5

Algunas horas después de despedirse de Horatio, Ruth salía de la estación de Gobabis y se quedó parada unos instantes delante del vestíbulo. Inhaló el aire, aquel olor familiar a amplitud, a arbustos, un poco a polvo y a hierba seca. Inspiró y espiró hondo y sintió cómo se desprendían de ella la agitación, el ruido y la suciedad de la gran ciudad. En Windhoek se había sentido todo el tiempo pegajosa. Ahora se sentía limpia. Incluso su inseguridad y sus miedos empequeñecieron al estar tan cerca ya de su granja.

Arrojó su bolsa sobre la superficie de carga del todoterreno que estaba aparcado en la plaza de delante de la estación bajo la sombra de una acacia, y condujo de vuelta a Salden’s Hill por la carretera de gravilla. Entretanto había atardecido, y el sol estaba tan bajo en el cielo que los árboles proyectaban sombras largas. Algunos jirones de nubes pasaban velozmente por el azul del cielo, claro como el cristal. Ruth no se dejó engañar por su aspecto delicado y juguetón, y pisó el acelerador. Tenía que apresurarse. Pronto, las nubes se apelotonarían formando torres, se teñirían de negro y transformarían la carretera en un lodazal después de un imponente aguacero.

Ruth quiso ponerse a cantar, pero hoy no quería aparecer en ella la despreocupación con la que solía conducir siempre desde Gobabis a Salden’s Hill. Entornó los ojos. Como ocurría siempre en la época de lluvias, el sol brillaba hoy con mucha intensidad, deslumbrándola. El aire era tan transparente como el cristal. Todo tenía un contorno como trazado con un compás, e incluso las colinas que se dibujaban en el horizonte tenían de pronto los bordes bien delimitados.

Por fin llegó al portón en el que un letrero amarillo escrito con letra de color verde indicaba que tras él se encontraba el acceso a la granja de su familia. Se bajó del todoterreno, abrió el portón, vació el buzón y siguió conduciendo hasta la casa.

Mama Elo y Mama Isa estaban sentadas en el porche, cada una de ellas con un cesto de judías en el regazo y un cuchillo afilado en la mano. Ruth dio un beso a las dos mujeres, se dejó caer en la silla de mimbre exhalando un suspiro, miró a su alrededor y se sintió por primera vez en muchos días de nuevo un poco más protegida.

—¿Y qué novedades hay? —preguntó Ruth.

Mama Elo y Mama Isa agitaron al unísono sus cabezas de rizos grises.

—No muchas. Se ha roto un trozo de la valla que linda con la granja de los Miller. Nath estuvo aquí y dijo que la arreglaría él.

Ruth asintió con la cabeza.

Mama Elo bajó el cuchillo de cortar las judías.

—¿Y tú? ¿Has conseguido alguna cosa en la ciudad? Has estado mucho tiempo fuera.

Ruth miró los rostros temerosos de las dos mujeres. ¿Qué iba a ser de ellas cuando Salden’s Hill dejara de existir? Habían pasado toda su vida aquí. Ahora eran demasiado mayores como para encontrar una colocación en otro lugar. ¿De qué iban a vivir entonces? En Namibia no existían las jubilaciones. Y no les había sido dado tener hijos que las acogieran en sus casas y cuidaran de ellas.

—He estado en el banco de los granjeros —dijo rápidamente—. Todo saldrá bien. Solo necesitamos un poco de tiempo.

Ruth permaneció un rato en silencio, pero luego informó sobre la manifestación de los negros en la que se había visto envuelta por casualidad. A Ruth le habría gustado preguntar a Mama Elo y a Mama Isa sobre su abuela, pero había algo que se lo impidió. Ya les había preguntado con mucha frecuencia sin obtener nunca una respuesta a cambio. E incluso ahora que Ruth sabía que Mama Elo y Mama Isa albergaban un secreto, las dos se negarían seguramente a contarle nada más. Quizás incluso le pondrían todo tipo de trabas para ir durante el fin de semana a casa de la familia Oshoha.

Se levantó y entró en la casa. En el cuarto de trabajo estaba sentada su madre, atenta como siempre a los libros de la contabilidad.

Rose levantó la vista.

—¡Qué bien que estés aquí de vuelta! He estado mirando lo que podríamos vender, pero no es mucho. ¿Qué te han dicho en el banco?

Ruth se sentó, se quitó el pasador del pelo y sacudió sus rizos rojos.

—He hablado con Claassen. Todo sigue como estaba. Hay que saldar la deuda como límite a finales de año o de lo contrario subastarán la granja.

Rose asintió con la cabeza, y a Ruth le pareció que no daba la impresión de estar tan triste como ella habría esperado. Y eso que iban a perder todos su hogar.

—¿No piensas para nada en Elo y en Isa? ¿No te importa nada lo que vaya a sucederles a los trabajadores? —le espetó de repente—. Son cuarenta personas las que viven en Salden’s Hill. Somos responsables de ellas.

Rose levantó la vista.

—Y, en tu opinión, ¿qué es lo que tenemos que hacer ahora? Conoces de sobra nuestras posibilidades. Si tanto te importan las gentes de aquí, entonces cásate con Nathaniel Miller.

—Y así perderán su medio de vida todavía con mayor rapidez —replicó Ruth agitada—. No soy tonta, mamá, y Nath Miller tampoco lo es. Si su hermano se hace cargo de Miller’s Run, tendrá bastantes trabajadores a su entera disposición. Nath podrá contar con ellos en cualquier momento. Entonces los nuestros estarán de sobra. En el fondo da lo mismo si perdemos la granja en favor del banco o de los Miller.

Ruth se levantó y se volvió hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

Ruth miró atentamente a su madre durante unos instantes. ¡Cuánto le habría gustado contarle lo del artículo en el periódico o de lo mucho que se parecía físicamente a su abuela! Pero también ahora se lo guardó para ella.

—Voy a recorrer los prados con el caballo a ver si está todo en orden. No falta mucho ya para que las ovejas jóvenes se vuelvan muy tercas —acabó diciendo.

Sin decir una sola palabra más subió a su habitación. Colgó como es debido en la percha sus pantalones de vestir, se puso el mono de trabajo y se sujetó el pelo con un pañuelo.

De repente estaba su madre en la puerta.

—Ruth, no puedes seguir actuando como si no hubiera sucedido nada. ¿Has pensado qué va a ser de tu vida? ¿En cómo va a ser tu futuro sin la granja?

Ruth se volvió hacia su madre y le lanzó una mirada de desprecio.

—Quien no tiene pasado, difícilmente puede construir un futuro. ¿Cuándo piensas contarme lo que pasó en la granja en el pasado? ¿Cuándo podré saber por fin algo sobre mis abuelos, sobre tu vida aquí antes de que naciéramos yo y Corinne?

¡Cómo detestaba todo ese secretismo! Quería saber a toda costa lo que había sucedido, y quería saberlo antes de perder su hogar en unos pocos meses.

Rose tragó saliva. Después inclinó la cabeza y carraspeó.

—Sí, puede que ahora sea el momento de contarte algunas cosas. Quizá tengamos esta noche una ocasión para ello.

—Puedes estar completamente segura —repuso Ruth, pasando al lado de su madre.

Era ya tarde cuando Ruth terminó su trabajo. La lluvia se había hecho esperar, de modo que arregló la valla de la que iba a ocuparse Nath, atrapó dos corderos que se habían escapado por un hueco, limpió a fondo los abrevaderos y examinó las cubiertas de los pozos. Cuando frotó al caballo con paja para secarle la piel y le puso la avena en el comedero, el sol ya hacía rato que se había puesto tras las colinas. Se fue corriendo, sudorosa y cansada, en dirección a la casa. Allí en el porche, a la sombra que arrojaban las velas, había una persona sentada.

—Hola, mamá.

—Hola, cariño. ¿Quieres una cerveza?

Ruth asintió con la cabeza, aceptó la botella abierta y se dejó caer en la otra silla de mimbre.

—Te lo ruego, utiliza un vaso.

—Mamá, trabajo como un hombre, así que déjame beber como un hombre —dijo Ruth. Se llevó la botella a los labios, dio algunos sorbos fuertes y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Tu padre siempre lo hacía así. También se negaba a beber cerveza en vaso. Solía decir que la cerveza había que beberla de la botella.

Ruth sonrió y guardó silencio. Su madre continuó hablando.

—Yo regresaba aquel día de la escuela de economía doméstica. El señor Lenning, el administrador, que al mismo tiempo era mi tutor, me transfirió oficialmente la dirección de la granja. Me ocupaba de todo lo que había que hacer de puertas adentro de la casa y él hacía lo que haces tú en la actualidad. Un día llegó a la granja un automóvil, un Mercedes. Yo jamás había visto antes un automóvil como aquel. Se bajó de él un hombre joven que hablaba el alemán con un acento tan divertido que era imposible que fuera de por aquí. Resultó que era de Copenhague, de la subasta de las ovejas caracul. Es allí donde se suministra la lana, y él se ocupaba de que se vendiera y de que se procesara. Me besó la mano al saludarme y me pidió agua para su vehículo. Ya era tarde, había comenzado la estación de las lluvias y no conocía los caminos. Venía de Gobabis y quería seguir ruta hasta Marienthal. Yo le ofrecí que pernoctara en nuestra casa y él aceptó mi invitación. Mama Elo y Mama Isa asaron los filetes de antílope más deliciosos que he comido en mi vida. En la bodega quedaban dos botellas de vino tinto. Nos pasamos media noche aquí afuera, comiendo y hablando. Era la primera vez que me encontraba con un hombre en esas condiciones, quiero decir, con un hombre que no apestara a oveja. Los jóvenes de estas tierras solo pensaban en el rodeo por aquel entonces, ninguno tenía modales ni sabía comportarse como era debido, pero aquel forastero me trató como a una princesa. —Rose se rio con sentimiento de vergüenza—. Bueno, por lo menos como a una mujer distinguida.

Rose interrumpió su relato y dejó vagar la vista por las tierras. Ruth vio que estaba deleitándose con sus recuerdos felices. En muy raras ocasiones había visto a su madre así de desenvuelta y alegre como en esos instantes, y parecía verdaderamente hermosa con ese talante.

Ruth era consciente por primera vez de que también su madre era algo más que una madre y una granjera, una mujer con necesidades y deseos. Dio un buen trago a su cerveza y esperó a que su madre encontrara el camino de vuelta al presente.

—Bueno —dijo Rose finalmente encontrando el hilo—. Al día siguiente se marchó, y nueve meses después daba yo a luz a Corinne.

—¿Sabe ese hombre que tiene una hija? ¿Volviste a verle alguna vez?

Rose sonrió.

—No, nunca se lo dije, nunca intenté contactar con Copenhague. No sé lo que habrá sido de él.

—¿Por qué no? ¿No te interesaba?

Rose la miró a la cara.

—Siempre he estado sola, toda mi vida, siempre sola. Por fin quería poseer algo que fuera únicamente mío, ¿lo entiendes? No quería compartir a la niña con nadie, ni con su padre.

Ruth asintió con la cabeza. También ella había estado siempre a solas y entendía demasiado bien ese deseo de su madre.

—Tuve a Corinne y me sentí feliz. Ella tenía una piel tan delicada, los deditos rosados, los dedos de los pies diminutos. Y desde el principio se pareció a su padre. Nunca fue una chica del campo, una campesina. Corinne estaba llamada a una vida más elevada. ¿Lo ves? Ahora vive con un bóer rico en Swakopmund.

—Humm —gruñó Ruth porque nunca había entendido por qué Corinne debía aspirar a algo mejor, por qué su madre tenía en mayor estima la vida que llevaba su otra hija que la vida aquí en la granja—. ¿Y mi padre? ¿Por qué no te casaste con él? ¿Por qué no le convertiste en tu compañero, en tu esposo? —preguntó en voz baja.

De pronto no estaba segura de si quería escuchar en efecto la respuesta. Ruth había conocido a su padre, que había muerto hacía tan solo cuatro años, pero no sabía cómo había llegado a la granja. Con toda seguridad Ian no fue ningún príncipe de cuento de hadas, como lo había sido el padre de Corinne, quien, por un lance de la fortuna, había encontrado el camino hacia su princesa. No, su padre no era lo que Rose se imaginaba que debía ser un esposo y un jefe para Salden’s Hill.

—Sí, tu padre —dijo Rose con un suspiro—. Corinne tenía dos añitos. Lenning contrató a los esquiladores. Yo me encargaba de recoger la lana y de clasificarla. Uno de los esquiladores era un irlandés pelirrojo, un tío fornido que tenía tanta fuerza que habría podido tirar del tren de Gobabis a Windhoek con las manos. Le divertía levantar las ovejas en alto como si fueran de papel. Tenía los dientes blancos y una risa contagiosa… Un día esquilamos más ovejas de lo normal. Estábamos todos sudorosos, teníamos las prendas pegadas a la piel. Yo estaba llena de porquería de oveja y olía a carnero. Y justo aquel día se rompió la bomba del agua. Ya era de noche, no había nadie que pudiera arreglarla. Ian propuso bajar al río, que por suerte llevaba agua esos días, y bañarnos allí. Mama Elo no quería que fuera con un esquilador, pero yo tenía tantas ganas de sentir la piel limpia que le seguí. Nadamos en el río, el agua estaba maravillosamente fresca, e Ian me lavó el pelo en la orilla. Dijo que yo era la mujer más hermosa que había visto nunca, y sus miradas me confirmaron que estaba diciendo la verdad en esos momentos. Me acosté con él, allí mismo, en la orilla del río. Fue muy tierno, con la ternura que solo pueden tener los hombres que tienen muchísima fuerza… Cuando los esquiladores se marcharon, Ian se quedó aquí trabajando en la granja. Bueno, y entonces viniste tú al mundo.

—No me querías tener, ¿verdad? Una hija de un oso irlandés, de un asqueroso esquilador que siempre tenía suciedad debajo de las uñas.

Rose miró a su hija a la cara un buen rato, y a continuación exhaló un suspiro.

—No, al principio no quise tenerte. Imagínate, una mujer soltera con una hija, eso era un escándalo. Desde el nacimiento de Corinne tenía que sentarme en el último banco de la iglesia. No había nadie dispuesto a casarse conmigo porque para todos ellos yo era una perdida. Y entonces vuelvo a estar embarazada otra vez, y de nuevo sin marido a la vista. La dependienta de la tienda de Gobabis no quería servirme. Los chicos de la escuela me lanzaban insultos al pasar yo.

—¿Y por qué no te casaste con Ian? —preguntó Ruth.

—¿Con un esquilador? No, Ruth. ¡No, no y no! Imposible —dijo Rose, cerrando los ojos y levantando las manos hasta el pecho sin pronunciar ninguna palabra más.

Ruth conocía hasta la saciedad el significado de ese gesto, pero hoy no estaba dispuesta a tener ninguna consideración.

—¿Por eso me exigiste que le llamara Ian en lugar de papá, porque te avergonzabas de que tu hija le debiera la vida a un esquilador irlandés, porque él no te parecía bastante bueno? ¿Y yo? Tampoco te parezco suficientemente buena, ¿no es así?

Rose no respondió sino al cabo de un rato:

—Siempre te he querido. Quizá de un modo diferente que a Corinne, pero amarte te he amado siempre, cada día de tu vida.

A Ruth le habría gustado creerse las palabras de su madre, pero no podía. Eran demasiados los años que se había sentido una persona de segunda clase al lado de Corinne, y siempre había creído que eran Mama Elo y Mama Isa quienes la querían a ella, mientras que su madre solo la soportaba. Tragó saliva, se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que carraspear para poder formular otra pregunta:

—¿Le quisiste también a él, a mi padre?

Rose levantó la mirada. Tenía el rostro tan desfigurado por el dolor que Ruth no pudo menos que apartar la vista.

—No sé si le quise. No sé siquiera si he amado alguna vez a un hombre. Quizá no sea capaz. Los primeros tiempos fueron muy bonitos con él. Más tarde era un trabajador de la granja, como todos los demás, solo que él tenía su habitación en la casa señorial. No fuimos nunca una pareja, Ruth. Supongo que te sentirás decepcionada con esto, ¿no es así? Puede que lo mejor sea dejar atrás Salden’s Hill de una vez por todas y recomenzar desde cero en otra parte, sin el pesado lastre de las viejas historias.

Rose buscó la mirada de su hija, pero Ruth seguía sin poder mirar a los ojos a su madre. No sabía qué decir, de pronto se sentía desanimada, abandonada. Había algo en su interior que había esperado todos esos años a que, un buen día, su madre se desviviera de amor por ella, a que reconociera en Corinne a la persona que era en realidad, una criatura vanidosa y vaga, y en ella, en Ruth, a la persona que podía echarle una mano en todo momento. Sin embargo, Ruth se dio cuenta en ese instante de que eso no sucedería jamás. Corinne y su madre eran como uña y carne, y ella no era nada más que un apéndice al que se acaba uno acostumbrando, nada más que eso. Habría querido gritar, agarrar a su madre de los hombros y zarandearla, pero permaneció sentada y siguió bebiendo de su cerveza a tragos cortos. Era absurdo. Las cosas eran como eran.

Ruth se levantó al terminar su cerveza.

—Estoy cansada, me voy a la cama —dijo ella con un tono duro en la voz. Levantó la mano y se encaminó al interior de la vivienda. Se detuvo en el umbral—. Para vender la granja necesitarás mi firma. Cuando necesitaste el crédito nos traspasaste un tercio a cada una, a Corinne y a mí. Así que no puedes decidir tú sola lo que creas mejor para ti. Y la firma de Corinne cuesta dinero, más dinero del que pueda conseguirse con la venta. Ella querrá tener su tercera parte si vendes la granja, y eso por mucho que la quieras.

Se quedó tumbada mucho rato en la cama mirando fijamente al techo, escuchando al viento sacudir la acacia espina de camello que estaba delante de la casa. «Nadie me ha querido tener a su lado —pensó ella— y no ha cambiado nada hasta la fecha. ¿Qué sucedería si un buen día no estuviera yo aquí? ¿Y si me marchara? Mi madre no me echaría de menos, estoy segura de ello. Y entonces podría vender esta granja que le es odiosa y mudarse donde Corinne a su bonita casa blanca, bueno, eso si Corinne quiere tenerla con ella allí. O se alquilaría un piso en Swakopmund para fantasear con las demás mujeres blancas sobre esos buenos años de otras épocas que en realidad no vivieron en absoluto».

A Ruth le habría gustado llorar, derramar el dolor que sentía en su pecho, pero las lágrimas no querían asomar a sus ojos. Corinne era la hija guapa y distinguida del forastero guapo y distinguido. Y ella misma no era sino la hija zafia del esquilador irlandés, la hija que solo daba preocupaciones y que nunca podría llegar a ser como habría debido ser. Nadie la quería a su lado. Así había sido siempre, ¿por qué le dolía eso especialmente hoy? El bochorno era tal, que Ruth no podía estarse quieta en la cama. Se echó un albornoz por los hombros y salió afuera, a los pastos. Se recostó en el vallado de la dehesa, apoyó la cabeza en la estaca superior y se puso a observar el cielo cubierto que apenas permitía ver las estrellas. Las estrellas. Su padre le dijo una vez que hay una estrella en el cielo para cada persona de la Tierra. Y ella le preguntó que cuál era la suya. Ian señaló con el dedo hacia arriba.

—Para ti brilla la estrella más clara del firmamento, la Estrella del Sur —le dijo él—. La verás desde cualquier lugar en África. Estará siempre contigo allí donde tú estés. Solo tienes que mirar al cielo y, no importe donde yo esté, solo tendré que mirar arriba para saber que te encuentras bien.

Sí, Ian la había querido, pero estaba muerto. Ruth profirió un suspiro. La vida se le volvía de pronto de una gravedad y de una injusticia insoportables.

—Anda, si está aquí la chica más guapa de Salden’s Hill… ¿Qué haces aquí fuera en mitad de la noche?

—Hola, Nath —dijo Ruth, volviéndose y mirando a Nath con los ojos entornados para no darle ocasión de percibir su agitación interior. A nadie podía importarle lo que pensara y sintiera ella, y el que menos, Nath Miller—. ¿Y tú? ¿No deberías estar ya hace rato en la cama? Los chicos de tu edad necesitan dormir mucho para poder levantar ovejas como es debido a la mañana siguiente.

Ella se le quedó mirando fijamente y sonrió un poco cuando vio la luz de la luna reflejándose en su cabeza rapada como si fuera una charca.

—Además podrías enfriarte. Por arriba —dijo ella, llevándose un dedo a la cabeza.

Él se rio, extrajo de su chaqueta dos botellas de cerveza Hansa Lager, las abrió entrechocando las chapas de ambas, y le tendió una a Ruth.

—¡Salud!

Bebieron en silencio. Luego, Nath señaló con la botella los prados que tenían delante inmersos en la oscuridad gris de la noche.

—En realidad es una pena que todo tenga un final —dijo él—. Siempre me ha gustado Salden’s Hill.

—¿Qué significa eso?

Nath rio.

—Vuestra granja ya no es rentable, hay que hacer un cambio radical en la producción. Las ovejas caracul no tienen futuro. Estoy pensando en vacas y sobre todo en una especie de ovejas que dé más leche y carne. Habría que montar una fábrica pequeña, una quesería, ir creciendo poco a poco y luego expandirnos. Windhoek no queda muy lejos de aquí, nos quitarían la producción de queso de las manos.

Ruth se quedó boquiabierta.

—¿Que quieres qué? ¿Montar una fábrica aquí, una lechería? ¿Y vas a tener a los animales metidos todo el tiempo en los establos?

—¿Qué hay de malo en eso? Así es la ganadería moderna. Todo está automatizado. Y, además, tú comenzaste con lo de la quesería, siempre has hablado de querer hacer queso aquí algún día.

—¡Sí, pero no en una fábrica, por Dios! ¿Y el ganado? ¿Van a pasarse los animales todo el día en los establos, sin luz, sin poder ver el cielo ni los prados?

Nath se echó a reír. Levantó la mano como si fuera a acariciar a Ruth en las mejillas.

—Las cosas funcionan así. Quien quiere construir castillos, tiene que hacerse con las piedras más grandes. Ya estoy harto de esta estrechez provinciana. Hay que aprovecharse del ganado como animales útiles que son. Si le preguntáramos a cada oveja por sus deseos, tendríamos aquí mansiones de pura hierba con los tejados repletos de flores —dijo, desternillándose de risa.

Ruth le golpeó con la botella de cerveza en el pecho.

—Toma, agárrala. Yo no bebo con tipos como tú. Pensé que solo te había rapado el pelo, pero ahora veo que he debido pillarte el cerebro también.

La botella se desbordó y la cerveza se derramó sobre la chaqueta de Nath.

—¡Eh! ¿Qué haces? —protestó él—. ¿No puedes tener más cuidado?

—¡Vete de mis tierras!

Ruth se giró con ánimo de marcharse de allí, pero Nath la agarró fuertemente del brazo.

—¡Eh! ¡No irás a dejarme aquí plantado como a un estúpido, ¿verdad?! Tú, no, Ruth Salden.

La agarró de los antebrazos y la atrajo hacia él para estampar sus labios duros en la boca de ella.

Ruth se puso a patalear, intentó zafarse de él, pero no la soltó hasta que ella levantó de pronto la rodilla. Él se llevó las manos a la entrepierna y cayó al suelo con una mirada transida por el dolor.

Ruth retrocedió algunos pasos y dio muestras de querer marcharse de allí, pero su rodilla no había sido lo suficientemente certera porque Nath ya volvía a estar de pie, la agarró y le echó a la cara el aliento agrio de la cerveza.

—¡Así no, mi pequeña! No puedes tratar así a tu futuro marido —dijo, tomando impulso con el brazo y propinando a Ruth un bofetón que la dejó sin aliento.

Ella se echó hacia atrás, horrorizada.

Nath la soltó, con una sonrisa burlona en el rostro.

—No resulta tan difícil obedecer al marido, ¿verdad? —dijo él entre dientes.

—¡Ni se te ocurra abofetearme otra vez! —repuso Ruth con un tono glacial—. No. Que no se te ocurra o te muelo a palos hasta dejarte de todos los colores.

Ruth temblaba de ira, y su ira aumentó todavía más al ver que Nath se había dado cuenta de sus temblores.

Él volvió a agarrarla.

—Estás así de tensa porque no has tenido todavía a ningún hombre en tu cama. Te voy a despabilar. Sé perfectamente lo que quieres, las tías solo andáis queriendo eso —dijo él, tumbándola en tierra boca abajo y arrancándole el albornoz y el camisón.

Ruth estaba como paralizada. Todo lo que ella era capaz de pensar en esos instantes era «no, eso no». Se dio la vuelta bajo las manos de Nath, que le estaban desgarrando las bragas, apretó firmemente las piernas e intentó golpearle con las manos en la cara.

De repente apareció Klette por allí, la perra de Ruth. Comenzó a ladrar como si quisiera despertar a todo el mundo. Cuando Nath tomó impulso para propinar una patada a la perra, Ruth se escapó de él, al tiempo que se encendía una luz en la casa.

—¡Lárgate! —exclamó Ruth entre jadeos—. ¡Lárgate o me pongo a chillar!

Nath se levantó con una tranquilidad exagerada, fingida.

—Eres una cabra frígida —dijo él mientras se sacudía la suciedad de los pantalones—. Pero no tengas miedo, ya me ocuparé yo de que vengas a pedírmelo de rodillas, a suplicarme que te lo haga. No puedes hacer nada sin mí, Ruth Salden. ¡Sin Nath Miller no eres gran cosa!

Hizo chascar la uña de un dedo contra el pulgar, se colocó bien la chaqueta y se fue corriendo hasta su moto.

Ruth le siguió con la vista, seguía todavía sin aliento y tenía las dos manos sujetando firmemente su albornoz.

Ruth durmió con mucho desasosiego. Por su cabeza desfilaron salvajemente muchos jirones de pensamientos inconexos. Oyó la lluvia golpear contra el tejado y los cristales de las ventanas, dio vueltas y más vueltas. Finalmente se levantó empapada de sudor a una hora más temprana de la habitual y avanzó a hurtadillas por la casa durmiente.

A pesar de que todavía era muy de madrugada, el sol ya se manifestaba en el horizonte en forma de una estrecha línea roja. Poco después, Ruth cabalgaba en su caballo a galope tendido por los pastos, controló las vallas y los abrevaderos, midió el nivel del agua de los pozos e hizo una estimación del estado del ganado. Trabajó hasta que tuvo la camisa completamente empapada, con el cabello pegado a la nuca y con la lengua tan seca como un haz de leña.

Era ya plena mañana, antes del mediodía, cuando regresó a la casa señorial de Salden’s Hill. Se fue corriendo a la cocina y bebió directamente de la bomba del agua.

Mama Elo agitó la cabeza al ver el aspecto de Ruth y fue a buscar una jarra de limonada que había acabado de hacer ella misma. Vertió un vaso lleno y se lo tendió a Ruth.

—Despacito, chica, bebe despacito.

Ruth se secó la boca con el dorso de la mano y se dejó caer en una silla de la cocina.

—Pareces cansada, chica —constató Mama Elo—. ¿Te va todo bien?

—No —se oyó decir Ruth a sí misma—. Nada va bien, absolutamente nada. ¿Dónde está mamá?

—¿Dónde va a estar? Es sábado. Está en el club de los granjeros, en Gobabis.

Ruth asintió con la cabeza con gesto despectivo.

—En la típica tertulia de señoras con collares de perlas y rostros de pastel de crema.

«¿Es que no tendrá otras preocupaciones?», pensó Ruth, sintiendo cómo ascendía el cabreo por su interior.

—Déjala que vaya allá —dijo Mama Elo en tono conciliador—. No tiene realmente muchas oportunidades de hablar con la gente aquí en Salden’s Hill. Ella es diferente de ti, ya lo sabes. Ella está hecha para la ciudad. La naturaleza significa para Rose algo que ensucia mucho. Concédele esas pocas horas.

«¿Y qué me concede ella?».

—¿Qué te ocurre, chica? A ti te está afectando algo, ya lo creo que sí. Has cambiado por completo desde que estuviste en Windhoek.

Ruth suspiró.

—La policía de Windhoek disparó a los manifestantes negros. Ya te lo he contado. Asesinaron a una mujer, a Davida Oshoha —dijo Ruth, y no se le pasó por alto que Mama Elo se estremeció ligeramente al escuchar ese nombre. No lo había mencionado cuando contó el suceso por primera vez—. ¿La conocías?

Mama Elo tragó saliva y balanceó la cabeza.

—Puede que haya oído su nombre alguna vez —dijo titubeando.

—¿El de Margaret Salden? ¿El de mi abuela?

A pesar de que Mama Elo le había vuelto la espalda, Ruth vio cómo de pronto comenzaron a temblar los hombros de la anciana.

—Puede que ahora sea el momento —murmuró Mama Elo, que se dio la vuelta muy lentamente, se dirigió dando tumbos a una silla y se dejó caer en ella profiriendo un suspiro largo—. Sabía que tenía que llegar este momento algún día —dijo, mirando a Ruth a los ojos—. ¿Qué quieres saber, chica?

—Todo. Especialmente lo que sucedió aquí en la granja en el año 1904.

Ruth se dio cuenta de que Mama Elo palidecía bajo su piel oscura. Su respiración se hizo más pesada, en la frente aparecieron pequeñas perlas de sudor. La anciana removió las manos en su regazo y volvió a suspirar hondo:

—Yo era todavía muy joven, apenas había cumplido los dieciséis. Tu madre acababa de nacer. El señor excavó un pozo en el huerto, le ayudaron algunos nama. A los pocos días estaba muerto. Yo no estuve ese día en Salden’s Hill, pero posteriormente pillé algunas conversaciones de nuestra gente, hablaban del «fuego del desierto», pero no sé nada más —terminó de decir Mama Elo con los labios temblorosos.

Ruth intuía ciertamente que la anciana no le había contado toda la verdad, pero sabía también que no podía atosigarla con preguntas sin mortificarla al mismo tiempo.

—El «fuego del desierto»… ¿Qué es eso? —se limitó a preguntarle.

—Un secreto, chica. El mayor tesoro de los nama, algo así como el santo grial para los cristianos. Un diamante. Se dice que los nama lo perdieron y desde entonces están condenados a sufrir, porque el alma de la tribu está atrapada en esa piedra. La gente contaba que tu abuelo había encontrado un diamante excavando para tener un pozo, un diamante que tenía el mismo aspecto que el «fuego del desierto».

—¿Y mi abuela?

—Cuando regresé, ella se había marchado ya. Ella y el diamante desaparecieron sin dejar rastro. Tan solo Rose estaba todavía aquí. «Ocúpate de ella, Eloisa», ponía en una nota. «Haz lo mejor por ella». Y eso fue lo que hice.

—¿Mi abuela robó el santo grial de los nama? —preguntó Ruth desconcertada.

Mama Elo balanceó la cabeza.

—Hay muchos que lo creen así, sobre todo personas que no conocían a Margaret Salden. Algunos dicen que quien tiene el Fuego del Desierto consigo, también tiene el poder sobre las almas de los nama. Mi pueblo carece de alma desde que desapareció el diamante.

Ruth se puso en pie.

—¿Adónde vas, Ruth?

La joven se encogió de hombros.

—No lo sé, Mama Elo. Solo sé que tengo que irme. Irme de aquí. Quizá solo por unos pocos días.

—Te ha llamado, ¿no es cierto? Tu abuela te necesita ahora.

Ruth se quedó sorprendida. Sabía que los negros creían en espíritus y en fuerzas sobrenaturales, y también que los muertos seguían teniendo poder durante mucho tiempo sobre los vivos.

—No lo sé, Mama Elo. No tengo contacto con los muertos, a mí no me hablan. Mi abuela no se me ha aparecido en sueños, sino en vida.

La mujer negra sonrió.

—Esa es una señal de que todavía vive y de que te está llamando.

Ruth se inclinó hacia Mama Elo y le dio un beso en la mejilla.

—Adiós, Mama Elo, y gracias. Te quiero.

—Yo a ti también, mi chica. Cuídate —dijo hurgando en su escote para extraer finalmente una piedra. A continuación se sacó por la cabeza la cinta de cuero a la que estaba sujeta—. Toma —le dijo—, esta es una piedra de fuego, una piedra de la nostalgia. Te ayudará cuando estés en apuros.

Ruth sacudió la cabeza con una sonrisa.

—Es tu mayor tesoro, Mama Elo. Consérvalo tú, te ha protegido toda tu vida. Yo no soy una mujer nama, solo soy una blanca. La piedra no tendrá efecto conmigo.

Ruth sabía que Mama Elo habría defendido esa piedra con su propia vida. No podía aceptarla, pero la mujer nama no cejaba en su empeño.

—La he conservado todos estos años únicamente para ti. Eso lo sé ahora. Tómala, la necesitarás. Solo podré dormir tranquila sabiendo que tienes tú la piedra y que te protege. Anula el efecto de todas las maldiciones.

La anciana agarró la cinta de cuero y se la pasó por el cuello a Ruth. La piedra, que no era más grande que un hueso de albaricoque, recordaba el color moreno del azúcar cande. Osciló unos instantes entre los pechos de Ruth y a continuación se adaptó a su nuevo sitio como si siempre hubiera estado allí.

Ruth percibió un hormigueo en todo el cuerpo. A pesar de que solía sonreír con las supersticiones de los negros, sintió como si una llamarada recorriera su interior, una calidez que ella pensaba haber estado buscando siempre, una calidez que la protegía como los brazos de una madre, una calidez que estaba destinada exclusivamente para ella. Cerró involuntariamente los ojos por unos instantes e imaginó ante ella unas llamas oscilantes que le dieron miedo. Y oyó un grito, el grito de una mujer.

Ruth abrió los ojos de golpe y vio una sonrisa en el rostro de Mama Elo. Meneó un poco la cabeza de un lado a otro como para librarse de aquella imagen interior. Tenía que haberla soñado por fuerza. Soñado a plena luz del día. Agarró rápidamente su sombrero, se lo puso.

—Tengo que irme, Mama Elo.

—Que Dios te proteja, chica.

Ruth miró a la mujer negra una vez más a la cara, memorizó su imagen como si temiera no volver a ver nunca más a Mama Elo. Le habría gustado decirle algunas palabras más a la mujer, habría querido darle algún consuelo, pero no se le ocurrió nada que hubiera podido decirle. Así que se limitó a asentir con la cabeza, se llevó los dedos al sombrero y se marchó.