Cristales rotos
—¿Ha muerto? —preguntó Claire Valéry.
—Sí, ha muerto… —confirmó Henry cerrando los ojos de Cassel. Se incorporó y enfrentó a la inspectora, visiblemente conmovido.
—Después de lo que acabo de ver y escuchar, me cuesta creer que el odio que se han dispensado el uno al otro sea real… —murmuró.
Henry encendió un cigarrillo y ocultó durante un instante su rostro entre las palmas de las manos, intentando digerir la amargura del desenlace.
—En el reparto de esta obra nos ha tocado representar papeles antagónicos, pero lo opuesto se encuentra y reconcilia en algún momento —razonó con mirada acuosa—. No éramos tan diferentes. Nadie lo es. Lamento profundamente todo esto, no deseaba que muriera…
—¿Qué ha querido decir con eso del cisne y Platón?
—Lo ignoro, pero ha dicho que encontraré la respuesta en su casa. Tal vez ha dejado una carta en su mesa, algún documento, una explicación…, ¿qué hacemos?
—Ir a su domicilio ahora mismo —anunció resuelta.
—¿Qué pasa con los cadáveres, no va a alertar de lo ocurrido, piensa dejarlos aquí?
En silencio, con semblante taciturno, Claire paseó por el lugar; encerrada en sus pensamientos, parecía estar librando una batalla interior.
—Le preguntaba si…
—Lo he oído. Y la respuesta es no —zanjó taxativa—. Cuando se haga de día, algún jardinero encontrará los cuerpos y avisará a la policía. A continuación, yo recibiré la consabida llamada, y tendré que venir hasta aquí, repitiendo un proceso que en los últimos tiempos acaba estrellándose invariablemente contra un muro. La más mínima insinuación, cualquier referencia a Le Club, en mi informe, supondrá ser apartada automáticamente del caso. Es largo de explicar, pero ahora mismo estoy en guerra abierta con mis superiores. Mi departamento está dirigido por corruptos; de hecho, llevo en el bolso mi carta de dimisión. Pienso dejarlo, estoy muy cansada, pero no lo haré antes de haber llegado hasta el final en este asunto…
—Usted decide…
—Esta humedad me está matando, ¿nos vamos?, aquí no queda nada por hacer; he dejado el coche en la carretera… —dijo poniéndose en marcha—. Tendrá que explicarme muchas cosas. Su carta es una magnífica hoja de ruta, muy detallada; pero ha obviado, y juraría que de forma intencionada, información vital…
—¿A qué se refiere? —interpeló suspicaz.
—A los nombres y apellidos de los miembros de Le Club, ¡difícilmente podré meter entre rejas a Diotima, a Ciorán, a Voltaire o a Sócrates!, ¿no cree? —observó con sorna.
—Debo pensar qué hago al respecto. Ya hablaremos de eso. Todo a su debido tiempo…
—Por cierto, cuando esto termine me entregará esa automática… —advirtió—. ¿Cómo demonios consigue armarse con tanta facilidad?
Claire siguió en su vehículo al publicista por un París vacío y desangelado, barrido por un fuerte viento del norte. Comenzaba a llover cuando llegaron, poco antes de las tres y media de la madrugada, a la sede de Art & Auctions. Tras recuperar la llave del escritorio de Muriel Martin, se colaron en la vivienda del marchante.
—Vaya con cuidado… —alertó él a mitad del corredor—, la gata de Cassel suele colarse entre los pies; la otra noche me dio un susto de muerte.
Ya en el salón, Henry fue directo hasta el panel de madera que ocultaba la caja fuerte. Encendiendo una lámpara, consultó un papel en el que había apuntado la combinación. La introdujo cuidadosamente.
—Ya está, creo que aquí encontraremos…, ¡vaya, qué raro, no se abre! —constató con fastidio—. Tal vez me he equivocado. Volveré a probar.
—¡No os molestéis en abrir esa caja! —anunció de súbito una voz grave a sus espaldas—. He cambiado la combinación. Además, aquí ya no queda nada de lo que buscáis.
Henry y Claire, sobresaltados, giraron sobre sus talones buscando averiguar la identidad del que había hablado desde el otro lado de la estancia. De forma instintiva empuñaron las automáticas.
—¿Quién anda ahí? ¡Mucho cuidado con lo que hace o dispararé! —amenazó la inspectora intentando determinar de qué punto de la penumbra había surgido la voz.
—No dispares, Claire. Tranquilízate. Si me matas seguramente lo lamentarás toda la vida…
Una luz se encendió en el rincón más alejado de la habitación, iluminando parcialmente una escultura metálica de Gargallo y el rostro de aquel que había estado acechando sus movimientos con absoluta impunidad, al amparo de la fosca. Permanecía cómodamente arrellanado en una butaca, con las piernas cruzadas y una pistola en la mano. Sobre su regazo ronroneaba Maude, la gata siamesa de Pierre.
El felino dio un salto elástico y fue a frotar su lomo contra los pantalones de Henry, con la cola erguida como el asta de una bandera.
Claire, estupefacta, incapaz de dar crédito a lo que veía, intentó articular unas palabras que murieron al alcanzar sus labios.
—¡Tú! ¡No, no es posible, no…! —farfulló haciendo un monumental esfuerzo.
—¿Por qué no es posible, Claire?
—No, no…
—¡Anda, baja la pistola, ya sabes que las carga el diablo! —sugirió Daniel Boillot, alzándose—. Y tú, haz lo mismo, deja la artillería en esa repisa.
Henry obedeció de inmediato. Recordaba su voz, profunda y gruesa. Había resonado en esa misma estancia noches atrás.
El hombre que les mantenía en jaque era Sócrates.
Ofuscada, resistiéndose a aceptar esa insoportable e inesperada revelación, Claire dejó que el arma resbalara entre sus dedos y retrocedió hasta ir a derrumbarse en el sofá que estaba a su espalda.
—¡Dios mío, qué locura, qué locura! —voceó desolada, recogiéndose sobre sí misma, ocultando la cabeza entre las manos en un vano intento por zafarse del peso de la verdad.
—El mundo es una locura, mi niña, pero eso ya deberías saberlo… —apuntó el forense en tono conmiserativo; después, encaró a Henry—: Siéntate, ponte cómodo, esto nos va a llevar algún tiempo.
Sin quitarles el ojo de encima, Daniel pescó al vuelo un par de botellas del bar de Cassel y unos vasos. Lo depositó todo en el centro de la mesa, y a su vez, con la expresión de fastidio de aquel que tiene que solventar una papeleta ingrata, se dejó caer en una butaca próxima.
—¡Os podéis servir, tenemos muchas cosas que resolver!
Claire le miró con infinita tristeza, a través de la celosía que eran sus dedos, y rechazó la oferta.
—Me temo que tú, más que nadie, vas a necesitar un buen trago para digerir todo esto… —advirtió Daniel. Haciendo oídos sordos a su negativa, escanció coñac con generosidad y deslizó la copa sobre la madera hasta dejarla al alcance de su mano.
—No quiero oír nada, preferiría estar muerta —susurró la inspectora.
—Te entiendo. Sin duda nos resultaría mucho más fácil a todos comportarnos como los célebres monos sabios, y taparnos los ojos, las orejas y la boca, pero eso no arreglaría nada. El mundo ha escalado hasta alcanzar la más alta cota del despropósito debido a esa actitud. Nadie quiere ver nada, ni saber nada, ni tomar partido por nada. Lamentablemente, a nosotros no nos queda otra opción que poner las cartas sobre la mesa…
—¿Por qué, Daniel, por qué? ¡Es lo único que me interesa saber!
—Es una historia larga, y muy dura, ¿estás segura de que podrás escucharla sin desmoronarte? —indagó.
—Lo intentaré…
—¿Recuerdas aquellos días felices en que solíamos salir juntos de París muchos fines de semana? ¡Todo empezó en uno de esos viajes breves, en 1977! —contó, dejando la pistola en equilibrio sobre el brazo de la butaca y cruzando los dedos—. Tú acababas de cumplir cinco años, lo recuerdo perfectamente. Jules y Viviane, tus padres, se habían citado con unos amigos en Besançon, ¿recuerdas algo de eso?
—No, en absoluto.
—Madrugamos mucho ese día. A primera hora fuimos a visitar la imponente ciudadela de Vauban. Cuando empezó a apretar el calor, regresamos al centro, a eso de las doce. Estábamos en un parque, esperando a esos amigos… —dijo ensimismado, como si en ese estado de abstracción pudiera ver el pasado con absoluta nitidez—. Era día de mercado, había mucha gente curioseando por los puestos de productos naturales y artesanía…
Tanto Henry como Claire cruzaron una mirada perpleja. Ni el uno ni el otro acababan de entender el motivo que llevaba a Daniel a rememorar una excursión realizada en tiempos pretéritos.
—¿Qué ocurrió?
—¡Desapareciste, Claire! Tu madre se despistó y te dejó de la mano, apenas unos instantes, mientras se interesaba por algo. Desapareciste. Comenzamos a buscarte por todas partes, convencidos de que sin duda te encontraríamos embobada ante algún tenderete de golosinas; pero a los pocos minutos la angustia nos invadió a los tres…
—¡Por el amor de Dios, Daniel, yo no recuerdo nada de todo eso!
—Una mujer nos dijo que se había cruzado un minuto antes con una niña con coletas. Tu padre le enseñó la foto que llevaba en su cartera y ella confirmó que eras tú sin duda alguna. Aseguró que ibas con un hombre de unos cincuenta años…
Daniel se detuvo en ese instante, respiró profundamente y se echó al coleto un largo trago de coñac.
—Jules y yo dejamos a tu madre y corrimos como dos posesos en la dirección indicada, hasta salir de los jardines. Entonces vimos a ese tipo subirte a un coche. Miraba en todas direcciones, buscando cerciorarse de que tu ausencia aún no había sido detectada…
—¡¿Me secuestraron?!
—No llegamos a tiempo de impedirlo. Ese malnacido arrancó y salió como alma que lleva el diablo del lugar, pero logramos verle el rostro, con absoluta claridad, y pudimos anotar la matrícula. Un policía que estaba en las inmediaciones alertó por radio a las patrullas. Media hora más tarde localizaron el vehículo en una de las numerosas pistas forestales del bosque de Chailluz…
Así Boillot avanzaba en su relato, una zona del cerebro de Claire despertaba de su letargo y comenzaba a activarse. Tuvo la angustiosa sensación de estar abriendo la puerta de acceso a un dédalo de corredores cubiertos por el polvo y el silencio del tiempo.
—¡Virgen santa, es mi sueño! —exclamó llevándose la mano a la sien—. ¡Me he pasado media vida soñando, periódicamente, una escena inconexa, sin sentido alguno, sin un antes ni un después! ¡Una pesadilla en la que me veo en un bosque, de la mano de un extraño, escuchando a mis padres gritar mi nombre!
—¿Qué ocurrió? —inquirió Henry sobrecogido.
—Consciente de que le pisaban los talones, ese bastardo te dejó y puso tierra de por medio. Cuando te encontramos, poco después, llorabas con absoluto desconsuelo, tenías un montón de pequeñas heridas en las piernas y en los brazos, producidas por las zarzas, pero estabas bien.
—¡Era un hombre fornido, alto, de pómulos marcados y cejas espesas; tenía un lunar junto al mentón, y unos ojos saltones que parecían los de un sapo! —rememoró Claire—. ¡Ahora logro verle con absoluta nitidez!
—¿Escapó? —indagó Henry nervioso, encendiendo un cigarrillo.
—Sí, escapó. No consiguieron dar con él. Ese bosque es inmenso. Pasamos todo el resto del día en la comisaría de Besançon, viendo álbumes de fotos, intentando identificarle. Incluso un especialista dibujó un retrato robot, pero no sirvió de nada…
—Nadie me ha hablado jamás de esto, Daniel. Ni mis padres ni tú…
—Acordamos que lo mejor era echarlo todo al olvido —adujo.
—¡Qué horror, ahora lo veo todo claro! ¿Pero qué tiene que ver esa historia con Le Club?
—Todo, Claire. Déjame proseguir y lo verás. Pasaron dos años. Tu padre y yo nunca volvimos a tocar el tema, pero con frecuencia en la vida ocurren cosas inexplicables. En la primavera de 1979 acudí a unas jornadas de entomología forense que se celebraron en un hotel en Saint-Malo. Una tarde libre salí a dar un paseo por el centro. El corazón me dio un vuelco cuando vi a ese bastardo. Pasó por mi lado con unas bolsas en la mano. Le reconocí a pesar de que lucía un espeso bigote.
—¿Qué hiciste?
—¡Decidí seguirle, no me lo pensé dos veces! —exclamó el forense—. Le seguí hasta su domicilio, casi en las afueras de la población. Vivía en una casa aislada. Anoté su nombre y su dirección. De vuelta en París, temiendo su reacción, tardé semanas en contárselo a tu padre…, ¡ya sabes cómo era!
—¡Todo un temperamento!
—Sí. Muy frío, pero muy visceral a un tiempo. Cuando se enteró, se puso hecho una furia. No me dio opción. Me exigió que le acompañara a Saint-Malo. Él también le reconoció, de inmediato. En las siguientes semanas no le perdimos la pista. Nos dedicamos a recabar toda la información posible. En ese proceso nos ayudó decisivamente Émile Gaudin…
—¿El inspector al que yo sustituí cuando se jubiló?
—Sí. Gaudin consiguió reunir un montón de documentos, ¡toda su vida y milagros! Utilizaba una falsa identidad. Su verdadero nombre era Paul Blanc, de cuarenta y tres años, nacido en Troyes. Había cambiado de domicilio siete veces entre 1968 y 1979. Y en todos los lugares por los que había pasado se acumulaban casos no resueltos de niñas desaparecidas o asesinadas.
—Creo que no quiero escuchar el resto de esta historia —murmuró Claire intranquila, intuyendo el desenlace—. No sigas, te lo ruego…
—Aquel verano, tu padre y yo nos instalamos en Saint-Malo… —continuó Daniel, haciendo caso omiso a la petición de Claire—. Durante días nos turnamos, anotando sus movimientos, sus rutinas, sus entradas y salidas. Una tarde acabamos colándonos en su domicilio. En un agujero ocultaba cientos de fotos, libretas, notas, recortes de prensa, muñecas, pendientes y pulseras, mechones de cabello, ropa interior…
—¡Déjalo, Daniel, ya basta!
—Le esperamos. Ese día llegó más tarde de lo acostumbrado. Cuando entró, tu padre le golpeó en la nuca. Le arrastramos hasta el sótano y le atamos de pies y manos. Cuando despertó, procedimos a interrogarle, una y otra vez, durante toda la noche, sin éxito. Lo negaba todo con un aplomo exasperante, con un cinismo aterrador… ¡El muy hijo de puta sabía todo lo que hay que saber sobre leyes, derechos constitucionales, jurados y tribunales, dudas razonables y pruebas concluyentes, y se mofaba! ¡Te recordaba perfectamente, guardaba una cadenita de oro, con una cruz, que llevabas aquel día al cuello!
—¡Te ruego que lo dejes estar!
—Tu padre no aguantó aquel escarnio. Le puso una pistola en la sien y…
—¡No, no…!
—Yo no hice nada por evitarlo, y nunca lo he lamentado. Esa fue, Claire, la primera bala de Le Club, hace treinta y un años —concluyó Boillot con tono grave.
El desenlace sacudió a Claire con violencia, como si esa bala disparada por su padre le hubiera atravesado el corazón, tras romper en mil pedazos el universo de cristal de su infancia. Un llanto amargo desbordó sus ojos y las lágrimas rodaron incontenibles por su rostro.
Daniel y Henry, atribulados, mantuvieron un silencio respetuoso, esperando a que ella destilara toda su amargura.
—Te odio, Daniel…, ¡voy a odiarte el resto de mi vida! —afirmó la inspectora entre gemidos, sumida en la más completa desolación.
—Lo entiendo. Estás en tu derecho.
—¡Mi padre!
—¿Qué pasó después de esa venganza? —interpeló Henry.
—Tal vez esa noche podía haber terminado todo, pero no fue así. Paul Blanc mantenía contacto con un par de depravados; un francés y un belga… —explicó Boillot retomando el hilo—. Se carteaban e intercambiaban imágenes repugnantes. Tu padre y yo nos propusimos acabar con ellos. Tardamos mucho tiempo en hacerlo. No fue sencillo. Por fortuna, para entonces, Émile Gaudin, el inspector, se nos había unido. Colaboró en esos dos trabajos de forma muy activa. Adoptó el nombre de Parménides; tu padre eligió el de Heráclito; y yo, como nunca he tenido mucha suerte con la mujeres, el de Sócrates.
Enjugando su llanto, Claire encaró al forense con tristeza.
—¡Así es como creasteis Le Club, una secta de asesinos!
—¡Nosotros no pretendíamos crear nada! Simplemente estábamos hartos de ver todo lo que veíamos día tras día, ¿sabes cuántos cadáveres han pasado por mis manos a lo largo de los años? ¡Tu padre, Claire, sentía absoluta náusea, y lo mismo nos ocurría a Émile y a mí! —espetó Daniel con vehemencia—. Estábamos cansados de ver salir por la puerta grande a violadores, asesinos, estafadores y corruptos. ¡El ejercicio del mal tiene un coste ridículo en nuestra moderna y humana y muy democrática sociedad! ¿Es necesario que te explique esto? ¡Se puede matar a quien quieras, cuando quieras y como quieras; que con un fajo de billetes, un buen picapleitos y dos cuartas partes de demagogia y atenuantes, supondrá, en el peor de los casos, unos pocos años en una moderna prisión con piscina, gimnasio, buena comida y asistencia psicológica!
—Lo otro es barbarie, no es aceptable…
—¿Barbarie, dices? ¡Llámalo como quieras, me es igual, me quedo con los bárbaros! —rechazó de plano.
—Lo que ha contado parece ser solo el prólogo de una larga historia… —murmuró Henry, ávido de información—, ¿qué ocurrió después, en los siguientes años?
Mientras se decidía a proseguir su relato, Daniel rebuscó en el bolsillo del pantalón y extrajo una pequeña cajita metálica. Encendió un cigarrillo puro y exhaló una bocanada de humo con absoluto placer.
—Lo que ocurrió es fácil de entender. De forma natural, paulatina, silenciosa, los agraviados, padres, madres, hermanos y esposas del atropello y la infamia, nos fueron saliendo al paso, reclamando justicia —resumió el forense con un halo de orgullo en la mirada—. En los últimos treinta años siempre ha sido así. La gente llega a Le Club destrozada, rabiosa, movida por el afán de venganza, pero una vez cauterizada la herida y aplacado el odio, todos comprenden, más allá de sus desgracias personales, que deben involucrarse de forma activa, que no hay otro camino, otro método, en este mundo absurdo y caótico, más allá del nuestro.
El forense hizo una pausa, ante la mirada atónita de Claire y Henry, y se quedó absorto en el caprichoso dibujo que formaba un jirón de humo en el aire.
—Nos fuimos organizando, empezamos a recibir ayuda económica y a sumar voluntades; establecimos nuestras propias reglas y normas; diseñamos un sistema de seguridad y un método de trabajo y comunicación, y creamos empresas que pudieran amparar y contribuir a financiar nuestra actividad, ¡matar a hijos de puta es el deporte más caro del mundo, de eso no os quepa la menor duda! —concluyó con absoluta sorna.
—¿Empresas tapadera, como esta? —apuntó Henry—, ¡simplemente brillante!
—Sí, Art & Auctions y muchas otras compañías diseminadas por todo el país. Empresas que funcionan y generan el dinero que necesitamos a la hora de pagar a los mejores profesionales.
—Durante todos estos años he vivido con la frustración de no haber sido capaz de resolver ninguno de vuestros asesinatos —murmuró Claire con ironía—, ¡qué estúpida he sido, ahora lo entiendo todo! ¡Entre Gaudin, mi padre y tú eliminabais cualquier evidencia, cualquier huella!
—No te equivoques, nunca hemos cometido errores de bulto, la excelencia ha sido siempre nuestra divisa. Solo en un par de ocasiones tuvimos que obviar en nuestros informes algún detalle menor… —negó Boillot con notable pedantería.
—¿Qué hay de Pierre Cassel, en qué momento tomó las riendas de Le Club? —inquirió Henry a bocajarro.
—Pierre se unió a nosotros hace doce años, de forma muy parecida al resto.
—También buscando venganza…
—Sí. Había prometido a su madre devolver todo el horror que ella tuvo que vivir y presenciar cuando solo era una niña. Es una historia terrible como pocas, ¿te interesa oírla?
—Personalmente, mucho.
—La madre de Pierre se llamaba Cécile. Era de origen español, había nacido en Barcelona —contó entonces Daniel—. Sus padres eran republicanos que huyeron a Francia cuando la Victoria de las tropas fascistas ya era inevitable. Tarragona había sido tomada, Barcelona capitularía en pocos días. Clemente, su padre, era el propietario de una pequeña imprenta de la que había salido buena parte de la propaganda republicana durante la contienda. Su nombre constaba en la lista negra de los franquistas.
—Entiendo. Optó por poner a los suyos a salvo; de haberse quedado, hubiera acabado contra un paredón… —razonó Henry.
—Sin duda alguna. Salieron de la ciudad el 22 de enero de 1939, a primera hora de la mañana, uniéndose a la larga columna de exiliados que partía hacia la frontera. La pequeña camioneta que utilizaban se quedó sin gasolina unas horas más tarde. Tuvieron que abandonar todas sus pertenencias y proseguir a pie, cargando únicamente con maletas, dinero y joyas; pero Cécile, que tenía solo nueve años, y Marta, su madre, acabaron derrengadas y se negaron a continuar. Decidieron buscar cobijo en algún pueblo próximo al Montseny —y en ese punto, Daniel interrumpió el relato y tragó saliva—. Al llegar a una pequeña población, Clemente dejó a su esposa y a su hija ocultas en una arboleda y se acercó hasta una de las primeras casas. Le habían dicho que allí podrían refugiarse…
—Y fueron a meterse en la boca del lobo, en un nido de fascistas… —aventuró Claire con suspicacia.
—No. La familia que vivía allí no tenía la más mínima ideología… —rechazó el forense—. Era un campesino, viudo, con dos hijos, que regentaba una pequeña tienda de vinos y aceites. Le preguntó a Clemente si podría pagar el alojamiento y la comida, y él cometió entonces la mayor de las imprudencias, al abrir delante de esos bastardos la maleta que llevaba, dejando a la vista su contenido.
—¿Le robaron? ¡No es posible! —susurró Henry.
—Un robo hubiera sido un mal menor. Se abalanzaron como demonios sobre él y le derribaron. Le partieron el cráneo con una azada. Marta y Cécile, al oírle gritar, acudieron de inmediato. Con la madre no tuvieron ninguna piedad. La golpearon entre los tres hasta la muerte. La niña echó a correr, campo a través. La persiguieron durante más de una hora, pero afortunadamente logró ocultarse en la espesura. Pasó la noche temblando como una hoja. Al amanecer deshizo el camino hasta ir a reunirse con el grueso de la columna republicana. Contó lo que les había ocurrido a sus padres, pero en esas circunstancias dramáticas nadie quiso demorar la marcha y meterse en líos…
—¿Qué fue de ella?
—Una familia la acogió de modo provisional. Dos días después, cuando nuestro gobierno decidió abrir la frontera ante la imposibilidad de contener esa marea humana, entró en Francia. Pasó muchas semanas a la intemperie, hacinada en una playa junto a miles de refugiados. Finalmente fue trasladada a un hospicio… —resumió Boillot con un nudo en la garganta—. El resto de la historia es largo y podemos obviarlo. A los veintiún años contrajo matrimonio con un hombre acaudalado, un comerciante de Burdeos. Pierre fue hijo único, creció en un ambiente acomodado, cursó estudios universitarios, se instaló en París y acabó triunfando en el mundo de los negocios, aunque sin olvidar jamás los hechos que marcaron a su madre de por vida. Cécile sufrió continuas depresiones y crisis de angustia hasta su muerte. Vivió toda su vida medicada.
Un sentimiento triste y desapacible, comparable al viento helado que azota los páramos, barrió el ánimo de Henry. Volvió a ver a Cassel desangrándose sobre la hierba y se maldijo interiormente una vez más.
—Puedo entender la ira de Pierre… —musitó.
—Pierre era muy amigo del hijo de Gaudin, habían estudiado juntos. De ese modo llegó hasta nosotros. Le ayudamos en todos los aspectos, y él se dedicó en cuerpo y alma a planear su venganza. Costó mucho dar con el escenario de aquel repugnante crimen y con sus autores, pero lo conseguimos. Por desgracia, el padre y el mayor de los dos hijos ya habían fallecido. El menor, de casi ochenta años, aún vivía. Era el patriarca de una familia numerosa, muy rica. Muchos vecinos de la localidad chismorreaban sin ambages acerca de cómo unos muertos de hambre habían prosperado de manera súbita e incomprensible tras la guerra…
—¿Pierre ajustició a un hombre de ochenta años? —preguntó incrédula Claire.
—Sin el más mínimo remordimiento. El viejo solía pasear cada tarde por un bosque cercano. Pierre le esperó. Quiso hacerlo él solo, sin nuestro concurso. Decía que no deseaba compartir ese placer con nadie. Le ató y le amordazó, y mientras colgaba de sus pies dos sacos llenos de monedas, se entretuvo en explicarle quién era, qué hacía allí y por qué iba a ahorcarle; finalmente, le puso la soga al cuello y lo izó a peso hasta lo alto de una gruesa rama.
Claire se llevó los dedos a los labios. Recordaba perfectamente ese caso, el primero de los crímenes de Le Club que pasó por sus manos.
—En el bolsillo del anciano apareció una máxima de Epicteto: «No es la miseria la que verdaderamente nos aflige, es la avaricia» —rememoró.
Daniel asintió, esbozando una leve sonrisa.
—Satisfecha su venganza, Pierre Cassel se volcó en Le Club. Tu padre y yo decidimos ponerle al frente de la organización y pasar a segundo plano. Reunía todos los requisitos imprescindibles: meticuloso, frío, inteligente, astuto. En muy pocos años, gracias a su talento y constancia, una de nuestras más viejas aspiraciones se ha cumplido. En estos momentos, en Alemania, Inglaterra, Italia y Bélgica, Le Club es ya una realidad. Y otros países seguirán…
Al oír eso, el rostro de la inspectora reflejó absoluta turbación.
—¿Te asusta saber eso? ¡Será mejor que lo aceptes, Claire! —recomendó en actitud inflexible—. No vamos a detenernos. Más allá de lo que ocurra aquí esta noche, seguiremos adelante con nuestro ideal. Llegará el día en que la gente abra los ojos y recupere todo su poder, toda su capacidad de elección, sin dogmas ni dioses, sin espejismos ni vendas. Y cuando eso suceda, el eco de cada una de nuestras balas resonará por todo el planeta; sacando a la gente de su letargo, del coma inducido en que nos mantienen a todos. La libertad es la mentira, la gran falacia, el mayor de los embustes que nos han hecho creer.
—El día de la ira del pueblo… —apostilló Henry con mirada perdida.
—Esa ira es sagrada. Estallará como un volcán. Mirad el mundo, no lo perdáis de vista, porque se desmorona a pasos agigantados, ¿recordáis la canción de Moustaki? ¡Había un jardín al que llamábamos la Tierra! ¡Y esos miserables nos lo han arrebatado, lo han parcelado, envenenado y tasado! Ni la bondad ni la paz han conseguido enmendar este desastre universal. Bien, ya es suficiente. Ha llegado la hora de tomar decisiones —resolvió de súbito el forense con gesto hastiado—. Deberéis decidir, ahora, en qué bando queréis luchar a partir de mañana…