Póker descubierto
De camino a la casa de Adèle Mercier, Henry se detuvo en una floristería y compró media docena de rosas rojas. Al llegar al portalón de entrada, cuando se disponía a recorrer la calleja de acceso al interior de la finca, se cruzó con un hombre cuyos rasgos creyó reconocer.
Vestía de forma elegante, con traje y gabardina. Portaba en la mano un maletín de piel y un paraguas. Salía a paso rápido del lugar y le dedicó una mirada huraña al sobrepasarle.
Henry sonrió. Una vez más, todo parecía encajar.
La joyera tardó en abrir la puerta. Cuando lo hizo, su rostro se iluminó al verle. Estaba radiante. Andaba envuelta en un albornoz negro, con los cabellos húmedos y alborotados.
—¡Henry, menuda sorpresa! —exclamó alegre, franqueándole el paso—. Dijiste que me llamarías y… ¡aún te espero!
—Pasaba cerca de aquí y he decidido presentarme por sorpresa. Tal vez no en muy buen momento. Toma, esto es para ti, ponlas en agua.
—¡Son preciosas, gracias, voy a buscar un jarrón, entra y ponte cómodo! —instó, prendiendo un breve beso en sus labios a modo de bienvenida.
—No me quedaré mucho rato. Esta noche tengo que resolver un asunto importante —comentó distraído—. Por cierto, acabo de ver salir de tu casa a Alvar Bergeron. Me ha mirado escamado, como si yo fuera un paparazi…
Adèle se mordió el labio inferior y le miró de soslayo, mientras distribuía las flores en un alto vaso de cristal rojo de Murano.
—Ya veo que no se te escapa nada…
—A estas alturas, poco. Eso espero.
—Te dije que aún no podía explicarte algunas cosas. Bien, ahora ya sabes que la persona a la que aludí, cuando te conté que mantenía una relación esporádica, es Alvar Bergeron —admitió aproximándose hasta él, peinando con los dedos su media melena, haciéndola volar del mismo modo en que lo hacía, a modo de seña, durante la subasta en que se conocieron.
—Yo también me buscaría un amante así; de ser mujer, claro… —espetó Henry con encantadora ironía.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que a grandes males, grandes remedios —aseguró echándose a reír—; y a grandes crisis, grandes banqueros.
Un mohín de contrariedad quebró al punto el rostro de Adèle, diciendo a las claras que el comentario había sido absolutamente inoportuno.
—No te equivoques. No soy una puta de lujo —espetó molesta—. ¿Eso piensas de mí? ¡Si es así, será mejor que salgas por esa puerta ahora mismo!
—Sé que no lo eres. Es más, sé perfectamente quién eres…
—Te expliqué que esa relación obedecía a un motivo concreto, y también que tenía fecha de caducidad. Y ese día ya ha llegado. Bergeron y yo no volveremos a vernos… —puntualizó con mirada herida.
—¿Ya tienes lo que andabas buscando?
—No pretendas saber lo que yo buscaba, Henry. No me conoces en absoluto —reprochó enojada—. ¿Qué quieres decir con eso de que sabes perfectamente quién soy yo?
—Exactamente eso… —murmuró él deslizando los dedos por su mejilla—. Será mejor que hablemos, tengo algo que contarte, ¿te importaría servir algo frío y ligero y jugar conmigo un rato al yo sé que tú sabes que yo sé?
Con la suspicacia en los ojos y aparentando normalidad, Adèle preparó un par de tragos y fue a acomodarse en una esquina del sofá.
—¿En qué consiste tu juego? —inquirió con deje inocente, abrazándose las rodillas.
Henry esbozó una sonrisa astuta.
—En ahorrarnos explicaciones innecesarias y preámbulos; en saltarse lo que a estas alturas es obvio y hablar con la taimada complicidad de los zorros…, ¿lo entiendes?
—Perfectamente.
—¿Aceptas jugar?
—Sí, juego.
—Bien. Entonces, escucha. Me costó mucho convencerme de que nada de lo que ocurría a mi alrededor era fruto del azar. Y no me pidas que defina azar… —bromeó—. Todos somos proclives a creer que las cosas maravillosas que nos salen al paso, de forma inesperada, son un regalo caído del cielo; algún tipo de recompensa inexplicable. Tal vez en algunas ocasiones sea así, lo ignoro, pero en absoluto en mi caso. Pensar que tú habías aparecido como el as providencial que viene a arreglar una mano comprometida en una partida de póquer me hacía sentir sumamente especial. Ahora soy consciente de que las cartas, o mejor dicho, la partida entera, había sido amañada, desde el principio…
—¿De qué partida hablas, Henry? Me cuesta comprenderte —balbuceó Adèle, aparentemente desconcertada.
—¡Oh, vamos, hemos acordado saltarnos los enojosos preámbulos, Hipatia! —refrescó con sorna—. Esos interminables tú sabes que yo sé que tú sabes…
—¿Por qué me llamas Hipatia?
—¿Jugamos o no? —insistió—. De lo contrario, será mejor que me levante y me marche. Ni tú ni yo estamos para perder el tiempo.
—¿En qué momento averiguaste quién soy?
—¿Eso te parece importante?
—Para mí lo es…
—Lo dudo, pero como prefieras —convino Henry—. En la casa de Pierre Cassel escuché hablar de Hipatia por primera vez; en términos muy elogiosos, por cierto. Algunos parecían no estar muy tranquilos con su forma de actuar. Les inquietaba que su implicación directa en las actividades criminales que llevan a cabo pudiera ser descubierta o proporcionar pistas sólidas a la policía. Hablaron de cómo Hipatia eliminó magistralmente a Ives Givry, encandilándole con sus juegos sadomasoquistas…, ¡ya sabes que yo adoro tus juegos perversos!
—No estoy para bromas, continúa…
—Comentaron que Hipatia se dedicaba a reunir información sobre Jean-Marc Poncelet, el financiero —prosiguió—. ¿Recuerdas? ¡La noche en que nos conocimos sonó el teléfono, y alguien te alertó de que estaban emitiendo en televisión un especial informativo! Después de verlo, me hablaste de Poncelet y de su chanchullo financiero, asegurando que otros habían participado. ¡Lo cierto es que en aquel momento me extrañó tu interés por ese bribón, pero no le di mayor importancia!
—Lo recuerdo perfectamente…
—Gracias a Pierre supe que Poncelet era para todos vosotros una presa menor; y que el verdadero trofeo que perseguía Hipatia, y también todos ellos, era Alvar Bergeron: ¡nada más y nada menos que el presidente del Banco de Francia!
—¿Qué más?
—¿Necesitas más?
—Sí. Quiero saberlo todo.
—Cassel describió a Hipatia como una mujer de carácter fuerte, indómita, resuelta; capaz de prepararle la cama a Bergeron, y de ventilar, de forma expeditiva, cualquier contingencia que pudiera salirle al paso, ¿no te ves reflejada en esas palabras? ¡Juraría que encajan con tu temperamento! —exclamó Henry con la ironía colgada en los labios—. Te lo repito, me resistí durante días a alimentar cualquier suspicacia hacia ti, intentando convencerme de que el hecho de que hubieras aparecido en mi vida mientras asesinaban a dos personas de mi pasado era pura coincidencia.
—No lo era… —asintió Adèle lacónica, con expresión circunspecta, consciente de que resultaba inútil seguir defendiendo la posición.
—A la vista de todos esos indicios decidí investigar un poco. Tú me habías contado que te divertía hacer subir las pujas por el mero placer de perjudicar al hijo de un constructor, llamado Donatien Chavanel. Descubrí que ese miserable, que se negó a ayudar a tu padre biológico, pagó muy cara su mezquindad… —reveló, adoptando un tono conmiserativo—. Apareció muerto cerca del Mont Saint Michel…
—¡Era una culebra, un miserable reptil! —escupió Adèle desarbolada, con un nudo en la garganta—. No lo hice sola, necesité ayuda, pero te aseguro que fueron mis manos las que le rompieron en mil pedazos las piernas. Utilicé una maza de las que se usan para clavar estacas. Me quedé allí, en la arena, durante casi una hora, disfrutando mientras él aullaba e imploraba por su vida; después, cuando la marea empezó a subir, me marché…
—No te juzgo, Adèle.
—¿Estás seguro de eso?
—Yo hubiera hecho lo mismo.
—No sé lo que hubieras hecho tú. Déjalo, no sigas por ahí —rogó sepultando sus emociones—. Está bien, es suficiente. Ahora me toca a mí. No te mentiré…
Adèle vació la mitad de su gin-tonic y encendió un cigarrillo; después, se quedó ausente durante unos instantes, con la mirada perdida, buscando un punto de anclaje con la realidad.
—Hace semanas recibí una llamada de Sócrates, una de las dos personas que crearon nuestra sociedad. Yo no suelo hablar con nadie más, ni acepto órdenes de otro que no sea él… —explicó—. Mi contacto con Pierre es casi nulo, prácticamente inexistente. Nos vemos en muy contadas ocasiones, en alguna reunión, y si tenemos algo que decirnos, lo hacemos a través de mensajes…
—Tal vez me equivoco, pero mi impresión es que Pierre está al frente de vuestro selecto club, ¿no?
—A nivel organizativo, sin duda alguna. En asuntos menores, hace y deshace a su antojo y nadie cuestiona sus decisiones. El problema reside en que él y yo mantenemos divergencia de criterios y no nos entendemos demasiado. Le admiro en muchos aspectos. Es un hombre sumamente metódico, tremendamente inteligente, perfeccionista, intuitivo; pero al mismo tiempo es un redomado cabrón inductista, obsesionado por el control; un ególatra iluminado, un mesiánico. Y yo ya he estado en alguna que otra secta —afirmó con sarcasmo—. Soy muy difícil de gobernar. Ya lo sabes. Aún no ha nacido quien lo consiga. Por ese motivo solo dependo de Sócrates; de hecho, mi vínculo con la organización se basa en ese requisito…
—Muy bien, sigue… —aceptó Henry.
—Sócrates me llamó y me pidió un favor. Quería que te mantuviera fuera de circulación durante un par de días.
—Me gusta la expresión. Lo conseguiste.
—Dijo que ibas a necesitar una coartada. Se disculpó, ya que era consciente de que eso me supondría algunas molestias por parte de la policía…
—Entiendo.
—No me alertó de lo que iba a suceder, pero lo imaginé, y me pareció bien. Cuando yo acabé con Donatien Chavanel, otros miembros me proporcionaron una coartada a mí. No la necesitaba, pues difícilmente podían relacionarme con él. Habían pasado muchos años desde la muerte de mi padre, pero aun con todo me ampararon. A todos los efectos, cuando Chavanel murió, yo estaba en la otra punta del país. Mis amigos utilizaron incluso mis tarjetas de crédito, retirando dinero de cajeros… —contó divertida—. El resto ya lo sabes.
—¿Eso es todo? —interpeló Henry incrédulo.
—Eso es lo más importante. Para mí, eras un trabajo más hasta que…
—¿Sí?
—Hasta que dejaste de serlo —aseguró taxativa—. No me preguntes qué pasó, ni en qué momento, ni de qué modo. Solo te diré que dejaste de ser un trabajo para mí…
Esa declaración sorpresiva dejó a Henry sin respuesta. Se quedó mirando a Adèle, atrapado en la luz sincera que flotaba en sus ojos. Las pocas dudas que aún albergaba se evaporaron como el rocío de la mañana.
—Días después, Sócrates me explicó algunas cosas más… —prosiguió Adèle, abandonando el hilo de lo personal y retornando a los hechos—. Me dijo que estabas abatido, desconcertado; que Pierre tenía planes para ti, que requerían tiempo, tacto y paciencia, y que habías aceptado pasar el fin de semana en Brégançon, en la Costa Azul. Me quedé tranquila, pensando que ahí terminaba mi parte en todo este asunto, y lamentando, en lo personal, el no volver a verte. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me llamó de nuevo un par de días después. Me explicó que las cosas no habían salido bien, que habías golpeado a Pierre y que te habías ido del lugar hecho una furia…
—De las muchas cosas que se me antojan incomprensibles en este asunto, la que menos logro entender, por más que lo intento, es la obsesión de Pierre conmigo… —comentó Henry con desasosiego—; raya lo enfermizo, no ha dejado de acosarme, sin tregua, ¿qué demonios espera de mí?
—No lo sé, Henry, pero algo está pasando. Créeme. Lo intuyo. Pierre lleva meses comportándose de un modo muy extraño, haciendo cosas que jamás había hecho. Estoy segura de que Sócrates sí sabe lo que ocurre, no hay nada que él no sepa, pero es totalmente hermético…
—¿A qué te refieres con comportamiento extraño?
Adèle se lo pensó dos veces antes de contestar.
—Una de nuestras reglas dictamina que ninguna sentencia puede llevarse a cabo si una de las doce personas con capacidad de decisión no está de acuerdo. Siete votos no bastan para condenar a alguien… —explicó—, deben ser doce, ni uno menos. Cualquier reticencia echa por tierra meses de trabajo. Pierre, sin consultar a nadie, organizó la muerte de Léopold y Miriam por su cuenta; simplemente, puso en marcha el sistema, activó el mecanismo. Sócrates se enteró de lo que iba a suceder pocas horas antes de que fueran asesinados, cuando ya era demasiado tarde. Solo podía hacer lo que hizo, sacarte a ti del tablero de juego.
La revelación dejó a Henry instalado en un absoluto estado de perplejidad.
—¿Eso lo has sabido por labios de Sócrates?
—No. Lo he sabido por Diotima.
—¿Sophie Robillard?
—Parece que nos conoces a todos…
—No a todos, solo a unos cuantos… —comentó Henry—. Has dicho que cuando me marché de Brégançon recibiste una nueva llamada de Sócrates…
—Sí. Le noté muy intranquilo, nervioso. Me alertó, pidiéndome que estuviera atenta, preparada; dijo estar convencido de que tras la catarsis por la que habías pasado en Brégançon, regresarías a mí, necesitado de un punto de referencia.
—Lo eres, no tengo otro.
Esbozando una sonrisa circunstancial, Adèle rehuyó su mirada y se quedó en silencio. Era evidente que algo no andaba bien.
—¿Qué ocurre, qué te preocupa?
—Me preocupa lo que está ocurriendo, pero sobre todo me preocupas tú… —murmuró consternada—. Ahora mismo, todos están muy alterados por todo este asunto. Te ven como una amenaza real. Sabes demasiado como para salir vivo de esta, Henry. La seguridad es una obsesión colectiva en nuestro club. No van a permitir que el trabajo de años, y de muchos, se eche a perder por tu culpa o por la enajenación de Pierre. Tu jugada con ese cuadro de Monet ha sido brillante, pero lo ha acabado de estropear todo de forma irremediable. Pierre fue puesto en libertad anteayer por la tarde; está furioso, y va a ir a por ti. Te encontrará.
—Ya me ha encontrado, Adèle. Nos vamos a ver en unas pocas horas… —reveló Henry sorpresivamente—. Un rendez-vous conclusivo. Esta noche terminará todo, para él o para mí.
—¡Estás loco, no acudas a la cita, te matará!
—No sé qué ocurrirá, eso está por ver. Tal vez sea yo quien acabe con él. A lo que no estoy dispuesto es a vivir escondido como un topo o a huir —negó con tranquila vehemencia—. En la conversación que hemos mantenido esta mañana se ha mostrado implacable, dibujando mi futuro con absoluta claridad. Si acudo a la policía, acabaré siendo acusado y condenado por los asesinatos de Miriam y Léopold; si desaparezco, amenaza con matar a mi hermana y a mi sobrino…
—Ese es Cassel, sin duda alguna.
—No me deja ninguna opción. Voy a ir a por él… —anunció en tono lóbrego.
Adèle se puso en pie y paseó de un lado al otro, de brazos cruzados, cavilando. Después, de manera incomprensible, se entretuvo en encender todas las lámparas que encontró a su paso, como si buscara exorcizar una oscuridad que amenazaba con devorarlo todo. Volvió a Henry y se sentó en el borde de la mesa, a escasos centímetros de su rostro. Con un halo tristón resiguió con el índice la comisura de sus labios y le besó suavemente.
—Sigo pensando…
—¿Sí?
—Sigo pensando que esto es una locura, Henry. Te vas a meter en la boca del lobo. Cassel no estará solo. Le conozco. Seguramente habrá alertado a alguno de los ejecutores que utilizamos habitualmente. Nunca fallan. Cualquiera de ellos te meterá una bala en el cerebro sin que le hayas visto siquiera el rostro. Sé de lo que hablo. No tienes la más mínima posibilidad. Deberías desaparecer durante unas semanas. Tengo una casa cerca de Lyon, en el campo. Puedo darte la llave. Es un lugar tranquilo. Nadie te molestará allí… —propuso—. Eso me permitiría hablar con calma con Sócrates. Te aseguro que es un hombre ponderado, y el único capaz de controlar a Cassel. Me escuchará. Y sabrá encontrar una solución que convenga a todos…
—No. Sea cual sea el resultado, deseo que permanezcas al margen de esto. Lo resolveré por mi cuenta, por mis propios medios…
—¿Tienes un arma?
—No.
—¿Entonces, cómo demonios piensas enfrentarte a Pierre?
—Supongo que te lo puedo contar…
—¡Claro que me lo debes contar!, ¡si no lo haces, seré yo la que te ponga una pistola en la nuca y te saque de París a patadas! —exclamó irritada ante su alarde de sangre fría.
—Verás, tengo un plan que podría funcionar si las cosas se ponen feas…
Durante los siguientes minutos, Henry le explicó con todo lujo de detalles lo que había previsto hacer en el caso de que Cassel no se aviniera a ningún tipo de razonamiento o arreglo. Eso era una contingencia que no podía ser obviada, un riesgo que parecía haber calculado detenidamente. Las dudas de Adèle se fueron esfumando así comprendía la sutil estrategia que él había diseñado.
—Podría funcionar… —aceptó, exhalando todo el aire que había retenido en su pecho.
—Podría. Ahora todo depende de ti.
—¡Ah, entiendo! ¿Todavía no confías en mí plenamente? —inquirió, consciente del recelo que su papel podía suscitar.
—No me quedan dudas, Adèle. Es más, voy a confesarte algo… —anunció, mirándola con afecto—. No tenía modo alguno de saber cómo reaccionarías. Al venir aquí, en estos momentos, sabiendo todo lo que sé, he asumido un riesgo innecesario; porque ni tú ni yo nos hemos dicho todavía ninguna de esas malditas palabras que vinculan a las personas y que estropean, a la larga, las relaciones…
Adèle se echó a reír de buena gana al oír eso.
—¡Ni se te ocurra, las aborrezco, ya lo sabes, no van conmigo! —confirmó entre risas—. Las palabras están de más.
—No tenía forma alguna de saber lo que iba a pasar. Ahora podría estar muerto —ironizó—, pero decidir entre ser asesinado por Cassel o ser asesinado por ti no supone dilema alguno. Al menos, no para mí.
—Más vale que tu plan funcione, o me encargaré de rematarte personalmente —dijo mortalmente seria—. Escúchame. Tengo una automática pequeña, registrada, con licencia, por cuestiones de trabajo; pero poseo otra, sin número de serie, limpia…
Sin esperar respuesta alguna, Adèle entró en su despacho y procedió a vaciar uno de los anaqueles de libros. Un minuto después regresaba con una Heckler & Koch P7M13, una pistola alemana de nueve milímetros, muy ligera y manejable.
—¡Trece balas, absoluta fiabilidad en distancia corta y media! —anunció al ponerla entre sus manos—, pero atención a lo que ahora te diré: disparará solo mientras la empuñes; el sistema de seguridad se activa al dejar de ejercer presión en la culata o al soltarla.
—Entendido. Procuraré no perderla.
—Sabes disparar, ¿no?
—Supongo. Solo lo he hecho en una ocasión, y creo que lo hice bien —repuso con sorna poniéndose en pie—. Me voy, Adèle. Aún tengo algunas cosas que hacer. Si todo sale bien, espero volver a verte… ¡Ah, por cierto, casi lo olvido!
—¿Qué?
—Quiero que me guardes algo, ¿dónde está la bolsa que llevaba?
—Sobre la banqueta, en el recibidor… —indicó ella.
Henry depositó un pequeño paquete entre las manos de la joyera.
—¿Qué es? —interpeló extrañada al notar que contenía multitud de pequeños objetos.
—Te lo enseñaré cuando regrese; si no lo hago, puedes abrirlo —murmuró—. Contiene algunas de las buenas cosas que hice en el pasado, siendo un chaval, en Vannes.
—Entonces lo abriremos juntos —afirmó con una sonrisa llena de convicción.
Se abrazaron en el umbral durante un instante, despidiéndose con un beso furtivo.
De camino a su hotel, Henry se entretuvo en ordenar sus pensamientos, y en revisar, una y otra vez, según la teoría de la probabilidad, las posibles variaciones o combinaciones que podrían generarse de forma caprichosa en muy pocas horas.
Jugueteó con la automática en el bolsillo intentando desembarazarse de la molesta ansiedad que oprimía su pecho.
Todo quedaría resuelto, de un modo u otro; incluso en el peor de los casos, se iría de este mundo tranquilamente, habiendo despejado la última duda que aún albergaba sobre Adèle.