El cisne
Poco antes de las dos de la madrugada, Henry estacionó su vehículo en un punto discreto de la carretera de Sèvres a Neuilly, en el Bois de Boulogne, junto a los accesos al Jardín de la Bagatelle y a la espesa zona arbolada que se extendía algo más allá, tras las pérgolas, las avenidas y los cuidados setos.
Apagó el motor. Conocía bien el inmenso bosque urbano, pero el lugar, a esas horas, se desplegaba ante la mirada como un páramo de absoluta soledad y abandono. La luz oscilante de las escasas farolas, lejos de mitigar el desasosiego, lo magnificaba, realzando la densa humedad que flotaba en el ambiente.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al internarse por una estrecha vereda asfaltada en dirección al corazón de su cita con el destino. Encendió un cigarrillo, llenando su pecho de humo, temiendo que en cualquier momento una sombra pudiera emerger de la espesura y abalanzarse sobre él.
El ruido de unas ramas al moverse le paralizó por completo. Instintivamente se llevó la mano al bolsillo de la gabardina, aferrando la automática y liberando el seguro.
Escuchó el hollar de unos pasos haciendo crujir la hojarasca.
—Hola, guapísimo, ¿qué haces por aquí a estas horas? —preguntó una voz melosa—. ¿Buscas compañía?
Una prostituta, enfundada en una minifalda de cuero y en un chaquetón de piel sintética, se aproximó hasta él haciendo equilibrios sobre unos zapatos de vertiginoso tacón.
—¡Por Dios, me has dado un susto de muerte! —murmuró Henry lívido.
—¿Tan fea soy, cariño?
—No, no eres fea. Simplemente me has asustado.
—¿Quieres que te haga un trabajito rápido? —propuso—. ¡Te aseguro que nadie la chupa como yo, mira qué labios, y sin bótox!
—Te lo agradezco, pero no busco sexo, lo siento…
—Pues si no buscas sexo, ya me dirás qué coño haces en este lugar de mierda a estas horas… —repuso ella contrariada.
—¿Estás sola?
—¡Claro que estoy sola, pero si lo que buscas es hacértelo con dos a la vez, puedo llamar a una amiga!
Henry sacó la cartera y deslizó entre sus dedos un billete de cincuenta euros.
—¡Por esta cantidad te hago lo que quieras durante una hora!
—Con esta cantidad te pago para que te largues de aquí durante una hora —corrigió él devolviéndole la sonrisa—. ¿Trato hecho, muñeca?
—Trato hecho, cariño —convino enfilando hacia la carretera—, que seas feliz.
Alzando el cuello de la gabardina, Henry siguió avanzando hasta sobrepasar los jardines. Al llegar al bosque tomó uno de los senderos de tierra que conduce a los calveros y prados que se extienden tras la espesura. Ya en terreno abierto, distinguió a Pierre Cassel. Tan puntual como siempre. Estaba junto a un grupo aislado de árboles, sentado en un banco junto al único punto de luz del lugar. El corazón comenzó a latirle con violencia.
Pierre se puso de pie y caminó a su encuentro al verle llegar.
Se detuvieron frente a frente, dejando algo más de tres metros de tierra de nadie entre los dos.
—Podías haber elegido un lugar más alegre… —ironizó Henry.
—Es un buen lugar, apartado, ideal para ti y para mí, ¿tienes frío?
—La humedad me sienta mal…
Esbozando una mueca sarcástica, Pierre extrajo una petaca de su chaqueta y se la lanzó.
—Toma, bebe un poco. No quiero mandarte a casa con el estómago vacío —espetó—. ¡Tranquilo, no está envenenado, es Courvoisier X. O. Imperial!
—Hay que tener huevos de oro para rellenar una cantimplora con un coñac de mil seiscientos euros —bromeó Henry echando un trago—. ¡Excelente, ya sabes que siempre he alabado tu buen gusto!
—En esta vida hay que celebrarlo todo. Incluso las despedidas.
—¿Te vas de París? —inquirió con sorna—. La vida sin ti no será igual.
—El que se va de París esta noche eres tú, Henry. Nos vemos por última vez.
Con un movimiento rápido, impredecible, Cassel sacó una automática plateada y le encañonó.
—¿Vas a matarme, Pierre?, ¿crees que eso te va a servir de mucho?
—Eres un maldito ingrato, un miserable; tenía planes importantes para ti, pero lo has jodido todo… —rezongó entre dientes.
—¡Claro, tus famosos planes! ¿Sabes? ¡Nunca he entendido tus propósitos! —reprochó con desdén—. Como mínimo, antes de agujerearme, podrías ser claro por una vez y explicar qué mierda esperabas de mí…
—Demasiado tarde. No tengo ganas de entretenerme en eso. Ya he gastado mucha energía contigo, inútilmente.
Pierre avanzó un par de pasos, sin dejar de fijar la cabeza de Henry como blanco. De espaldas a la luz, su rostro adquirió un aspecto torvo.
—Está bien, como quieras —convino el publicista—; pero a mi vez creo que te debo informar de que en este preciso instante te estoy apuntando…, ¿recuerdas? ¡Tengo experiencia disparando a través del bolsillo, te aseguro que no fallaré, nos iremos juntos de París, será un buen final!
Durante unos segundos los dos permanecieron en silencio, desafiantes, sin apenas pestañear, con la rigidez de un par de estatuas, con los dedos crispados en los gatillos.
—Hay algo que no te he dicho… —advirtió Henry con voz tranquila, con una sonrisa críptica en los labios, cuando el clímax ya se tornaba insostenible.
—¿Qué?
—Las citas, si no son con una mujer, me aburren; entre hombres, siempre mejor tres que dos…
Antes de que el cerebro de Pierre Cassel lograra descodificar el significado de las palabras de Henry, el cañón de una tercera pistola emergía de la penumbra yendo a clavarse en su nuca.
—¡Habíamos dicho a las dos! —reprochó Henry—. La puntualidad es sagrada, una norma de vida…
—¡Sí, lo sé, pero llevo más de media hora dando vueltas por este maldito parque! ¡Esto es un laberinto! —refunfuñó el recién llegado respirando alterado—. Dejémoslo estar, Pitágoras. Diría que he llegado en el momento oportuno. Dime: ¿le doy el pasaporte o prefieres hacerlo tú?
Los ojos de Cassel se abrieron con desmesura al oír al desconocido dirigirse a Henry con el nombre del filósofo griego que él utilizaba como seudónimo.
—¡Maldita sea! ¿Has dicho Pitágoras? —tronó incrédulo—. ¡Estás en un error, Pitágoras soy yo! ¿Quién coño eres? ¿Rainbow, Hunter, La Falaise? ¡Contesta!
De inmediato, el desconcierto afloró en la mirada de Didier Laval, al tiempo que una devastadora certeza arrasaba el cerebro de Cassel.
—¿Has logrado acceder a Tetractys, Henry? ¡Eres brillante, un auténtico y brillante hijo de la gran puta! ¡No sé cómo lo has hecho, pero lo has hecho! —gritó. Y al punto, dirigiéndose al que le encañonaba, aseguró—: ¡Vas a cometer un error terrible, te ha engañado, yo soy Pitágoras!
Hunter miró de hito en hito a Henry, exigiendo de forma imperiosa que las cosas se aclararan de inmediato.
—Ya veremos quién dice la verdad y quién miente… —masculló desconfiado el asesino a la espera de respuesta—. De momento, tú cállate y ponte de rodillas, con las manos en la nuca, y arroja el arma o te levanto la tapa de los sesos. No lo volveré a repetir.
—¡No dejes que este fantoche te engatuse, es un impostor, yo soy Pitágoras! —insistió Cassel agachándose y lanzando a un lado el arma—. Puedo demostrarlo, ¿eres Hunter?
—Te pedí que compraras un teléfono y me enviaras el número a un correo electrónico; te dije que vestiría de gris; este mediodía te he llamado y te he explicado cómo llegar hasta aquí… —enumeró Henry con absoluta frialdad—. ¡No perdamos más tiempo, dispara, mátale!
—¡No lo hagas, me ha tendido una trampa, ha utilizado nuestro sistema de comunicación! ¡Por Dios, contesta!, ¿eres Hunter? —imploró el marchante una vez más.
—Sí, Hunter… —admitió finalmente Didier Laval instalado en el más absoluto recelo—. Solo hay un modo de averiguar cuál de vosotros es el impostor. Sabéis que jamás hemos compartido la más mínima información personal, pero hace unas semanas, en una conversación, se mencionó el nombre de un libro…
—¡Tú y yo hablamos de La muerta enamorada, de Théophile Gautier! —contestó Cassel sin titubeos.
—¡Maldito maricón, has estado a punto de metérmela doblada! —gritó Laval apuntando furioso al rostro de Henry—. ¡Saca la mano del bolsillo de la gabardina y extiende los brazos. Hazlo de inmediato o eres hombre muerto!
Pierre se incorporó con el rostro encendido en llamas.
—¡Basta un momento de distracción para perder la eternidad, Henry, y tú la has perdido! —afirmó en tono triunfal, parafraseando a Gautier—. Buena jugada la tuya, muy buena jugada… ¡Mátale Hunter, no discutiré el precio!
Henry respiró profundamente. Su estrategia había fracasado. La bala de Hunter diluiría el mundo en unos instantes, su cerebro dejaría de funcionar, cesaría todo tipo de sensación. Dedicó un último pensamiento de gratitud a Adèle. Moriría sabiendo que ella no le había traicionado. Ver a Pierre vestido con una cazadora marrón y unos pantalones negros era la prueba.
Cerró los ojos y rememoró lo hablado con Adèle.
—Hay algo que no veo claro, Henry. Explícame cómo te reconocerá ese sicario al que has contratado —había preguntado la joyera, dudando de lo efectivo de su plan.
—Le he dicho que yo vestiré prendas de color azul marino… —mintió él con aplomo, guardándose un único as en la manga.
En medio de ese recuerdo, sonó un disparo. Una detonación seca.
No sentía nada. Mejor así. Fin.
Un lamento ahogado, ajeno, le obligó a enfocar la realidad, en el momento exacto en que Hunter caía a peso, como un saco.
Henry miró sus manos, incapaz de comprender por qué seguía en pie.
Temblaba como una hoja, pero estaba vivo.
Un cuarto actor había hecho su aparición en la escena, abatiendo al sicario sin contemplaciones por la espalda; rescatándole en el último instante del frío abrazo de la muerte.
Distinguió a Pierre. A su vez, parecía no entender lo que estaba pasando. Escudriñaba la hierba, palmo a palmo, gateando, intentando dar con el paradero de la pistola que unos minutos antes se había visto obligado a arrojar. La localizó. Hincando la rodilla en tierra, abrió fuego contra la silueta que avanzaba hacia él.
Henry supo que no podía mantenerse al margen.
Blandiendo la automática de Adèle acortó distancia.
—¡Ya basta, Pierre, suelta el arma; suéltala o tendré que matarte! —conminó.
—¡Inténtalo! —incito él, revolviéndose en su posición. Le apuntó dispuesto a vaciar la munición que quedaba en el cargador.
No tuvo oportunidad. Un único disparo, efectuado casi a quemarropa, en la boca del estómago, le hizo salir despedido hacia atrás. Quedó tumbado sobre la hierba, con los ojos abiertos y un hilo de sangre en los labios.
Henry guardó la automática y se dejó caer de rodillas junto al cuerpo de Cassel. Todo había ido demasiado lejos. Demasiado. Y ahora, desencadenado el drama, lamentaba interiormente el desenlace y se maldecía por haber disparado al amigo que pudo ser y no fue.
—Lo siento, Pierre… —adujo con voz temblorosa.
—¡Cállate, maldito pusilánime, y asume de una puta vez el peso de tus actos! —farfulló el marchante con mirada perdida—. Anda, dame la mano…
Henry le aferró con fuerza.
—Cálmate, no te muevas. Llamaré a una ambulancia.
—Déjalo, no llegará a tiempo, quédate conmigo…
Pierre tenía razón. La sangre fluía incontenible, empapando su camisa. De nada iba a servir intentar obturar la brecha.
—¿Sabes lo que tendría gracia? —interpeló mirándole de soslayo.
—No, Pierre, ¿de qué hablas?
—Sería muy divertido que hubiera algo…
—¿Te refieres a algo… ahí arriba?
—Sí, claro…, arriba, o donde sea.
—Lo ignoro. No tengo forma de saberlo.
—Tranquilo, no lo hay, pero… pero si lo hubiera…
—¿Sí?
—Le patearía su maldito culo, su gloriosa zafiedad…
—Estoy seguro de que serías capaz de volverle loco, te conozco bien.
Henry notó cómo la respiración de Pierre se alteraba por momentos. Llenar su pecho de aire resultaba cada vez más costoso.
—Oye, quiero saber algo… —susurró apretándole aún más la mano.
—Lo que quieras.
—¿Por qué lo has hecho? ¡Vamos, dímelo rápido!
—Comparto tu visión del mundo. No somos tan distintos. Pulsé el botón con absoluto convencimiento. Yo los condeno a todos, a la muerte más infame y dolor osa, sin perdón…
—¿Entonces?
Henry se esforzó en deshacer el nudo de emoción áspera que atenazaba su cuello.
—Solo te pedí una cosa, Pierre. Recuérdalo. Cuando nos conocimos, te dije claramente que la traición, la mentira, es lo único que no podría tolerar. Deposité en ti la poca confianza que me quedaba. Y me engañaste…
Pierre Cassel sonrió satisfecho.
—Entonces, no me equivoqué. Sabía que ese era tu punto débil.
—¿Qué significa eso?
—Ya lo entenderás. En mi casa hallarás las respuestas… —contestó críptico, con un hilo de voz agónica—. Te agradezco, te agradezco mucho lo que has hecho. Irme así es lo mejor que me podía pasar. Has cumplido con la regla. Algo más…
—Te escucho.
—Tu nombre. Debo darte tu nombre. Tú eres… el cisne, tú eres Platón.