11

Ruth deambulaba por las calles, loca de alegría cargando con las bolsas con su nuevo vestido, los zapatos y el maquillaje. Cada vez que pasaba por un escaparate miraba hacia dentro. Se habría puesto a saltar y gritar de contento por la alegría que le provocaba su nuevo yo y por la excitación ante aquella noche. Sentía el estómago como si lo tuviera lleno de polvos efervescentes. Corinne solía hablar siempre de aquel cosquilleo y, cuando lo hacía, Ruth fingía que sabía de qué hablaba. Pero aquella era la primera vez que ella misma experimentaba aquella sensación. De pronto le pareció como si todos los transeúntes de la calle Bismarck de Lüderitz le dedicaran una sonrisa benévola.

«Lüderitz —pensó Ruth—, Lüderitz es una ciudad maravillosa, aquí no soy igual que en Gobabis, soy otra. ¿Puede una ciudad cambiar a una persona?».

—¡Ruth, Ruth, espere!

Ruth se sobresaltó, se detuvo y se giró hacia la dirección de donde provenía la voz. Horatio iba corriendo hacia ella con las gafas descolocadas y despeinado como si hubiera pasado las últimas horas en el archivo y se hubiera estado tirando del pelo.

—¿Qué pasa? —Ruth hizo un esfuerzo por parecer todo lo altanera de que era capaz. Alzó la barbilla, se irguió y echó los hombros hacia atrás.

Horatio se detuvo delante de ella. Un brillo le iluminó la cara al verla. Le miró la cara, el pelo suelto, y le cambió la expresión al ver la amplia sonrisa de dientes blancos de ella.

—Si tiene algo que decirme, dígalo rápido —dijo Ruth con un tono impertinente—, esta noche tengo una invitación para una cena romántica.

En un instante, la cara de Horatio se ensombreció.

—¿Con quién? —preguntó él.

—Eso a usted no le importa. Yo no le pregunto lo que hace cuando no está —le dijo, recordando las hojas que había escondido a toda prisa, la humillación que había sentido al ver que le estaba ocultando algo manifiestamente importante.

—De acuerdo —asintió Horatio, ahora también ofendido—. Solo quería decirle una cosa que quizá sea importante para usted. Pero si tiene algo más urgente…

—¿Y qué es? —preguntó Ruth, echándose el pelo hacia atrás. Horatio se acercó un paso más y fijó la mirada en la cara de Ruth—. ¿Qué le ha pasado? Está cambiada, ¿se encuentra bien?

Ruth tragó saliva.

—Estoy maquillada y ya está. Y ahora, si me disculpa, tengo prisa —dijo ella, y sin volver a dirigirle la mirada, pasó rápidamente por su lado.

—Vaya al mercado —gritó Horatio detrás de ella—. Vaya ahora mismo.

—¿Qué? Ya he ido de compras.

—Vaya al mercado. Allí hay un joven justo al entrar. Lleva una cadena que podría interesarle.

—¡Bah! Yo ya tengo una cadena.

—¡Vaya! Ya verá que es importante.

Ruth asintió brevemente, sin girarse, y dio la vuelta a la siguiente esquina. Allí miró el reloj. Ya era tarde, las primeras tiendas estaban bajando las persianas de hierro. Solo le quedaba una hora para prepararse para la velada con Henry Kramer. Una hora para ducharse, ponerse el vestido nuevo, cepillarse el pelo, acortarse la nariz, perder diez kilos y reducirse los pies dos tallas. Imposible de conseguir. Y todavía era más imposible pasar por el mercado.

—Bah —murmuró con un tono de desprecio—. Que vaya el diablo y coja él la cadena. Mañana será otro día.

Se dirigió a la pensión, dedicó a la propietaria un saludo alegre e instantes más tarde desapareció con una toalla en la única ducha, situada al final del pasillo.

Un rato después estaba en su habitación, cepillándose el pelo con largas pasadas hasta que le cayó por la espalda suave y ondulado. Se miró en el espejo que colgaba en el interior de la puerta del armario. Su cara era un óvalo claro, casi blanco, pero con un resplandor dorado y cientos de puntitos marrones. «Como cagadas de mosca», pensó Ruth, e hizo una mueca. Sus pestañas, pintadas de negro, parecían patas de mosca; sus cejas oscuras, signos de admiración puestos en horizontal. Se mordió los labios, tal y como había aprendido de Corinne, para que cogieran un poco de color, pero la bella mujer que había visto en la tienda había desaparecido. El vestido, que antes le parecía de ensueño, le colgaba como si quisiera huir de su cuerpo.

Ruth no entendía qué había propiciado aquella transformación. ¿Acaso la tienda estaba hechizada? ¿Había sido un sueño todo lo que había visto allí? ¿El bello cisne había vuelto a convertirse en un patito feo sin darse cuenta?

Ruth tragó saliva y apretó los dientes.

—Esta noche seré una mujer guapa —gruñó en voz baja. A continuación se incorporó y echó los hombros hacia atrás. Y mira por donde, de pronto sus pechos parecían menos redondos y el vestido ya no era tan soso. La imagen del espejo mostraba tanta piel que Ruth tuvo la sensación de estar prácticamente desnuda. Metió la mano en el armario con la intención de sacar su chaqueta de punto gris preferida, pero ella misma vio que no combinaba en absoluto con el vestido. «Prefiero congelarme».

Se puso los zapatos, suspiró hondo al tiempo que iba atándose las correas estrechas. Entonces volvió a mirarse en el espejo, esta vez mucho más satisfecha. Solo había una cosa que enturbiaba la imagen de la mujer joven y glamurosa: la cinta de cuero de la piedra que le colgaba en el pecho.

«No te la quites nunca, ¿me oyes? Te protegerá de lo malo». Ruth creyó oír la voz de Mama Elo, pero sus manos se deslizaron hasta el cuello y desataron la cinta. En aquel preciso momento Ruth sintió como si un golpe de frío le recorriera el cuerpo. Creyó quedarse tan fría que los dientes le castañeteaban y se le erizó el vello del antebrazo. «Son los nervios, las elevadas expectativas —se dijo en un intento por tranquilizarse—. Después de todo nunca antes me habían invitado a una velada romántica». Pero entonces oyó un gimoteo, como si un niño estuviera solo en una habitación oscura y tuviera miedo. Rápidamente metió la cinta en la caja de zapatos vacía y la empujó debajo de la cama. En aquel preciso instante cesó el gimoteo, y el frío desapareció.

Ruth volvió a sacudirse el pelo y salió de la pensión como si quisiera huir de alguna desgracia. Recorrió la calle a toda prisa hasta que empezó a sudar. No se detuvo hasta pasadas tres bocacalles de la pensión. El café estaba cerca, por lo que durante el resto del camino Ruth se obligó a ir más despacio.

Ruth vio a Henry Kramer ya desde lejos. Parecía estar esperándola y, con las manos metidas en los bolsillos de su traje ligero de verano, iba dando pasos subiendo y bajando la calle. Ruth se quedó parada en la esquina y se ocultó detrás de un árbol para observarlo. Vio cómo miraba a su alrededor y a continuación echaba un ojo al reloj, daba una docena de pasos a la derecha, volvía a mirar a ambos lados de la calle y otra vez echaba un ojo al reloj, suspiraba y de nuevo daba una docena de pasos en la dirección contraria sin disimular su impaciencia.

Ruth estaba conmovida. Nadie la había esperado nunca con tanta impaciencia. Quizá sí a su ganado, cuando llegaba tarde a una subasta, quizá sí a los corderos de sus ovejas caracul, pero a ella, nunca.

Abandonó su escondrijo detrás del árbol y se encaminó al café como si tuviera todo el tiempo del mundo y estuviera acostumbrada a hacer esperar a los hombres.

—¡Ya está aquí, por fin! —la saludó Henry Kramer.

Ruth frunció el ceño. Él se echó a reír.

—Oh, no, no era un reproche. Solo que estaba deseando verla. ¡Deje que la mire!

Bajo la mirada de él, Ruth volvió a sentirse prácticamente desnuda. Tuvo que reprimirse para no cruzar los brazos encima del pecho. «Dios mío —imploraba en silencio—, deja que parezca un cisne, solo por esta vez».

—Está usted estupenda —dijo Henry Kramer.

Ruth lo observó y buscó en su mirada lo que había visto escrito en la de Horatio aquella tarde. Una forma de admiración tácita. Pero no había nada.

—Está realmente estupenda —volvió a salir de su boca—. Como la sirena del cuento.

—Gracias.

—Venga, iremos en mi coche.

La tomó del brazo y la llevó hasta un coche descapotable. Ruth no conocía la marca pero supuso que era muy caro. Por todas partes centelleaba el cromo, los mandos estaban hechos de madera reluciente y los asientos, de cuero blando.

—Por favor… —Henry Kramer le abrió la portezuela con un gesto galante. Dos muchachas blancas los miraron con la boca abierta y estallaron en risitas cuando Henry Kramer les guiñó alegremente. A continuación se sentó al lado de Ruth, se giró hacia el asiento trasero y le acercó un paquete envuelto en papel de seda.

—¿Qué es? —preguntó Ruth.

—Un detalle.

—¿Y por qué me regala algo? No es mi cumpleaños, no le he hecho ningún favor y ni tan siquiera mi carnero ha inseminado a sus ovejas.

Henry se echó a reír.

—No le dé mayor importancia. Me encanta agasajar a las mujeres bellas con regalos.

Ruth toqueteó el paquete con desconfianza.

—Y a mí no me gusta en absoluto que me vean como una mujer a la que hay que agasajar con regalos.

—Vamos, no sea mala conmigo. Ábralo y ya verá que no me quedaba más remedio.

Ruth no entendía nada, pero abrió el papel de seda, que crujía ligeramente. ¡Un chal blanco! Y tan finamente tejido que se le deslizaba entre los dedos como una tela de araña.

—Me había olvidado decirle que íbamos a ir en mi coche, así que pensé que podía coger frío durante el trayecto. Por eso le he comprado el chal. Ya ve que con él solo quería arreglar mi propio fallo.

Ruth no fue capaz de darle las gracias. Dejó una y otra vez que la fina tela le resbalara por los dedos, admirándola, haciendo esfuerzos por miedo a que se le rompiera al instante. Entonces la extendió, se la puso sobre los hombros y se sorprendió de que la tela fuera tan delicada como la espuma de baño. De pronto, Ruth se olvidó de toda su preocupación por ser un patito. Se sentía bella. El chal, aquella cosa preciada y frágil que se sentía tan natural sobre la piel, la embellecía. Las risas de las dos muchachas, las miradas de admiración que le dedicaron a Henry Kramer, todo eso la embellecía a ella. El vestido, el hombre atractivo, el coche de lujo… todas aquellas cosas propiciaban que Ruth también se sintiera preciada y valiosa.

Henry la observó con una mirada escrutadora, pero a Ruth no le salió ninguna palabra de agradecimiento.

—¿No nos vamos? —preguntó ella finalmente—. Me muero de hambre.

—Como quiera la señora.

Henry Kramer pisó el acelerador y se deslizaron por la ciudad de Lüderitz en dirección a la iglesia del peñón.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ruth.

—A un hotel en primera línea de playa. Ya sé que le gusta comer bien. El buen comer se encuentra sin duda entre las cosas más bellas de la vida. De vez en cuando todo el mundo tendría que hacer un banquete. Y hoy es el día idóneo para ello, ¿no cree?

Se detuvieron delante de un edificio de piedra justo delante del mar. Las olas golpeaban la playa con suavidad; las gaviotas graznaban por encima de sus cabezas.

—¿Y bien? —preguntó Kramer—. ¿Le gusta?

Ruth contempló la luz cálida que emergía de un sinfín de antorchas clavadas en el suelo alrededor de una pequeña alberca.

—Sí —contestó ella—. Me gusta este lugar.

Se bajó del coche y fue andando con torpeza por la gravilla con sus nuevos zapatos negros de tacón. Una vez casi estuvo a punto de torcerse el tobillo, por lo que Henry tuvo que agarrarla del brazo.

—¿Me cree ahora cuando le digo que este tipo de zapatos lo idearon los hombres?

Ruth asintió sin pronunciar palabra y la dejó asombrada que la agarrara del talle. Kramer había reservado una mesa para dos personas en un rincón de la terraza. Ya estaba puesta. Había porcelana alemana, vasos de cristal, cubertería de plata y servilletas de Damasco de seda. En el centro resaltaba un candelabro de plata del que manaba una luz suave de velas. Olía a adelfas.

El viento que llegaba a aquel rincón era cálido y suave. En el cielo brillaban las estrellas como un precioso collar de diamantes.

—Este lugar es maravilloso, de verdad —dijo Ruth en voz baja.

—¿El ambiente ideal para una mujer bella?

El camarero llegó y les tendió la carta de bebidas, pero Kramer no la miró sino que, sin preguntar a Ruth, pidió dos copas de champán como aperitivo.

El champán llegó y ambos brindaron.

—Por las próximas veladas de ensueño con usted —propuso él como brindis.

A Ruth le habría gustado decir algo, pero no supo qué. Se sentía un poco aturdida. Kramer había cogido las riendas de la noche y a Ruth no le quedaba más que admirarlo todo. No estaba acostumbrada a aquello y la irritaba. Al mismo tiempo disfrutaba de no tener que ser la responsable de todo por una vez, de dejar que las cosas pasaran, y confiar en un hombre. ¿Y quién merecía más confianza que Henry Kramer? Un hombre que hasta le había comprado un chal para sus hombros desnudos.

—Gracias —dijo ella simplemente, pero Kramer hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Yo soy quien tiene que darle las gracias. No todos los días tengo la oportunidad de llevar a una sirena a cenar. Y siguiendo con el mismo tema, ¿a las sirenas les gustan las ostras? ¿O fuera del agua prefieren comer carne?

Ruth no había comido nunca ostras. ¿De dónde iba a sacarlas en Salden’s Hill? En cambio, en casa comía carne casi cada día, por lo que sentía una gran curiosidad por probar los frutos del mar de los que tanto había oído y sin los que, tal y como Corinne le había contado, los guapos y ricos del mundo no podían vivir. Pero ¿cómo se comían las malditas ostras? Ya se veía allí sentada, manipulando una ostra durante un buen rato y con torpeza hasta que se le escurriera por el canalillo. No pudo evitar reírse.

—¿De qué se ríe?

—Nunca he comido ostras.

—Pues ya va siendo hora.

Henry Kramer pidió una docena de ostras para cada uno como entrante. Mientras esperaban la cena, Ruth preguntó lo que quería preguntarle desde la primera vez que lo vio:

—¿Por qué se interesa por mí? Quiero decir, un hombre de ciudad, seguramente acomodado y de mundo… ¿por qué quiere estar con una mujer de campo como yo, que seguramente todavía lleva algo de mugre de cabra debajo de las uñas?

Henry Kramer se apoyó la barbilla en la mano y se quedó mirando a Ruth un largo rato.

—¿No se lo puede figurar usted misma? —le preguntó finalmente.

Ruth negó con la cabeza.

—En la ciudad todo es artificial, las luces, los olores, las mujeres. La mayoría de ellas ya no sabe reír o llorar de verdad. Si lloran, solo es por ellas mismas. Si hablan, siempre es para coquetear. Si ríen, lo hacen como un coche ruidoso. No van a nadar al mar porque les estropearía el peinado. No van a caminar por el campo porque no tienen el calzado adecuado y les podrían salir ampollas. No van en bicicleta por miedo a formar unas pantorrillas musculosas. No van a pescar porque no saben estar calladas y además tienen miedo de oler luego a pescado y algas. Para todo lo que pasa, para todo lo que hacen, necesitan un manual de instrucciones. Se han olvidado de cómo ser ellas mismas y dan más credibilidad a las revistas estúpidas que a sus propios instintos.

—¡Oh! —dijo Ruth sin que se le ocurriera nada más.

—Usted es diferente, Ruth. En usted todo es auténtico. Si ríe es porque está contenta, porque hay algo que la alegra. Si tuviera que ir a una caminata con esos zapatos, seguramente después de pocos metros los tiraría y seguiría andando descalza. Y apuesto a que ya se ha bañado muchas veces de noche en un río sin que le importe su pelo. Seguramente ni siquiera llevaba puesto un traje de baño.

Ruth se ruborizó. Tenía razón, ella no tenía traje de baño. Y se había bañado a menudo desnuda en el río. Sin embargo, a él no se lo imaginaba con facilidad en una granja. Con su coche, sus trajes caros y sus uñas inmaculadas, simplemente no era un hombre de campo.

Cuando el camarero trajo las ostras, Ruth observó el plato con un aire entre confuso y divertido. Estaba lleno de cosas extrañas de color marrón negruzco y rodajas de limón puestas encima de una gruesa capa de hielo. Con cuidado, dio un golpecito con el dedo sobre una de aquellas cosas.

—Así que esto son las ostras.

—Exacto, recién traídas de la costa. Frescas del día. Desde Lüderitz se exportan a todo el mundo, ¿y sabe por qué? La corriente de Benguela hace que aquí las ostras maduren más rápido que en Europa. Después de nueve meses ya se pueden coger. Están consideradas las mejores ostras del mundo. En París, por ejemplo, solamente se consiguen en los restaurantes más caros. Y en Londres hay un centro comercial muy famoso en el que se pueden comprar. En Berlín también. Seguro que ya ha oído hablar del KaDeWe.

Ruth negó con la cabeza.

—Los centros comerciales no me interesan especialmente. Y menos todavía si no puedo comprar en ellos. ¿Yo qué voy a saber que en algún sitio hay un KaDeWe? ¿Qué tienen de especial las ostras? No tienen un aspecto muy espectacular, precisamente.

—El sabor, Ruth. Lo que tienen de especial es su sabor único. No hay nada en el mundo que sepa igual. Además se dice que las ostras son afrodisíacas.

Ruth frunció el ceño, cogió una ostra con la mano y la roció con limón como había visto hacer en la mesa de al lado.

—¿Y ahora?

—Ahora llévesela a la boca y sórbala.

Ruth hizo lo que Kramer había dicho. Levantó la ostra y sorbió… y se estremeció.

—¿Qué pasa?

—Creo que esta estaba en mal estado —dijo Ruth.

Henry Kramer cogió la concha vacía y la olió.

—¡Huele que es una delicia!

—Puede ser, pero sabe como el agua sucia del puerto.

En ese momento Henry Kramer se echó a reír, tanto, que echó la cabeza hacia atrás. Tardó un rato en tranquilizarse, en el que Ruth se quedó sentada, con pinta de tonta.

—Las ostras no… ¡usted sí que es una delicia! ¡Como el agua del puerto! ¿Sabe lo que le digo? Que tiene razón. Las ostras no tienen buen sabor. Seguramente todo el mundo piensa como usted pero nadie se ha atrevido a decirlo en voz alta. ¡Que se lleven las ostras! —exclamó, haciendo una señal al camarero y pidiéndole que retirara las ostras.

—¿No están en buen estado, señor? —preguntó el camarero desconcertado.

—Saben como el agua sucia del puerto —comentó Henry Kramer, y volvió a echarse a reír al ver la cara perpleja del camarero.

—¿Le traigo otras frescas?

—No, gracias, tráiganos un plato de filetes de antílope y unas patatas fritas de guarnición.

Cuando el camarero se hubo marchado con las ostras, Ruth se fue moviendo de un lado a otro en el asiento.

—He dicho algo malo, ¿verdad? He metido la pata y le he dejado a usted en ridículo.

—No, no piense eso. —Henry extendió la mano sobre la mesa, le cogió la suya y se la acarició suavemente—. Es lo que le decía antes, usted es auténtica. Dice lo que piensa y no se deja engañar por las apariencias.

—Gracias —dijo Ruth, creyendo que era lo que tenía que decir en aquel momento. Como antes, tampoco ahora se sentía extraordinariamente bien.

—Esta tarde no ha contestado a una de mis preguntas —dijo él cambiando de tema—. ¿Qué le ha traído hasta Lüderitz? ¿Qué hace aquí?

Ruth hizo un gesto negativo con la mano.

—Nada, tengo que solucionar algunas cosas.

—¿Y no las puede solucionar en Windhoek o en Gobabis? Las dos ciudades están mucho más cerca. ¿O es verdad que es una sirena y tiene que volver de vez en cuando al mar?

Ruth miró hacia el mar. Se oía el oleaje y se respiraba el olor a sal. A continuación, sacudió la cabeza.

—En realidad ya no sé exactamente lo que quiero hacer aquí. O lo que quería hacer.

En aquel momento Ruth se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad. Había vida más allá de la granja. Todavía no estaba segura de creérselo, pero ya no podía contener aquella vocecilla que lo afirmaba en su interior. Era como si de pronto viera la vida con otros ojos. Había tantas cosas que no sabía, y de repente experimentó unas ganas inmensas de conocer el mundo y a la gente que vivía en él.

Henry Kramer apoyó el antebrazo en la mesa y se inclinó ligeramente hacia ella.

—¿Por qué motivo se fue? —preguntó él. Su rostro tenía un aire atento y concentrado, y su mirada benefactora descansaba sobre ella.

Ruth se encogió de hombros.

—Quería irme lejos. En casa las cosas se pusieron muy complicadas de repente.

—¿Qué quiere decir?

—¿Seguro que lo quiere saber?

—Sí, claro —contestó Henry Kramer—. Sería un honor para mí que me dejara involucrarme en su vida.

Ruth lo miró desconcertada. Odiaba que los hombres solo supieran hablar de sí mismos, y en cambio, para aquel, era un honor escuchar su historia. Aquello nunca le había ocurrido. Horatio también había querido involucrarse en su vida, pero quién sabe lo que pretendía con ello. Henry Kramer, en cualquier caso, se interesaba de verdad por su vida. De eso estaba segura.

—Mi granja está al borde de la quiebra —empezó a explicar, dubitativa—. A mi madre ya le va bien. Ella hace tiempo que sueña con vivir en la ciudad. Pero toda mi vida, lo que quiero, mi hogar, mi tierra, mi ganado, todo se ve amenazado. Antes de que acabe el año tengo que reunir quince mil libras inglesas. Si no, subastarán Salden’s Hill. O todavía peor, me tendré que casar.

—¿Y todo eso qué tiene que ver con Lüderitz?

—No lo sé. Nada, seguramente. Estuve en el banco en Windhoek y acabé metida en una manifestación de negros. Una mujer murió en mis brazos. Sus últimas palabras fueron el nombre de mi abuela, Margaret Salden. Nunca conocí a mi abuela. Llevaba años desaparecida cuando nací yo.

—¿Y ahora la está buscando?

—Sí. Desapareció en 1904 y abandonó a su hija, a mi madre.

Henry Kramer asintió.

—Debió verse en un gran apuro. Ninguna mujer abandona a su bebé recién nacido así sin más.

Ruth movió la cabeza.

—Quizá —dijo, pero entonces se calló, tomó la copa y bebió mientras Kramer seguía mirándola con interés. Le podría haber hablado del diamante, del Fuego del Desierto, pero entonces él podría pensar que codiciaba la piedra y su valor. Pero no era ese el caso, la piedra le era indiferente.

—¿Y no ha vuelto a tener noticias de su abuela?

—No.

—¿Y por qué ha venido a buscarla precisamente a Lüderitz?

Ruth sonrió.

—Un anciano que conoció a mi abuela me dijo que tenía que venir aquí. Dijo que en Lüderitz empezaban y acababan todas las pistas.

Henry Kramer hizo una mueca.

—¿Y cómo lo sabía el anciano?

—No lo sé. Quizá sepa más de lo que me dijo. En cualquier caso, ahora estoy en Lüderitz. Estuve en el archivo del Diamond World Trust.

—¿Y bien? —preguntó Henry Kramer, adoptando de pronto un aire tenso—. ¿Qué encontró allí?

Ruth se encogió de hombros.

—Nada.

Henry Kramer se echó hacia atrás.

—¿Y entonces? ¿Piensa seguir buscando?

—No lo sé. De verdad que no lo sé. Seguramente mi abuela lleva mucho tiempo muerta y yo estoy perdiendo el tiempo aquí en lugar de luchar por Salden’s Hill. Tendría que regresar. Quizá consiga vender mis corderos a buen precio y conservar parte de mis tierras.

Henry Kramer asintió. Le tomó la mano y se la apretó suavemente.

—Sí, las antiguas historias también pueden traer decepciones consigo. Parece que su granja la necesita.

Ruth arqueó las cejas.

—¿Así que usted también quiere que vuelva a Salden’s Hill? —preguntó.

Henry Kramer se echó a reír.

—¡No, por Dios! Daría lo que fuera por que se quedara más tiempo en Lüderitz. Mire, Ruth, usted me gusta tanto que no puedo ni ser egoísta. Pero si me permite que se lo diga, puede estar segura de que disfruto cada hora que paso con usted y que solo espero una cosa: que el tiempo se detenga. Y si le puedo ser de ayuda en su búsqueda, no se lo piense dos veces y dígamelo.

Ruth le dio las gracias con un movimiento de cabeza. Eran justo las palabras que había esperado. Era una sensación tan agradable estar junto a Henry… En su presencia se sentía comprendida y protegida como no se había sentido antes con ningún otro hombre.

Los platos principales interrumpieron los pensamientos de Ruth. El camarero los sirvió con un gesto inexpresivo. Mientras comían reinó el silencio. Ruth casi se había convencido de que realmente era mejor volver. Pero entonces no volvería a ver a Henry Kramer. No habría más cenas románticas, nadie que le dijera que era guapa y auténtica y divertida. Ruth exhaló un suspiro.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre.

—Nada —respondió Ruth—. Es que esto es tan bonito con usted que no puedo evitar pensar que pronto se acabará.

—No tiene por qué, Ruth —contestó Henry cogiéndole de nuevo la mano—. En usted he encontrado un tesoro, y a un tesoro no es fácil renunciar. Gobabis no está en el fin del mundo.

Ruth tragó saliva y bajó la mirada.

El camarero llegó, retiró los platos y les sirvió vino blanco frío en las copas. En aquel preciso instante se oyó música. Un pequeño cuarteto de cuerda había entrado en la terraza e iniciaba ahora el baile.

Henry Kramer se levantó, se abrochó la chaqueta de la americana y se inclinó galantemente ante Ruth.

—¿Me concedería este baile?

—Yo… yo no sé bailar —contestó Ruth.

—Ruth, esto es un vals. No hay ninguna mujer que no sepa bailar el vals. Solo hay hombres que no saben llevar a las mujeres. Venga, confíe en mí.

Él la ayudó a levantarse y le pasó la mano por la cintura. Y Ruth bailó el vals. Era tal y como le había dicho. Su cuerpo reaccionaba ante el movimiento más delicado de sus manos, girándose a la izquierda y a la derecha. Se sentía ligera y airosa en sus brazos. Sentía de repente como si sus pies obedecieran a una fuerza desconocida por ella hasta entonces. Todo en ella, todo, se transformó en música.

Cuando el vals llegó a su fin, ella estaba delante de Kramer, casi sin aliento, y lo miraba con los ojos brillantes. Él le puso las manos en la cara y le devolvió la mirada. Entonces se acercó lentamente a ella. Ruth vio sus labios, su boca tierna con un aire voraz, pero, ¡ay!, era tan lisa y tan suave y la tenía tan cerca… Y cuando los labios de él rozaron su boca, delicados como una mariposa, como un soplo de viento cálido, Ruth cerró los ojos y se inclinó hacia él.