Al despertar Ruth a la mañana siguiente, se encontraba sola, y sin embargo estaba feliz. Miró a su alrededor con los ojos despabilados y una sonrisa en la boca, reconoció las pieles, reconoció la choza. «Abuela —pensó—, por fin te he encontrado». Ruth no sabía exactamente qué debía hacer ahora y cómo hacerlo, pero eso no era importante por el momento. «Ahora todo irá bien. Todo volverá a ponerse en su sitio».
La choza daba la impresión de ser más pequeña con las primeras luces del día, más pequeña de lo que había supuesto Ruth a oscuras. Y estaba amueblada de la manera más sencilla que pudiera imaginarse. En el suelo había dos lechos hechos con pieles; en la pared, debajo de la ventana, había una vieja mesa de madera con un cajón, sobre la mesa un candelabro con una vela de cera de abejas que incluso ahora despedía un aroma acogedor. A la izquierda, junto a la ventana, había una estantería de madera de baldas amplias, ocupadas por algunas prendas de vestir. Junto a una anticuada palangana con soporte había una silla, y sobre la silla había una jarra y jabón, con una toalla al alcance de la mano.
Miró a su alrededor. Margaret había colgado en la pared de enfrente unos pañuelos de colores, y cada superficie libre estaba decorada con objetos tallados en madera y marfil. Ruth reconoció algunos animales, a un hombre mayor, un trozo de madera al que la naturaleza había dado una forma de cocodrilo. Y entonces, casi tapada por dos libros, vio una foto. Ruth saltó de la cama por la curiosidad de saber qué salía en ella. Agarró la fotografía amarillenta y la contempló con una sonrisa. Se veía a un hombre de pelo negro ondulado que sostenía en brazos a un bebé. El bebé gritaba, pero el hombre se reía a carcajadas.
—Mi abuelo —susurró Ruth—. El abuelo y la pequeña Rose.
Contempló la fotografía unos instantes más y luego la colocó con cuidado en su sitio para no dañarla. Durante la noche se había enterado de que había otro oasis en las proximidades. Ruth quería ir allí a bañarse, a quitarse del cuerpo el polvo del viaje para poder presentarse a su abuela fresca y perfumada. Sacó la toalla del gancho y agarró el jabón.
Desde afuera penetraba en la choza un oscuro murmullo. Se oían voces agitadas por todos lados, pero no se mezclaba con ellas ninguna risa, ningún canto, ninguna palabra chistosa. Había algo amenazador flotando en el aire, y Ruth percibió cómo la angustia le contraía el corazón. Salió atropelladamente de la choza y se topó inmediatamente con un grupo de mujeres negras que la miraban con los ojos como platos.
El murmullo enmudeció y dio paso a un silencio que hizo que a Ruth se le helara la sangre en las venas.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está mi abuela? —preguntó Ruth en afrikáans.
Las mujeres levantaron las manos con gesto de desvalimiento. Algunas miraban al suelo, dos mujeres jóvenes lloraban.
Charly salió de entre el gentío completamente pálido a pesar de su piel oscura.
—Ha desaparecido, señora. Cada mañana es ella la primera en estar junto al fuego. Siempre, sí, todos y cada uno de los días, pero hoy no estaba. Estamos preocupados. Las mujeres tienen miedo, los hombres están inquietos. Creemos que la han secuestrado.
—¿Qué? ¿Secuestrado? Pero ¿por qué? ¿Y quién puede haber hecho una cosa así? —preguntó Ruth, percibiendo cómo se apoderaba el pánico de ella. Se quedó mirando al chico con los ojos completamente abiertos.
Charly se encogió de hombros, luego señaló a las huellas de neumáticos que llegaban hasta muy cerca de la choza.
—¿Qué significa esto? —preguntó Ruth dirigiéndose a Charly. Iba a agarrarlo por los hombros para que soltara las informaciones que ella necesitaba ahora con tanta urgencia, pero el chico rompió a llorar.
—Hemos estado buscando por todas partes. Por todas partes, señorita.
Ella asintió con la cabeza, le creyó sin dudar. Perder a la mujer blanca era una cosa mala para esa tribu. Ruth respiró hondo y se conminó a no perder precisamente ahora los nervios; entonces se llevó la mano a la frente, miró alrededor e intentó combatir el pánico creciente.
—¿Puede reconocerse el lugar del que procedían las huellas de los neumáticos?
Charly asintió con la cabeza.
—Han tomado el mismo camino que nosotros tomamos ayer.
—Así que alguien ha debido de seguirnos. Y he tenido que ser yo, por descontado, quien ha puesto a ese alguien tras la pista.
A Ruth se le pasó por la cabeza Horatio… Horatio y los hombres de la Chevy pickup, de los que había hablado Henry Kramer. Estaba asustada hasta el tuétano, su corazón latía violentamente contra su pecho. Y como si el terror hubiera despertado sus recuerdos, recordó de pronto dónde había visto a uno de esos hombres negros. Fue en el velatorio de Davida Oshoha. Se trataba del hombre que se había dirigido a ella de una forma muy antipática, ¡el hombre que había afirmado que los Salden no habían hecho otra cosa que traer desgracias a su pueblo! El hombre que se había dado a conocer como el nieto de Davida, el hombre a quien Horatio conocía muy bien, el hombre que la había maldecido, a ella y a todos los Salden.
—¡Pero qué tonta fui! —exclamó, dándose un golpe en la frente—. ¿Cómo pude confiar en Horatio? Él es quien ha secuestrado a mi abuela. Ha sido él. Desde el principio no tenía en la cabeza nada más que el diamante Fuego del Desierto. ¡Dios mío, qué tonta he sido y qué ciega he estado!
Lo mejor para ella habría sido prorrumpir en sollozos, pero Ruth sabía que eso no iba a ayudarla, así que respiró muy hondo otra vez para reunir los fragmentos de sus pensamientos.
—Me voy de vuelta a Lüderitz —dijo dirigiéndose a Charly—. Ahora mismo. No pueden llevar el diamante a ningún otro lugar que allí, donde vive ese hombre. Mi abuela está en Lüderitz, lo estoy percibiendo con claridad.
Charly retrocedió unos pasos y señaló con el dedo un árbol.
—El automóvil que ha estado esta noche aquí es negro, señora. Mire, hay un poco de pintura todavía en el tronco —dijo el chico, señalando una incisión en el tronco del árbol a la altura de la cintura—. Aquí, señora, el coche tuvo que chocar contra el árbol en la oscuridad de la noche. Venga, mírelo usted misma.
Ruth se acercó a mirar. Había una marca, en efecto. La corteza del árbol estaba arrancada, había una raya horizontal, como un corte, y en los bordes estaban pegadas unas diminutas huellas de pintura negra. Eso bastaba para confirmar su hipótesis. No podía ser de otra manera. Los hombre de la pickup negra y Horatio estaban compinchados. Ruth habría podido maldecir de sí misma por la confianza que con tanta ligereza había manifestado al historiador, le habría gustado pisotear en la arena del desierto la buena fe y los sentimientos más que amistosos que había tenido por él, pero no era el momento para tales manifestaciones. Ya saldaría las cuentas con Horatio más adelante.
—Me voy ahora mismo —dijo ella.
Charly asintió con la cabeza y se dirigió a las mujeres de la aldea. Una de ellas se adelantó y tendió a Ruth un paquetito con provisiones y una calabaza hueca llena de agua hasta los topes y cerrada con hierbas de la estepa.
—Tengo que mostrarle dónde está su coche, señora —dijo Charly, haciendo una seña a Ruth para que le siguiera—. Lo escondí un poco anoche.
—¿Que has hecho qué? ¿Escondiste mi coche? ¿Acaso eres Popeye o qué?
Charly la miró sin entender.
—Estas cosas las solemos hacer en el desierto —explicó el chico—. Los coches son raros por aquí y son objetos muy codiciados. Conduje el coche hasta detrás de una duna.
—¿Tú?
—Sí, yo.
—Pero ¿cuántos años tienes en realidad? ¿Y dónde has aprendido a conducir?
El chico sacó pecho con un gesto ostensible de orgullo.
—Tengo doce años, y he aprendido a conducir con el hombre que me llevó ayer. Simplemente miré cómo lo hacía él. Una vez nos quedamos parados en el desierto. Él arregló el coche, y yo seguía las instrucciones que él me daba, unas veces pisaba el acelerador y demás.
—¡Ajá! —repuso Ruth nerviosa.
—Pero venga usted, yo le guío.
Ruth se había olvidado ya del chico incluso antes de que desapareciera su imagen del retrovisor. Conducía por el desierto del Namib como si la persiguieran todos los demonios. Condujo durante horas sin pensar en comer ni en beber. El sudor se le deslizaba a chorro por la espalda, quedaba detenido en la frente y en el labio superior, se acumulaba por debajo de sus pechos, pero Ruth no le prestaba ninguna atención. Entraba la arena por las ventanillas abiertas, se alojaba bajo sus manos al volante, entre los dientes. Evitó a una manada de cebras, pasó a toda velocidad al lado de grupos de antílopes saltadores sin dispensarles siquiera una mirada.
Al cabo de tres horas comenzó a hervir el agua del radiador, pero Ruth solo se detuvo brevemente para vaciar en él el agua fría de la calabaza hueca, llenó el depósito con el contenido de sus bidones y siguió pisando fuerte al acelerador.
La arena le quemaba en los ojos, le secaba los labios, pero Ruth no lo notaba. Un solo pensamiento la impulsaba hacia delante: tenía que encontrar a su abuela antes de que fuera demasiado tarde.
Respiró hondo cuando divisó la colina de Lüderitz. Paró el Dodge delante del primer cuartel de la policía y entró atropelladamente.
—¡Han secuestrado a Margaret Salden esta noche! —dijo Ruth gritando—. Tienen que enviar inmediatamente a una patrulla de búsqueda. ¿Es que no me oye? ¡Ha desaparecido mi abuela!
El policía que estaba detrás del mostrador ni se movió.
—Despacito, señorita, pero luego de un tirón. Piense con toda calma quién va a heredar a la anciana, y entonces sabrá usted quién la ha secuestrado.
Ruth estuvo a punto de saltar detrás del mostrador de la rabia que sintió.
—¡Eso no ha sido nada divertido! —dijo vociferando a aquel hombre—. Se trata de un caso de vida o muerte, ¿lo entiende usted?
—Bueno, entonces vamos a redactar la denuncia —dijo el hombre, sentándose a la máquina de escribir. Invitó a Ruth a que tomara asiento y le preguntó entonces con toda seriedad—: ¿Nombre de la persona desaparecida?
—Margaret Salden. Ya se lo dije antes.
—¿Salden? Ese apellido lo he oído yo antes. —El policía se levantó, hojeó en un archivador y finalmente asintió con la cabeza—. Ya lo decía yo. Está aquí: Salden, Margaret, en paradero desconocido desde 1904, viajó probablemente a Hamburgo. —Se volvió hacia Ruth—. Llega usted tarde, señorita mía. Su abuela lleva desaparecida hace cincuenta y cinco años, ¿y quiere que formemos una patrulla de intervención ahora a toda prisa?
El policía se echó a reír y la amenazó de broma con el dedo como si se tratara de una niña que por Pascua echa de menos a Papá Noel solo porque le saben a poco los regalos del conejito de Pascua.
—La secuestraron ayer, créame. Se la han llevado en una pickup negra, en mitad del desierto del Namib. Ella vivía allí, era la mujer blanca del poblado. Tienen que encontrarla, por favor, su vida corre peligro.
El policía la miró con cara de pena.
—¿Ha estado usted demasiado tiempo expuesta al sol ayer, pequeña señorita? ¿O ha bebido usted quizá? Puede decírmelo con toda tranquilidad, no hay nada que no haya vivido yo antes y que pueda espantarme. A lo mejor lo hizo por mal de amores, ¿eh?
Ruth se quedó mirando fijamente al policía con la boca abierta, y a continuación se fue de la comisaría sin despedirse. Estaba absolutamente claro que no podía esperar ninguna ayuda de ese funcionario. Movida por la exigencia de tener que hacer algo pero sin saber qué exactamente, permaneció un rato indecisa delante de la comisaría. A continuación se subió al Dodge y condujo hasta el edificio principal del Diamond World Trust. Si había alguien que pudiera ayudarla, esa persona era Henry Kramer.
Se anunció al portero y cinco minutos más tarde se encendía el piloto del ascensor indicando que estaba bajando alguien. ¡Henry!
Henry extendió los brazos al verla.
—Pero ¿dónde te has metido? ¿Dónde has estado, queridísima mía? Te he estado buscando por toda la ciudad —dijo él queriendo atraerla entre sus brazos, pero Ruth le rechazó.
—Después, Henry, después te lo contaré todo. Ahora necesito tu ayuda. Mi abuela… Mi abuela ha desaparecido.
Con algunas frases atropelladas y quedándose apenas sin aliento, Ruth le contó lo que había sucedido.
—¿Has ido a la policía?
—¡Bah, te puedes olvidar de ellos!
Henry asintió con la cabeza.
—Llamaré enseguida por teléfono a los agentes del parque nacional para que tengan los ojos bien abiertos, y luego a los comerciantes de diamantes —dijo tirando de Ruth hacia sus brazos. Y Ruth, sintiendo que ya no estaba sola, que por fin había una perspectiva de ayuda, accedió al abrazo y se echó a llorar.
—¿Y yo? ¿Qué puedo hacer yo? —preguntó entre sollozos y sintiéndose desamparada como una niña pequeña.
—Debes tener paciencia, cariño. Lo mejor es que te vayas a la pensión en la que estás alojada. Yo me pasaré por allí en cuanto pueda. ¿Quieres que te ponga un vigilante?
—No, me parece que no es necesario.
Ruth se dio cuenta de pronto de lo cansada que estaba, su estómago protestaba por el hambre, y la sed le había dejado los labios agrietados y resecos. Era urgente hacer algo, pero también sabía que Henry tenía razón. Por el momento no podía hacer nada. Permitió que él la besara y la acompañara de regreso al coche.
—No te preocupes, cariño, voy a hacer todo lo que esté en mi mano. Vamos a encontrarla, vas a volver a verla, te lo prometo.
Ruth asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa cansina.
—¿Qué hago si me encuentro con Horatio? —preguntó ella—. ¿Llamo a la policía?
—No, eso en ningún caso. Mejor no hagas nada, llámame simplemente, ¿vale? ¡A mí! Llámame aquí, a la empresa. Ya tienes mi número, pero no se te ocurra llamar a la policía —dijo Henry Kramer, levantando las manos—. Posiblemente eso sea peligroso para ti. ¿Quién sabe qué planes tendrá ese tipo? No en vano tú eres una confidente, alguien que conoce sus planes y los delitos que ha cometido ya.
Ruth se sentía de pronto tan exhausta que apenas consiguió girar la llave del encendido. Condujo casi al paso hasta la pensión, estaba contenta de poder alojarse de nuevo en su habitación. Entonces preguntó por Horatio. No sabía si debía desear encontrarlo aquí, o si prefería que estuviera lejos. En su cabeza reinaba ahora un vacío bostezante, y su corazón se había contraído dolorosamente.
—¿No se han encontrado ustedes? —preguntó la patrona.
—No. ¿Dónde?
—Bueno, él vino ayer poco después de que usted se fuera de la casa. Dijo que iba a viajar con usted al desierto. Una excursión. Cuando le dije que usted se había marchado ya, pareció extrañado y respondió: «Seguramente me estará esperando en la gasolinera». Cogió su equipaje y desde entonces no ha vuelto a pasar por aquí.
Ruth le dio las gracias y se fue arriba, a su habitación, subiendo los escalones a trancas y barrancas. Sus pensamientos tenían a Horatio como tema principal. Se sentía decepcionada y triste. ¿Cómo había podido Horatio engañarla de esa manera? «Casi —pensó—, casi estuve a punto de confiar en él por completo».
Demasiado cansada como para ducharse, se tumbó en la cama tal como estaba y se puso a pensar en los planes que tendría él con el diamante. De repente se incorporó. Vendería la piedra, sí, pero seguramente no en Namibia, sino probablemente en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Con toda seguridad donaría el dinero a la SWAPO, que entonces podría formar una organización de verdad que luchara en toda África por los derechos de los negros. Era mucho más probable que Horatio no confiara tanto en la fuerza de un diamante como en la fuerza que representaba la unidad de los negros.
A Ruth no le repugnaba esa idea en el fondo, pero ¿por qué había secuestrado Horatio a Margaret Salden entonces? Era una mujer muy mayor y no le sería de ninguna utilidad. ¿Por qué no se había contentado con la piedra? ¿Se encontraría bien Margaret en esos momentos? ¿Tendría suficiente de comer y de beber? Ruth se negó a imaginarse que alguien pudiera hacer sufrir a su abuela, y eso a pesar de que el nieto de Davida Oshoha tenía la firme convicción de que los Salden eran los responsables de la sangre derramada y del sufrimiento de su pueblo. ¡No podían hacerle daño, de ninguna manera!
—Dios mío —imploró Ruth como en un rezo—. Protege la vida de mi abuela. Renuncio a la granja si tiene que ser así. Me casaré con Nath Miller o me iré a vivir a la ciudad, pero por favor, Dios mío, no permitas que le suceda nada malo.