Había llovido tanto durante la noche que las calles estaban totalmente cubiertas de barro, e incluso algunos árboles estaban arrancados y yacían atravesados sobre el camino.
Ruth acababa de ponerse en marcha después de su conversación con Mama Elo. Ahora solo quería irse, alejarse de Salden’s Hill, distanciarse de su madre y, por encima de todo, apartarse de Nath. Llevaba un mono ligero y sus botas preferidas. En el asiento del copiloto, metida en una bolsa de papel, estaba toda la ropa de ciudad que había podido reunir a toda prisa, y bajo la lona del todoterreno, todas aquellas cosas que solían llevarse cuando salía con el ganado: una pequeña tienda de campaña, una lona vieja, un saco de dormir, cerillas, linternas, una navaja, layas, un cazo abollado y unas cuantas conservas.
Se dirigía a Gobabis para recoger a Horatio en la estación, tal y como habían acordado. Ya había apartado dos árboles del camino con el Dodge, y ahora tenía el tercero ante sí. Ruth bajó del vehículo y empezó a soltar maldiciones al meterse con las botas en el fango hasta los tobillos. Cogió la cuerda de la superficie de carga, la ató primero alrededor del árbol, luego al enganche del remolque de la pickup y a continuación apartó el tronco a un lado. Se limpió el lodo de las botas con un matojo, volvió a subir al vehículo y prosiguió hasta el siguiente árbol. Una de las veces, el Dodge se quedó atascado, y Ruth tuvo que colocar ramas y tablones por debajo para sacarlo del fangal.
Cuando finalmente llegó a la carretera asfaltada de Gobabis, se dirigió al puesto de comida para llevar más próximo, se lavó la cara y las manos, se puso los pantalones de tela negros y una blusa blanca y llegó a la estación justo a tiempo para ver a Horatio salir del vestíbulo. Caminaba ligeramente encorvado, como si quisiera hacerse más pequeño. En la mano derecha llevaba una cartera negra de cuero artificial, mientras que con el dedo índice de la mano izquierda se iba colocando bien las gafas a cada instante. Se paró en mitad de la explanada, mirando a todas partes.
Ruth no pudo evitar sonreír. Horatio era negro, pero aun así cualquiera podía darse cuenta de que era de ciudad. De entre todos los transeúntes era el único que llevaba pantalones de tela y camisa, el único sin botas rústicas y un sombrero de vaquero. Ella bajó la ventanilla, tocó la bocina y se puso a gritar su nombre:
—¡Horatio, Horatio! ¡Aquí!
Al verla, Horatio sonrió y la saludó con la mano. A continuación, se acercó al vehículo con pasos largos y presurosos, arrojó la cartera en la parte de atrás del coche con aire despreocupado, y se subió.
—Hola, ¿cómo le va? —preguntó él—. ¿Se lo ha pasado bien?
Ruth se echó a reír.
—¿Qué ocurre? —preguntó Horatio.
—Habla usted como el cura de la iglesia —respondió ella—. Pero, sí, me lo he pasado bien, si pasarlo bien es estar revolviendo entre la mierda de oveja. ¿Y usted?
—Yo he estado visitando a los parientes de las otras víctimas —dijo Horatio, tosiendo ligeramente—. He visto derramar muchas lágrimas.
—¡Oh! —exclamó Ruth, y se calló.
La desgracia de ser huérfana de padre y fruto de un embarazo no deseado no era nada en comparación con la tragedia ocurrida en Windhoek.
—¿Vamos? —preguntó Ruth entonces.
—Vamos —asintió él.
Sin mediar palabra recorrieron los primeros kilómetros por un camino que Horatio le había indicado. Tan solo una vez los detuvo un árbol que yacía atravesado en el camino y cuyas ramas secas se estiraban hacia el cielo como suplicantes. Ruth suspiró. Había muy pocos árboles en aquellas tierras, y con cada estación de lluvias quedaban menos. Pronto el sol volvería a arder en el cielo con su fuerza incontenible y los animales encontrarían menos sombra donde refugiarse. Lloraba por cada animal y cada árbol que encontraba la muerte en aquella tierra árida. Por algo se decía que Dios había creado Namibia en un arrebato de rabia. Por sus temperaturas extremas, las escasas lluvias, sus paisajes yermos y polvorientos, formados en su mayoría por rocas y arena, los extranjeros la consideraban una tierra hostil. Cuatro desiertos se extendían por Namibia, y a pesar de todo Ruth adoraba cada rincón de aquel país. En ningún lugar el cielo era tan azul, ni las estrellas tan brillantes, ni las piedras tan diferentes entre sí, ni la arena tenía tantos colores.
Horatio bajó del vehículo, se arremangó los pantalones de tela grises y las mangas de su camisa blanca y se dispuso a retirar el tronco. Sin embargo, no pudo moverlo ni un solo centímetro.
—Así no —exclamó Ruth, que lo observaba con los brazos cruzados. Cogió la cuerda de la superficie de carga, ató un extremo al árbol y el otro al todoterreno e instantes más tarde la carretera ya estaba despejada—. Y ahora no me mire así —le espetó entonces a Horatio, que la miraba con los ojos muy abiertos—. En el campo es normal que las mujeres también hagan estas cosas. Si nos tuviéramos que esperar cada vez a que apareciera un hombre, ya nos habríamos extinguido. Por aquí pasa un coche cada día, como máximo. Cuando hay dos, es que es hora punta.
—No pretendía ofenderla —dijo Horatio con un aire visiblemente divertido, al tiempo que volvía a subir al vehículo.
—¡Bah! Eso ya lo han intentado otros y no lo ha conseguido ninguno —resopló Ruth, apartándose un mechón de la cara y apretando el acelerador tan fuerte que Horatio se echó hacia atrás en su asiento.
Tardaron poco en llegar a Wilhelmshorst. La pequeña aldea, poco más que una enorme granja, estaba situada al pie de una colina. Un camino diminuto y estrecho conducía al interior del pueblo, bordeando las casas de piedra de los indígenas. En el centro había una taberna, un bazar con una gasolinera y un taller mecánico anexos y un letrero en el que se indicaban las próximas subastas de ganado en un radio de trescientas millas. Las casas eran viejas, pero se veían bien cuidadas.
—Alto, ya hemos llegado. Está ahí delante —le señaló Horatio cuando se encontraban cerca de una casa en cuyo jardín delantero habían decorado un arbusto seco con cintas negras.
Ruth aparcó el Dodge un poco más abajo del camino y entró junto a Horatio en la casa en la que tenía lugar la ceremonia. Se sintió un poco fuera de lugar, puesto que apenas había conocido a la mujer a la que honraban. De pronto no sabía por qué había acudido a aquel sitio. Había sido pura casualidad estar presente en la muerte de Davida, y de pronto le pareció poco apropiado hacer preguntas sobre su abuela en el momento en el que le estaban dando el último adiós, por mucho que la difunta hubiera pronunciado su nombre con sus últimos estertores. Estaba ya dispuesta a dar media vuelta y dirigirse de nuevo al coche para esperar allí a Horatio, cuando una negra anciana, desdentada, con finos rizos de caracolillo y los ojos rojos de tanto llorar le tomó las manos entre las suyas.
—Le doy las gracias —dijo la mujer—, gracias por haber estado con mi hermana durante los últimos instantes de su vida y por no haberla dejado sola.
La mujer sollozó, se enjugó las lágrimas del vestido, y a continuación cogió unas gafas de la cómoda de madera y se las puso sobre la nariz. Se quedó mirando a Ruth como si viera a un fantasma ante ella.
—¿Le sucede algo? —preguntó Ruth—. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?
La anciana sacudió la cabeza.
—El espíritu de los muertos me ha enviado una visión —susurró más para sí que para Ruth. La anciana le soltó las manos y empezó a retroceder con la mirada todavía fija en la blanca.
«Estos negros y sus supersticiones…», pensó Ruth. De pronto la asaltó la nostalgia. Pensó en Rose, que se reía siempre de los negros, de su superchería y de su Dios del fuego, de la veneración con la que Santo y el resto de los granjeros trataban a las vacas, mejor que a sus mujeres en la mayoría de los casos. Pero así era, el ganado era sagrado para los nama, tanto, que al morir el jefe de la tribu, solían envolverlo en la piel de una res. ¡Por no hablar de los espíritus! Tenían uno para cada ocasión, con buenas o malas intenciones.
«El espíritu de los muertos me ha enviado una visión». Ruth se hubiera reído de buena gana, pero durante los últimos días habían pasado tantas cosas que le parecían igualmente difíciles de creer, que la risa se le quedó atascada en la garganta. Se limitó a suspirar, cogió un pastelillo de azúcar y se puso a buscar a Horatio. Lo vio en la distancia, estaba en el jardín hablando con un negro, al parecer amigo suyo, y sacudiendo los brazos. Tenía la cabeza echada hacia delante como un pájaro, prácticamente picoteando a su interlocutor con la nariz.
Ruth solo entendía fragmentos de lo que los hombres decían, pero sí que llegó a captar dos palabras: la palabra alemana «desierto», y vurr, que en afrikáans significaba «fuego».
Se encontraba a pocos pasos de ellos cuando uno de los hombres se giró. La vio inmediatamente y en el mismo momento le cambió la cara, y su expresión, antes tan amigable, se volvió prácticamente hostil.
—¿Molesto? —preguntó ella.
El negro negó con la cabeza.
—No importa, ya habíamos acabado. Señorita… —dijo, saludándola con un movimiento de cabeza mientras se disponía a marcharse. Los otros dos negros lo siguieron.
—¿De qué estaban hablando? —preguntó Ruth.
Horatio les siguió con la mirada, pensativo.
—De nada importante, solo les he preguntado por sus abuelos.
—¿Por la rebelión de los nama y los herero?
Horatio asintió.
—Bueno, podría ser que todavía estuvieran vivos y que me pudieran decir algo al respecto —dijo el hombre.
Ya de noche, Ruth observó cómo los negros se reunían alrededor de un fuego, que para ellos era sagrado. Se sentó al borde del círculo y escuchó atentamente aquellos cantos extraños, aquellos conjuros foráneos. Era como si estuviera viviendo una vida ajena que, de algún modo secreto, estaba ligada a la suya propia. No quería estar allí y a la vez no quería irse. Se sentía extraña y protegida al mismo tiempo.
Pasó un buen rato hasta que el fuego se extinguió y el alma de Davida Oshoha ascendió al cielo junto a sus antepasados. Los presentes fueron marchándose entonces uno tras otro, despidiéndose efusivamente. Ruth también se levantó. Se quedó dando vueltas lentamente alrededor de los restos de la hoguera y se sentó junto al hermano de Davida, un negro anciano con unas pocas canas. Él la había estado mirando todo el rato a través del fuego.
—¿Está bien Davida, dondequiera que se encuentre ahora?
El hombre asintió pensativo.
—Ahora está donde ya no se tienen deseos. —Se giró hacia ella—. ¿No cree usted que la falta de deseos es la mayor de las alegrías?
Ruth se encogió de hombros.
—No sé, yo nunca he estado falta de deseos, pero tampoco he sido feliz de corazón. Como mucho durante algún instante puntual.
El fuego volvió a resplandecer en el centro, y las llamas ascendían a lo alto. Instintivamente, Ruth se tocó la piedra de Mama Elo e inmediatamente volvió a invadirle aquella sensación de calidez. Cerró los ojos y se le apareció de nuevo la misma imagen que antes, volvió a ver unas llamas que se cernían sobre ella como bocas hambrientas. Pero entonces se le apareció otra imagen, la de dos personas en un cerro bajo la luz del sol crepuscular. Una muchacha muy joven, una niña todavía, y un joven. La mujer tenía la cabeza apoyada sobre el hombro de él, y el joven tenía una mano apoyada sobre el hombro de ella. El cuerpo de la muchacha se estremecía y Ruth distinguió cómo se le caían las lágrimas. Le temblaban los hombros, pero Ruth no alcanzaba a reconocerle la cara. Solo le veía el pelo largo y recogido, que sobresalía de una cofia, un pelo de color rojo, agreste.
De pronto, oyó la voz del hombre joven.
—No llores, Rose, flor de mi vida. Todo se solucionará, todo.
La mujer joven sacudió la cabeza.
—¿El qué? Mi padre te ha puesto de patitas en la calle. Si nuestro matrimonio tenía de por sí pocas perspectivas, ahora ya no tenemos esperanza alguna —dijo volviendo a temblar. Las lágrimas le corrían por las mejillas y se filtraban por la tela del vestido hasta que alcanzaban el suelo.
—Ya encontraré alguna manera —le explicó el joven—. Me iré.
—No, ¡no te puedes ir! No me puedes dejar aquí sola.
—Sí, me iré, me iré allí donde pueda ganar dinero. Dicen que en la bahía de las ballenas han encontrado oro. La zona está bajo custodia del cónsul general imperial de África del Sudoeste, Ernst Heinrich Göring. Le pediré trabajo. Y cuando vuelva tendré tanto dinero que podré casarme contigo.
La muchacha se quedó mirándolo. En sus ojos brillaba la esperanza.
—No estarás mucho tiempo fuera, ¿verdad?
El hombre negó con la cabeza.
—Me daré prisa, y cuando vuelva compraremos estas tierras y la colina verde, claro está. Nos casaremos y tendremos hijos. Primero un niño y luego una niña.
—Rose. —La joven sonreía entre lágrimas—. A nuestra hija la llamaremos Rose.
—Tu abuela era una mujer muy noble. —La voz del anciano devolvió a Ruth a la realidad—. Te pareces a ella cuando era joven, sois como dos gemelas. Si quieres desvelar sus secretos, tienes que ir a Lüderitz. Por eso has venido, ¿verdad? En Lüderitz empiezan y acaban todas las pistas. Allí encontrarás lo que buscas.
Ruth abrió la boca para preguntar algo, pero al mirar a su lado ya no había nadie. El anciano se había marchado, el fuego estaba extinguido. Ruth sintió que se quedaba helada de golpe y se echó una manta sobre los hombros.
El joven negro con el que Horatio había hablado aquel mediodía se acercó a ella.
—Ya va siendo hora de que se vaya, señorita —le dijo con un tono firme en su voz.
—Ahora mismo. —Ruth se levantó y la manta se le cayó de los hombros. El negro se la acercó.
—Tenga, llévesela y lárguese de aquí.
—¿Por qué es tan hostil conmigo? Yo no he matado a Davida.
—Su familia ha traído más desgracias a los nama que todas las guerras anteriores. Su familia tiene la culpa de que seamos hoy esclavos de los blancos. Nos habéis robado el alma, nuestra tierra, nuestra cultura.
Ruth negó con la cabeza.
—Se equivoca, eso es imposible.
El negro se le acercó tanto que sintió su aliento en la cara.
—Nadie se ha atrevido nunca a maldecir a los Salden. Solo les permitían estar aquí porque todos les tenían miedo, pero yo no tengo miedo. Y yo, nieto de Davida Oshoha, la maldigo a usted, a usted y a toda su familia.
De pronto, la piedra que Ruth llevaba entre los pechos se volvió fría como el hielo, tan fría que le quemaba el pecho. Duró tan solo un instante, pero Ruth supo que recordaría para siempre aquel momento. Echó a correr. Quería irse lejos, muy lejos de aquel lugar.
Mientras corría, creyó sentir la mirada del negro en la nuca como una punzada. «Ya sospeché que no tenía nada que hacer aquí», pensó. Y al mismo tiempo sabía que había hecho bien decidiendo ir hasta allí. Llegó a la carretera sin aliento, aminoró el paso y finalmente se dirigió al coche con pasos regulares. Allí se encontró a Horatio, apoyado en la pickup y con las piernas y los brazos cruzados. Al parecer había estado esperándola. Su camisa blanca brillaba en la oscuridad.
—¿Qué le sucede? —le preguntó al verla junto a él, todavía jadeando mientras se recogía el pelo rebelde en la nuca y se lo sujetaba con un pasador.
Ruth se quedó un momento pensando si debía explicarle lo de la maldición. Hubiera querido explicárselo todo, toda su vida, sus miedos, todo. Pero antes de que pudiera dar rienda suelta a la lengua, se detuvo. Él era un nama y no creería a una blanca. ¿O acaso no perseguía la misma causa? ¿La habría maldecido él también en secreto?
—Estoy cansada —se limitó a decir—. Tendríamos que buscar un sitio para dormir.
Horatio asintió y subió al todoterreno como si fuera suyo.
—Conozco un sitio cerca, junto a un arroyo. Podemos pasar allí la noche.
Ruth se sentó al volante, arrancó el coche y volvió a echar una mirada a la casa en la que Davida Oshoha había vivido. Acto seguido, se adentraron en la oscuridad.
—¿Cómo es que conoce esta zona? —preguntó Ruth al cabo de un rato.
—Antes esta tierra pertenecía a los nama y los herero la conquistaron. Yo la conozco porque conozco el país, porque soy de aquí, soy de esta tierra, pertenezco a este pueblo.
Algo en la voz de él le llamó la atención. ¿Era despecho? ¿Era orgullo o melancolía?
—¿Y usted también cree que las maldiciones funcionan? ¿Cree en el dios del fuego y en todas esas cosas en las que creen los nama? —le preguntó ella.
Horatio sonrió.
—Hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que creemos —dijo—. Pero si lo que quiere preguntarme es si creo en el vudú o que los dioses le han dado poder a un hombre por encima del resto para que los destruya, no, entonces se equivoca.
—¿Así que nada de maldiciones ni muñecos con agujas?
—No, Ruth. —La miró con atención, pero Ruth le evitó la mirada—. No tenga miedo, Ruth —dijo él al saber lo que la conmovía—. La religión de los negros funciona tanto como la de los blancos. Yo no soy su enemigo.
Más tarde, la tienda estaba montada, la hoguera encendida en el centro de un círculo de piedras, y Ruth y Horatio estaban sentados el uno al lado del otro en el campo. Ruth alzó la vista hacia el cielo en busca de su estrella. Necesitaba algo que le proporcionara consuelo.
—¿Qué quiere hacer ahora? —preguntó Horatio en voz baja—. ¿Ya ha averiguado lo que quería?
Ruth se encogió de hombros.
—No sé qué he averiguado exactamente. Todavía no lo puedo valorar con claridad, pero mañana mismo continuaré el viaje en dirección a Lüderitz. El hermano de Davida ha dicho que allí empiezan y acaban todas las pistas.
Horatio asintió, cogió un palo y empezó a atizar el fuego con él.
—Yo iré con usted —dijo él con voz firme momentos después.
Ruth se sorprendió. Parecía como si ya lo tuviera decidido desde hacía tiempo.
—¿Por qué quiere venir? ¿Qué tiene usted que ver con la historia de mi familia?
—Nada, nada en absoluto. Lo que me interesa no es usted y su familia, sino únicamente mi trabajo. Lüderitz es la sede del Diamond World Trust. Allí hay también un archivo al que yo tengo acceso como historiador. Tengo que investigar algo y le ofrezco mi ayuda en su búsqueda. Sin mí no podrá acceder al archivo. Y, a cambio, usted me lleva a la costa. Yendo en tren tardaría demasiado. Además, hacía tiempo que tenía pensado ir a Lüderitz.
—¿Y por qué me quiere ayudar si mi historia no le interesa? Y, por cierto, no hace falta que vaya en tren, también hay conexión en autobús.
Horatio se encogió de hombros.
—Quizás una cosa esté ligada a la otra. De la misma manera que todo está relacionado. Además, usted estuvo con una de nuestras mujeres cuando murió en sus brazos. De alguna manera estamos en deuda con usted.
—Tonterías, a mí no me debe nada nadie. Cualquiera habría hecho lo mismo en mi lugar.
Ruth contempló las llamas. Agarró la piedra de fuego y esperó a tener la visión, la imagen del fuego voraz, pero no ocurrió nada. Todo estaba sumido en el silencio y en la calma. Solo a lo lejos ladraban a la luna unos perros salvajes.
Mientras que Horatio no tardó en meterse debajo de la manta, dar las buenas noches a Ruth y cerrar los ojos, ella se quedó un rato más sentada junto al fuego. Iría a Lüderitz. Hasta que no pronunció esas palabras en voz alta no acabó de decidirse. Debía ir a Lüderitz porque quería resolver el misterio de sus abuelos. «Solo quien conoce el pasado puede construir el futuro». Aquel lema vital que Ian había repetido con frecuencia cobraba sentido por fin. Pero ¿por qué quería ir Horatio con ella?
«Soy un nama», oyó decir a Horatio. Y otra voz siguió: «El Fuego del Desierto es el alma de los nama. Su familia nos ha robado el alma».
¿Quería acompañarla para encontrar el diamante Fuego del Desierto? ¿Pretendía salvar el alma de los nama?
Ruth se despertó al amanecer. Horatio no estaba. Lo buscó a su alrededor y lo vio un poco más allá, recogiendo leña para el fuego. Ruth se estiró y a continuación se acercó al arroyo, se lavó la cara y llenó el cazo.
Cuando volvió a la hoguera, Horatio la miró con algunas ramas secas en la mano.
—¿Qué le pasa? ¿Se le ha aparecido el dios del fuego? —dijo Ruth con una risa que sonó malévola. A continuación se disculpó—: Lo siento, no quería herir sus sentimientos.
Horatio no le apartó la mirada.
—Parece como si el sol saliera de dentro de usted —le dijo él. En su cara había algo que la propia Ruth solo podía definir como un «recogimiento divino»—. Es como si el pelo le ardiera en llamas.
Ruth esbozó una sonrisa retorcida.
—Ya me las sé todas —le explicó—. Cuando iba a la escuela en Gobabis, los otros niños siempre me gritaban: «¡Pelirroja, pelirroja! ¡La chimenea te arde!».
—No, no, no quería decir eso. —Horatio levantó las manos con un gesto conciliador y Ruth comprendió que había pretendido halagarla. Sintió que se ruborizaba. Buscó una goma en los bolsillos y se recogió el pelo sin musitar palabra.
Un cuarto de hora más tarde estaban los dos sentados junto al fuego con tazas de café humeante entre las manos. Ruth respiró hondo. Disfrutaba del silencio que, en realidad, no era tal, puesto que lo rompía el gorjeo de los pájaros. Inspiró el aroma del campo, olió el polvo, el calor del incipiente día que iba ya en aumento, y el aroma de las plantas. Vio también el brillo del cielo caerle encima, un brillo que pasó del violeta oscuro a un rosa pálido, antes de que el sol lo tiñera todo de un naranja intenso.
—Se está bien aquí, ¿no? No me imagino cómo debe de ser vivir en la ciudad. Me encantan el campo y sus animales.
—A mí también me gusta esta tierra. Es nuestra.
Ruth se volvió.
—¿Otra vez empieza con la rebelión de los nama y los herero?
—No —le respondió Horatio—, solo quería decir que su tierra también es la mía. Porque la amamos. Solo eso.
Ruth se sintió aliviada.
—¿Me puede explicar algo de la rebelión? —preguntó—. Algo de lo que ocurrió en 1904.
Horatio se echó a reír.
—Es pronto todavía para hablar de política y ponernos a discutir. ¿No desea mejor que le explique cómo es que hay hombres blancos y negros? ¿Quiere saber por qué los nama llaman a los blancos «espíritus blancos»? ¿Y por qué los blancos tienen tanto miedo de que los llamen de esa manera?
Ruth se quedó un momento pensativa. Nunca había tenido tiempo de preocuparse por las costumbres de su tierra. Pero ahora sí que disponía de muchísimo tiempo. En su granja —si todavía podía considerarse suya— tendrían que arreglárselas sin ella por el momento. Santo se ocuparía de todo. Ya estaba bien informado y Ruth confiaba en él.
—Muy bien, cuéntemelo —le pidió Ruth al tiempo que se servía otro vaso de café.
Horatio se apoyó en un tronco.
—El Dios Padre tenía dos hijos —empezó a decir con voz tranquila—: Manicongo y Zonga. Los quería a los dos con todas sus fuerzas, pero solo uno estaba destinado a guiar a los seres humanos, así que les encomendó una tarea. A la mañana siguiente tenían que ir a un lago próximo y bañarse en él. El agua decidiría quién debía ser el verdadero señor de los humanos.
»Zonga, el más sensible y ambicioso, aprovechó la noche para dirigirse a su destino. A la mañana siguiente, llegó al lago antes de que el sol hubiera salido. Se metió en el agua y se llevó una sorpresa. El agua le había limpiado toda la suciedad y el polvo, de manera que se quedó blanco como una azucena.
»Manicongo, el mayor de los dos, era la calma y la serenidad personificadas. Amaba la vida con todas sus sorpresas y sus placeres. Al recibir el encargo de su padre, mandó que le prepararan una copiosa comida, bebió unas cuantas botellas de vino, cantó y bailó media noche y cuando amanecía se fue a la cama. Cuando despertó, ya era mediodía. Se dirigió hacia el lago tan rápidamente como pudo y quiso zambullirse en él. Pero el lago ya no estaba, y de él quedaba únicamente un charco. Manicongo saltó al charco, quiso coger aquella agua con las manos, pero solo se mojó las palmas y las plantas de los pies, y se le quedaron blancas.
»Así, el Dios Padre decidió que el ambicioso Zonga obtuviera el dominio sobre los blancos y el vivaracho Manicongo, sobre los negros. Zonga atravesó el océano y gobernó a su pueblo, transmitiéndole sus habilidades. Así fue como los blancos se hicieron cada vez más y más ricos. Manicongo debía gobernar a los negros y lo hizo tan bien como pudo. Por eso a los negros les gusta tanto comer, beber, cantar y bailar.
»Y, ahora, Ruth, ¿qué me dice? ¿Quién de nosotros lo tiene mejor? —le preguntó Horatio mirándola.
—Tampoco es que nos haya tocado la lotería a ninguno de los dos —respondió Ruth, encogiéndose de hombros—. El que no hace más que trabajar y no conoce el placer tiene poca vida. Y el que solo disfruta y no sabe lo que es el trabajo, tampoco sabe lo que es vivir. La clave está en el medio —dijo mirando a Horatio—. Vuestro dios no es muy listo, creo yo.
Horatio se echó a reír.
—¡Oh, no, no! No es nuestro dios el que lo decidió. Debe de haber sido el vuestro. Nosotros tenemos dos divinidades, una buena y una mala. Juntos determinan el destino de los seres humanos. Tsui-Goab, el dios bueno, vive en el cielo rojo, es decir, donde sale el sol; Gaunab, el dios maligno, es el responsable de las enfermedades, los accidentes… en definitiva, de todo lo malo que les ocurre a los humanos.
—Ya, ya lo sé, el dios bueno del fuego sagrado.
—Exacto, Tsui-Goab, el dios que protege el fuego del sol. Por mi trabajo encontré una tribu de herero que tenían otras creencias. Antes, quiero decir, antiguamente, los herero solo hablaban su lengua, el otjiherero. Por aquel entonces, a los blancos los llamaban otjirumbo, que viene a ser algo así como «cosa gorda y pálida». Los primeros blancos llegaron por mar, pero para los herero el mar era el reino de los muertos. Si alguien volvía del reino de los muertos, debía de ser el más poderoso de los dioses. Los pueblos negros se sometieron inmediatamente a aquellos espíritus blancos y les allanaron el camino para conquistar todo el territorio de los herero.
—¿Ahora mi pueblo tiene la culpa de que el vuestro sea tan supersticioso?
Horatio negó con la cabeza.
—No, no es eso. Solo me imagino cómo debe de ser llegar a un país extranjero y que a uno lo reciban con honores y lo traten como a un dios. Y cómo cualquiera puede aprovecharse de esa hospitalidad.
—Bah —dijo Ruth—, ahórreselo. Usted mismo ha dicho que los negros prefieren disfrutar de la vida. Y es así. Cada uno se forja su propio destino. Además, también hay negros que han sabido arreglárselas. ¿No se ha parado a pensar que a muchos les va ahora mejor que antes? Los niños pueden estudiar, sus padres viven en casas y ya no tienen que ir llevando el ganado por los campos secos. Hay médicos, tren, y calles medianamente urbanizadas. Y todo eso lo han traído los blancos.
Horatio calló.
—¿Qué pasa? —preguntó Ruth en tono desafiante.
—Nada —contestó él—. A veces me gustaría que nos entendiéramos mejor, que los blancos y los negros fuéramos amigos, en lugar de estar echándonos en cara continuamente quién ha hecho qué, cuándo, dónde y quién le ha hecho qué al otro y quién le debe algo a quién. No es tan fácil como usted lo ve. Por esas calles, por el ferrocarril, las escuelas y los médicos hemos tenido que pagar un precio: nuestra cultura y nuestra identidad. No hemos llamado a los blancos. No echábamos en falta los trenes, ni las calles, ni las escuelas, ni los médicos. Cuidábamos del ganado y los ancianos enseñaban a los jóvenes lo que necesitaban saber. Nuestra escuela era la vida. Y si a alguien de nosotros le iba mal, para eso teníamos a los chamanes. No, Ruth, ya éramos felices sin los blancos. Pero ahora están aquí y esperan que vivamos tal y como viven ellos, y, si no, nos llaman vagos. Nadie quiere entender que simplemente somos diferentes. Ni mejores ni peores. Simplemente distintos.
—No hable tanto —suspiró Ruth—. Mejor levántese y ayúdeme a meter las cosas en el coche. Todavía nos queda mucho camino por delante y poco tiempo para estas tonterías. Como mínimo ahora no. —Se sentía avergonzada y había buscado deliberadamente las palabras que pudieran ofenderlo. Bien sabía lo que los blancos habían hecho a los negros, lo que les seguían haciendo al no aceptar su estilo de vida y pretender que la única manera correcta de vivir era la suya propia.
Ruth recogió las cosas en silencio, las puso ordenadamente bajo la cubierta de la pickup y se sentó al volante.
—¿Todavía quiere venir conmigo a Lüderitz o prefiere que le deje en la próxima parada de camiones?
—Vamos a Lüderitz —respondió Horatio—. ¿A qué esperamos?