—¡Quítatelo de la cabeza, Ruth. No voy a discutir más sobre ese asunto! —dijo Rose Salden, dirigiendo una gélida y fulminante mirada a su hija.
—Pero ¿por qué no? Siempre he participado en los campeonatos de jóvenes granjeros. Y siempre he quedado entre los tres mejores de la promoción. ¿Por qué no puedo este año? —preguntó Ruth, poniéndose completamente pálida por la indignación.
—Porque ya cuesta encontrarte partido incluso sin tener un diploma en levantamiento de ovejas. ¡Por todos los santos del cielo! ¿Cuándo comprenderás lo que de verdad es importante en la vida?
—¡Bah! —Ruth se anudó el pañuelo en torno a la frente, se calzó las pesadas botas que para disgusto de su madre no eran muy diferentes de las botas de un vaquero, y con gesto impaciente se puso el sobretodo de color verde—. No me interesa si cuesta o no encontrar partido para mí. Yo no necesito a ningún hombre.
—¡Ya lo creo que sí, mi amor! Una granjera sin marido ya puede ir haciendo las maletas e irse a vivir a la ciudad. —Rose Salden enfatizó sus palabras con un enérgico movimiento de la mano que hizo que su brazalete de oro sonara suavemente—. Y una mujer que solo puede presentar como único mérito varios premios en la competición de levantamiento de ovejas, y que es conocida, por lo demás, por su labia fácil, simplemente no resulta asumible para ninguna buena familia del África del Sudoeste Alemana.
Ruth torció la boca con gesto de irritación.
—No solo he ganado en levantamiento de ovejas. Eso es una diversión, nada más. Fui la mejor en saltar obstáculos a caballo y en conducir el ganado, la cuarta en esquilar, la tercera en clavar estacas y la primera en clasificar lana y contar ovejas.
—Sí, ya… —La madre de Ruth hizo un gesto negativo con la mano, con el semblante crispado. Conocía a la perfección los argumentos de su hija—. Un hombre no quiere una esposa para contar ovejas que no sean las ovejitas para dormir. Y este, mi amor, debería ser tu primer objetivo en la vida: encontrar marido y tener hijos. Las mujeres no han sido creadas para criar ovejas ni para mandar. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—Mira lo que pasa en la granja Waterfall —la contradijo Ruth, porfiada—. Kathi Markworth se las arregla ella sola para llevar la tienda. Ayer, por ejemplo, arregló el tractor y la semana pasada, el generador. Solo pide ayuda cuando tiene que esquilar.
—Kathi Markworth es viuda y además pobre. No puede hacer otra cosa, no puede permitirse siquiera un administrador. Es una vergüenza para esa pobre mujer tener que vivir así —repuso Rose con firmeza—. No me extrañaría que odiara a su marido por este motivo hasta más allá de la tumba. Sin duda no sirve de modelo para ninguna mujer joven.
—¿Por qué? Las ovejas caracul de Kathi tienen mejor aspecto y están más sanas que las de muchos otros granjeros.
—Ruth, ya hemos hablado más que suficientemente sobre este asunto. —Rose Salden suspiró—. Ahora tienes veinticuatro años, en realidad eres demasiado mayor ya para encontrar marido. África del Sudoeste es un gran país y, no obstante, no deja de ser una pequeña aldea. Aquí nos conocemos todos. No permitas que tu fama empeore aún más. Ponte ese vestido bonito que te traje de Gobabis y ve a la competición de granjeros, pero esta vez no como participante sino como una mujer joven de muy buen ver que espera algo más de la vida que un incremento de la producción de lana.
—Hace años que este país no se llama África del Sudoeste sino Namibia. ¡Y yo no soy Corinne, mamá! —exclamó Ruth, entornando de mala gana los ojos al pensar en su hermana.
—Sí, por desgracia —dijo Rose, suspirando de forma ostentosa. Se llevó las manos al pecho con las palmas hacia fuera y cerró los ojos.
Ruth suspiró también. Sabía que no tenía sentido contradecir a su madre. Y mucho menos cuando adoptaba esa postura. Los ojos cerrados de Rose indicaban con toda claridad que ya no deseaba escuchar ni oír ningún comentario más. Una réplica no solo era inútil sino que podía empeorarlo todo aún más. Rose Salden detestaba el trabajo en la granja, no le gustaban las ovejas y soñaba desde hacía muchos años con vivir en una mansión en la ciudad de Windhoek o en Swakopmund, sin estiércol ni ganado, soñaba con una vida en la que la tarea más importante de una mujer consistía en dar órdenes a los criados negros y en disponer cada día la fruta fresca en un cuenco hondo de plata.
La madre de Ruth opinaba, en general, que la vida en sí era muy injusta y que ella se merecía algo mucho mejor. En realidad —y de esto estaba Ruth muy segura— su madre opinaba que la vida de una señora blanca en una mansión de la ciudad y con criados negros era la más apropiada para ella. No en vano, Rose Salden afirmaba siempre en sociedad que ella era de buena familia. Sin embargo, en cuanto regresaba al círculo erróneo —que ella denominaba el correcto— olvidaba mencionar adrede que habían sido personas negras quienes la habían criado.
¡Qué distinta era, en cambio, la vida en la granja de ganado lanar en mitad de aquellos inmensos campos! La espaciosa vivienda de Salden’s Hill quedaba a los pies de una colina y estaba amueblada en el típico estilo colonial. Había una chimenea, los muebles eran de madera de roble alemán, con un vestíbulo luminoso, cubierto de alfombras, y sillas y sillones acolchados con gran abundancia de cojines y mantas. En cada rincón libre de la casa había recuerdos de Alemania, un país al que Rose se sentía muy vinculada a pesar de no haber estado nunca en él. Ella se regía incluso conforme a la moda alemana. Si en Hamburgo estaban de moda las cortinas verdes con borlas plateadas, aquella casa en mitad de Namibia era guarnecida con cortinas de color verde plateado. Si en Múnich las mujeres llevaban el cabello hasta la barbilla y un lunar sobre el labio superior, Rose Salden se ponía por la mañana delante del espejo del cuarto de baño con un lápiz carboncillo. Ni siquiera las observaciones de los vecinos, a veces maliciosas, con las que pretendían que se quitara aquella «cagada de mosca», podían hacer cambiar de opinión a Rose. Al fin y al cabo, las personas que vivían en los alrededores de Salden’s Hill eran «campesinos sin gusto ni estilo», como le gustaba decir a Rose.
Ruth sufría siempre en sus propias carnes que su madre se ocupara de llevar un orden y una limpieza extremas en el hogar. Nada más llegar a casa tenía que calzarse las zapatillas, y una vez en el lavadero tenía que quitarse los pantalones de trabajo y la chaqueta, pues ya que Rose no podía vivir en la ciudad, al menos tenía la granja acondicionada y amueblada de tal manera que podía sentirse cómoda y muy a gusto en ella.
El lugar preferido de Ruth en la casa era la galería exterior. También ahora se retiró allí después de la disputa con su madre. Se sentó en el suelo, apoyó las piernas contra una de las columnas como solía hacer siempre y disfrutó del frescor de los muros de piedra. Después del trabajo realizado le gustaba beberse una botella de Hansa Lager, una cerveza namibia que era fabricada siguiendo la ley alemana de pureza en la destilación de la cerveza; entonces se quitaba las botas sucias y se relajaba teniendo a su lado a Klette, una perra border collie, su mejor y única amiga.
Ruth apartó la vista de la casa y se puso a disfrutar de las vistas que le deparaban sus tierras. Observar cómo pacían sus rebaños de ovejas y vacas significaba para ella la felicidad; después se sentía perfectamente equilibrada y contenta. Su madre nunca comprendió por qué Ruth adoraba tanto la vida en la granja, por qué no deseaba nada diferente, vestidos elegantes, peinados estrambóticos ni, por supuesto, ninguna casa en la ciudad. Para Ruth, la vida en la ciudad era demasiado ruidosa, el aire apestaba y todo el mundo tenía prisa. Además estaban los muchos coches, las personas que no te devolvían el saludo cuando las saludabas, y los supermercados gigantes y anónimos.
En cambio, su hermana Corinne, tres años mayor que Ruth, adoraba la vida en la ciudad. Al contrario que Ruth, Corinne era una copia viva de su madre, compartía sus pasiones. Ya de pequeña le gustaba mucho jugar a ser princesa y dejar que le sirvieran todo, y se deleitaba soñando con vestidos blancos de encaje, joyas y criados que podían leerle cada deseo con solo mirarla. Posteriormente, Corinne se dedicó a probar con su madre diferentes peinados, a mirar las revistas de moda que les enviaban desde Hamburgo a Salden’s Hill y que les llegaban con semanas de retraso, y se pasaba las horas entusiasmada con las estrellas de cine, los cantantes de canciones de moda y sus apasionantes vidas.
Ya por aquel entonces, mientras Ruth prefería estar afuera con las ovejas, Corinne andaba limándose las uñas. Mientras Ruth ayudaba en las labores del esquileo, Corinne se informaba sobre los vestidos más modernos de lana. Y mientras Ruth asistía en los partos de los corderos, Corinne elaboraba los pros y los contras de las tres escuelas privadas alemanas del país para decidir a cuál de ellas iba a enviar a sus hijos. La hermana de Ruth tenía claro que no los enviaría a ninguna escuela de las misiones, sino a uno de los caros internados, y eso lo tenía por tan cierto como la catedral de Colonia, que no había visto nunca. Sin embargo, ¿cuál era la mejor? ¿La que estaba en Karibib o la de Windhoek? ¿O no era más distinguida quizá la escuela privada de Swakopmund?
Corinne había dado ya un buen paso para aproximarse a la realización de sus sueños. Desde hacía algunos años estaba casada con un comerciante blanco dedicado a las exportaciones, y vivía en una mansión blanca en Swakopmund. Su marido era un oukie, un alemán del sudoeste como los que salían en las revistas, de piel clara, ojos claros, cabello rubio, antepasados alemanes y unos modales en parte autoritarios y en parte arrogantes.
De este modo, Corinne había alcanzado en la vida lo que había deseado desde pequeña: un marido blanco con mucho dinero, muebles blancos y alfombras blancas, criados negros y un Mercedes negro, que, por supuesto, conducía un chófer negro con guantes blancos. Además, Corinne tenía dos hijos, un chico y una chica, cuya piel era blanca como la nata de las galletas rellenas y cuyos rizos eran tan rubios como los panecillos alemanes.
La madre de Ruth estaba casi a reventar de lo orgullosa que se sentía de Corinne. «Mi hija mayor lo ha conseguido», solía decir, si bien, para sorpresa de Ruth, nadie preguntaba nunca qué era exactamente lo que Corinne había conseguido en realidad. «Salir de la porquería, de las cagarrutas de las ovejas, de la provincia —había intentado aclararle un día su madre—, meterse en la vida de verdad, en la ciudad, en el mundo».
Corinne había conseguido enmascarar por completo sus orígenes. Desde que hacía seis años se había mudado a vivir a Swakopmund, no había vuelto a Salden’s Hill ni una sola vez. A Ruth casi se le rompía el corazón cada vez que oía a su madre en las vísperas de todos los grandes días de fiesta cómo les contaba a los vecinos que esa vez vendría Corinne con toda seguridad. Y cuando Ruth, una vez pasadas las fiestas, escuchaba las excusas de su madre, intentaba reprimir las lágrimas de la compasión.
«Corinne no pudo venir porque la pequeña está enferma», solía justificar Rose que su hija no hubiera ido a verla. «Corinne tuvo que cancelar el viaje en el último momento porque su marido tenía fijada una importante cena de negocios». O también: «El marido de Corinne está de viaje de negocios en Ciudad del Cabo, y Corinne y los niños le acompañan».
Sin embargo, la verdad, ante la que Rose cerraba los ojos, era que Corinne sencillamente no tenía ningunas ganas de renunciar a las comodidades de su mansión en la ciudad ni, tal como ella se expresaba, «volver a hurgar en la mierda». Ni siquiera la construcción de un cuarto de baño en Salden’s Hill le había servido de estímulo hasta el momento para ir a su tierra ni, sobre todo, para ir a ver a su madre. De ahí que Rose solo conociera a sus nietos por las escasas fotos que Corinne le había enviado y que ella iba mostrando a todo el mundo con orgullo; tampoco había estado nunca en la maravillosa mansión, ya que Corinne no la había invitado nunca y Rose poseía todavía suficiente orgullo como para no recorrer así, sin más, los aproximadamente trescientos cincuenta kilómetros que había hasta Swakopmund para ser una carga para su hija.
Ruth suspiró y miró la posición del sol con semblante examinador.
—Van a dar las cinco —murmuró—. Tengo que arreglarme. —Acarició a Klette, fue a buscarle una oreja de antílope desecada a la despensa que estaba junto a la cocina y se dirigió al cuarto de baño. Se duchó silbando fuerte como un carretero y se lavó el pelo. A continuación se puso el vestido verde que su madre le había traído de la ciudad especialmente para la velada de esa noche. Era un vestido sin mangas, tenía lunares blancos y un cuello blanco y quedaba muy ceñido al busto. Ruth tuvo que hacer un gran esfuerzo durante unos instantes para respirar.
Por suerte se ensanchaba el vestido por el talle, de modo que al menos el abdomen no le quedaba apretado. Ruth se examinó al espejo. En realidad le gustaba aquella hechura. Le recordó el vestido que Marilyn Monroe llevaba en Con faldas y a lo loco. Ruth había visto la película hacía algunas semanas en el hotel Gobabis, cuando el operador de cine vino de nuevo a la ciudad, lo cual se convirtió en un día de celebración en la villa. Para la presentación de la película, muchas chicas se peinaron con rizos suaves, como Marilyn; Ruth ni lo intentó. Era pelirroja, tenía el cabello crespo, duro como las cerdas de una escobilla, y era indomable. Y, no obstante, cuando llegó a casa por la noche, agitada por el pase de la película, se puso ante el espejo, se inclinó un poco hacia delante y cantó tímidamente:
I wanna be loved by you
Just you
And noboby else but you
I wanna be loved by you
Alone!
Boop, boop a doop
Al pronunciar you, Ruth puso los labios en morritos y probó una mirada que no era para nada moco de pavo. Y al pronunciar boop, boop a doop, inclinó el cuerpo y balanceó los pechos seductoramente.
Pero entonces vio que en la cintura le sobresalía un michelín a través del vestido y que este quedaba un poco tenso por encima de los muslos. Ruth descubrió también la diminuta papada que se hizo patente cuando se puso a cantar. Y entonces se sintió ridícula. Ridícula y penosa y tonta, algo así como una albóndiga gorda y estúpida que en Carnaval se vistiera inoportunamente de princesa.
Ruth suspiró y pasó la mano por el vestido de color blanco y verde, en parte con un gesto tierno, pero en parte también con perplejidad. Se miró con semblante escéptico los puntiagudos zapatos blancos con el tacón fino como un lápiz. Resignada a su destino, se calzó con fuerza aquellos zapatos nuevos que, como era de esperar, comenzaron a apretarle de inmediato. Ruth volvió a suspirar, se miró de mala gana al espejo y se tiró del vestido hacia abajo hasta que le cubrió por lo menos las rodillas. A continuación se sujetó el pelo revuelto en el cogote con una goma elástica, arrojó sin vacilar algunas cosas en su raída mochila de piel y descendió con cuidado la escalera dando traspiés con los tacones altos.
Rose la estaba esperando ya en el vestíbulo. Como toda una dama de mundo llevaba puesto un twinset de color gris, muy de moda, a juego con una falda plisada también de color gris, un collar y unos pendientes de perlas. Bajo un brazo sostenía un bolso diminuto.
—No irás a llevarte la mochila, ¿verdad? —preguntó Rose en un tono de reproche.
—¿Qué si no? En algún sitio tendré que llevar las llaves, los pañuelos, unos zapatos como Dios manda y mi cazadora. Nunca podría meter todo eso en una cosita como esa que sostienes debajo del brazo. Ahí no cabe ni un abrebotellas.
Rose puso los ojos en blanco, pero renunció a replicar. Se limitó a seguir a su hija en silencio hasta la camioneta que estaba ya preparada frente a la puerta de la casa.
Ruth echó un vistazo a la superficie de carga de la camioneta y asintió con la cabeza en señal de aprobación. Todo estaba en orden: la rueda de recambio del Dodge 100 Sweptside estaba a punto; a su lado, el gato; la caja de las piezas de repuesto estaba bien ordenada al lado de la caja de las herramientas, y detrás de esta estaban los bidones de gasolina y agua recién llenados. Ruth sabía demasiado bien que su supervivencia podía depender de si tenían todas aquellas cosas consigo en caso de emergencia. Con demasiada frecuencia había tenido que escuchar historias horripilantes de viajeros mal pertrechados que habían tenido una avería en mitad del desierto y habían acabado lamentablemente muertos por la sed.
Se sentó a la derecha, en el lado del conductor, mientras su madre lo hacía a la izquierda en el lado del copiloto, arrancó el motor y giró hacia la carretera en dirección a Gobabis. Ruth calculó aproximadamente que necesitarían dos horas para llegar a la ciudad situada a unas cuarenta millas de distancia sobre aquella carretera de gravilla llena de baches. Le habría gustado encender la radio a todo volumen y ponerse a cantar para espantar el mal humor, pero Rose no soportaba la música en el coche. Así que Ruth se limitó a mirar en silencio aquel paisaje de matorrales que se extendía a ambos lados de la carretera. Tan solo unas pocas plantas del desierto cubrían aquella superficie de arena y piedras, una única acacia hacía de sombrilla y extendía su sombra sobre dos antílopes órice, que esperaban, dormitando, la puesta de sol.
Ruth adoraba estas tierras. Adoraba el sol que iba calentando gradualmente el aire en verano, y especialmente adoraba la amplitud, el horizonte casi inalcanzable. La vastedad, la luz, el silencio. Ella no necesitaba más cosas para vivir.
Retiró una mano del volante para tocarle el brazo a su madre.
—Mira, allá hay unos antílopes saltadores. ¿No vivimos como en el paraíso?
Rose torció la boca, pero se guardó para sí su opinión al respecto, para que no se les estropeara el día a las dos.
—Y ahora, distinguidas damas y distinguidos caballeros, ha llegado el momento: ¡queda inaugurada la competición de granjeros del año 1959!
Sonó un toque de trompetas, y Ruth estuvo tentada de taparse los oídos. Ante ella atronaba una música que salía de un altavoz, sobre ella flotaba la voz del comentarista que hablaba a través de un megáfono, a su lado se estaba riendo alguien, detrás de ella estaban hablando, y un poco más atrás un hombre estaba despotricando a sus anchas a grito pelado. Ruth estaba en medio de granjeros, la empujaron, la zarandearon, tuvo que esquivar jarras de cerveza llenas, saltó por encima de unos niños que jugaban, saludó y devolvió saludos. Alguien le sacudió el hombro, otro le tiró de su vestido, un tercero le pisó un pie. La envolvía una mezcla de fragancias de estiércol de oveja, leche de vaca y sudor de caballo, y entre esos perfumes flotaban las transpiraciones de los numerosos asistentes, el olor a cerveza y el humo de los cigarrillos.
«Me va a dar dolor de cabeza», pensó Ruth, pero a pesar de que adoraba el silencio, estaba disfrutando también de aquel bullicio a su alrededor. Siguió las competiciones con entusiasmo y contempló los caballos de los granjeros vecinos. Le llamó sobre todo la atención un semental negro que atendía al nombre de Tormenta y que era tan salvaje que solo los jinetes más avezados consiguieron dominarlo. Su piel resplandecía como la dolomita al sol, los tendones de su cuello se marcaban con toda claridad, daba escarceos de desasosiego con las patas. ¡Qué conjunción de fuerza y belleza! Ruth apenas podía apartar los ojos de él. Ya se habían ensuciado sus zapatos blancos, el tacón del izquierdo estaba doblado, pero ella no se apercibió de tal cosa. Apoyando los brazos en una estaca del vallado se puso a hablarle en voz baja al semental que estaba delante de ella resoplando con furia.
—¿Eh, Tormenta, hay mucho ruido aquí para ti también? No nos queda otra a los dos hoy que soportarlo. Estamos hechos para el campo, ¿no es verdad, precioso mío? Pero a un caballo semental tan magnífico como tú hay que exhibirlo también.
—¡Hombre, Ruth, amiga mía! —dijo alguien golpeándole en la espalda con una mano con gesto de camaradería.
Ruth se sobresaltó y se dio la vuelta.
—¡Hola, Nath! ¿Has venido para verme triunfar?
El joven se echó a reír.
—Has ganado en las últimas competiciones. Pero se acabó tu buena racha, créeme. ¡Hoy voy a ganar yo! —Este granjero, que vivía en las inmediaciones de Salden’s Hill, se interrumpió y se puso a contemplarla de arriba abajo como si no la hubiera visto nunca—. Esto que veo… ¿no es un vestido? —preguntó él con semblante perplejo.
—¡No! ¡Es un morral si te parece! —repuso Ruth ofendida, y se dio de nuevo la vuelta para mirar al semental.
Nathaniel Miller rio y volvió a darle una palmada jovial en la espalda.
—¡Eh, Ruth, no te mosquees así! Es que verte con un vestido es… es…
—Dilo, sí, ¿qué es, vamos? —preguntó Ruth, dándose la vuelta y mirando a Nath con chispas de enfado en los ojos—. ¿Qué pasa? ¿Es que no puedo ponerme un vestido o qué, eh?
Él retrocedió y levantó las manos con gesto defensivo.
—Nada, solo que no es algo muy corriente. Y, ejem, bueno, estás muy bien con ese vestido. —Esbozó una sonrisa torpe, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de espectadores con la misma rapidez con la que había aparecido.
Ruth resolló por la nariz con gesto despectivo.
—¡Bah! ¡Estos granjeros! No tienen ni idea acerca de las mujeres, no tienen ni idea de nada. ¡Solo tienen cagarrutas de oveja en la cabeza!
Se apoyó de espaldas contra la estaca y se puso a observar el barullo a su alrededor. A la izquierda habían montado un gran vallado en el que iban a tener lugar los campeonatos de pastoreo y conducción del ganado; a la derecha se encontraba el cobertizo para el esquileo de las ovejas, y al lado había dos pastos pequeños y entre ellos un corredor que era utilizado para contar las ovejas.
¡Qué aspecto tan diferente tenía todo hoy! Ruth sonrió. A pesar de que Gobabis tenía la denominación de villa, normalmente no era más que un poblacho de mala muerte. Ciertamente había una gasolinera, un bazar, una panadería, una carnicería, dos bares, un taller mecánico, una tienda de pienso para el ganado y de aperos de labranza, una farmacia, un banco y una tienda de ropa, pero un ambiente verdaderamente urbano, si podía denominarse de esa manera, solo existía en Windhoek y en Swakopmund. Sin embargo, tampoco allí había ni tranvías ni metros, y las avenidas eran tan cortas que incluso los paseantes más lentos las recorrían en una hora en ambos sentidos. Hoy, Gobabis estaba engalanada como una chica antes de su primera velada de baile. En la terraza del único hotel se habían sentado su madre y también las señoras Weber, Miller y Sheppard, de las granjas colindantes. Rose no era la única que se había acicalado especialmente para hoy. También las otras tres mujeres daban la impresión de querer ir por la tarde al teatro a Windhoek y no al baile de granjeros de esa pequeña ciudad.
Ruth saludó brevemente con las manos a las mujeres y se dirigió al campo en el que iba a tener lugar el levantamiento de ovejas. Los granjeros jóvenes se habían alineado ya, tenían los brazos ligeramente doblados en ángulo, el pecho inflado. Lo importante aquí no era cómo llevar una granja, sino la fuerza y la corpulencia. El ganador podía estar casi seguro de poder inaugurar el baile por la noche con la chica más guapa. Ruth no pudo menos que reprimir la risa al pensar cómo les había robado a los hombres ese numerito en los últimos años. Incluso ahora los participantes en el campeonato la miraron con desconfianza; pero entonces los hombres parecieron darse cuenta del vestido y de los zapatos que llevaba Ruth, pues los hombres de la hilera respiraron con alivio. Por fin, por fin quedaba la cosa únicamente entre ellos.
Ruth contempló con mirada experta los músculos de los competidores que estaban a la espera. Nath tenía muy buena figura, pero era más que dudoso que tuviera alguna oportunidad de ganar. En cualquier caso, Ruth le había ganado todas las veces hasta ahora. Además, Nath no tenía un carácter combativo, sino que más bien era un jugador que se lo tomaba todo a la ligera. Era conocido por ir siempre de donjuán; aparte de esto, tenía una debilidad por los coches rápidos y por la buena cerveza. Y el hecho de que todavía no fuera capaz de familiarizarse con el lado serio de la vida, era quizás el motivo por el que la granja Miller’s Run la siguiera dirigiendo el padre de Nath. El anciano Miller esperaba con una impaciencia creciente a que su hijo estuviera preparado para asumir la responsabilidad sobre su propia vida y sobre la granja. Si hubiera preguntado a Ruth por su opinión, habría recibido como respuesta que podía estar esperando a que Nath se hiciera por fin adulto hasta el día del Juicio Final.
Al oír a varias mujeres jóvenes cuchichear a su lado y dirigirle miradas interesadas, Ruth alzó una mano y las saludó con gesto desenvuelto.
—Hola.
—Hola, Ruth —contestó una de las mujeres.
—Hola, Carolin.
—Te has puesto un vestido. ¿Es que no vas a participar este año en la competición?
Ruth negó con la cabeza. Sentía aprecio por Carolin, con quien había ido a la misma escuela, y eso a pesar de que al igual que ocurría con la mayoría de las chicas de la edad de Ruth, Carolin no hablaba de otra cosa que de su prometido. Otro tema favorito en las tertulias de las mujeres jóvenes eran los recién casados y la emocionante vida matrimonial. Solo Ruth parecía no entender qué diablos había de especial en una cocina eléctrica para ir enseguida y en manada a la ciudad y aplastar las narices en los escaparates de las tiendas. Ruth tampoco comprendía el cotilleo ni las habladurías, tampoco quería saber qué maridos eran buenos amantes ni qué granjeros solteros eran un buen partido. Ella tenía otras preocupaciones.
—No —repuso con rabia—. Mi madre no quiere. Le gustaría que yo fuera como Corinne. Para ella lo mejor sería que me casara con un hombre parecido y que me fuera a vivir a una mansión blanca de la ciudad con ella y con él —dijo Ruth, poniendo los ojos en blanco ostensiblemente.
Carolin se echó a reír.
—Sí, realmente no sería lo tuyo. Tú no te vas a casar hasta que la administración permita que una granjera se despose con su carnero manso, ¿verdad? —preguntó, y prorrumpió en una carcajada muy ruidosa, a la que se adhirieron las demás chicas.
Aunque Ruth opinaba en realidad igual que Carolin, de pronto sintió que por su interior ascendía la rabia.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Crees quizá que no soy capaz de ser una buena esposa? ¿No me crees capaz de llevar un hogar o qué?
Carolin siguió riéndose.
—Te creo capaz de todo, Ruth, sí, ¡pero jamás en la vida llegarás a ser una esposa cariñosa, preocupada por el bienestar de tu familia!
Ruth se giró con gesto grosero y se fue de allí a grandes zancadas sin dignarse dirigir ninguna mirada más a aquellas jóvenes.
—¡Buf! —dijo rechinando entre dientes y echando la cabeza hacia atrás—. ¿Qué sabrán ellas del matrimonio? ¡Son todas unas cretinas! Lo que necesito ahora en primer lugar es una cerveza.
A mitad de camino hacia el puesto de las cervezas oyó, a través del griterío de la gente, que se estaba anunciando al ganador de la competición de levantamiento de ovejas. Se dio la vuelta a mirar. Por lo visto había ganado Nath contra todo pronóstico, pues tenía los brazos en alto y agitaba los puños en señal de victoria.
Ruth se quedó mirando al escenario con gesto incrédulo.
—Alex, dime, ¿cuántos kilos ha levantado Nath? —preguntó a un granjero anciano que tenía a su lado.
El anciano rio.
—Tienes miedo de que peligre tu récord, ¿verdad?
—¡Bah, qué tontería! —dijo Ruth en tono despectivo—. El levantamiento de ovejas es una cosa de críos. Y yo ya he pasado esa etapa del todo. De todas maneras quiero saber la marca de Nath.
—Mis oídos ya no van muy finos, pero me parece haber oído algo así como cincuenta kilos.
—¿Cincuenta kilos? ¿De verdad? ¿Nada más?
—Eso es.
Cuando el anciano se marchó, Ruth siguió contemplando los músculos de Nath todavía con aire meditabundo. Luego se encogió de hombros con gesto de indiferencia y se dirigió a la terraza en la que suponía que seguía estando su madre.
—¡Hola, Ruth!
Ruth se dio la vuelta y dejó vagar la vista por entre el gentío para ver quién la había saludado. La competición de granjeros era una de las pocas ocasiones a lo largo del año para encontrarse con los vecinos, ya que las granjas estaban muy diseminadas, y a veces había que recorrer más de diez kilómetros a caballo para llegar a la siguiente casa o al teléfono más próximo. Por este motivo, las visitas entre vecinos eran muy raras, porque una granja da mucho trabajo y el tiempo era algo muy valioso. Así que no era de extrañar que las conversaciones importantes entre los vecinos se produjeran la mayoría de las veces en el rodeo anual o durante la competición de granjeros.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Quieres que te preste de nuevo mi carnero?
Tom no respondió, ni siquiera sonrió al abrirse paso hacia ella. Solo cuando llegó al lado de Ruth se llevó el dedo al borde del sombrero y se quitó el cigarrillo de la comisura de los labios.
—¿Cuándo podemos hablar? —preguntó con una seriedad desacostumbrada.
—¿Hablar? ¿De qué? —Ruth estaba sorprendida. ¿Qué podía querer de ella su vecino?
—Estoy interesado en vuestros pastos al norte de Green Hills.
—Ya me lo puedo figurar. Lindan con tu granja, pero no están a la venta.
Tom asintió mesuradamente con la cabeza y se encendió despacio otro cigarrillo.
—Escucha, Ruth, no tienes por qué tener miedo a que me vaya a aprovechar de vuestra situación apurada. Voy a proponeros un precio correcto.
—¿Cómo? ¿De qué estás hablando? ¿A qué situación apurada te estás refiriendo? —Ruth sintió que se le creaba una especie de bola en el estómago. Le sobrevino el miedo, un temor desconocido que no podía explicar con detalle. Era como si el cielo se oscureciera de repente.
El granjero sacudió la cabeza.
—No tienes por qué disimular delante de mí. Nos conocemos desde hace suficiente tiempo. ¿No confías en mí?
Ruth frunció la frente.
—En serio, Tom, no entiendo absolutamente nada. ¿De qué situación apurada estás hablando? ¿Qué dicen por ahí que pasa en Salden’s Hill? ¿Qué cosas vuelven a cotillear por radio macuto?
Tom puso un semblante de verdadero asombro.
—¿No sabes nada de verdad?
Ruth negó con la cabeza.
—No, ¿qué sucede pues? ¡Dilo ya, no te lo guardes!
—Toda la ciudad, todo el mundo no habla de otra cosa. Dicen que Salden’s Hill está en quiebra, que tenéis que vender porque no tenéis siquiera dinero para pagar las tasas de participación en el campeonato.
—¿Qué? ¿Por qué tenemos que vender? ¿Quién dice tal cosa? —Ruth estaba fuera de sí e instaba al otro a hablar para enterarse de más cosas—. Venga, sácalo ya, dime, ¿quién afirma eso? —exclamó.
Pero Tom se limitó a llevarse un dedo al sombrero y darse la vuelta.
—Piensa en mi oferta, Ruth. No recibirás otra mejor.
Ruth le siguió perpleja con la mirada. ¿Cómo podía ocurrírsele a Tom que Salden’s Hill pudiera estar en quiebra? Sacudió la cabeza. Eso no era posible, ¿o sí?
Ruth llevaba ella sola la granja desde la muerte de su padre. Por las mañanas asignaba las labores a los trabajadores negros, recorría el vallado de la linde de la granja, controlaba los abrevaderos, el depósito del agua y el generador. Se ocupaba del esquileo y de la administración de medicinas al ganado, clasificaba la lana y organizaba las ventas, alquilaba el camión para transportar a la subasta a las ovejas caracul, y se iba a buscar al veterinario cuando era necesario. Por consiguiente, desde hacía tres años Ruth, simple y llanamente, era la responsable de prácticamente todas las labores que había extramuros de la casa.
Su madre se dedicaba a las labores que había que despachar dentro del hogar y además era la encargada de la vida social. Elegía nuevas cortinas cuando las viejas habían pasado de moda, realizaba el plan de comidas y las listas de compra, y se ocupaba también de las operaciones bancarias y de la contabilidad de la granja. Además preparaba la participación anual en el mercadillo de beneficencia.
Sí, en efecto ¡había algo! De pronto, Ruth se acordó de que hacía ya dos semanas que le había pedido a su madre que encargara forraje concentrado para las ovejas. Ciertamente no corría prisa porque era la época de lluvias y las ovejas encontraban todavía suficiente comida en los pastos, pero llegaría el siguiente verano y con él la sequía que quemaba los pastos cada año convirtiéndolos en superficies de color marrón gris. Además, los precios para el forraje concentrado eran ahora bajos, pero conforme se acercara el verano, la compra se iría encareciendo cada vez más. Así que les habrían tenido que haber suministrado el forraje hacía mucho tiempo. ¿Tenía algo que ver la ausencia de ese suministro con el hecho de que, en efecto, no hubiera ya más dinero en las cuentas como decían por ahí?
Ruth frunció la frente. La granja marchaba bien, pues sus ovejas caracul, y en especial los corderos, eran codiciados y se pagaban a muy buen precio. El comprador de grandes cantidades de lana para especular vendía la lana de borreguillo en Europa, donde se fabricaban abrigos, sombreros y gorras persas, y muchas otras piezas con ella, esos abrigos que Ruth había visto en las revistas que hojeaba su hermana Corinne. El precio correspondiente casi había provocado que Ruth cayera desmayada. ¡Un solo abrigo costaba más que comprar veinte ovejas! Así pues, ¿dónde se había metido el dinero?
El dinero no se despilfarraba a manos llenas en Salden’s Hill, ni mucho menos. Los trabajadores negros vivían con sus familias en casitas de piedra de una planta con tejado plano, dentro de los terrenos de la granja, y recibían el salario acostumbrado más gratificaciones. Con Mama Elo y Mama Isa vivían otros dos empleados en un edificio adyacente a la casa de la granja. Ayudaban a Rose y cocinaban una vez al día para Ruth, Rose y Klette, la mayoría de las veces por la tarde, una comida caliente con abundante carne. Por las mañanas había mieliepap, una papilla de maíz, y al mediodía había sándwiches.
En Salden’s Hill disponían ciertamente de un teléfono, pero no había televisor, un aparato que por aquel entonces tan solo se permitían algunos de los granjeros adinerados, sino que contaban solamente con un receptor de radio accionado por una batería de coche. La corriente la producía el generador que estaba ajustado de tal manera que por las noches a las diez, cuando todos se iban a dormir, apagaba todas las luces de la casa.
Por lo demás, los moradores de Salden’s Hill llevaban la casa con espíritu ahorrativo. La madre de Ruth tenía un pequeño huerto, en el que crecían las adelfas y el hibisco, y Mama Elo y Mama Isa cuidaban unos bancales con judías, calabazas, batatas y hierbas medicinales. Esto era posible porque la granja de los Salden, en comparación con otras, disponía de mucha agua ya que un manantial subterráneo nutría el pozo. Ruth seguía estando muy agradecida a su abuelo por la sabia previsión que tuvo en su día de encargar a un zahorí negro la búsqueda del lugar adecuado para excavar un pozo. Sin duda, los nativos conocían aquella tierra mejor que nadie, pero eran muy pocos los granjeros que sabían sacar provecho de sus conocimientos. Cada verano se constataba dolorosamente lo importante que era tener acceso a un manantial en las proximidades del desierto de Kalahari; alguna que otra estación seca había bastado para aniquilar manadas enteras de ganado. Y muchos de sus vecinos tenían que ir a buscar agua incluso a Swakopmund durante la sequía.
Dado que Mama Elo hacía queso los viernes con la leche de las ovejas para toda la semana y la cámara frigorífica estaba llena de carne de cordero, las mujeres y los hombres de Salden’s Hill necesitaban muy pocas cosas de la ciudad. Ruth encargaba cada semana tres cajas de cerveza y dos botellas de whisky; su madre compraba cosméticos, productos para la limpieza y enseres domésticos, aparte de los objetos que se utilizaban en la granja; pero todas esas cosas no costaban demasiado dinero. Así que no podía ser verdad que Salden’s Hill se hallara ante la quiebra.
Ruth se volvió para buscar con la vista a Tom. Se moría por saber quién había difundido tales mentiras sobre la granja. Y esta vez no podría escabullirse sin responder primero a su pregunta.
Por fin lo descubrió en el borde del recinto que estaba delimitado con estacas para la competición. Al parecer estaba discutiendo con el viejo Alex. Acuciada por la curiosidad, Ruth se encaminó hacia los dos hombres.
—¡Admite que fuiste tú quien me robó la gasolina del depósito de mi casa, anda! —exclamó el anciano agresivamente con un puño en alto—. ¡Te vi, ya lo creo que te vi!
—¿Cómo puedes decir que me viste? Pero si estás ciego, Alex, no ves ni tres en un burro —repuso Tom con calma.
—Bueno, vale, pero de todas formas sé que fuiste tú. Todo el mundo sabe que robas todo lo que no esté fijado con soldadura. Nadie dice nada, pero todos tenemos claro que las cosas no van muy bien que digamos en tus tierras. ¡Sentíamos compasión y hacíamos la vista gorda, claro está, pero ahora te has pasado tres pueblos! —Alex resopló con indignación—. Algunos litros de gasóleo de vez en cuando, vale, me habría callado como todos los demás, pero ¿sablearme todo el depósito? No, hombre, Tom, eso ya es demasiado. Te doy hasta mañana para enmendar el perjuicio que me has ocasionado. Si no lo haces, informaré a la asociación de granjeros o a la policía.
Alex lanzó a Tom un escupitajo delante de los pies, se dio la vuelta bruscamente y se fue de allí rezongando.
Ruth miró a Tom con ojos de interrogación, pero este se apresuró a rehuir la mirada, y ella corrió entonces hacia Alex.
—¿Es cierto eso, Alex?
—¿El qué? —le espetó el anciano de mala gana.
—Que en la granja de Tom no van bien las cosas.
Alex se detuvo.
—¿También tú cotilleas como esas mujeres que no tienen otra cosa mejor que hacer?
Ruth tragó saliva y agachó la cabeza.
—No —balbuceó, sintiendo que se le ponían coloradas las mejillas.
—Entonces, ¿por qué lo preguntas?
Ruth miró a Alex. Le habría gustado contarle la mentira increíble de Tom, pero se abstuvo de hacerlo.
—Tienes razón, Alex. El cotilleo solo significa algo para la gente que se sienta en una terraza a sorber un licor tras otro. Debería ir a echar un vistazo a los caballos. Puede que Nath necesite ayuda si el tiempo se vuelve tormentoso.
Si la plaza se había transformado durante el día, ahora, de noche, todo tenía una brillantez diferente, incluso el hotel. Había velas rodeando las columnas, unas tinajas con plantas adornaban la entrada. Un negro vestido con librea y guantes blancos saludaba a todo nuevo invitado antes de que dos camareras con delantales blanquísimos le sirvieran un aperitivo.
El salón del hotel, diseñado en realidad para reuniones, bodas, actos deportivos y sesiones, irradiaba una gran solemnidad. La luz estaba atenuada, en las mesas había velas encendidas, manteles brillantes que llegaban hasta el suelo, y en todas llamaban la atención unos centros de mesa confeccionados con ramas secas y hierbas del desierto. Las risas de expectación burbujeaban como el champán; en los hombros desnudos de las mujeres brillaba como el oro la luz de las velas, y en el salón se oía por todas partes el frufrú de los vestidos de seda. Mientras por la tarde los hombres habían vestido la ropa de granjero, ahora se habían embutido en trajes negros con camisas blancas. Acababan de afeitarse las mejillas y la barbilla, y tenían los ojos expectantes y dirigidos a los escotes de las mujeres.
En la entrada del salón habían montado un gran bufet que estaba a rebosar de diferentes manjares. En unas fuentes gigantescas se ofrecía lekkerny de granjero como entrante, además de ensalada con queso de oveja, higos chumbos y carne de caza ahumada. Había biltong, una especialidad namibia preparada con diferentes tipos de carnes, cortadas en tiras, bien sazonadas con cilantro y pimienta, y secadas al aire. Además se servían muslos de avestruz en una salsa de vino blanco, así como carne de antílope órice, cebra y también de las propias crianzas, por supuesto. En una enorme sartén se freían filetes de antílope saltador; a su lado hervía a borbotones un curry con carne de oveja, llenando el aire de una deliciosa fragancia. Batatas que humeaban en grandiosas fuentes, calabazas cocidas que atraían la mirada por su color amarillo intenso, judías con tocino y ensaladas de zanahoria, apio y pasas de Corinto, completaban las mesas.
Ruth tenía un plato en una mano y se veía incapaz de decidirse. Adoraba la carne de caza, no se hartaba de comer filetes de antílope. Habría preferido ponerse de todo en el plato, pero las miradas de advertencia de su madre le hicieron desistir de ponerse un tercer filete de antílope saltador.
—Vaya, Ruth, ¿estás bajo vigilancia? —le preguntó Nath Miller con una sonrisa irónica.
Ruth suspiró.
—Una dama se contenta con las verduras —dijo Ruth, citando a su madre e imitando su tono.
Nath se rio y se giró para mirar a Rose Salden.
—Mira, Ruth. Voy a coger un poco más para mí. Los hombres podemos, ¿qué digo?, debemos hacerlo, y luego en la mesa te doy algo de mi plato.
Ruth se lo pensó unos instantes, pero al ver la mirada de Nath dirigida a su barriga que ya abultaba con claridad, cogió solamente un plátano y se fue de allí con la cabeza bien alta. Renunció incluso a los postres.
Después de la cena, una banda inició las piezas para el baile. Estaba compuesta por dos guitarristas nativos, otro negro a la batería y un blanco al saxofón. La banda se denominaba Namib, «vida», y en Gobabis solicitaban sus servicios para todos los actos festivos. Hoy tenían a un blanco entre sus filas por primera vez. Tal cosa era extraordinaria, pues la música, sobre todo la música de baile, era considerada una cosa de los nativos del lugar. «Los negros llevan la música en la sangre», solía decirse.
«Sea como sea, el saxofonista demuestra que también corre música por sus venas», pensó Ruth, y se puso a balancear las piernas mientras echaba una ojeada a los demás. La pista de baile seguía estando vacía porque no parecía que hubiera nadie que se atreviera a comenzar. Sin embargo, cuando al cabo de un rato la banda tocó con Jailhouse Rock un primer tema de Elvis Presley, los jóvenes se precipitaron a la pista de baile para desfogarse, y permanecieron en ella incluso después, cuando la banda tocó algunas piezas de rock and roll y twist. Pero cuando los músicos se ponían a tocar valses alemanes o incluso algún que otro rigodón, se largaban para dejar libre la pista a los mayores.
Ruth se mantenía a distancia de todo aquello y desde su asiento en un lateral observaba cómo bailaba todo aquel gentío. Estaba sudando. El aire en el salón era agobiante; olía a los más diversos perfumes, a los restos del bufet, y a sudor. Hacía ya dos horas que no se había movido de su asiento, se había limitado a mirar cómo sus antiguas compañeras de clase bailaban rock and roll con los granjeros vecinos. En los giros rápidos, las faldas volaban alto y permitían ver las bragas durante unos instantes.
Ruth había observado cómo su madre había fallado en el rigodón al hacer el molino entre las damas, y en el vals había trastabillado un poco incluso con los pies. Ruth había bebido tres botellas de cerveza y un whisky, pero no había bailado ni una sola vez. Los granjeros vecinos se le habían acercado para pedirle un baile, sí, pero a Ruth no se le pasó por alto la sonrisa de alivio en sus rostros al rechazar ella la oferta con unas palabras de agradecimiento.
Suspiró malhumorada y dejó vagar la mirada de nuevo por la sala. Cerca de ella estaba sentado Alex con las piernas estiradas encima de una silla, daba caladas de puro deleite a su habano y observaba con buenos ojos cómo bailaban las chicas. A unos pocos pasos de ella, Carolin estaba ligando con un joven que hacía poco tiempo que se había hecho cargo de la consulta veterinaria del anciano doctor Schneemann. La joven sostenía delicadamente una copa de champán, al reír echó la cabeza para atrás de modo que hizo ondear su sedosa cabellera rubia, luego redondeó los labios, atrapó un mechón de pelo entre dos dedos y lo movió entre ellos con aire juguetón. El joven veterinario la miró en lo más profundo de sus ojos, le tocó ligeramente el brazo y se echó a reír como si hubiera perdido el juicio.
Ruth retiró la vista avergonzada. ¡De qué manera más boba llegaban a comportarse los enamorados! ¿Es que no se podían aclarar los asuntos entre un hombre y una mujer en una conversación directa? Una conversación a las claras, siguiendo este esquema: «escucha bien, me parece que deberíamos casarnos porque tu granja linda con la mía y así podríamos aprovechar mejor el camino del ganado. Estaría la mar de bien tener dos hijos, al fin y al cabo alguien tendrá que hacerse cargo de la granja algún día, y en el caso de que uno de los dos falle, estará el otro. Y si los dos valen para granjeros, podemos volver a separar nuestra propiedad», ¿no era esa una forma sensata de hablar?
La mujer —así era como se imaginaba Ruth el acuerdo— cavilaría mentalmente sobre los límites de la granja, el número de hectáreas de pastos y la cantidad de cabezas de ganado y entonces daría su sí o su no. Si tuviera alguna predisposición romántica, posiblemente pensaría además cuánta cerveza bebía ese hombre, o si sería capaz de entusiasmarse para empapelar el dormitorio con papel pintado con motivos florales y si tendría la suficiente paciencia para enseñar a montar a caballo a los futuros hijos. A ella, en cambio, un papel pintado con flores en el dormitorio le era bastante indiferente, a fin de cuentas se cerraban los ojos al dormir, ¿no? ¿Para qué tomarse tantas molestias?
Sin embargo, Ruth no pudo menos que constatar una vez más que en la vida real las cosas transcurrían de otra manera, y ciertamente de un modo menos racional de lo que ella se imaginaba. La gente sonreía y cuchicheaba, reía y bailaba y flirteaba, y al final, nada de todo aquello servía para nada.
Nath pasó al lado de su mesa dando vueltas de baile. Llevaba a una chica del brazo, pero sus ojos estaban ya puestos en la siguiente. ¡Qué manera de desperdiciar el tiempo! Y, no obstante, Ruth se dio cuenta de que posiblemente ella podría ponerse igual de sentimental si seguía mirando a los chicos y a las chicas y se tomaba una cuarta cerveza.
Se levantó con determinación, se bebió de pie el resto de la botella de cerveza, sacó su mochila de debajo de la silla y se fue andando como un pato hasta la mesa de su madre.
—Bueno, ¿cómo lo ves? ¿Te vienes conmigo o prefieres pasar la noche aquí, en el hotel? Quizá pueda llevarte mañana alguien de vuelta a la granja.
Rose dirigió una mirada de enojo a su hija.
—¡Anda, cariño, espera un poquito más! Acaban de dar las diez. Podemos divertirnos un poco más, vamos. Salimos muy poquitas veces de Salden’s Hill, así que cuando lo hacemos, tenemos que aprovecharnos. ¿No te estás divirtiendo?
—No es esa la cuestión, madre. Ya sabes que mañana tengo que madrugar. Lo más tardar a las seis suena el despertador. El sol no tiene ningún respeto por nada ni por nadie. También mañana volverá a haber cuarenta grados a la sombra, y yo solo podré trabajar en las horas en las que no sean tan altas las temperaturas. ¿Por qué no pides una habitación en el hotel y regresas mañana?
Rose se inclinó hacia ella y le murmuró algo al oído, en voz tan baja que solo ella pudo entenderlo:
—Es demasiado caro. —A continuación se levantó y se despidió de sus acompañantes con una sonrisa—: Queridas, ha sido una velada maravillosa. Muchas gracias a todas. Se ha vuelto a pasar el tiempo con demasiada rapidez, pero ya sabéis lo que significa la llamada de la granja.
Ruth se temió que su madre comenzaría ahora a dar besos a todo el mundo, y se retiró de la sala de baile sin decir palabra para encaminarse hacia el Dodge. Durante el viaje, las dos mujeres permanecieron en silencio. Rose iba recordando mentalmente el transcurso de la tarde; Ruth estaba concentrada y miraba hacia delante la oscura carretera de gravilla, que no estaba iluminada, y el fino arco de la luna en el cielo no lograba poner algo de claridad en la carretera.
—¿Lo has pasado bien esta noche? —preguntó Rose, interrumpiendo finalmente el silencio.
—Bueno, de esa manera —repuso Ruth, esquivando un bache en ese mismo momento.
—Helena, de la granja de los Neckar, se casará el mes que viene. Su madre nos ha enseñado fotos del vestido de novia. ¡Una maravilla de seda! —dijo Rose inmediatamente en un tono distendido—. Su marido es de Sudáfrica. Posee allí una explotación vinícola. Una buena pieza, dice la madre de Helena. Bueno, se lo merece. Hay que tener mucho valor para criar a tres hijos en medio de esta naturaleza indómita.
—Madre, no vivimos en mitad de la naturaleza indómita. Vivimos en casas de piedra con agua corriente y electricidad. No hagas siempre como si nosotros fuéramos los nativos que siguen preparando su papilla de maíz entre las ascuas.
—Me pregunto por qué has ido al baile en realidad. En todo el rato que te he estado observando no has bailado ni una sola vez. Y eso que te ha invitado a hacerlo hasta el veterinario joven con el que se ha estado divirtiendo también Carolin. ¿Te fijaste qué ojitos le ponía ella? Ruth, cariño mío, sabes que te quiero mucho, pero poco a poco debes aprender a aprovechar tus escasas posibilidades. Así que ¿por qué te quedaste ahí sentada como un banco sin sonreír ni siquiera una sola vez?
Ruth permaneció en silencio. «Porque estoy demasiado gorda y tengo un aspecto demasiado desagradable, porque en lugar de redondeces femeninas tengo músculos, porque no sé reír sin ganas y porque mi pelo nunca ondeará con esa suavidad de seda del pelo de las Helena y de las Carolin de este mundo. Este bonito vestido, dice Nath con razón, me queda como un morral, y los zapatos no me quedan mejor que en los pies de una elefanta».
—¿Y has oído que también Millie Walden está a punto de anunciar su compromiso matrimonial? —siguió contando Rose sin esperar la respuesta de su hija; en lugar de esto se explayó detalladamente sobre las bodas que había por delante, sobre los vestidos de las señoras y sobre los granjeros que aún quedaban por pescar.
Ruth apretó los dientes y se esforzó por soportar con paciencia aquella cháchara, pero en un momento dado no pudo más y le espetó de pronto a su madre:
—¿Has hablado con Tom?
—No, claro que no. ¿Cuándo, pues? ¿Y a santo de qué debería hablar justamente con él? —preguntó Rose, mirando a su hija como si le hubiera hecho una propuesta indecente.
—Me ha dicho que Salden’s Hill se encuentra ante la quiebra. Quiere hacernos una oferta para los pastos que están frente a Green Hills.
La sonrisa de Rose se esfumó de repente. De pronto adoptó un semblante tenso.
—¿Qué le respondiste?
—¿Qué le voy a responder? Pues que se equivoca, por supuesto. Que en Salden’s Hill las cosas van bien y que esos pastos no están a la venta. Ni los de Green Hills, ni tampoco los demás.
Rose profirió un suspiro de alivio y se puso a mirar con enorme relajación por la ventana.
—Pronto habrá luna nueva.
Ruth la miró de reojo. Cuando su madre se apercibió de las miradas, volvió a adoptar una sonrisa festiva y se dirigió de nuevo a Ruth.
—Estuviste bien, cariño. Todo el mundo sabe que Tom anda diciendo y haciendo cosas que son difíciles de entender para la mayoría de nosotros.
—¿Hay algo de verdad en sus palabras, madre? ¿Estamos al borde de la ruina?
—¡Qué dices! Hija mía, solo quiero que me digas cómo se te ocurren tales cosas —dijo, bostezando y llevándose la mano con afectación ante la boca—. Me siento de pronto muy cansada. Hemos tenido un día duro. ¿Te parece bien que cierre los ojos durante unos minutos, cariño?
Ruth gruñó algo en señal de conformidad. Por el momento era inútil que esperara alguna respuesta más de su madre. Así pues, ¿había algo de verdad en las palabras de Tom? ¿Estaban pasando realmente por dificultades económicas?