14

Apenas llegó a su habitación, Ruth se arrodilló en el suelo y pescó la caja de los zapatos. Volvió a sacar la piedra de la nostalgia, su piedra de fuego con la cinta de cuero, y se la colgó al cuello. Se sentía sola sin Henry. Tenía ganas de sentirse segura y esperaba que la piedra saciara esas ganas con su calidez.

Fue entonces cuando vio la carta en el suelo. Alguien debió de deslizarla por debajo de la puerta durante su ausencia. La levantó, leyó su propio nombre, reconoció la letra de Horatio y de pronto volvió a sentir un cansancio infinito. «Estos hombres —pensó— dan más trabajo que una manada de carneros pendencieros».

Sin prestarle atención, Ruth se guardó la carta en el bolsillo de sus pantalones nuevos. Se desvistió rápidamente, se puso la camisa del pijama y se metió en la cama. Buscando consuelo, Ruth rodeó con la mano la piedra de la nostalgia y miró a través de la ventana abierta buscando su estrella; pero antes de que pudiera encontrarla en el cielo estrellado de la noche, se había quedado ya dormida. Soñó; soñó con una mujer que llevaba a un bebé en brazos y que pegaba su mejilla a la mejilla del bebé dormido. Le resbalaban las lágrimas por el rostro, y Ruth reconoció que la mujer se hallaba ante una casa en llamas. «Duerme, mi Rose, mi Rosita, duerme, duerme». La mujer dio un beso suave al bebé en la frente, se quedó mirando fijamente su rostro pequeño como si quisiera memorizar cada una de sus facciones. Había una mujer negra al lado que extendía los brazos hacia el bebé, y este se agitó ligeramente y emitió unos sonidos burbujeantes. «Tiene que apresurarse, señora —dijo la negra—. Deme a la pequeña». La mujer miró como petrificada a su niña, hasta que la mujer negra le desprendió despacito el bebé de sus brazos. «¡Váyase, señora, rápido!». La mujer asintió con la cabeza de una manera mecánica pero se quedó parada con los brazos vacíos, como si no supiera adónde dirigirse. El fuego era cada vez más intenso, las llamas asomaban ya por el entramado del tejado. «Cuídamela bien, Eloisa —susurró la mujer, y volvió a acariciar una vez más al bebé en las mejillas enrojecidas—. Cuídamela bien, prométemelo». «Se lo prometo por mi vida y por la vida de mis antepasados. La cuidaré y la protegeré, no solo la educaré como si fuera mi hija, sino que la sacaré adelante con la educación que le corresponde a una chica blanca». «Se me rompe el corazón dejarte aquí sola, mi Rose, pero no puede ser de otra manera —susurró la mujer—. ¡Perdóname, por favor! Volveremos a vernos algún día, te lo prometo. —Volvió a dar un beso al bebé y abrazó también a la negra—. Muchas gracias, Eloisa». La otra mujer asintió con la cabeza. «No se preocupe, señora. Usted es una buena madre, la mejor madre que una pueda imaginarse. Y no la está dejando sola, sino que está haciendo lo único posible para que pueda vivir». «Sí, eso es lo que me dice la razón, pero el corazón me pesa tanto…». «¡Váyase ya, rápido! —Se acercaba un hombre llevando a un caballo por las riendas—. Es ahora o nunca, señora. Si no parte usted ahora mismo, no tendrá ninguna posibilidad más. Van a venir enseguida». La mujer asintió con la cabeza, se subió al caballo y se fue cabalgando a través de la noche.

Cuando Ruth despertó, se llevó la mano inmediatamente a la piedra. Respiró hondo al palparla. «Me está llamando —pensó—. Mi abuela me está llamando. Sigue estando aquí, y está muy cerca. Sea lo que sea lo que Henry Kramer haya averiguado, no puede ser cierto. La gente habla mucho cuando no tiene nada mejor que hacer. Y sea lo que sea lo que pretende Horatio, no parece que vaya a desempeñar yo ningún papel importante. Mi madre tiene razón. Cada cual es su prójimo». Miró hacia la ventana y descubrió en el horizonte un delicado destello rosáceo. Se sentía descansada y fresca, como si hubiera dormido muchas horas. Saltó de la cama con una firme resolución, agarró sus cosas y dejó la pensión sin dejar ninguna nota para Horatio ni para Henry Kramer.

Ruth arrancó el Dodge, condujo el automóvil hasta la siguiente gasolinera, llenó el depósito y los bidones, compró algunas botellas de cerveza y de Coca-Cola así como algunos bocadillos y preguntó al propietario del puesto la distancia que había desde Lüderitz hasta los montes Awasi.

—¿Por qué quiere ir todo el mundo de pronto a los montes Awasi? —gruñó el hombre—. Usted es la segunda persona en dos días que me lo pregunta. Son cien millas, aproximadamente, pero le costará avanzar porque el camino está cubierto de arena en muchos tramos. Espero que tenga buenos neumáticos.

—Los tengo. Gracias.

Ruth salió de la tienda de la gasolinera y examinó de nuevo si los neumáticos tenían suficiente presión, y a continuación condujo en dirección a la bahía de los hotentotes.

No había ninguna carretera por la costa, pero incluso si hubiera habido una, Ruth no habría podido transitar por ella porque toda aquella zona estaba cerrada, el acceso estaba prohibido por ser la zona de extracción de diamantes. Así que no tenía otro remedio que atravesar el desierto.

El aire era todavía fresco, y Ruth viajaba con las ventanillas abiertas atravesando la ciudad dormida. Había visto a muy pocas personas a esas horas por las calles, la mayoría negros que tenían por delante una gran caminata hasta sus puestos de trabajo. Algunos transportaban frutas y verduras al mercado a lomos de un asno, otros iban de camino hacia la mina. Ruth los reconocía por las caras grisáceas debido a la falta de la luz del sol en su piel, ya que pasaban muchísimo tiempo en la húmeda oscuridad de la mina de diamantes.

Cuando Ruth dejó finalmente atrás la ciudad, el sol ya se había elevado de su lecho y calentaba el aire con tanta intensidad que Ruth tuvo que cerrar las ventanillas. A izquierda y a derecha de la carretera se extendían las dunas amarillas de arena como cuerpos de mujer. Cuando el viento soplaba por encima de las dunas, parecía que se les pusiera la piel de gallina, igual que a una mujer en pleno arrebato amoroso. Una y otra vez se elevaban de la arena los haces de hierba seca y apelotonada de la estepa, movidos como juguetes por el viento. Ruth esperaba que no refrescara, porque en una tormenta de arena no solo no podría seguir avanzando sino que era bastante probable que el chasis de su Dodge quedara enterrado después en la arena.

A pesar de que todo estaba en silencio a su alrededor, a Ruth le retumbaban los oídos. Era un silencio consolador, interrumpido tan solo por el ruido del motor del Dodge. Ante Ruth se extendía el desierto del Namib; por encima de ella, el cielo tenía una coloración azul hinchada y las nubes pasaban por debajo como corderos recién nacidos. Ruth detuvo el vehículo y bajó la ventanilla para disfrutar unos instantes de aquel silencio.

Al cabo de un rato siguió conduciendo. Dos avestruces pasaron a pocos pasos de distancia a la izquierda del automóvil, se detuvieron y siguieron a Ruth con la mirada para luego girar y seguir corriendo en otra dirección. Allá en el horizonte, Ruth reconoció enseguida el perfil de la montaña Kirchberg, que con sus mil metros de altura se esforzaba en vano por tocar el cielo. La montaña, abrupta y arrugada, sobresalía por entre las dunas de color amarillo intenso, como el rostro alargado de una solterona.

Un grupo de antílopes saltadores se cruzó por el camino de Ruth, que se rio por los saltos salvajes de esos animales que realizaban a plena carrera, como por pura alegría desbordante. Una pequeña manada de cebras pacía a lo lejos la hierba de los matorrales. Pasaron unos antílopes órice, seguramente de camino hacia el abrevadero más próximo.

El sol seguía elevándose cada vez más alto, el aire se fue calentando más y más. Ya muy pronto sintió Ruth que se le quedaba la lengua pegada al paladar, tenía el pelo de la nuca húmedo, el sudor se le deslizaba por entre el canalillo de los pechos.

Ruth se detuvo debajo de un árbol con una sensación de agotamiento intenso. Se bebió una Coca-Cola, se comió un bocadillo, rellenó la cantimplora de agua fresca y prosiguió el viaje. Se topó una vez con un todoterreno con el emblema del Parque Nacional de Namib-Naukluft grabado en la puerta. Ruth sacó el pie del acelerador y se puso a buscar en la guantera el permiso para transitar por el desierto del Namib que había comprado en la gasolinera, pero el conductor del todoterreno no se detuvo, sino que tan solo se llevó los dedos al sombrero en señal de saludo cuando Ruth estuvo a su altura.

Aparte de este encuentro fugaz, Ruth estaba sola, absolutamente sola, pero se sentía muy a gusto. La amplitud infinita de la naturaleza no la atemorizaba, sino todo lo contrario, le procuraba una sensación de seguridad, de protección y de paz. Al contrario de lo que le sucedía en la ciudad, no sentía ningún temor en estos parajes inmensos alejados de toda forma de civilización. Ciertamente echaba de menos a Henry y podía imaginarse que sería muy bonito tenerlo a su lado, pero por otra parte se sentía feliz de estar sola. Quería llegar como fuera donde estaba su abuela, tenía que despachar un asunto que no le concernía a él.

Ruth se preguntó durante unos instantes por qué no sentía la necesidad de compartirlo todo con Henry. Ella había creído siempre que eso formaba parte del amor; sin embargo, lo que la unía a Henry era diferente, más perentorio, más exigente. Era bonito y embriagador. Y, no obstante, cuanto más se adentraba ella sola por el desierto, cuanto más tiempo estaba ella ocupada consigo misma, con sus pensamientos y con sus sentimientos, tanto más echaba de menos la proximidad y la confianza en su relación con Henry. Y esos eran también ingredientes imprescindibles según la idea que ella tenía del amor.

Ruth frenó para dejar pasar trotando a dos ñus. «Quizás estoy queriendo demasiadas cosas de golpe —reflexionó ella—. Un amor así requiere seguramente de mucho tiempo para desarrollarse. La confianza y la proximidad tienen que ir creciendo, mientras la pasión y el deseo nos sobreviene como una tormenta. —Se rio mostrando los dientes—. Ya me oigo hablar igual que un personaje de una novela romántica», pensó, y siguió conduciendo.

Ya llevaba algunas horas de camino y contaba con toparse en cualquier momento con el oasis que el chico había descrito. Sin embargo, este se estaba haciendo esperar. Cuando Ruth lo divisó finalmente, el calor se había vuelto del todo insoportable. Ruth sudaba por cada uno de sus poros, tenía arena pegada en el paladar y entre los dedos, y el Dodge estaba también recubierto de una fina película de color gris amarillento.

El oasis no era más que una laguna diminuta, una gran charca en la que abrevaban los antílopes saltadores y órice, los kudus, los facóqueros y los antílopes acuáticos. Había un grupo de árboles a cierta distancia, y al lado, un mirador de cazadores. Bajo ese mirador estaba sentado un chico.

Cuando Ruth detuvo el vehículo, el chico se levantó y se dirigió hacia el Dodge.

—Ya ha llegado usted, por fin —dijo—. Llevo esperándola aquí desde hace un buen rato.

Llevaba puestas las gafas verdes de sol que Ruth le había comprado en Lüderitz y se las colocó ahora por encima de su pelo negro crespo.

—Pero ¿cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Ruth con cara de sorpresa—. ¿No ibas a quedarte en Lüderitz? —Ella había puesto sus esperanzas en encontrar aquí al chico, pero en el fondo no había contado con ello.

—Cuando la piedra de la nostalgia nos llama, tenemos que obedecer a su llamada —repuso él lacónicamente—. Por favor, venga aquí. Tengo hambre.

Ruth tendió al chico una botella de Coca-Cola y un bocadillo.

—¿Les has hablado a tus gentes ya de mí? ¿Y a la mujer blanca?

El chico hincó el diente en el bocadillo, asintió con la cabeza y tragó un bocado.

—Tuve que hacerlo. La piedra de la nostalgia, ¿no lo sabe usted?

Ruth negó con la cabeza, se encogió de hombros, se llevó la mano unos instantes a la frente, a continuación colocó las manos en los lados de la cara y se giró lentamente dando una vuelta completa sobre sí misma.

—Es hermoso este paisaje de aquí, se siente una casi como en el paraíso.

—¿Dónde está su marido? —preguntó el chico.

—¿Qué marido? —Ruth estaba completamente segura de que no había hablado de Henry Kramer en presencia del chico—. ¿Y cómo te llamas?

—Karl.

—¿Cómo?

—Me llamo Karl, sí, con nombre de rey. La mujer blanca me dijo que tenía el valor y la inteligencia de un rey, por eso me puso mi madre ese nombre. Mi hermano se llama Wolf.

—¡Ajá! —A Ruth ya no podía sorprenderle nada.

—También puede llamarme Charly si quiere. Así me llaman casi todos.

—Bien, Charly.

—¿Y qué ocurre con su marido? ¿Tenemos que esperarle?

Ruth miró al chico sin entender.

—¿A quién te refieres?

—Pues al nama alto de las gafas.

—¡Ah!, te refieres a Horatio. No es mi marido. Ni siquiera es mi novio. Como mucho es un amigo nada más, pero tampoco eso lo tengo ahora demasiado claro.

—Es su marido —insistió Charly.

—¿Cómo se te ocurre decir eso?

El chico levantó la vista como si no pudiera comprender lo lenta que era ella en entender las cosas.

—Porque la ama a usted, y porque usted lo ama, y él y usted forman pareja. Eso lo ve hasta un niño.

Ruth suspiró.

—Enseguida me di cuenta de que no debí haberte comprado las gafas de sol porque te oscurecen la vista —dijo Ruth, subiéndose al Dodge e indicándole al chico que se sentara en el asiento del copiloto—. ¿Qué dirección tomamos?

—A la izquierda. Voy a mostrarle el camino, por eso estoy aquí.

Ruth pisó el acelerador y se pusieron en marcha. Al principio, el camino era todavía bastante reconocible, pero al cabo de un rato, Charly le fue indicando direcciones en las que no podía reconocerse ningún camino. Ruth conducía completamente concentrada porque no estaba acostumbrada a conducir sobre la arena. No había ningún punto por el que pudiera orientarse. En una ocasión, el automóvil patinó por una maniobra equivocada del volante, pero Ruth volvió a dominarlo enseguida.

El chico permanecía en silencio, pero la contemplaba en todo momento de reojo.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella finalmente—. ¿Por qué tienes la mirada clavada en mí todo el rato?

—La mujer blanca dijo que cuando usted venga, ocurrirá el milagro que hemos estado esperando todos tanto tiempo. Usted liberará el alma de los nama.

—No te hagas grandes ilusiones con esas promesas. Estoy aquí por motivos completamente diferentes.

—Sé que la mujer blanca tiene razón, pero también sé que usted todavía no lo sabe, como no conoce muchas otras cosas que son palmarias y que están a la vista de todo el mundo.

—Bueno, entonces he tenido mucha suerte de encontrarte.

El chico agitó enérgicamente la cabeza.

—No a mí, sino a la piedra de la nostalgia.

—¡Ah, vale!

Ruth palpó la piedra y volvió a sentir un hormigueo en el cuerpo.

—Así que ha sido esta la que me ha traído hasta aquí.

—Eso es.

Ruth dirigió una mirada burlona a Charly y estuvo tentada de decirle lo que pensaba sobre las supersticiones de los negros, pero el chico estaba señalando con el dedo en ese momento hacia delante.

Ruth frenó tan abruptamente que el automóvil volvió a patinar de nuevo y dio una vuelta sobre su propio eje. Se quedó mirando fijamente a través del parabrisas sucio, como si no pudiera dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos.

Frente a ella había una mujer que parecía salida de las dunas, rodeada por una corona de hierbas de la estepa que le llegaban hasta las rodillas. Se mantenía muy erguida a pesar de que los años habían teñido de blanco la larga cabellera que le llegaba hasta la cintura. El viento le mecía levemente algunos mechones en la cara. La mujer sonrió y extendió los brazos lentamente.

—¿Estoy soñando? —preguntó Ruth—. ¿Ves lo que estoy viendo yo?

—Por supuesto que lo estoy viendo —repuso Charly—. Es la mujer blanca. Ha venido para darle a usted la bienvenida.

Ruth se bajó del coche y se encaminó hacia la mujer blanca como si la movieran unos hilos invisibles. Por un instante se preguntó qué debía decir, si «hola, abuela» o quizá «buenos días, mujer blanca», pero la mujer no esperó a que Ruth abriera la boca, sino que la abrazó simplemente y la estrechó contra ella. Ruth sintió en sus brazos la misma sensación de seguridad que sentía en su cama de la granja. El aroma que despedía aquella mujer le resultaba tan agradable y familiar que Ruth deseó no tener que separarse nunca más de ella. Era como si hubiera encontrado por fin un hogar, el hogar que había estado buscando durante toda su vida.

De pronto le fueron viniendo las palabras a los labios.

—¡Aquí estás! ¡Aquí estás, por fin!

Y la mujer rio levemente y dijo:

—¡Y aquí estás tú! ¡Aquí estás, por fin!

A continuación agarró a Ruth de la mano, le acarició el rostro con la otra, le pasó un dedo por las cejas, por los párpados, por la nariz, dibujó el contorno de la boca y volvió a repetir:

—¡Aquí estás, por fin! —Luego preguntó—: ¿Cómo está Rose?

—Te echa de menos —repuso Ruth. En ese mismo momento se dio cuenta de que, en efecto, Rose había echado de menos a su madre todos esos años, había sentido la nostalgia de una persona que la amara sin reservas como solo puede hacerlo una madre.

La mujer asintió con la cabeza, saludó al chico y se llevó consigo a Ruth.

Apenas llegaron a la cresta de la duna, se desplegó ante Ruth un paraíso. Detrás de la duna se ocultaba un oasis verde, un lago diminuto alimentado por una pequeña corriente de agua, árboles, arbustos y una docena de viviendas pontok hechas con ramas y arcilla. Delante de las casas estaban sentadas unas mujeres negras con sus hijos desnudos pegados al pecho, que hablaban, reían y señalaban con el dedo a la mujer blanca.

Una exclamó algo a la más próxima, y entonces se alzó un revuelo. De las chozas salieron más mujeres y niños que se reunieron en la plaza entre los pontoks. Sobre una gran hoguera daba vueltas una gran broqueta con un antílope despellejado, empalado en ella. Al fuego había unas tinajas tiznadas de negro.

—Así que esta es tu aldea —dijo Ruth en un tono de constatación.

—Es mucho más que eso, es mi tierra —repuso Margaret Salden.

—¿Dónde están los hombres?

—Han estado cazando toda la noche para tener carne para el banquete de hoy. Ahora están tumbados, detrás de la empalizada, descansando a la sombra.

Ruth se detuvo.

—¿Eres feliz aquí?

Margaret Salden asintió con la cabeza.

—No, no soy feliz. Me faltáis vosotras, me habéis faltado todos estos años, pero estoy muy contenta aquí, este es mi hogar.

—Y yo también. También aquí me siento como en casa —se entrometió en la conversación Charly, de quien se habían olvidado por completo.

Mientras Margaret elogiaba al chico y lo enviaba abajo, hacia la aldea, Ruth contempló el rostro de su abuela. En sus ojos claros parecía reflejarse el cielo sobre el desierto del Namib. Tenía el rostro cubierto de diminutas arrugas, veteadas como el valioso mármol que se hacían enviar los granjeros ricos desde la localidad italiana de Carrara. La boca de Margaret Salden se distinguía notoriamente de todas las bocas blancas que Ruth conocía, una boca que la edad no había doblegado, que no se había contraído para acabar siendo apenas algo más que una línea, no, la boca de Margaret Salden era la boca de una mujer joven que siente ilusión por el futuro, una boca plena y henchida, dispuesta en todo momento a mostrar una sonrisa.

Ruth estaba tan emocionada que se quedó sin palabras. Esa boca decía mucho más de su abuela y de la vida que había llevado que todos los relatos posibles. Esa boca hablaba de una vida que había merecido la pena vivir.

—¡Eres tan guapa! —le espetó Ruth de pronto.

Margaret sonrió, y acarició suavemente las mejillas de Ruth.

—Tú lo eres también, mi niña —dijo, contemplando a Ruth con atención.

—Estás buscando a Rose en mí, ¿verdad? —preguntó Ruth.

Margaret asintió con la cabeza.

—No la encontrarás. He salido a mi padre, un oso irlandés. Rose es diferente. Es espigada y grácil, tiene tus ojos, pero un pelo oscuro, ondulado, en el que no ha aparecido ningún mechón blanco hasta la fecha.

—Entonces ha salido a Wolf. ¿Y cómo es de carácter?

Ruth profirió un suspiro.

—No lo sé, de verdad. ¿Quién conoce a su propia madre? Está buscando algo, me dijo Mama Elo. Siempre ha estado buscando algo, pero nadie sabe el qué. Desde que te he visto, creo que eres tú a quien ella ha estado siempre buscando.

—Quizá sea efectivamente como dices —repuso Margaret, y en su hermosa boca se dibujó un rasgo de dolor, pero cuando las mujeres nama comenzaron a cantar y a dar palmadas junto a la empalizada, volvió a surgir la sonrisa en ella.

Comenzaron a aparecer los hombres por entre los pontoks, se sentaron en el suelo cerca de la fogata y les dirigieron unas miradas amistosas.

—Ven, la fiesta va a comenzar enseguida —dijo la abuela tirando de Ruth para ocupar un sitio en medio de los demás.

Y a pesar de que a Ruth le resultaba extraño todo aquello, se sentía muy a gusto en medio del desierto del Namib, en una aldea de aborígenes, de la mano de su abuela.

De pronto fue consciente de que ahora ya no debía temer nada más, que todo iba a ir bien a partir de ahora.