Llevaban conduciendo muchas horas y solo se habían detenido dos veces para repostar. Aunque todavía era de día, la oscuridad iba cerniéndose sobre el paisaje, y unos nubarrones negros se arremolinaban en el cielo con sus tonalidades negras y amarillas, amenazando tormenta en el horizonte.
—Va a haber tormenta —dijo Ruth—. Tendríamos que ir encontrando un albergue en algún pueblo o alojarnos en alguna granja.
Horatio miró a su alrededor.
—Por aquí no hay nada: ni granjas ni pueblos, ni siquiera un poblado de aborígenes. Estamos en medio del campo. No me extrañaría que fuéramos los primeros en llegar hasta aquí hoy. No veo ni siquiera ganado en los prados, ni molinos, y mucho menos casas o fincas.
—¿Dónde estamos exactamente?
—En la linde del desierto de Kalahari. Por dondequiera que mires no hay más que arena, arena rojiza y algunos matorrales, hierbajos y madera reseca. Y hace muchísimo calor, ¿no cree?
—El desierto es así —respondió Ruth con un tono seco, a pesar de que tenía la blusa pegada a la espalda, que por el canalillo de sus pechos le corría el sudor a chorro y que el cuadro de mandos del vehículo estaba lleno de arena. Echó mano del mapa de carreteras, que se encontraba encima del asiento del copiloto—. El Kalahari es enorme. Lo que quería saber es dónde estamos, cuál es el siguiente pueblo, si hay una granja cerca o al menos una parada de camiones.
Horatio agarró el mapa y lo desplegó.
—Hace una hora pasamos por Kalkrand, así que la siguiente población debería de ser Mariental. Todavía deben de quedarnos dos horas hasta llegar allí.
Ruth miró las nubes, cuyos bordes habían ido tiñéndose ya del color del azufre.
—No llegamos. Nos pillará la lluvia, y el camino quedará tan resbaladizo que no avanzaremos ni una milla. —En aquel preciso instante una ráfaga de viento arrancó algunos matojos y levantó una nube de arena.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Horatio.
Ruth le arrojó una mirada compasiva.
—¿Que qué hacemos? Pues buscar una granja. Usted esté pendiente de los letreros del borde de la carretera, ¿de acuerdo?
—Vale.
El viento se iba haciendo más fuerte a cada minuto, doblando hacia el suelo los pocos matorrales que había al borde del camino, levantando remolinos de arena delante del parabrisas y dificultándoles la vista. Ruth se había ido tan hacia delante que prácticamente tenía la nariz pegada al parabrisas. Los torbellinos levantaban la arena del Kalahari a varios metros de altura. Era como si estuvieran conduciendo a través de una niebla roja y espesa.
—¿Todavía no ha visto ningún letrero? ¿Es que esta carretera no tiene ningún desvío? —Ruth tenía que gritar para que su voz se oyera entre los rugidos del viento.
—Ahí delante hay uno.
—¿Dónde?
—Ahí, a la derecha.
Ruth frenó. Los cristales del vehículo se cubrieron al instante de una gruesa capa de arena. Ruth se bajó, se lanzó contra el viento protegiéndose los ojos con una mano. Kant’s Beester & Donkey Plaas, anunciaba el letrero en afrikáans. Ruth regresó a toda prisa al vehículo y se metió en él de un salto.
—Una granja de vacas y burros. Es curioso, nunca había oído que se pudieran criar burros —explicó, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, de algún sitio tienen que venir.
Ruth puso en marcha el limpiaparabrisas e hizo una mueca al ver que iba dejando líneas dibujadas sobre los cristales. A continuación pisó el acelerador y tomó el desvío que conducía hacia Kant’s Plaas. Se detuvo ante una casa de dos pisos, saltó del vehículo e hizo sonar la aldaba. Volvió a levantar la vista hacia el cielo, que ahora había cobrado un tono entre negro y violeta. Los truenos retumbaban en la lejanía.
Finalmente abrieron la puerta. Un hombre rechoncho con pantalones cortos y una camiseta de canalé se hallaba de pie junto a la puerta, con las piernas abiertas. De las botas de trabajo le sobresalían unos calcetines a rayas.
—¿Qué pasa? —dijo el hombre con el tono de un ladrido.
—¿Señor Kant? Estábamos de camino a Keetmanshoop y queríamos preguntarle si podría cobijarnos del mal tiempo.
El hombre se rascó la barbilla. Se le notaba que no era a Ruth a quien había estado esperando precisamente.
—Mi esposa está en casa de su hermana. Tendrán que prepararse ustedes mismos la habitación de los invitados. Y tampoco tengo mucha comida en casa.
—No se moleste, por favor, nosotros ya tenemos algo y pasaremos la noche en nuestros sacos de dormir.
—De acuerdo, entre —gruñó Kant—. Pero rápido, que no quiero que la tormenta me meta más mierda en casa.
Ruth asintió y volvió corriendo al coche.
—Venga, agarre los sacos de dormir —le gritó a Horatio.
Los primeros goterones empezaban a caer en el techo del vehículo. Horatio tomó el equipaje, y levantando los hombros y con la cabeza gacha fueron corriendo hacia la casa.
El granjero estaba todavía en la puerta. Cuando ambos se disponían a entrar, levantó un brazo a modo de barrera.
—Un momento, un momento. No me había dicho que venía con un cafre. En mi casa solo entran blancos. El negro, que pregunte a mis trabajadores si les queda sitio para él. Las chozas las tienen a una milla hacia el norte.
El estallido de un trueno interrumpió al hombre. Los relámpagos golpeaban como si el mismo Dios estuviera lanzándolos sobre la Tierra.
—Mire, hemos venido juntos. No monte ningún escándalo y déjenos pasar. Ya le pagaremos por su hospitalidad.
Ruth quiso pasar por su lado pero el hombre tenía clavado el brazo en el marco de la puerta como una barrera.
—¿No me ha oído, señorita? En mi casa no entran cafres.
—De acuerdo, señor, usted manda. Pero rece a Dios para que no llegue el día en que necesite la ayuda de un cafre, y si llega, rece porque el cafre esté un poco más dispuesto a ayudar que usted —dijo Ruth, y, acto seguido, dio media vuelta—. Ven.
Sin darse cuenta de que acababa de tutear a Horatio, le agarró de la manga y lo condujo hasta el coche bajo la lluvia, mientras que Kant daba un portazo a sus espaldas.
—Qué vergüenza —gritó Ruth—. Y luego dirán que las gentes del África del Sudoeste son hospitalarias. ¡No me hagas reír! —Estaba tan furiosa que iba dando golpecitos con los dedos en el volante—. ¿Es que a usted no le molesta?
Horatio negó con la cabeza.
—No, no especialmente. Ya estoy acostumbrado. Soy un negro, un cafre, un simio, ¿sabe? Y usted, ¿ha alojado en su casa a un negro alguna vez?
—¿Qué quiere decir? Mama Elo y Mama Isa viven en la casa de la granja, al menos en el ala de los invitados.
—Sí, pero trabajan para usted. ¿Alguna vez ha tenido a un negro de invitado? ¿A uno que se sentara en la mesa con usted, que bebiera de su buen vino y que pasara la noche en la habitación de los invitados?
Ruth sacudió la cabeza.
—¿A qué viene esto? Yo solo conozco a los negros de nuestra granja y a los de las granjas vecinas. Ellos ya tienen sus camas y no necesitan habitaciones de invitados.
—Pero no mantiene una relación de amistad con ninguno de ellos, ¿verdad?
Ruth agitó la mano en el aire.
—Tiene razón, los negros no son mis amigos, pero los blancos tampoco —dijo al tiempo que pensaba en Santo, en su hermosa mujer, en Elo, en Isa y en Nath—. Pero si tuviera que elegir, creo que preferiría tener amigos negros. Y en Salden’s Hill nunca hemos rechazado a nadie que necesitara ayuda.
—Oh.
—¿Eso es todo? ¿Un oh? ¿Y ahora qué hacemos?
Horatio se encogió de hombros.
—Usted es la mujer del campo, la que tiene experiencia. Yo solo soy un simple cafre de ciudad.
—Pues vale, sigamos conduciendo mientras podamos. En algún sitio habrá una cabaña para pastores. Pasaremos la noche allí.
Encendió el motor y se fue alejando lentamente de la granja. La lluvia caía sobre el tejado del vehículo como si fueran piedras, y la suciedad de los cristales se mezclaba con la lluvia, caía en arroyos de un gris rojizo y dejaba una capa opaca que les tapaba la vista.
—¡Ahí detrás, ahí hay una choza! —exclamó Horatio, haciendo una señal con la mano en la oscuridad—. Ahí, ¿la ve?
—Parece una morada para trabajadores temporeros. Esperemos que no esté ocupada y que con este tiempo al viejo Kant le dé demasiada pereza echar un ojo a su choza.
Tuvieron suerte. La choza de piedra, baja e inclinada, estaba vacía. Tenía las ventanas tapadas provisionalmente con tablones clavados. Dentro había una vieja cocina de gas sin gas, además de una mesa tambaleante y dos sillas con el asiento desgastado por el uso. El suelo estaba lleno de suciedad y de las paredes colgaban telarañas.
—No es precisamente el Hilton, pero es mejor que empaparse bajo la lluvia.
—¿El qué?
Ruth levantó la vista.
—El Hilton. Una cadena de hoteles muy famosa y carísima. La conozco por las revistas de mi madre.
—Ajá.
Ruth sacó el saco de dormir y lo tendió en el suelo.
—¿Tiene hambre todavía? —preguntó.
Horatio negó con la cabeza.
—Pero una cerveza estaría bien ahora.
—Coja una. —Ruth rebuscó en su bolsa de lona y tendió a Horatio una botella de cerveza Hansa Lager—. No está fresca, pero creo que igualmente le valdrá.
—Voy a salir debajo del colgadizo. Un tiempo así no se ve muy a menudo en la ciudad.
Ruth lo siguió. Apoyados uno al lado del otro en la pared, observaban el cielo. Todavía tenía un color violeta oscuro, y de vez en cuando los rayos partían la oscuridad. La tierra de delante de la choza, normalmente polvorienta, estaba humedecida por la lluvia que caía sobre el techo y se filtraba por él a goterones. En los charcos iban estallando las burbujas.
—Como si Dios hubiera decidido que se acabara el mundo —dijo Ruth en voz baja—. Ya veremos si mañana podemos salir de aquí. El camino estará todo embarrado. Solo podremos ir seguros por el camino de grava.
Horatio asintió.
—«El dios del fuego está enfadado», solía decir mi abuela cuando venía una tormenta, y yo siempre tenía mala conciencia porque pensaba que ese dios estaba enfadado conmigo.
—No es muy humilde que digamos, ¿no? —se rio Ruth—. ¿De verdad creía que Dios montaba todo este circo solo porque se le había olvidado recoger el coche de juguete?
—Yo no tenía coches de juguete. No tenía ningún juguete que se pudiera comprar en una tienda —contestó Horatio en tono alegre—. Solo una pelota de trapo, un neumático de plástico y una especie de muñeco que mi madre misma había cosido. Ah, y una vez mis hermanos me hicieron un cochecito con cajas de fruta viejas y ruedas de cochecito de bebé.
—Oh —dijo Ruth al tiempo que bajaba la mirada.
Entretanto, la lluvia se había hecho tan fuerte que tuvieron que abandonar su refugio bajo el colgadizo y entrar en la choza.
—Yo crecí en una cabaña de chapa. Mis dos hermanos mayores eran fuertes como osos. Ya de jovencitos podían ocuparse del trocito de tierra que teníamos detrás de la casa, y ambos cuidaban las cabras. Yo, por el contrario, era débil y tenía tendencia a enfermar. Una vez tuve que cuidar yo de las cabras porque mis hermanos tenían que ir a por leña. Así que me senté en un trozo de tierra seca del prado con un bastón en la mano y no tenía que hacer nada más que vigilar las dos cabras. Con el bastón iba dibujando formas en el polvo y de vez en cuando les echaba una ojeada. Cada vez estaban un poquito más lejos, pero siempre lo suficientemente cerca como para reconocerlas. Sin embargo, dejaron de moverse de pronto. Yo pensaba que debían de estar cansadas y las dejé tranquilas. Hacía calor, así que si la gente lo pasa mal por el calor, ¿por qué no iban a estar cansadas también las cabras? Yo estaba ahí sentado, mirando de vez en cuando aquellas dos manchas grises, plantadas con toda tranquilidad en mitad del campo. Cuando empezó a caer la noche, quise levantarme e ir a buscar las cabras. Y entonces fue cuando me di cuenta de que llevaba todo el tiempo mirando dos rocas. Las cabras se habían ido. —Horatio se detuvo y miró a Ruth—. ¿Lo entiende? No veía bien pero nadie se había dado cuenta, nadie había tenido tiempo de darse cuenta. Y así perdí las cabras, lo más valioso que poseía mi familia.
Aunque intentó ocultar su desesperación tras una sonrisa, Ruth vio en su cara la gran decepción de su vida. Le cogió de la mano un instante.
—Usted no pudo hacer nada por evitarlo. No tenía la culpa de tener mal la vista.
—Ya lo sé. En cualquier caso, mis padres no tenían dinero para unas gafas. Cuando el vecino murió, heredé las suyas. Con ellas veía borroso, pero si me colocaba algo muy cerca de los ojos no había problema. —Horatio se detuvo—. El vecino era conserje en una escuela de misioneros y tenía algunos libros. Dado que nadie me quería para trabajar después de haber perdido las cabras, empecé a leer. Leía todo lo que me caía en las manos. El cura se dio cuenta de mi avidez por la lectura y me prestó sus libros. También fue él quien se encargó de que fuera a la escuela. Mis padres estuvieron de acuerdo. En la escuela daban de comer gratis y así mis padres tenían una comida menos que darme. El maestro era un baster, el hijo de un blanco y una negra de la tribu de los khoikhoi.
—¿Una mujer de los hotentotes? —le interrumpió Ruth.
—Sí, creo que los blancos los llamáis así. Los nama son los auténticos hotentotes, pero los san también están relacionados con ellos. A mi maestro le interesaba mucho la historia y pronto se convirtió también en mi mayor afición. Los otros niños no me prestaban atención, como mucho se reían cuando me tropezaba con mis propios pies. Era un inútil jugando al fútbol, y en cambio solía sacar notas sobresalientes. Pero no deseaba otra cosa más que poder meter el gol decisivo algún día. Solo una vez, por un día, quería ser la estrella del fútbol en la escuela. Pero bueno, en lugar de eso me llevaba alguna paliza de vez en cuando porque hacía demasiadas preguntas en clase. Decían que le hacía la pelota al profesor, pero no era verdad, lo que pasa es que no tenía otra cosa más que mis conocimientos. Acabé la escuela siendo el mejor estudiante. Tampoco era muy difícil, porque era el único que no tenía que trabajar luego en casa. Podía pasarme todo el tiempo metido en libros.
»Para la familia, yo seguía siendo un inútil. Yo sabía que querían que me marchara, aunque nunca llegaron a decírmelo. Era una boca más que alimentar, y además inútil, alguien que ocupaba una plaza para dormir. El maestro se empecinó en que fuera a la universidad. ¡Un cafre en la universidad, imagínese! Eso no se había visto nunca, y en realidad tampoco fui estudiante oficial. Me dejaban ir a las clases, pero nunca estuve matriculado como los blancos. Oficialmente, yo trabajaba allí como conserje. Y volví a tener suerte. Alguien se dio cuenta de mi don para las lenguas. Me dejaron estudiar Historia y las lenguas de los negros, así como utilizar la biblioteca. Estaban seguros de que más tarde me podrían utilizar como intermediario. Después de mis “estudios”, me obligaron a trabajar para la Administración de Sudáfrica, para los blancos. Y yo accedí, porque si no, no me hubieran dejado presentarme a los exámenes.
—¿Qué pretendía el gobierno con todo aquello? —preguntó Ruth en voz baja.
—Se creía que los nama eran los protectores de los diamantes —explicó Horatio—. Y, claro, un nama que trabajara para los blancos y que pudiera revelar los secretos de su propio pueblo les servía de ayuda. Una vez acabados los estudios rechacé trabajar para aquellos tiburones de diamantes. Al fin y al cabo, me había comprometido a trabajar para la Administración de Namibia, pero no para la economía. Yo quería escribir una tesis sobre los distintos pueblos y tribus de Namibia y sus lenguas. Pero hasta hoy no he podido encontrar ningún director para mi tesis. Soy un don nadie que vive de pequeños trabajos de investigación… En estos momentos estoy trabajando en un estudio sobre la sublevación de los nama y de los herero en 1904 desde el punto de vista de los negros, una investigación para los blancos. Ahora ya lo sabe.
—¿Y todavía quiere ser una estrella del fútbol? —preguntó Ruth.
Entretanto, se había hecho tan oscuro en la choza que Ruth no podía verse ni su propia mano delante de los ojos. No sabía dónde estaba Horatio exactamente, pero oía su respiración y hablaba en la dirección de la que provenía el sonido.
—Sí, estaría bien ser una estrella del fútbol —se rio Horatio—. Pero ¿ha visto alguna vez a un jugador de fútbol con gafas? —Ruth lo oyó girarse—. ¿Y usted? ¿Con qué sueña? —le preguntó él.
«Con ser alta, delgada y guapa, tener las piernas de una jirafa y el garbo de una gacela, y también con poder conservar mi granja y poder producir fantásticos quesos algún día, claro está», pensó Ruth, pero permaneció callada.
—Que descanse bien —le dijo él después de un rato.
—Y usted también.
Ruth tuvo que confesarse que la historia de Horatio la había conmovido. Él también era alguien a quien nadie quería y a quien nadie necesitaba. ¿Por qué quería ir con ella a Lüderitz? ¿Quería demostrar que era un buen nama? ¿Quería ir con ella solo para recuperar el Fuego del Desierto para su pueblo? ¿O quería mostrárselo a sus padres, a sus hermanos y a sus antiguos compañeros de escuela?
A la mañana siguiente había cesado el viento, pero todavía se cernían las nubes sobre el campo, tristes y grises como una sábana vieja. Ruth suspiró. Iba a ser un día duro. Después de toda aquella lluvia, los caminos estarían resbaladizos y no sería fácil conducir por ellos. Despertó a Horatio. A continuación bebieron café, comieron unas cuantas galletas secas y se pusieron en marcha.
El motor del Dodge traqueteó.
—¿Entiende de motores? —preguntó Ruth.
—¿Cómo? No, qué va. No sé nada de motores. Ni siquiera sé conducir.
Ruth reprimió un suspiro y miró de reojo a Horatio, que tenía la cabeza gacha y se limpiaba las gafas con el borde de la camisa. Ella conducía desde los doce. Por aquel entonces, claro está, lo hacía en secreto y solo cuando Ian se sentaba junto a ella al volante, pero desde los catorce conducía en público e incluso iba a la ciudad. La mayoría de sus conocidos no tenían licencia de conducir. ¿Y para qué? Había tanto tráfico en Namibia como lluvia en el desierto. Pero tan importante era la lluvia en el desierto como el arte de la conducción lo era para aquellos que vivían en el desierto o en sus inmediaciones.
Lentamente, sin acelerar mucho, Ruth siguió conduciendo. Cuando podía, iba evitando los charcos de agua que se habían formado en el camino.
—Me desprecia, ¿no?
—¿Qué? —Ruth se sobresaltó al oír la pregunta de Horatio. Estaba concentrada al máximo y tenía la mirada fija en el camino resbaladizo y lleno de baches.
—Que me desprecia, ¿o no es verdad?
—No, no le desprecio. Mire, tengo que estar pendiente de la carretera. ¿Y qué motivos tendría yo para despreciarle?
—Lo noto en su voz. Me desprecia porque no sé nada de las cosas con las que usted tiene que lidiar a diario. No tengo ni idea de ovejas. Ni siquiera soy capaz de vigilar un par de cabras. Si hay un árbol cruzado en el camino, no tengo ni idea de cómo deshacerme de él. Me resulta complicado encender un fuego, no sé nada de motores. Es normal que me desprecie. Un hombre de verdad, sea blanco o negro, tendría que saber todas esas cosas.
Ruth reconoció el desánimo y la tristeza en la voz de él.
—Ya conozco a muchos hombres que arreglan coches y saben pastorear. La mayoría de ellos son peludos como carneros y huelen igual.
No eran precisamente las palabras de consuelo y compasión que Ruth hubiera querido decir, pero Horatio se rio en voz baja y volvió a mirar por la ventana. Al cabo de un rato dijo:
—Podríamos pasar por Keetmanshoop para ir a Lüderitz.
—¿Keetmanshoop? —preguntó Ruth, frunciendo el ceño—. ¿Y qué demonios tenemos que hacer allí? Yo pensaba que íbamos en dirección a Keetmanshoop, pero que a la altura de Mariental nos desviaríamos por otro camino hacia la derecha.
—Keetmanshoop fue fundada por un alemán. Muchos de los que estaban relacionados con las minas de Lüderitz vivieron más tarde en Keetmanshoop. Llegaron de la ciudad fantasma de Kolmanskop. Allí quizás encontremos pistas sobre sus abuelos. Todavía se conserva la antigua oficina de correos. Quizás alguien sepa algo por allí que le pueda interesar.
—¿Y hay también allí pistas sobre los nama? Mire, no tengo ni idea de qué significa todo esto, pero ¿por qué quiere llevarme hasta Keetmanshoop?
—Ahora mismo su desconfianza no me adula —dijo Horatio con un suspiro.
—Tampoco es mi obligación subirle la autoestima —respondió Ruth, si bien hacía pocos minutos aquello era justamente lo que pretendía.
—Lo crea o no, quería hacerle un favor. No sé lo que podría necesitar, pero pienso como un científico. Si hay testigos de la generación de sus abuelos que, además, hayan tenido alguna relación con los diamantes, es muy posible que se encuentren allí.
—¿Quiere decir testigos del diamante Fuego del Desierto? Por fin sé lo que pretende. —Ruth aceleró tanto que Horatio se echó hacia atrás en su asiento.
—Oiga —oyó decir a Horatio en voz baja—, yo no soy su enemigo, Ruth.
Tenía una respuesta mordaz en la punta de la lengua, pero de pronto apareció ante ellos el letrero de Mariental, y, justo detrás, una parada de camiones. Ruth detuvo el vehículo, repostó y llenó dos bidones de gasolina y tres de agua.
No había ni un alma en la parada, tan solo unas cuantas sillas de plástico junto a tres mesas como parientes perdidos. Un hombre mayor con una camisa gris estaba apoyado detrás del mostrador, observando por entre los dulces.
—El Dodge, depósito lleno, y tres bidones —dijo Ruth. El hombre asintió con la cabeza sin pronunciar palabra, se inclinó hacia la ventana y leyó lo que indicaba el surtidor de gasolina.
—¿Algo más?
—Tres bocadillos, dos chocolatinas y dos cafés.
—¿Adónde van?
—En dirección a Keetmanshoop —contestó Ruth—, y luego tomaremos el desvío de la B1 hacia Lüderitz.
—No es muy buena idea.
—¿Por qué?
—La B1 está cortada. La policía empezó ya durante la noche las tareas de limpieza. La mitad del camino tiene socavones. Más allá de Mariental no hay ni electricidad ni teléfono.
—¿Por la tormenta?
El hombre asintió.
—Nunca había visto una cosa así. En comparación, las cataratas Victoria son una mierda.
Ruth asintió.
—¿Y cómo está la cosa al este de la B1?
El hombre se encogió de hombros.
—Esta mañana vino un camión. Había pasado por el Kalahari, desde Gibeon hasta Spielmans Lodge y luego hasta aquí.
Ruth sacudió la cabeza.
—La arena debe de estar empapada. El Dodge se quedará atascado.
—Es muy probable. Entonces o se esperan o van hacia el este.
Ruth señaló a un mapa colgado en la pared.
—¿Hacia el este, entonces? Pero ¿cómo? ¿Por la C19 en dirección a Maltahöhe?
—Sería una posibilidad —respondió el hombre—. Diez millas más allá de Mariental hay una granja. Si no me equivoco, de allí sale un camino de tierra que vuelve a Gibeon.
Ruth asintió, revolvió en su cartera y le dio al hombre lo que le debía.
—Mucha suerte —gritó el hombre cuando Ruth se disponía a marcharse.
—Gracias, la necesitaré.
Entretanto, Horatio había limpiado los cristales del vehículo. Ruth le acercó un bocadillo y un café. Comieron y bebieron en silencio.
—¿Y ahora cómo seguimos? —preguntó finalmente Horatio, al tiempo que se sacudía unas migas de la camisa.
—En dirección a Maltahöhe por la C19. La carretera principal, la B1, está cerrada más allá de Mariental. —Ruth abrió la puerta del coche y saltó al asiento—. ¿Nos vamos?
—¡Espere! —gritó Horatio, y desapareció en la parada de camiones. Instantes más tarde volvió con cuatro bocadillos más.
—¿Qué se trae entre manos?
—Nada, solo quería asegurar provisiones.
—Vaya… —dijo Ruth, sacudiendo la cabeza—. ¡Estos hombres de ciudad!
Acto seguido se pusieron en camino.
El paisaje a izquierda y derecha de la carretera era totalmente diferente al de antes. La hierba, antes dura y de color gris, había adquirido ahora una tonalidad verdosa y bordeaba la pista, que aquí era de tierra compacta, cubierta solo parcialmente por la gravilla. Aquí y allá encontraron ramas en el camino, pero no había árboles caídos. Aun así, una vez tuvieron que parar por un rebaño de vacas que lo estaba cruzando. Dos jinetes conducían a los animales de vuelta al prado entre gritos:
—¡Moveos, moveos!
—Están bien cebados —señaló Ruth en un tono de experta profesional—. Deben de tener dos años. Ya se podría sacar un buen dinero con ellos en una subasta, pero yo me esperaría todavía hasta que parieran una o dos veces, y luego ya los vendería.
—Ajá —dijo Horatio al tiempo que le tendía un bocadillo a Ruth—. Tenga, cójalo. Ahora tampoco podemos hacer otra cosa…
Cuando, un rato después, los ganaderos les hicieron una señal, siguieron conduciendo despacio. Horatio silbó. Había bajado la ventanilla de su lado y sacaba por ella la cabeza al viento.
—No sabía que el campo podía ser tan fresco —explicó mientras seguía silbando.
—No haga ruido un segundo —le increpó Ruth.
—¿Qué pasa?
—El motor traquetea. No funciona bien, ¿no lo oye?
—¿Y eso qué significa? —le preguntó Horatio, fijando en ella la mirada.
El vehículo empezó a dar sacudidas, luego dio un salto y se quedó parado.
—¡Mierda! —Ruth retiró la llave de contacto y saltó del vehículo. Levantó el capó y comprobó las bujías, el aceite y el líquido refrigerante. Todo en orden—. Va, venga, dime qué te pasa. —Ruth miraba desesperada el motor de su todoterreno.
Horatio se había acercado a su lado.
—Quizá sea la correa trapezoidal —sugirió.
—Bah, ¿y usted qué sabrá?
—Nada, pero una vez vi en el cine una película en la que un coche tenía la correa trapezoidal rota y la joven heroína tenía que quitarse las medias.
—Ajá, ya veo por qué se acuerda. Lo único es que yo no llevo medias. —Volvió a inclinarse sobre el motor, lo removió un poco por dentro como remueve un niño las espinacas y finalmente sacó una correa delgada. La miraba sin poder creer lo que veían sus ojos.
—¿Eso es una correa trapezoidal? —preguntó Horatio. No pudo evitar esbozar una sonrisa.
—¡Venga! —gruñó Ruth—. Coja su maletín y su cepillo de dientes y venga de una vez. No sé cuánto más aguantará el tiempo.
Estaba enfadada y ni siquiera pensaba en ocultar su mal humor. En la cabina del conductor buscó un cinturón con bolsillos de cuero a izquierda y derecha, metió en ellos la cartera y el cepillo de dientes, se ató el cinturón y cerró el coche.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Horatio.
—¿Que qué hacemos? Pues vamos a ir hasta la siguiente granja y allí intentaremos encontrar una correa trapezoidal.
—¿O unas medias?
Ruth se detuvo y fulminó a su acompañante con la mirada.
—En vez de mirarle los muslos desnudos a la mujer en el cine, más le hubiera valido ver exactamente cómo reparaba el hombre la correa.
Ruth dio media vuelta y se alejó caminando a paso enérgico. Horatio la siguió bamboleando los brazos.
Dos horas después por fin habían llegado a una granja. En el cartel de la entrada constaba el nombre de Norman’s Green, si bien en los alrededores no había nada verde, por ninguna parte. El paisaje era tan seco y árido que las pocas plantas que había tenían una tonalidad gris y se distinguían poco del suelo.
Llegaron delante de la casa de una sola planta, cuyas ventanas blancas brillaban por la luz grisácea.
—Hola —gritó Ruth—, ¿hay alguien ahí?
Nadie respondió. Dio la vuelta al edificio y así llegó al establo. Había una puerta abierta y dentro se oían ruidos de ovejas balando, hombres charlando y aparatos eléctricos en funcionamiento.
—¡Hola! —volvió a gritar. Inmediatamente los aparatos dejaron de sonar. Un joven y un hombre mayor asomaron la cabeza. Cada uno tenía una oveja sujeta entre las rodillas y una máquina de esquilar en la mano derecha.
—¿Qué quería, señorita?
—Oh, mi coche se ha quedado parado por culpa de la correa trapezoidal. A dos horas de aquí en dirección a Mariental. ¿No tendrán por casualidad… ejem… unas medias o algo así en la casa?
El joven se rio. El mayor preguntó:
—¿Qué coche es?
—Un Dodge 100 Sweptside.
—Es posible que justamente disponga de una correa trapezoidal, a no ser que quiera hacer una chapuza sí o sí. Pero ahora no me puedo mover de aquí, ya ve usted, estoy con las ovejas. Mañana a primera hora llega el camión, y para entonces todas estas bestias tienen que estar esquiladas. Los esquiladores no han venido, supongo que por la tormenta. A saber dónde estarán ahora…
—Si me pudiera dar la correa en un momento, yo misma lo arreglo…
—Lo haría, señorita, pero la tendría que buscar y no tengo tiempo para eso.
El hombre volvió a encender la máquina y se inclinó sobre la oveja.
Ruth lo observó durante un instante y elevó la mirada al cielo que seguía cubriendo la tierra con su color todavía gris.
—¡Mire! —volvió a gritar, esperando a que los hombres apagaran de nuevo los aparatos—. Yo soy granjera, vengo de Salden’s Hill, en Gobabis. Yo misma tengo ovejas y les podría ayudar a esquilarlas. Déjennos a mí y a mi acompañante pasar aquí la noche y mañana por la mañana, cuando el camión se haya ido, nos ocuparemos de mi vehículo.
Al ver que el hombre mayor la miraba con escepticismo, Ruth se quitó la blusa con decisión.
—¿Tienen algún mono o algo así para mí?
El muchacho le señaló unos pantalones que colgaban de un gancho junto a la puerta.
—Coja esos.
Sin ningún tipo de reparo, Ruth se quitó los pantalones negros, se enfundó los tejanos, se los arremangó hasta las rodillas y se pasó una cuerda por la pretina.
—Listos. ¿Queda sitio para mí?
El mayor de los dos, sin musitar palabra, le señaló una máquina de esquilar que colgaba del techo.
—Pues empecemos.
Ruth abrió el vallado, puso panza arriba a una oveja con un solo gesto, la agarró de las patas delanteras y la puso en el sitio. A continuación, se colocó al animal entre las piernas para que no pudiera escaparse, encendió el aparato y empezó a esquilar.
Durante un instante, los hombres la miraron sin poder articular palabra. Ruth levantó la mirada.
—Bueno, tanta prisa no tendrán, si tienen tiempo de quedarse mirando a una granjera mientras trabaja.
El más joven esbozó una sonrisa, mientras que el mayor se dio un golpecito en el sombrero y se dispuso a continuar con su tarea con un ¡bravo!
Nadie había prestado atención a Horatio, que se había quedado en la puerta con la camisa arremangada y sus elegantes zapatos de ciudad cubiertos de polvo. Ruth levantó la vista y le increpó:
—¿Quiere quedarse mirando o prefiere ser un poco útil?
—Mejor lo segundo —respondió Horatio.
—Entonces agarre la lana y póngala en la mesa de clasificación y barra el suelo entre los sitios.
—Sí, jefa.
E inmediatamente tenía los brazos llenos de lana. Pocos minutos después, su camisa blanca ya estaba cubierta de heces de oveja, gotitas de sangre e hilachas de lana. Impasible, iba dejando la lana en la mesa de clasificación y barriendo el suelo alrededor de los esquiladores, como si hubiera pasado media vida de ayudante en una granja ovina.