿Hemos llegado ya a la mina? —preguntó ella, y se asustó al darse cuenta de lo estridente que sonaba su voz en el silencio de la noche.
—Sí. —Henry apretó el botón de una linterna, pero aun así, Ruth seguía sin poder ver nada, solo un paisaje destripado. La tierra a sus pies estaba negra, y negro estaba también el cielo sobre ella sin estrellas.
«Como entre el cielo y el infierno», pensó ella.
Henry la agarró de una mano con violencia.
—¡Ven!
—¡Ay, me haces daño! —se quejó Ruth.
—Ahora mismo te haré aún más daño.
Ruth se quedó petrificada. Creyó haber oído mal.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Me has oído bien —dijo él con una voz que de pronto sonaba dura y hostil—. Ya estoy harto de todo este teatro. ¿O te crees que me ha divertido hacer el ridículo por la ciudad haciéndome ver con una vaca como tú, con una palurda del campo malcriada?
Ruth se sintió como noqueada. Se quedó completamente rígida, incapaz de pensar o de actuar, pero muy por debajo de la conciencia iba tomando forma el pensamiento de que aquello no era ningún juego, poco a poco fue dándose cuenta de que Henry no era la persona que ella conocía. Se libró de su rigidez, avanzó hacia él, le dio patadas, le golpeó con fuerza, pero él era más fuerte.
La agarró por los brazos, le apartó las piernas y la arrojó violentamente contra el suelo. Al gritar Ruth, Henry se limitó a reírse con sorna.
—Grita todo lo alto que quieras, aquí no te va a oír nadie. Nadie, ni Dios, ¿entendido? Y tampoco vas a poder largarte. Todo este terreno está lleno de agujeros, y antes del alba te habrías hundido con toda seguridad en alguna de estas viejas galerías. No es algo que fuera a dolerme, no, pero todavía te necesito. La vieja no quiere soltar el secreto del diamante.
—¿Tú? ¿Tú eres quien tiene a mi abuela? —Ruth estaba tan anonadada que consintió que Henry le atara las manos a la espalda sin resistirse.
Él la levantó con toda rudeza y la empujó para que echara a andar delante de él hasta la entrada de la galería.
—¡Tú! ¿Has secuestrado tú a mi abuela? Fuiste tú. —Ruth seguía sin poder creérselo.
—Por supuesto. ¿Qué te pensabas, eh? Fue fácil esperar al chico y llevarle en coche hasta su aldea. Incluso le dejé que se sentara al volante. Lo tenía a mi merced.
—¿A Charly?
—Qué sé yo cómo se llamaba el mocoso aquel. Me tomó por el agente del parque nacional. ¿Cómo no? Después de todo había tomado prestado un coche del parque nacional y también una chaqueta de vigilante con la placa cosida.
—¿Y te dijo él quién era y dónde estaba mi abuela?
—¿Me tomas por tonto? Ese bastardito está chiflado por la vieja. No me habría dicho ni una palabra sobre ella. Poco antes del oasis saltó del coche. Pero tú me habías hablado de la sierra y me habías dicho también que había que girar a la izquierda desde el oasis —dijo con una carcajada maliciosa—. Tú me lo contaste todito, todo lo que yo quería saber. Sin ti no habría encontrado a la vieja jamás. Y como tú ibas a venir también, solo tuve que esperar. Me lo pusiste realmente muy fácil —dijo, dándole unas palmaditas en las mejillas a Ruth—. Mi amor, no existe en este mundo otra persona tan sincera como tú.
Ruth le escupió a la cara. Le habría gustado hacerle algunas cosas más, pero se lo impedían las ataduras. Levantó la pierna para propinarle una patada, pero él se zafó con habilidad.
—¡Oh, mi pequeña fierecilla! Si llego a saber que te ibas a poner así de arisca, te habría dado un meneo más fuerte en la cama —le dijo, cogiendo impulso con la mano y abofeteándola con tanta fuerza en la cara que la cabeza de Ruth se desplazó hacia atrás—. ¡No intentes darme otra patada ni en broma! —dijo, hablando entre dientes.
Ruth se mordió un labio y dirigió una mirada de odio a Henry.
—Ahora entiendo por qué querías salir conmigo a cenar esta noche, para que la gente te viera conmigo, a ser posible haciendo vida de pareja, para no caer bajo sospecha si se hace pública mi desaparición en algún momento.
Kramer soltó una carcajada.
—Muy bien pensado, ¿no te parece? Y si llegara a producirse una búsqueda de ti, yo sería el primero en derramar lágrimas por tu pérdida. Pondré en movimiento a la policía, a los bomberos, hasta el ejército si es preciso. Estoy seguro de que sabré hacer muy bien el papel de amante apenado. ¿No te parece a ti también? Ah, se me olvidaba, y habrá un montón de gente que podrá testificar que no estabas del todo bien de la mollera, por ejemplo, el policía que te tomó declaración. O tu patrona de la pensión, por no hablar de muchas otras personas en Gobabis.
Ruth jadeó. Lo que estaba diciendo Henry era tan monstruoso que se estaba quedando sin aliento. Y todo tenía su lógica. ¡Qué ciega había estado!
—¡Y ahora, adelante! Tenías razón, no dispongo de mucho tiempo. Sí, ya sabes, tengo una cita a orillas del cauce del río. Ya puedes imaginarte dónde. No puedo consentir que se caliente el champán.
Ruth habría podido imaginar que esas palabras le dolerían, pero le resultaron completamente indiferentes.
—¿Dónde está mi abuela?
—Espérate, niña. Enseguida podrás arrojarte en sus brazos. Y una cosa más voy a decirte —dijo Henry Kramer acercándose tanto a Ruth que ella pudo olerle el aliento ácido a champán.
Ruth apartó la cabeza, pero Kramer se la sujetó por la barbilla, y la giró hacia él.
—Mi amor, voy a darte un consejo urgente. Sácale a la vieja dónde está el pedrusco o te arrepentirás. Entretanto has podido comprobar que no tengo el ánimo para bromas, ¿verdad?
Ruth apretó los dientes e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Antes prefiero morir.
—Bueno, como tú quieras. Nadie os va a echar de menos tan pronto. Excepto yo, claro está. Para las autoridades, la vieja murió hace tiempo. ¿Y tú? Pasará mucho tiempo hasta que alguien descubra vuestros cadáveres en la vieja mina. Y aun entonces seguiría siendo más que dudoso que se pudieran identificar.
Ruth se rio de desesperación.
—Y si te decimos dónde está el diamante, ¿ibas a dejarnos ir acaso? Nos pondrías unas provisiones en un cesto, ¿verdad? Y nos pondrías también algunos refrescos en una neverita, ¿a que sí? Mira, yo seré una palurda del campo, pero no tengo ni un pelo de tonta, como crees tú. Nunca sabrás dónde está el diamante Fuego del Desierto, pues vas a matarnos sí o sí.
Kramer se encogió de hombros con gesto desenvuelto.
—Bueno, quizá consigas mantener cerrada la boca, pero cuando comience a machacarte cada dedo de tus manos delante de tu abuela y ella te oiga gritar y te vea sangrar, ¿crees que no va a cantar?
Ruth rechinó de dientes. Temblaba de ira, le temblaba todo el cuerpo. «Lo mataré —pensaba—. En cuanto tenga la más mínima ocasión, lo mataré, muy despacito para que se entere bien».
—¡Vamos, continúa andando! —le ordenó él agarrándola de los hombros y empujándola para que caminara hasta dar con la entrada de la galería.
Estaba oscuro. El haz de luz de la linterna no era suficiente aquí tampoco para hacer reconocible el entorno. Ruth olía la tierra, sentía el frescor y la humedad.
—¡Ahora a la izquierda, corre!
Ruth tropezó y se cayó. Kramer volvió a levantarla sin miramiento alguno.
—¡Vaca patosa! —la insultó él—. Solo espero que no me ensucies. No quiero llegar a mi cita hecho un cochino.
—Entonces deberías lavarte antes los dientes —le espetó Ruth con un hilo de voz, recibiendo otro sopapo por su insolencia.
Entonces se amplió el paso formándose una cavidad. Kramer iluminó brevemente la gruta con la linterna.
Cuando Ruth vio a su abuela en un rincón, respiró hondo a pesar de su miserable situación. En ese mismo instante, Kramer la empujó abruptamente hacia el rincón, de modo que Ruth fue a parar junto a su abuela. Entonces se sacó una cuerda del bolsillo y le ató con ella los pies con tanta fuerza que apenas podía moverse.
—Deseo que las damas pasen una noche tranquila —dijo en un tono burlón. A continuación apagó la linterna y poco después se oyeron los pasos de Henry Kramer alejándose, para extinguirse luego del todo.
—Abuela, ¿cómo estás?
—Estoy bien, mi niña.
—¡Gracias a Dios! —Ruth se giró como pudo con las ataduras y se movió un poco a un lado. Cuando sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, pudo intuir al menos el contorno del rostro de Margaret Salden—. ¿Estás bien de verdad?
—Hace un poco de fresco aquí dentro, pero por lo demás me encuentro bien.
Ruth sentía el aliento de su abuela en la mejilla.
—Saldremos de aquí, te lo prometo.
—No, mi niña. Es demasiado tarde. Por lo menos para mí. Voy a decirles dónde está la piedra, pero primero tienen que dejarte ir.
—Te matarán con toda seguridad en cuanto tengan el diamante.
—Lo sé. Ya quisieron matarme hace cincuenta y cinco años. Dios me ha regalado todo este tiempo. Y me haré digna de su regalo salvándote la vida.
—¡No! —exclamó Ruth con un susurro—. ¡No, no puede ser! Acabo de encontrarte, no, Dios no puede ser tan cruel.
—Dios no tiene nada que ver con esto, mi amor —dijo su abuela, susurrando en un tono muy cariñoso.
Las dos mujeres estaban sentadas en el suelo una al lado de la otra, con la espalda apoyada en la pared. Ruth percibió muy pronto como se le entumecían las extremidades. Había perdido toda noción del tiempo. Sus pensamientos se habían sosegado y, no obstante, Ruth tenía la impresión de que todo daba vueltas en su cabeza. Se obligó a pensar qué debía hacer en esos momentos, pero no se le ocurrió nada. Estaba maniatada al lado de su abuela en una galería abandonada, no tenía ninguna posibilidad de escapatoria. Y por mucho que cavilaba, no había nada que pudiera rescatar a las dos mujeres de allí.
—¿Dónde está la piedra? —preguntó Ruth.
—Es mejor que no lo sepas, mi niña.
—¿Así que la sigues teniendo? Kramer ha registrado tu choza y no ha encontrado nada, si le he entendido correctamente.
Margaret Salden rio con suavidad.
—El lugar en el que está es muy seguro, puedes creerme, mi niña.
Ruth intentó incorporarse un poco, pero las cuerdas estaban demasiado apretadas.
—Estoy aquí contigo en una mina abandonada. Quizá muramos las dos. Explícame al menos por qué tengo que morir. Quiero saberlo, quiero saberlo todo.
El tono de las palabras de Ruth sonó firme y decidido. Estaba dispuesta a luchar, aunque la lucha no tenía perspectivas de éxito. Y esa lucha comenzaba conociendo la verdad, de eso estaba Ruth absolutamente segura. Toda la verdad.
—Bien, de acuerdo —dijo Margaret Salden profiriendo un suspiro—. Acaso sea demasiado tarde ya para protegerte. Mira, tiré la piedra al mar. A la altura de la isla Halifax, frente a Lüderitz, allí donde el mar está infestado de tiburones.
—Pero entonces les quitaste a los nama su divinidad y arrojaste su alma para que la devoraran los tiburones —dijo Ruth desconcertada.
—No, mi niña, no es así. He vivido entre los nama. Ellos no han perdido nunca su alma, pero el diamante Fuego del Desierto les había traído ya suficientes desgracias. Tu abuelo había tenido que morir por esa piedra, mi hija tuvo que crecer sin madre ni padre por su culpa. Esa piedra es eso solamente, una piedra. Nada más. El alma de los nama habita en ellos mismos, en sus rituales, en sus historias y en sus mitos. Eso de que la piedra contiene el alma de los nama es una leyenda que puso en el mundo un jefe de la tribu para impedir las desavenencias entre sus gentes. Les amenazó con el poder de la piedra, pero los verdaderos dioses de los nama son otros. Ya era hora de acabar de una vez con ese mal cuento y con todas las supersticiones. Los nama han aprendido entretanto que no necesitan ninguna piedra que proteja sus almas. Llevan sus almas dentro del pecho. No actué sin el consentimiento ni el desconocimiento de los nama, sino al revés. El jefe y su hijo me llevaron remando en una barca por el mar. Fue también voluntad suya que la piedra descansara en un lugar donde nadie más volviera a derramar sangre por su causa.
—Entonces ¿saben también los nama con los que vives en qué lugar está la piedra? —siguió preguntando Ruth.
Margaret Salden hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El mar es grande, inmenso. Nadie sabe dónde se encuentra exactamente el diamante Fuego del Desierto. El agua del mar ha apagado el fuego.
Ruth rio en voz baja.
—¿Qué tienes, mi niña?
—Soy feliz —susurró Ruth—. Es una locura, sí, pero aunque estoy aquí contigo encerrada en una cueva, de pronto me siento feliz. ¿Y sabes por qué? Porque no has hecho nada malo. Quisiste lo mejor y actuaste en consecuencia. Quisiste lo mejor para los negros y para los blancos. Y no obraste en contra de los negros, sino en favor de ellos y con ellos —dijo Ruth, moviendo la cabeza y riéndose de sí misma.
—De todas maneras he hecho muchas cosas mal —repuso Margaret Salden—. De lo contrario no estaríamos aquí.
—¡Chis! —susurró Ruth tocando el antebrazo de su abuela—. He oído algo, y me ha parecido ver también una luz.
—¡Bah, qué dices! —exclamó la anciana en tono tranquilizador—. Estarás cansada. Deberíamos dormir para reunir fuerzas. Las vamos a necesitar de verdad cuando regrese Kramer.