27

Las nuevas mañanas del mundo

—¿Qué insinúas, Daniel? —interpeló Claire desconcertada—. ¿Pretendes que nos unamos a ti?

—No persigo ningún fin, no busco nada. Haz lo que creas que debes hacer. No seré yo quien te prive del supremo derecho a la elección. De todos modos, debo advertirte de que todas las piezas sobre el tablero han llegado a una posición tremendamente compleja, difícil de resolver… —puntualizó—. No hay demasiadas opciones; en el ajedrez, o bien ganan las blancas, o bien ganan las negras, o se opta por las tablas.

—Explícate…

—Os lo explicaré por partes. A los dos. Y empezaré por ti, pues eres lo único que realmente me importa. Soy un viejo solitario y ya no me quedan muchos afectos. Sabes perfectamente que nunca podría hacerte daño… —aseguró, mirando de reojo la pistola sobre el brazo de la butaca—. Antes preferiría morir.

—Te escucho.

—Si decides abrir la caja de los truenos, yo seré detenido e interrogado, pero no lo pondré fácil. Soy hueso muy duro de roer. Compadezco al desgraciado que intente medirse conmigo a nivel dialéctico. No daré ningún nombre y lo negaré todo. Le Club no caerá. De ningún modo. Bajo ningún concepto. Si es necesario, me declararé culpable de todos los crímenes que se amontonan en tus carpetas y de una veintena más de los que nada sabes… —gruñó con un brillo retador en la mirada—. En el peor de los supuestos, de prosperar la investigación, seré juzgado y acabaré mis días en la cárcel. No me importa, estoy seguro de que vendrás a verme. Lo que resultará inevitable es que el nombre de tu padre, y el de Gaudin, salgan a colación y queden asociados al caso. En lo personal, deberás asumir que el descrédito y el deshonor mancillen su memoria…

—Eso me suena a chantaje.

—¡Déjate de chantajes, las cartas boca arriba! Si me condenan, condenan a tu padre en ausencia y a un inspector jubilado con asma y problemas de artrosis…, ¡fin de la historia!

—Prosigue…

Daniel aplastó la colilla del cigarrillo y deslizó sus manos por el rostro, afilando las facciones.

—Ayer por la tarde, cuando me llamaste, me dijiste que estabas pensando en presentar tu dimisión. Estás en tu derecho, pero creo que es un error… —razonó en tono pausado—. Te habrán derrotado de forma indigna. Jules Valéry se revolvería en su tumba. Ahora te lo puedo decir claramente: Frédéric Péchenard y Benoît Lauzier, tus superiores, están de mierda hasta las cejas. De hecho, sus nombres, y el del presidente del Banco de Francia, figuran en nuestra lista de objetivos desde hace mucho tiempo. Más del que puedas imaginar. Hace unas horas, Hipatia me ha comunicado que ya tiene todas las pruebas que necesitamos para hundir a Bergeron…

—¿Quién es Hipatia? —interpeló Claire.

—Una mujer maravillosa; una egipcia de origen griego, discípula de Plotino, hija de Teón…

Claire apretó las mandíbulas y encaró a Henry exigiendo una respuesta.

—¿La joyera? —inquirió sagaz.

—No sé quién es Hipatia, no la conozco —repuso encogiéndose de hombros.

—¡Qué más da eso ahora! —rezongó el forense irritado—. Decía que debemos sopesar qué hacer con Bergeron. Si filtramos toda esa información a los medios de comunicación, se desatará un escándalo monumental. Ese miserable ya baila en la cuerda floja, gracias a esa providencial carta de Poncelet. Así que solo hace falta darle un pequeño empujón y ¡adiós! Lo único que me preocupa es que dado el tamaño del cerdo, posiblemente salga bien librado. Siempre hay redes sólidas para cerdos lustrosos. Tal vez, lo mejor será hacer lo que siempre hemos hecho: cavar una fosa real, fresca y profunda, para él y para los asesinos de Pitrel…

—¡Pobre muchacho, no puedo creer que esté muerto!

—¿No crees que merece justicia?

—No lo sé, Daniel, ya no sé lo que es justo y lo que no lo es. Soy incapaz de pensar, llevo casi veinticuatro horas sin dormir, estoy deshecha… —murmuró con expresión alelada.

—Si no quieres ayudarnos, o si no estás preparada para hacerlo, puedes optar por mirar hacia otro lado, aunque sé que eso no va contigo en absoluto; pero renunciar ahora, dejando el paso expedito a ese tropel de hijos de puta, no es opción; al menos no lo es para mí —zanjó displicente—. En cuanto a ti, Henry…

—¿Qué?

—Si finalmente Claire decide romper la baraja, te verás en un serio apuro. Con tus antecedentes, el más magnánimo de los jueces te enviará a prisión con más de media docena de cargos a la espalda. Y no es ese el futuro que Pierre te reservaba.

—Nunca he sabido a ciencia cierta qué esperaba Pierre de mí.

—Yo te lo diré. El mismo día en que te conoció, vino a verme a casa. Estaba pletórico, excitado. Me contó la conversación que habíais mantenido, con todo lujo de detalles. Y refiriéndose a ti parafraseó las palabras que, según se dice, pronunció Sócrates al conocer a Platón, el más grande de sus discípulos: «He aquí el cisne».

Henry y Claire intercambiaron una mirada cómplice. Las palabras póstumas de Pierre Cassel cobraban sentido.

—¿El cisne?

—El cisne que había estado buscando de forma obsesiva durante meses; la persona destinada a sustituirle al frente de nuestra organización.

La sorprendente revelación del forense sumió a Henry en la afasia. Incapaz de articular palabra alguna, encendió un cigarrillo y caminó intranquilo hasta uno de los ventanales del salón. Hizo a un lado la cortina y echó un vistazo al exterior. Un halo irreal, fantasmagórico, parecía envolver las calles.

—Lo siento, pero no acabo de entenderlo… —susurró incrédulo plantándose ante Boillot—. ¿Pierre quería que yo ocupara su lugar?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque se estaba muriendo, Henry… —repuso cariacontecido—. Hace poco más de un año le detectaron un cáncer. Se había extendido. Los médicos ni siquiera se plantearon la posibilidad de operarle. Y él se negó a seguir tratamiento alguno. Ya sabes lo mucho que le preocupaba su imagen, era un gran narciso.

—¡Dios mío!

—Le dieron seis o siete meses de vida. Se equivocaron. Suelen hacerlo. Su tiempo añadido ha sido un regalo, pero el final ya estaba muy cerca, cada vez se encontraba peor. Su mayor preocupación, desde el momento en que tomó conciencia de lo irreversible de su situación, fue hallar a alguien a quien pasar el testigo. No es fácil. Ninguna de las personas que conforman la cúpula de nuestra organización está capacitada para algo así…

Henry, aturdido, dejó de oír a Daniel. Finalmente lograba ver con claridad, como si una venda se hubiera desprendido de sus ojos.

El teléfono móvil de Boillot comenzó a sonar estridente. Maude, adormilada a los pies del forense, pegó un brinco.

—¿Sí? ¡Hola! ¿Dónde estáis? —preguntó mientras se ponía en pie y empezaba a dar vueltas por la estancia—. Bien, muy bien, entiendo. Confío en que os hayáis cerciorado de que todo queda limpio, sin pistas. Perfecto. Sí, por aquí todo bien. Ya hablaremos mañana. Adiós…

Tras colgar se dirigió a Henry, que seguía entregado a sus pensamientos.

—Pierre era sumamente inteligente. Sabía que contigo solo podía emplear dos tácticas. O bien convencerte de que lo que hacemos es absolutamente correcto, o bien empujarte hasta el mismo borde del abismo, a la espera de tu reacción, que él intuía violenta… —murmuró.

—Las dos han funcionado de un modo u otro —asintió alicaído.

—¿Eres consciente de que aun sin proponértelo has cumplido con la primera de nuestras reglas? —interpeló el forense—. Es así, Henry: has planificado y llevado a cabo una ejecución de forma magistral…

—Ahora lo veo. Hasta en eso he sido el juguete de Pierre.

—¿Quién es el tipo al que has citado esta noche en el Bois de Boulogne?

—Lo único que sé de él es que se llamaba Hunter.

—¿Hunter? ¿Has utilizado a Hunter? ¡No me lo puedo creer!

—Accedí a Tetractys sirviéndome de los códigos de Pierre y las claves que ocultaba en sus anuncios por palabras. Estaba aquí la otra noche, tras esa puerta, mientras tú borrabas todo el contenido de vuestra red de comunicación. Así contacté con Hunter… —precisó.

Daniel no pudo evitar reír entre dientes, como una hiena.

—¡Pierre no se equivocó, estaba en lo cierto, eres un auténtico diablo! —exclamó admirado—. Me acaban de comunicar que esto ya está arreglado en parte. La anticipación es fundamental. Tampoco vosotros estabais solos en el Bois de Boulogne. Los nuestros han retirado los cadáveres de Pierre y de Hunter y han recogido hasta el último casquillo. Sus cuerpos no serán encontrados jamás. Eso significa, a todos los efectos, que no hay crimen…

La inspectora, que había asistido a la última parte de la conversación con la actitud de un convidado de piedra, reaccionó de inmediato.

—No sé si mi cerebro será capaz de asimilar lo que he escuchado aquí esta noche. Lo único que ahora mismo tengo claro es que todos sois maquiavélicos —afirmó desfondada, a caballo entre la fascinación y el desencanto.

—Todo estaba absolutamente planificado. Pierre nunca dejaba cabos sueltos. Sabía perfectamente cómo podían desarrollarse los acontecimientos esta noche. Uno de nuestros colaboradores, físicamente muy parecido a él, está volando en estos momentos a Hong Kong, con su pasaporte y sus tarjetas de crédito. Muriel Martin, su secretaria, y algunos de sus ayudantes más próximos, recibirán en un par de días cartas de su puño y letra, en las que lamenta no haber podido despedirse de ellos. Mañana las depositaré en un buzón de correos…

Los tres se miraron en silencio, con astucia y cansancio a partes iguales.

—¡Y eso es todo…, he disfrutado mucho de vuestra compañía, pero con vuestro permiso voy a retirarme; ya casi amanece, y las últimas horas han sido muy intensas! —anunció guardando la automática en el bolsillo de su chaqueta y trasegando el coñac que restaba—. Tendremos oportunidad de hablar de muchas cosas en los próximos días. Pensad con calma, sopesad sin prisas, decidid.

Antes de abandonar la casa, Daniel recogió la botella de Courvoisier, los vasos utilizados y los ceniceros, introduciéndolo todo en una pequeña bolsa de deporte. A continuación, limpió el mecanismo de la caja fuerte. Y de camino a la puerta se entretuvo en borrar cualquier huella de pomos y apliques con absoluta parsimonia.

—Nunca hemos estado aquí. No sé qué habréis hecho vosotros, pero yo he pasado la noche viendo a Henry Fonda, Lee J. Cobb y Martin Balsam en Doce hombres sin piedad… —decidió sarcástico.

Ya en el exterior, una ráfaga de aire fresco y húmedo les envolvió como una bendición. Parecía que la despedida iba a ser rápida, pues todo parecía haber sido dicho o apuntado.

—Creo que caminaré un poco —resolvió Henry mientras Claire rebuscaba en su bolso intentando dar con las llaves del coche—. Un poco de soledad es lo que más necesito…

—Lo que yo necesito ahora mismo es a mi hija —aseguró la inspectora esbozando una sonrisa tímida a guisa de despedida.

—Y yo a mi almohada… —apostilló Boillot poniéndose en marcha tras despedirse como un actor de su audiencia. Recorrió media docena de metros y se detuvo. Parecía haber recordado algo importante. Girando sobre sus talones, se dirigió a Claire y a Henry—. Por cierto, hay algo que no os he dicho…

—¿Qué? —inquirió la inspectora.

—Cuando tu padre y yo regresamos de Saint-Malo, después de ventilar ese primer asunto con Paul Blanc, pasamos varios días abatidos, taciturnos. Se diría que los dos nos preguntábamos en nuestro fuero interno si habíamos hecho bien o mal… —contó Daniel alzando la voz—. Ese ánimo cambió definitivamente cuando Jules se presentó una mañana en la sala de autopsias, y sin darme siquiera los buenos días tomó un trozo de tiza y escribió unas palabras en la pizarra…

—¿Qué escribió?

—Ya sabes que tu padre sentía especial devoción por los filósofos alemanes. Yo siempre los he aborrecido, soy griego de pies a cabeza. Escribió una frase de Max Stirner, una cita contundente, definitiva; una pregunta que todos deberíamos contestar: «¿Por qué en manos del Estado el uso de la fuerza es considerado Derecho y en manos del individuo es llamado crimen?».

—No lo sé, Daniel. Parece un despropósito, pero así son las cosas… —repuso Claire en tono remiso.

—¿Despropósito? ¡Más bien es pura sinrazón! —aseguró indignado—. ¿Es que no somos, todos y cada uno de nosotros, infinitamente más importantes que el Estado?; ¡infinitamente más importantes que todos los Estados reunidos de esta pocilga flotante! ¡No os equivoquéis, esto no es egotismo, ni tampoco anarquía!

—¿Qué es entonces? —indagó Henry frunciendo el ceño, con las manos enfundadas en los bolsillos.

—¡Mi Derecho, nuestro Derecho, con mayúscula! —tronó reemprendiendo su camino—. ¡Mientras Le Club exista, no habrá paz para los miserables!

Abandonaron el lugar. En tres direcciones.

Henry vagabundeó sin prisas, topándose a su paso con rostros anónimos, adormecidos; avanzando al tiempo que las persianas y luces de los comercios exhumaban a la ciudad de la falsa tumba de la noche.

En el centro de sus pensamientos emergía Adèle, sonriente; se aproximaba y le rodeaba con sus brazos cálidos y suaves, susurrándole al oído un nuevo juego, más perverso y tentador si cabe.

Pierre, cumplida su misión, parecía despedirse desde un umbral, sin tristeza ni resquemor alguno en la mirada.

París bostezaba y abría los ojos a un nuevo día; una mañana renovada, en la que todo estaba por decidir y estrenar. Y del mismo modo lo harían todas y cada una de las ciudades del mundo. Los corderos, los hambrientos, los despojados, los olvidados, los indignados ocuparían una vez más su posición en el viejo tablero de juego, frente a déspotas, criminales y desaprensivos. Dispuestos a librar una vez más la desproporcionada batalla entre el bien y el mal. Dirimida desde toda la eternidad, por toda la eternidad.

Henry rebuscó en el bolsillo de la gabardina hasta acariciar con los dedos los cincuenta céntimos de euro.

El botón del día de la ira.

El triunfo del pueblo.

El mejor regalo de Pierre Cassel.

Lanzó la moneda al aire, con un suspiro, y la recogió en su caída.

En la palma de su mano, Marianne parecía sonreír y señalar el camino.