8

Horatio se lamentó y se llevó las manos a la espalda dolorida.

—Creo que nunca en mi vida había estado tan sucio.

Estaba frente a la casa señorial y se esforzaba por quitarse la mugre de los zapatos junto al muchacho joven que se hacía llamar Tom.

—Para ser un hombre de ciudad te has deslomado.

Tom abrió dos botellas de cerveza Hansa Lager y le tendió una a Horatio. A continuación, ambos bebieron con un sonoro «¡ah!» y se limpiaron la espuma de la boca.

—Y la chica, la granjera de Gobabis, ¿cómo dices que se llama?

—Ruth.

—Bueno, es mejor que todas las chicas de por aquí. Una así nos haría falta aquí en la finca. ¿Sabes algo más de ella?

Horatio sacudió la cabeza.

—Tiene una granja propia y no creo que esté muy pendiente de los hombres.

Tom frunció el ceño.

—¿Por qué no? Todas las chicas quieren casarse, sean granjeras o no. Está en su naturaleza. Lo de tener hijos y eso.

—En la suya no.

—¿Y cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado?

Horatio se echó a reír:

—Mírame, soy negro. ¿Alguna vez has visto a un negro preguntándole a una blanca por sus planes de boda?

Tom sonrió de mala gana y a continuación chocó su botella contra la de Horatio.

—Tienes razón, compañero. No lo he visto nunca. Pero eso no quiere decir que no pueda pasar. Entonces, ¿crees que podría tener yo alguna posibilidad con ella?

Horatio observó a Tom. Era un muchacho alto con manos fuertes y una cara que inspiraba confianza y honradez. Sin duda sería un buen marido y un padre orgulloso. Pero la idea de ver a Ruth junto a aquel hombre no le agradaba en absoluto.

—Olvídate del tema. Por lo que sé, ya está comprometida.

—Ya me lo había imaginado —respondió Tom—. No hay muchas mujeres como ella por aquí.

Ruth estaba bajo la ducha, disfrutando del agua caliente. Le dolía la espalda después de haber pasado horas encorvada. Sin embargo, sonreía al pensar en Horatio, que había estado arrimando el hombro como si su trabajo fuera ayudar a esquilar cada día. Se había arremangado los pantalones y se había limitado a echar una mano sin formular muchas preguntas. El ambiente de trabajo le había resultado inesperadamente agradable, ya que entre aquellos hombres, a diferencia de los de Salden’s Hill, no había una competición por ser el mejor esquilando o el más rápido, sino solamente trabajo y concentración interrumpidos por pequeñas pausas en las que, sin mediar palabra, se iban pasando las cervezas.

Hacer, hacer, y no preguntar ni hablar demasiado. Era una forma de trabajar, una forma de vivir que Ruth apreciaba mucho. Hablando, tal y como le habían enseñado, no se solucionaba nada.

Más tarde, sentada junto a los demás delante de la chimenea después de una comida compuesta de costillas de cordero, alubias y tocino, se sentía ligera, casi libre de preocupaciones. Sostenía una botella de cerveza en la mano y miraba las llamas. Una de las ventanas estaba abierta y el fresco de la tarde penetraba por ella haciéndola tiritar.

—¿Por qué no está usted en su granja? —le preguntó Walther, el mayor, que resultó ser el padre de Tom.

Ruth no se lo pensó mucho para responder. Se encontraba tan a gusto en aquella casa, se sentía tan protegida entre gentes de su misma clase, que dejó a un lado su desconfianza habitual.

—Mi granja está al borde de la quiebra. Tendría que casarme con el vecino para salvarla, pero sé que quiere montar una lechería, quiere devastar mis tierras y… —vaciló durante un instante— y dominarme a mí también. Y no puede ser. En cualquier caso, yo soy la única que quiere salvar la granja. Mi madre preferiría vivir en la ciudad.

Walther asintió.

—Para los granjeros es difícil, y todavía más para las granjeras —dijo el hombre—. Algunos de por aquí también han tenido que tirar la toalla. Pero ¿por qué quieren ir a Lüderitz?

Ruth miró a los ojos al hombre mayor. En ellos vio interés y ganas por saber de ella.

—Mis abuelos, según dicen, se vieron involucrados en el levantamiento de los nama y de los herero —explicó ella—. Mi abuelo perdió la vida y mi abuela desapareció con un diamante muy valioso. Me gustaría averiguar lo que pasó entonces en Salden’s Hill, asegurarme de que realmente es de donde soy y de que merece la pena luchar por la granja —dijo, y se echó a reír un poco cohibida—. Pero quizá también esté buscando fuerzas para lo que me espera.

Walther asintió con tranquilidad y a continuación se dirigió a Horatio.

—¿Y usted? ¿También es de Salden’s Hill?

El historiador negó con la cabeza.

—No, yo estoy trabajando en la historia de mi pueblo, los nama, y espero encontrar más informaciones al respecto en los archivos de la Compañía de Diamantes de Lüderitz.

Walther volvió a asentir con tranquilidad. Entonces Tom empezó a hablarles de su granja, de un programa de cría programada y de un nuevo sistema para combatir las malas hierbas de los prados. Walther señaló con el dedo a Horatio y Ruth no pudo evitar echarse a reír al verlo. El historiador estaba tumbado en el sillón con las piernas estiradas y los brazos colgando por encima de los reposabrazos a izquierda y a derecha. Las gafas se le habían resbalado por la nariz y tenía la cabeza apoyada sobre el pecho. Iba profiriendo leves ronquidos.

Walther se levantó.

—Os he preparado una habitación, podéis ir a dormir. Todos estamos cansados. Justo después del desayuno me ocuparé del Dodge.

Hizo una señal con la cabeza a Tom y este se dirigió al negro y le dio un golpecito en el hombro hasta que abrió los ojos.

—Ven, te enseñaré dónde puedes dormir.

Una vez que ambos hombres salieron de la habitación, Ruth se levantó.

—Yo también me voy a la cama.

—Un segundo, chica —le pidió Walther, que había vuelto de nuevo.

Ruth volvió a sentarse.

—¿Sí?

—¿Confías en él? En el negro, quiero decir.

Ruth se encogió de hombros.

—No lo sé. Hasta ahora solo he tenido buenas experiencias con él, pero apenas lo conozco.

Walther se encendió un cigarrillo y fue expulsando el humo lentamente.

—¿Qué sabes tú sobre los nama?

Ruth sacudió la cabeza.

—No mucho, lo que saben todos los blancos.

—¿Y qué sabes del diamante Fuego del Desierto?

Ruth no pudo evitar estremecerse cuando Walther pronunció el nombre del diamante. No estaba segura de haberlo mencionado durante la conversación.

—Nada —respondió.

—Pues entonces te contaré yo algo. Una parte de los nama creen que la piedra Fuego del Desierto es el mayor tesoro de su tribu. El diamante contiene el fuego sagrado y en él no se puede extinguir nunca ese fuego. La piedra es una reliquia y un dios a la vez. En su brillo se muestra su poder. Vigilado por el jefe de los nama, el Fuego del Desierto siempre ha protegido a los negros de las desgracias. Hasta el día en que llegaron los blancos. Ellos robaron el Fuego del Desierto, les arrebataron a los negros sus tierras y sus mujeres y los esclavizaron. Las creencias de los nama afirman que la pérdida del diamante ha provocado el sufrimiento de los nama, y que este sufrimiento no se acabará hasta que el jefe de la tribu no haya recuperado el Fuego del Desierto. ¿Lo entiendes, chica? —dijo Walther, mirándola con insistencia.

Ruth sacudió la cabeza.

—¿Qué quiere decir con eso? Que el «diamante del desierto» es sagrado y que simboliza el alma del pueblo, eso ya lo sabía yo.

—Los nama siguen buscando la piedra aún. Todavía siguen mandando a muchachos jóvenes y fuertes para que la encuentren.

—¿Y usted cree que Horatio también anda buscándola? ¿Que me está utilizando para llegar a ella?

Walther se encogió de hombros.

—No quiero decir nada. El joven ha trabajado muy bien, tiene un semblante honrado y es bueno con los animales. Solo quería advertirte. De granjero a granjera.

Ruth le dio las gracias. Le gustaba Horatio, sus maneras torpes pero esforzadas, su sonrisa blanca. Se sentía cómoda en su presencia, ni muy gorda ni muy delgada, sino en el punto justo. Él le daba la sensación de que podía ser tal y como era. Aunque tampoco le había pasado inadvertido que él, en ocasiones, la miraba pensativo, como si se preguntara hasta qué punto podía serle útil. En aquellos instantes era cuando le asaltaban las dudas.

Se llevó la mano a la cinta de cuero que sujetaba la piedra de Mama Elo. Cuando la tocó mirando las llamas de la chimenea que estaban ya extinguiéndose, le aparecieron imágenes en la oscuridad. Una mujer joven se hallaba en un cerro verde, el mismo que en su primera visión. La mujer miraba al horizonte, protegiéndose los ojos del sol con la mano. Apareció un jinete. Se acercaba rápidamente y la joven se llevó las manos a la garganta por la excitación y fue dando pasitos hasta que no pudo contenerse más y echó a correr al encuentro del jinete.

—¡Wolf! —le gritaba—. ¡Wolf!

Y él también gritó, espoleando más a su caballo.

—¡Rose mía! ¡La más bonita de todas las rosas!

Se abrazaron, se besaron. Una y otra vez la mujer cogía la cabeza del hombre entre sus manos y lo miraba. Una y otra vez le pasaba los dedos por los hombros como si le costara creer que había regresado.

—Me aprietas —dijo el hombre, soltándose con cuidado—. Ahora todo irá bien, Rose mía. Ahora empieza nuestra vida —dijo, sacándose de la cartera un certificado con un sello lacrado, y se lo tendió a la muchacha.

Ella lo cogió, lo leyó, abrió bien los ojos y gritó:

—¡Salden’s Hill! Lo has conseguido. Nuestra granja, nuestra propia granja.

Entonces se colgó del cuello del hombre.

—Sí, Salden’s Hill. Pero eso no es todo, amor mío.

—¿Ruth? ¡Ruth! ¿Está todo bien?

—¿Cómo? —Ruth se estremeció como si acabara de despertarse de un sueño. Se miró el vello del antebrazo, que se le había erizado—. No es nada, debo de haberme quedado traspuesta.

Walther estaba delante de ella. Le había puesto una mano en el hombro.

—Ve a dormir, chica. Mañana será otro día.

A la mañana siguiente, Walther arregló el Dodge, les llenó los bidones de agua y deseó un buen viaje a Ruth y a Horatio.

Entretanto, el camino se había vuelto como mínimo transitable, así que después de dos horas Ruth y Horatio se desviaron por la B1 que, para su alegría, también se encontraba en buen estado.

—¿Qué, tiene agujetas de ayer? —preguntó Ruth, que hasta entonces había estado muy parca en palabras. Se había pasado la mañana pensando en las palabras de Walther, había pasado revista mentalmente a todas las conversaciones que había tenido con Horatio. Ruth no era una mujer que pudiera vivir en la inseguridad. Tenía que saber a toda costa a qué atenerse con Horatio.

—Bueno. Uno se acostumbra. Al trabajo, quiero decir.

Horatio miró por la ventanilla con aire relajado. Llevaba una camiseta que Tom le había regalado por lo sucia que había quedado su camisa.

De pronto, Ruth frenó el vehículo, se apeó a un lado de la carretera y miró a Horatio a los ojos.

—¿A quién pertenece el Fuego del Desierto en realidad? —le preguntó.

—¿Qué? —Horatio retiró los pies de la guantera.

—¿A quién pertenece el diamante Fuego del Desierto?

—¿A qué viene esto?

—La piedra tiene que tener un dueño, ¿no? Todo tiene un dueño. Usted ha venido conmigo para recuperar la piedra para los nama. Usted ha venido conmigo para que los blancos no puedan dominar más a los negros. ¡Admítalo de una vez!

Horatio sacudió la cabeza. Se echó a reír, pero no era una risa de alegría. Volvió a sacudir la cabeza, se bajó del vehículo y caminó unos cuantos pasos por la carretera.

Ruth también se bajó del Dodge, pero se sentó unos pasos más allá, debajo de una acacia, y observó el enorme nido que los pájaros tejedores habían construido en el árbol. Llena de admiración, contempló las múltiples entradas que, a buen seguro, daban cobijo a trescientos pájaros. En Salden’s Hill también había un árbol con un nido como aquel. Tenía un diámetro de aproximadamente dos metros y Ruth lo recordaba siempre allí. Ian le había contado que aquellos nidos podían durar hasta treinta años, y Ruth siempre había estado fascinada por el arte constructivo de aquellos pájaros grandes como la palma de la mano.

Horatio dio media vuelta y se acercó a ella lentamente. Se quedó de pie a un paso de ella, mirándola. Le temblaban los labios, tenía las aletas de la nariz hinchadas de la rabia, los ojos le brillaban por detrás de los cristales de las gafas.

—¿Sabe lo que es usted? —le preguntó, y prosiguió sin esperar respuesta alguna—. Usted es una blanca reaccionaria, una racista, por no decir algo peor.

Ruth arrancó un manojo de hierba, lo masticó sin inmutarse y asintió.

—Eso lo dicen todos los negros de los blancos alguna vez. Y ahora empieza usted. Cuénteme, entonces, ¿por qué está a la caza del Fuego del Desierto?

Horatio resopló de nuevo, pero a continuación se sentó al lado de Ruth.

—No se trata del diamante. Eso es una superstición. Los negros jóvenes, sobre todo los de las ciudades, ya no creen que una piedra pueda cambiar su destino. Muchos de ellos se han unido a la SWAPO, luchan en la clandestinidad contra la opresión del régimen de apartheid. Ya verá, la SWAPO no tardará mucho en ser oficial.

—¿Y si no se trata del diamante, qué es lo que pretende? ¿Y a quién le pertenece de pleno derecho?

Horatio se quedó callado. Miró hacia el campo, observando algunos buitres que debían estar dando vueltas sobre el cadáver de un antílope, una gacela, un ñu o un kudu.

—Por ley, el diamante le pertenece a su familia, a la familia Salden. En cualquier caso, lo encontraron en su posesión y así lo registraron. Hay una sentencia judicial al respecto. Es del año 1905 y sigue todavía vigente. Pero ¿de qué sirve una sentencia si su abuela desapareció con la piedra?

—De nada —afirmó Ruth—. Y por eso también puede decirme por qué anda tras el diamante. Y, además, ¿cómo sabe lo de la sentencia? ¿Por qué no me había dicho nada?

—Vayamos por partes. Lo primero, dígame, ¿qué iba a hacer yo con un diamante? —preguntó Horatio con aire cansado, pero a Ruth no le entraba en la cabeza que no tuviera ningún uso que darle—. Lo segundo, hemos estado juntos en los archivos del Allgemeine Zeitung. Lo he leído en un artículo de 1924. Pensaba que usted también lo habría leído.

Keetmanshoop, la pequeña ciudad del sur del país, antes solía llamarse Swartermodder, es decir, lodo negro. La habían fundado antaño los alemanes, y la Compañía Misionera del Rin había construido una pequeña iglesia en 1866 y le habían cambiado el nombre por el de Keetmanshoop. Ruth se acordaba de todo aquello por las clases de historia de la escuela.

Miró a su alrededor con curiosidad. Al parecer, la ciudad actual era sobre todo un asentamiento formado por casas simples y medio abandonadas y un centro urbano en el que las calles no tenían nombre sino un número. No había restaurantes ni pubs, pero sí un salón de café, una gasolinera, una tienda de comestibles, un médico alemán, la Oficina de Correos Imperial y una estación en la que los trenes de Windhoek hacían parada de camino a Lüderitz.

Ruth encontró una habitación barata en el antiguo local de una sociedad de tiro, pero a Horatio solamente le ofrecieron una habitación en un ala del edificio, sin agua corriente ni electricidad. A pesar de eso, ambos fueron a pasear por la ciudad aquella tarde. No había nadie por las calles. Ni siquiera en el barrio de los negros había gente sentada en las típicas sillas de plástico frente a las puertas. En una antigua plaza, el viento iba arremolinando un periódico viejo. Por lo demás, Keetmanshoop permanecía abandonada y en silencio.

Ruth y Horatio se detuvieron delante de la iglesia de los misioneros. En los últimos tiempos había sido objeto de algunos conflictos. Los habitantes de la ciudad querían conservar la iglesia, pero el gobierno de Sudáfrica la había cerrado dado que sostenía que en medio de una ciudad de blancos las misiones no tenían ningún sentido. La puerta estaba cerrada con candado por esa razón, en el banco que había junto a la entrada faltaba un tablón y la plaza estaba cubierta de cagadas de pájaros.

—Dios mío, qué lugar más horrible —constató Ruth—. Parece increíble que alguien pueda vivir, reír o amar aquí. —Fijó la mirada en una pickup que pasaba junto a ellos, un Chevrolet de color negro lacado, cuyos cristales traseros estaban cubiertos con papel oscuro—. Pero parece que para algunos la ciudad sigue guardando mucho interés.

Horatio lanzó una mirada fugaz al vehículo y se encogió de hombros con indiferencia.

Ruth se protegió los ojos con la mano para poder ver mejor. La pickup se detuvo delante de un pequeño albergue. De él salieron tres jóvenes negros. Uno de los hombres le pareció vagamente familiar, pero Ruth no recordaba dónde podría haberle visto antes. Tenía una memoria horrorosa para las caras humanas, pero por otro lado podía distinguir casi a todas y cada una de sus ovejas caracul. Las personas se parecían demasiado entre sí, pensaba. Dirigió a Horatio una mirada inquisidora, pero él le había dado la espalda al Chevrolet y observaba la fachada de la pequeña iglesia sin ver cómo los tres tipos desaparecían por una angosta calle lateral.

De pronto, Ruth tuvo una idea. Si tenían que pasar la noche en aquel pueblo de mala muerte, al menos que valiese la pena. Volvió a mirar rápidamente a Horatio, que seguía escrutando la pared con fervor como si quisiera dibujarla. Acto seguido se alejó de allí sin pronunciar palabra.

Rápidamente encontró lo que buscaba. La Oficina de Correos Imperial se hallaba en la plaza mayor de la ciudad, delante de una plaza en la que crecían un puñado de árboles y que los habitantes llamaban «Central Park». O como mínimo así lo identificaba un cartel.

El vestíbulo de la oficina de correos era pequeño y frío y se encontraba tan desierto como el resto de la ciudad. Una mujer joven estaba sentada detrás de un mostrador, aburrida, mirándose las uñas.

—Perdone, estoy buscando un archivo de la historia de la ciudad o algo por el estilo.

La mujer frunció el ceño.

—No sé si hay algo así en Keetmanshoop. Vaya a ver a Sam Eswobe. Si hay alguien que sepa algo de la ciudad, ese es él.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

La joven se quedó un momento pensativa.

Un negro anciano que acababa de entrar arrastrando los pies acudió en su ayuda.

—¿Dónde puede estar Sam? —dijo entre risas—. Su vieja le habrá echado de casa a escobazos. Estará sentado bajo el aloe, junto al cementerio.

Ruth le dio las gracias y le pidió que le indicara cómo ir al cementerio. Ya de camino, estuvo alerta por si veía a los tres jóvenes negros, pero solamente se cruzó con un perro vagabundo, dos gallinas que se peleaban por unos granos de trigo y dos mujeres herero, reconocibles por sus grandes cofias y sus anchos vestidos de colores, que estaban de cháchara bajo un árbol. Por una ventana abierta ondeaban unas finas cortinas al viento, y en algún lugar se oía a un hombre silbar. Más allá de eso, la ciudad seguía como muerta.

Vio el árbol de delante del cementerio ya desde la lejanía, estirando sus ramas de unos cinco metros hacia el cielo. Cuanto más se acercaba Ruth, mejor distinguía la corteza pergaminosa del árbol. Una vez su padre le había explicado que antiguamente los negros vaciaban las ramas para fabricar aljabas para las flechas. Aun así, a Ruth aquellos árboles le recordaban más a dientes de león, enormes dientes de león semicirculares.

Debajo del árbol había un banco y, sentado en él, un anciano. Llevaba un sombrero como los granjeros blancos. Sí, ese debía de ser Sam Eswobe. Así lo había descrito la mujer de la oficina de correos.

Ruth se acercó a él.

—Buenos días, ¿es usted Sam Eswobe?

—Sí, soy yo, señorita. Sam. Así me llamo —dijo al tiempo que se levantaba el sombrero mugriento con un dedo y se quedaba observándola. A continuación le indicó que se acercara con un guiño—. Venga, señorita. Tengo mala vista. Solo veo lo que tengo justo delante —añadió, riéndose entre dientes—. Y aun así, solo veo la silueta.

—Oh, lo siento.

—No tiene por qué sentirlo, señorita. También tiene ventajas no tener que verlo todo. Venga acá, siéntese conmigo.

El hombre dio un golpecito con la mano en el banco y Ruth se sentó.

—A juzgar por su voz, es usted blanca. Habla afrikáans como la gente de allá arriba, de Gobabis. Todavía es joven y probablemente muy guapa, pero usted todavía no lo sabe.

—Sí, es verdad, vengo de Gobabis. Pero guapa no soy.

—¿Por qué no? —preguntó el anciano.

—¿Que por qué no soy guapa? —le preguntó ella de nuevo, desconcertada.

—Sí.

—Lo dice como si fuera decisión mía. Soy un poco fornida, como mi padre. Tengo el pelo rojo y rizado, y pecas en la cara como moscas en un matamoscas.

El hombre se echó a reír.

—Ya lo decía yo: usted es guapa. Y la belleza, niña mía, no tiene nada que ver con un culo gordo o un pelo rebelde. Solo hace falta que usted misma se vea guapa y los demás la verán así también.

—Si fuera tan fácil —dijo Ruth con un suspiro.

—Es así de fácil, créame. Ya ve que no se necesitan buenos ojos para ver.

Ruth se rio cohibida y preguntó:

—¿Lleva mucho tiempo aquí en Keetmanshoop?

—Toda mi vida. Yo ya estaba aquí cuando se construyó la antigua iglesia de los misioneros. Ya estaba aquí cuando la gran lluvia se la llevó y también cuando la volvieron a construir. Pero entretanto he vivido y trabajado en Kolmanskop —explicó el anciano, y su voz sonó orgullosa al decirlo.

—¿Entonces, es usted uno de los primeros?

—Efectivamente.

—Así pues, debe de saber mucho de diamantes y de dónde encontrarlos, ¿no?

El viejo Sam se incorporó.

—¿Qué quiere saber? ¿Es usted una cazadora de diamantes? —preguntó, adoptando de pronto un aire hostil.

Ruth sintió que había ido demasiado lejos y demasiado rápido y por ello prosiguió con cautela:

—No, no soy cazadora, soy granjera. Pero me gustaría saber cuál es el diamante más grande del mundo.

—El «cullinan» —respondió el anciano como si estuviera en clase. Acto seguido se repantingó en el banco—. Lo encontraron en 1908 cerca de Pretoria. Dicen que pesaba más de una libra, incluso más de seiscientos gramos.

—¿Qué pasó con él?

—Se lo llevaron a Europa y allí lo partieron en cien piedras. La mayor de ellas recibe el nombre de «la gran estrella de África». En la actualidad, las nueve más grandes pertenecen a las joyas de la corona británica.

—¡Oh! —exclamó Ruth sorprendida—, no lo sabía. ¿Y aquí, cuándo se encontraron los primeros diamantes?

El anciano esbozó una sonrisa, puso su mano en la rodilla de Ruth y se inclinó hacia ella.

—Oficialmente en 1908, pero eso es un cuento. Un cuento de los blancos que se creen que la vida empezó aquí con ellos.

—No le entiendo —confesó Ruth.

—Señorita blanca, no hay nada que entender. Los herero, los nama y el resto de tribus del país no eran ni son tan tontas como dicen los blancos. Hace mucho, mucho tiempo, antes de que naciéramos usted y yo, los nama encontraron un diamante que contenía el fuego sagrado.

Ruth contuvo la respiración.

—Cuénteme más sobre esa piedra.

—No hay mucho que contar. Los nama le construyeron un cofre y le rezaban oraciones. Para ellos era una señal, un símbolo de sus sagrados antepasados. Entonces llegaron los blancos y los nama escondieron su reliquia sagrada. Muy pocos sabían dónde estaba la piedra. Nunca permanecía en un mismo lugar durante mucho tiempo, de igual manera que los nama no pudieron quedarse demasiado tiempo en un mismo lugar.

—¿Y ahora dónde está?

El anciano se encogió de hombros, volvió a echarse hacia atrás y se colocó bien el sombrero.

—No lo sabe nadie —contestó rascándose la barbilla con la mano, y a continuación prosiguió—: seguramente es mejor que sea así. La piedra ha desaparecido. Los nama deben confiar en su propia suerte. ¿Lo entiende?

—No —contestó Ruth con toda sinceridad.

—El fuego debe brillar en ellos, y no en una piedra sin vida. La fuerza debe venir del interior de las personas, son ellas quienes deben hacerse responsables de sus propias vidas. Los antepasados no les ayudarán.

—Pero la SWAPO…

—Quizá la SWAPO, quizá cada uno en el sitio donde se encuentre. Los negros pueden aprender mucho de los blancos, y al revés. Lo único que es seguro es que una piedra no es más que una piedra, y que una piedra está fría aunque dentro de ella brille un fuego —dijo el anciano, cruzando los brazos sobre el pecho—. Ahora váyase, chica. Eso es todo lo que sé.

Ruth se levantó.

—Se lo agradezco muchísimo.

El hombre asintió con la cabeza y, cuando Ruth ya se había alejado algunos pasos, le gritó:

—¿Sabe lo que resulta curioso, señorita?

—No.

—Que hacía décadas que nadie preguntaba por el diamante Fuego del Desierto, y hoy es usted ya la segunda persona que lo hace.

—¿Qué? —El interés de Ruth volvió a despertarse. Se le aceleró el corazón—. ¿Ha venido a preguntarle alguien antes que yo?

El anciano asintió. Sin ser consciente de ello, Ruth echó mano de la piedra del collar. El sol de poniente le brillaba directamente en la cara. Fijó la mirada en la bola de fuego roja y de pronto sintió un cosquilleo en la mano que sujetaba la piedra. Y de nuevo volvieron a aparecer unos rostros ante ella.

Vio a una joven embarazada que corría hacia el cerro verde. Se protegía el vientre con una mano y, con la otra, transportaba una cesta de mimbre. Con pasos rápidos se dirigía a una choza de pastores que se hallaba a los pies del cerro. Poco antes de llegar, miró a su alrededor y entonces penetró en el interior de la choza.

Un negro yacía en una cama de paja. Una herida en la pierna le sangraba abundantemente. Se revolcaba por el suelo de un lado para otro, la frente le hervía por la fiebre. La muchacha sacó una botella de agua de la cesta e intentó darle agua al enfermo. A continuación le cubrió la frente con un trapo húmedo, y trató de curarle la herida de la pierna, con lo que el hombre profirió un grito. Ella le puso un poco de sopa en la boca con una cuchara, le cambió el trapo de la frente y le dio más de beber. De pronto se detuvo. Se oía el galope de un caballo. La mujer miró por una ventana sin cristales de la cabaña y vio a algunos jinetes aproximándose. La arena que levantaban formaba una nube tan espesa que la muchacha solo alcanzaba a verles la silueta. Cogió la cesta y metió en ella todo lo que delataba su presencia.

—¿Vienen? —preguntó el hombre.

La mujer asintió.

Temblando por el esfuerzo, le indicó a la mujer que se acercara con un gesto. Le señaló una pequeña abertura en la pared, en la que faltaba un ladrillo.

—Saque el paquete que hay dentro. Escóndalo bien. Es una reliquia. Lo que hay dentro del paquete es para usted. Cuélguese la piedra, la protegerá.

La mujer hizo lo que el hombre le había dicho. Se escondió el objeto envuelto en trapo debajo de la falda, y el otro, en el corpiño.

—Ahora váyase, rápido.

—¡Pero no puedo dejarle solo! —se rebeló la mujer.

El hombre torció el gesto.

—¿Quiere morir conmigo? ¿Usted y su bebé? ¡Váyase y no regrese!

La mujer estaba indecisa, pero entonces le hizo al hombre la señal de la cruz en la frente.

—Que Dios le proteja —dijo. Y añadió—: Perdóneme por querer salvar a mi bebé.

—Ha hecho más usted por mí que cualquier otra persona —contestó el hombre—. No tiene motivos para echarse nada en cara. Pero, por favor, proteja ese paquete. No permita que se derrame más sangre por él.

Y entonces la imagen desapareció. Ruth temblaba. De pronto sentía frío. Abrió los ojos y vio que entretanto el sol ya se había puesto. El banco de delante estaba vacío, el anciano había desaparecido.

Esa noche, Ruth no pudo dormir. Cogió una botella de cerveza de la nevera del local, arrojó una moneda a la lata prevista para ello y salió. Encontró un banco detrás de la casa, se sentó, fue bebiendo de la lata a tragos lentos y se quedó pensando en las extrañas palabras de aquel anciano.

«La fuerza debe habitar en las personas, no en las cosas que estas veneran. Las piedras están muertas y en los muertos no hay fuerzas. La fuerza que parece que poseen se la dan las propias personas». Ruth había oído esas palabras con claridad, pero no recordaba que el hombre se las hubiera dicho a ella. Solo se acordaba de cómo la piedra había empezado a arder y cómo habían aparecido las imágenes con el sol de poniente de fondo. Ahora, no obstante, la piedra permanecía fría en su mano.

Ruth dejó caer la mano cuando oyó pasos tras ella. Horatio se sentó a su lado y ambos se pusieron a contemplar el cielo estrellado sin pronunciar palabra.

—Cuando el sol le brilla en el pelo es como si ardiera en llamas —dijo él en voz baja—. Pero a la luz de la luna es como la plata líquida —dijo él, y su cara tenía una expresión dulce e inquieta. Cogió una manta y se la echó a Ruth con cuidado sobre los hombros—. No quiero que enferme —le dijo, mirándola a los ojos.

Ruth le devolvió la mirada, y esta vez sus ojos parecían ópalos negros. El fuego del interior de sus ojos parecía provenir directamente del alma de Horatio.

Este levantó una mano lentamente y le apartó con dulzura un mechón de la frente. Ruth sintió aquella caricia en la piel y su cuerpo empezó a temblar como si estuviera quedando congelado.

Hubiera preferido apoyar la cara en la mano de Horatio, pero no se atrevía. Jamás un hombre la había tocado de aquella manera. Horatio le pasó los pulgares por los labios con dulzura. Ruth cerró los ojos cuando la cara de él se acercó a la suya, esperó que la boca de Horatio se posara en la suya, pero no sucedió nada. Ella tragó saliva y se lo quedó mirando.

Él estaba otra vez sentado en el lugar de antes del banco y la observaba.

—Es usted bella como el fuego, clara como la luz y, en la noche, oscura como la piel de mi madre —le susurró.

Ruth sintió que aquellas palabras eran un gran halago y se cohibió todavía más. Se acercó la botella a los labios y bebió por no saber adónde dirigir la mirada ni qué hacer con la sed de su garganta, con aquella vergüenza y aquella rigidez que maldecía en secreto; tampoco sabía qué hacer con el cosquilleo que de pronto sentía en el vientre. Por un instante se acordó de Corinne. Su hermana, la guapa, a buen seguro habría sabido qué hacer en un momento como aquel. Ella, en cambio, estaba a punto de echarse a llorar por la vergüenza.

Ruth se alegró de que Horatio también se abriera una botella de cerveza, la chocara contra la suya y bebiera.

Un rato después, él dijo en voz baja:

—Tendríamos que regresar. Usted tendría que volver a Salden’s Hill, mañana mismo, a primera hora.

—¿Y eso por qué? —preguntó Ruth—. Mañana llegaremos a Lüderitz. ¿Por qué tendría que abandonar mi objetivo ahora, cuando estoy tan cerca de conseguirlo?

—Su granja la necesita. Las gentes que viven allí la necesitan.

—¡Bah! —exclamó Ruth haciendo un gesto negativo con la mano—. Ya se las apañarán sin mí. Seguro que mi madre buscará un alojamiento en Swakopmund, cerca de la casa de mi hermana. Mama Elo y Mama Isa ya lo tienen solucionado. Quedará alguna parcela de tierra en la que podrán vivir tanto tiempo como quieran. Los trabajadores se instalarán en alguna otra parte. ¿O es que quiere librarse de mí así de pronto? ¿Hay algo en lo que le moleste? —Su buen humor parecía haberse desvanecido. Las dudas habían vuelto a tomar el control.

—Confíe en mí, Ruth, no quiero perjudicarla, pero créame que volver a casa es lo mejor que puede hacer.

Ruth se alejó un poco de Horatio, entornó los ojos y miró a Horatio a la cara escrutadoramente.

—¿Sabe acaso algo que yo debería saber también? —preguntó, y por unos instantes se acordó de la pickup negra y del joven cuya cara le había resultado tan familiar—. ¿Qué ha estado haciendo esta tarde?

—He estado paseando por la ciudad después de que usted desapareciera. También he estado en el café y he hablado con algunas personas, aunque no me ha servido de mucho.

—No puedo evitar pensar que usted sabe mucho más de lo que me cuenta.

Horatio sacudió la cabeza.

—No sé nada, absolutamente nada. Pero aquí no solo estamos hablando de sus abuelos, sino también de un diamante de unos ciento sesenta gramos. Si se trabaja y se pule, le pueden quedar quinientos quilates. Ahora mismo, por un quilate en bruto se pagan aproximadamente trescientos dólares estadounidenses. Es mucho dinero lo que está en juego, Ruth. Muchísimo dinero. Han matado a muchas personas por menos. Y no me gustaría que a usted le pasara algo.

Ruth se levantó de un salto.

—¡Ah, ahora lo entiendo! —dijo entre dientes, furiosa—. Todo es por el dinero. Usted quiere la piedra. Usted. Para usted solito. ¿Y sabe lo que le digo? Que su Fuego del Desierto me tiene sin cuidado. Yo solo quiero recuperar mi vida, mi pasado y, por encima de todo, mi granja.